9
Los Clandon-Hartley no bajaron a cenar. Yo estaba pendiente de ellos a pesar mío. ¡De modo que Mrs. Clandon-Hartley era italiana!
Así se explicaban muchas cosas. Así se explicaba que el Mayor hubiera utilizado la palabra apperitivo cuando había estado hablando conmigo la otra noche. Así se explicaba el tremendo silencio de su mujer. Tenía miedo de hablar un mal inglés. Así se explicaba por qué «mi mujer» era «algo religiosa». Así se explicaba su aspecto poco inglés. Por lo demás, Clandon-Hartley había sido herido por una granada y no era responsable de sus actos. Me acordé de las dudas de Mary Skelton. Bueno, si su relato de lo sucedido en la playa era correcto, yo también me sentía inclinado a dudar. Daba la impresión de que en el asunto había mucho más que el simple estallido de un neurótico. Pero esto no era cosa mía. Yo tenía cosas más importantes en que pensar. Este desdichado asunto de los Clandon-Hartley había inutilizado a los Skelton desde mi punto de vista. En la playa «hubo bastante movimiento». El incidente probablemente tuvo lugar mientras yo estaba en el pueblo. Era inútil.
Estábamos terminando de cenar cuando llegó Köche a la terraza, anunciando que habían colocado una mesa de ping-pong bajo los árboles del jardín y que se invitaba a los huéspedes a utilizarla. Al terminar de cenar pude oír que la invitación había sido aceptada.
Me dirigí hacia el lugar de donde procedía el ruido. Una lámpara eléctrica, fijada en las ramas sobre el verde tablero de la mesa, derramaba sus poderosos rayos en la cara de los jugadores. Éstos eran Skelton y el francés Roux. Sentadas sobre una gruta hecha con piedras, les observaban Martin y Mary Skelton. Roux jugaba medio agachado, en una actitud de viva concentración; sus ojos sobresalientes observaban la bola como si fuera una bomba a punto de estallar. Estaba dando saltos continuamente. En contraposición, el juego fácil y descuidado de Skelton parecía tosco e ineficaz. Pero observé que era éste quien ganaba la mayoría de los puntos. Mademoiselle Martin no hacía ningún esfuerzo por disimular su pena ante esto, lanzando sonoros gritos de desilusión cada vez que Skelton ganaba. Por el contrario, cada tanto de Roux era acogido con la correspondiente exclamación de júbilo. Noté que Mary Skelton la observaba con interés.
La partida terminó. Mademoiselle Martin echó una mirada malévola a Skelton y limpió con su pañuelo la sudorosa frente de su amor. Oí que murmuraba algo asegurándole que la derrota no influía para nada en sus sentimientos hacia él.
—¿Echamos una partida? —dijo Skelton dirigiéndose hacia mí.
Pero antes de que yo pudiera replicar, Roux había saltado hacia el otro extremo de la mesa esgrimiendo su raqueta y anunciando con una amplia sonrisa su deseo de revancha.
—¿Qué dice? —murmuró Skelton.
—Dice que quiere la revancha.
—Ah, muy bien —dijo el americano parpadeando—. Debí ofrecérsela yo.
Empezaron a jugar de nuevo. Yo me senté junto a Mary Skelton.
—¿Por qué será —me preguntó la chica— que no entiendo una palabra de lo que habla ese francés?
—Probablemente es de provincias. A veces, ni siquiera los parisienses entienden el francés de provincias.
—Bueno, eso me reconforta. Fíjese, creo que como siga jugando durante mucho rato se le van a saltar los ojos.
No me acuerdo de lo que le contesté porque, para mi propia satisfacción, estaba tratando de identificar el acento de Roux. Estaba seguro de haberlo oído en otra persona, y no hacía mucho. Me resultaba tan familiar como mi propio nombre. Pero un agudo chillido de alegría lanzado por Mademoiselle devolvió mis pensamientos al juego.
—Cuando quiere, Warren se deja ganar de un modo convincente —dijo la chica—. A veces me deja ganar y siempre pienso que ha sido a causa de mi buen juego.
Efectivamente, se dejó ganar de un modo bastante convincente por un margen muy estrecho de tantos, pero antes tuvo que mediar como árbitro en una acalorada discusión entre Roux y Monsieur Duclos, el cual había entrado en escena mediada la partida e insistía en llevar la cuenta de los puntos. Mademoiselle Martin estaba radiante y besó a Roux en el lóbulo de la oreja.
—El viejo tío ése de la barba —murmuró Skelton— es una amenaza, sabe. Yo ya le había visto hacer trampa en el billar ruso, pero no creí que llegase a falsificar el resultado de otra persona en una partida de ping-pong. Yo llevaba la cuenta y, según mis cálculos, iba perdiendo por cinco, no por dos. Si le dejamos seguir contando, me hace ganar la partida. Tal vez padece una especie de cleptomanía al revés.
—¿Y dónde está el Mayor inglés y su mujer esta noche? —preguntó el viejo Duclos, objeto de nuestro comentario, en tono socarrón—. ¿Por qué no vienen a jugar al ping-pong? El Mayor resultaría un adversario formidable.
—¡Será imbécil, el viejo! —comentó Mary Skelton.
Monsieur Duclos la miró desconcertado.
—¡Por el amor de Dios, Mary, cállate la boca! —dijo su hermano—, a ver si te entienden.
Mademoiselle Martin, intuyendo que estábamos hablando en inglés, le dijo a Roux «Okay» y «How do you do?», contoneándose entre grandes carcajadas; éste la recompensó con un beso en la nuca. Era evidente que nadie había entendido nada. Monsieur Duclos me cogió por la solapa y empezó a comentar el incidente de la playa.
—Nadie se atrevería a pensar —decía— que en este frío oficial se encerraba tanta pasión, tanto amor hacia esa mujer italiana, su esposa. Pero los ingleses son así. Exteriormente, fríos y calculadores. Los ingleses sólo sirven para los negocios, piensa uno. Pero por dentro, ¡quién sabe qué fuego les consume! —frunció el entrecejo—. Yo tengo mi experiencia, pero a los ingleses y americanos no hay quien los entienda. ¡Son inescrutables! —se pasó la mano por la barba—. Fue un buen golpe, y el curioso ruido que hizo el italiano resultó muy significativo. Un directo a la barbilla. El italiano cayó como una piedra.
—A mí me habían dicho que el golpe fue en el estómago —repliqué.
Me miró fijamente.
—Y en la barbilla, Monsieur. Y en la barbilla. ¡Dos golpes magníficos!
Roux, que había estado escuchando, intervino:
—No hubo ningún puñetazo —dijo muy convencido—; el Mayor inglés utilizó un golpe de jiu-jitsu. Me fijé bien. Es una llave que conozco.
Monsieur Duclos se apretó los lentes contra la nariz y le miró ceñudo:
—Fue un puñetazo en la barbilla, Monsieur —dijo en tono resuelto.
Roux levantó la mano en ademán de protesta. Los ojos se le saltaron un poco más hacia fuera. Frunció el ceño.
—Usted no pudo haberlo visto —dijo con rudeza. Se volvió hacia Mademoiselle Martin—: Tú lo viste, ¿no, ma petite? Tu vista es perfecta. Tú no llevas gafas y no puedes confundirte como este buen señor. Evidentemente, fue un golpe de jiu-jitsu, ¿no?
—Oui, cheri —respondió ella, rozándole con un beso.
—¿Ve? Lo que yo decía —se mofó Roux.
—Un puñetazo en la mejilla, sin duda —los lentes de Monsieur Duclos se tambaleaban con la rabia.
—¡Bah! —dijo Roux con acritud—. ¡Mire!
Se giró hacia mí súbitamente, me cogió por la muñeca izquierda y me la retorció. Instintivamente me incliné hacia atrás. En el momento siguiente sentí que me caía.
Roux me cogió por el otro brazo y me sostuvo. Tenía una fuerza inusitada en la mano. Vi que su cuerpo delgado como un alambre había adquirido una gran rigidez. En un segundo me hallé de nuevo sobre mis pies.
—¿Ha visto? —se jactó—. Jiu-jitsu. Una llave sencilla. Hubiera podido hacer con este Monsieur lo que el Mayor inglés hizo con el hombre del yate. —Monsieur Duclos se puso tieso, arqueándose ligeramente hacia atrás.
—Una demostración interesante, Monsieur. Pero innecesaria. Mi vista es perfecta. Fue un golpe en la barbilla.
Se arqueó aún más hacia atrás y echó a andar a grandes pasos hacia el hotel. Roux soltó una carcajada burlona e hizo una castañeta con los dedos.
—¡Qué viejo más cretino! —comentó en tono despreciativo—. Como nadie le dice nada cuando hace trampas, cree que los demás somos tonos.
Me sonreí sin hacer ningún comentario. Mademoiselle Martín empezó a felicitarle por su modo de enfrentarse con la situación. Los dos Skelton habían empezado una partida de ping-pong. Me dirigí hacia la terraza inferior.
Tras la negra oscuridad de los árboles pude ver dos figuras silenciosas apoyadas contra el parapeto. Eran el Mayor y su mujer. Cuando mis pisadas empezaron a resonar por el sendero, él volvió la cabeza. Vi como le susurraba algo a ella y que los dos se retiraron. Por un momento o dos me quedé de pie, escuchando el ruido de sus pasos que se perdían en el sendero. Ya estaba a punto de dirigirme hacia el sitio donde les había visto apoyados, cuando percibí el destello de una pipa en la oscuridad, cerca de los árboles. Me dirigí hacia allí.
—Buenas noches, Herr Heinberger.
—Buenas noches.
—¿Le apetece echar una partida de billar?
El golpe de la pipa contra la pata de la silla hizo brotar una lluvia de chispas.
—No, gracias.
Por alguna razón inexplicable, mi corazón empezó a latir con más fuerza.
Las palabras y las frases se agolpaban en mis labios. Sentía unas ganas irresistibles de dar rienda suelta, allí y entonces, a mis sospechas contra él, denunciar a este hombre que estaba sentado en la oscuridad, a este espía invisible. «¡Ladrón! ¡Espía!». Deseaba gritarle estas palabras a la cara.
Noté que me temblaban las piernas. Abrí la boca y mis labios se movieron. Pero de pronto brotó en la oscuridad la llama de una cerilla al encenderse. Vi su cara enjuta y fatigada a la luz amarillenta del fósforo, en una expresión curiosamente dramática. Levantó la cerilla hasta la cazoleta de la pipa y la introdujo en ella. Por dos veces se elevó la llama hacia arriba y luego se apagó. La encendida cazoleta se movió en la oscuridad.
—¿Por qué no se sienta, Herr Vadassy? Ahí tiene una silla.
Era cierto. Me había quedado de pie, mirándole con la boca abierta como un tonto. Al sentarme, noté la misma sensación de alivio que si acabara de evitar que me atropellara un coche a gran velocidad, con la impresión de que había sido la habilidad del conductor y no mi agilidad lo que me había salvado. Por mero deseo de decir algo le pregunté si le habían contado el incidente del matrimonio inglés en la playa.
—Sí, algo me han dicho.
Hubo una pausa y luego continuó:
—Dicen que el inglés está desequilibrado.
—¿Usted cree que eso es cierto?
—Puede que no. La cuestión de fondo está en saber hasta qué punto fue provocado. Ni siquiera un lunático recurre a la violencia si no se le estimula.
Otra pausa.
—La violencia —continuó— es una cosa muy extraña. La mente del hombre normal posee un mecanismo extraordinariamente complejo que le inhibe el uso de la misma. Sin embargo, el poder de ese mecanismo varía en las diferentes culturas. En los pueblos occidentales es menos poderoso que en los orientales. Naturalmente, no hablo de la guerra. En ella actúan diferentes factores. La India constituye un buen ejemplo de lo que estoy diciendo. El número de atentados contra oficiales ingleses resulta desde luego muy alto. Lo interesante es el gran número de fracasos observables en la mayoría de ellos. La mayor parte falla no porque los hindúes sean tiradores especialmente malos, sino porque, en el momento crítico, el aspirante de asesino resulta inmovilizado por un sentimiento instintivo contra la violencia. Hablé de esto una vez con un comunista bengalí. Me decía que un hindú puede ir dispuesto a matar al representante local de sus opresores, con el corazón lleno de odio y armado con un buen revólver. Logrará evitar todos los registros, destacarse de la multitud sin ser visto en el momento oportuno y, cuando el enemigo se acerca, levantar el revólver. Lógicamente, el oficial británico está a su merced. Pero, en aquel momento, el hindú titubeará. Ya no verá al odiado opresor, sino al hombre. Su puntería vacilará, y un segundo más tarde serán los guardias quienes dispararán sobre él. Un alemán, un francés o un inglés, bajo los efectos del mismo estímulo, el odio, habría disparado, y con gran puntería.
—¿Y qué clase de estímulo cree usted que actuó sobre el Mayor Clandon-Hartley cuando golpeó a ese italiano en el estómago?
—Tal vez —dijo con un asomo de impaciencia— no le caía simpático el individuo.
Se puso de pie y añadió:
—Tengo que escribir unas cartas urgentes. Espero que me disculpe.
Se fue. Me quedé sentado en la silla durante un momento, pensando. No era el Mayor Clandon-Hartley el objeto de mis pensamientos, sino el hindú de Herr Schimler. Sentí una cierta simpatía hacia el hindú. Pero la cosa no terminaba ahí porque «un segundo más tarde serán los guardias quienes dispararán sobre él». Todo se podía reducir a cuatro palabras. Miedo y ser liquidado. ¿O le liquidarían a uno igual, con miedo o sin él? Sí, de todos modos le liquidarían. El bien nunca triunfa. El mal tampoco triunfa. Los dos se destruyen, se aniquilan el uno al otro, creando así nuevos males y nuevos bienes que se destruyen mutuamente a su vez. La contradicción fundamental. «La contradicción es la raíz de todo movimiento y vitalidad». Ah, ésta era la frase de Schimler. Fruncí el ceño en la oscuridad. Si prestara un poco menos de atención a lo que decía Herr Schimler y un poco más a lo que hacía, tal vez podría llegar a alguna parte.
Eché a andar sendero arriba hacia el hotel. La sala de lectura, donde los huéspedes solían escribir sus cartas, estaba vacía. ¡Así que éstas eran las «cartas urgentes» de Herr Schimler! Al pasar por el salón de tertulia me crucé con Madame Köche, que llevaba una pila de sábanas.
—Buenas noches —le dije.
—Buenas noches, Monsieur. ¿Ha visto a mi marido? ¿No? Debe estar abajo jugando al ping-pong sin duda. Hay gente lista que se pasa la vida sin dar golpe y pobres tontos que trabajan como esclavos entre bastidores. Pero alguien tiene que hacer el trabajo. En el Réserve lo hacemos las mujeres.
Desapareció escaleras arriba llamando con su voz chillona a «Marie». Atravesé el desierto salón hacia la terraza superior.
Sentado en una mesa junto a la balaustrada estaba Monsieur Duclos, con un Pernod en la mano y un puro en la boca. Al verme se puso de pie, haciendo una ligera inclinación con la cabeza.
—¡Ah, Monsieur! Le pido mil perdones por haberme marchado de un modo tan poco cortés. Comprenderá que no podía seguir allí permitiendo que me insultaran.
—Comprendo su actitud y la comparto, Monsieur.
Volvió a hacer otra reverencia.
—¿Quiere beber algo, Monsieur? Yo estoy tomando un Pernod.
—Gracias; un Vermouth con limón para mí.
Tocó el timbre para llamar al camarero y me ofreció un puro que yo acepté.
—A pesar de mis años —dijo mientras vertía un poco de agua en su vaso—, soy un hombre orgulloso. ¡Muy orgulloso!
Hizo una pausa para coger otro trozo de hielo. Yo no comprendía muy bien por qué tenía que desaparecer el orgullo con la edad, pero, afortunadamente, antes de comunicarle mis dudas, Monsieur Duclos siguió hablando.
—A pesar de mis años —repitió—, le hubiera pegado a ese Roux si no fuera por una cosa. Había mujeres delante.
—Usted adoptó la postura más digna —le aseguré.
Monsieur Duclos se pasó una mano por la barba.
—Me alegro que piense usted así, Monsieur. Pero a un hombre orgulloso le resulta difícil disimular su enfado en algunas circunstancias. De estudiante mantuve un duelo. Mi adversario había puesto en duda mi palabra. Yo le pegué. Él me hizo frente. Nos peleamos. Nuestros amigos hicieron los preparativos del duelo.
Suspiró en ademán reminiscente.
—Era una fría mañana de noviembre. Tan fría que mis manos estaban azules y entumecidas. Es curioso cómo semejantes bagatelas pueden preocupar a una persona. Tomamos un carruaje que nos llevó al sitio del encuentro. Mi amigo quería ir a pie porque ninguno de los dos estaba en condiciones de conseguir un carruaje. Pero yo insistí. Si me iban a matar, ya no importaba nada. Y si no me mataban, la satisfacción sería tan grande que los gastos no me preocuparían. Así que cogimos un carruaje. Pero, de todos modos, me preocupaba el hecho de tener las manos frías. Las ponía en el bolsillo, pero seguían frías. No me atrevía a ponerlas debajo de los brazos por temor a que mi amigo, al ver mi postura encogida, pensase que tenía miedo. Traté de sentarme encima de ellas, pero la piel de los asientos, lisa y brillante, aún estaba más fría. Todos mis pensamientos estaban centrados en las manos. ¿Y sabe usted por qué?
Moví negativamente la cabeza. Sus ojos parpadearon.
—En primer lugar, porque tenía miedo de no apuntar bien para herir a mi adversario; y, en segundo lugar, porque si las manos del otro estaban tan heladas como las mías, podía ser él quien, por pura casualidad, me hiriese a mí.
Me sonreí.
—Supongo, Monsieur, que, después de todo, las cosas salieron bien.
—¡Perfectamente! Los dos fallamos. No sólo fallamos: por poco herimos a nuestros padrinos —se rió entre dientes—. Muchas veces nos hemos reído los dos de aquello. Mi adversario es en la actualidad dueño de la fábrica que está al lado de la mía. El tiene quinientos trabajadores. Yo, setecientos treinta. Él hace maquinaria. Yo, cajas de embalaje.
El camarero se acercó.
—Un Vermouth con limón para Monsieur.
Yo estaba un poco desconcertado. Alguien me había dicho, el Mayor o Skelton, que Monsieur Duclos tenía una fábrica de frutas en conserva. Debía estar en un error.
—Los tiempos son difíciles —decía Duclos—. Suben los sueldos, suben los precios. A veces bajan los precios, pero los sueldos siguen subiendo. Y si yo me veo obligado a reducir los sueldos, ¿qué pasa? Los trabajadores, a la huelga. Algunos de ellos llevan años trabajando conmigo. Les conozco por el nombre, y cuando paso por los talleres les saludo personalmente. Pero vinieron los agitadores, los comunistas, y los obreros se pusieron contra mí. Mis hombres se fueron a la huelga. ¿Qué hacer?
La llegada del camarero me evitó tener que contestarle.
—¿Qué hacer? Me senté a pensar. ¿Por qué se habían vuelto mis hombres contra mí? ¿Por qué? La respuesta era muy sencilla: ignorancia. ¡Pobres hombres! No entendían, no sabían. Decidí reunirlos a todos, explicarles la simple verdad. Yo, papá Duclos, les explicaría. Se necesitaba valor, porque los jóvenes no me conocían tan bien como los viejos y los agitadores habían hecho bien su trabajo.
Monsieur Duclos tomó un traguito de su Pernod.
—Me enfrenté con ellos —dijo con gesto dramático—, de pie en la escalinata de la fábrica. Levanté la mano pidiendo silencio. Todos callaron. «Hijos míos —les dije—, queréis un aumento de sueldo». Ellos asintieron con estruendo. Volví a levantar la mano para imponer silencio. «Permitidme que os diga, hijos míos, lo que ocurrirá si yo accedo a vuestra petición. Luego, vosotros decidiréis». Hubo murmullos, pero se hizo el silencio otra vez. Yo me sentía inspirado. «Los precios están bajando —continué—; los precios están bajando. Si yo os subo el sueldo, los precios de la fábrica Duclos serán más elevados que los de la competencia. Perderemos clientes. Para varios de vosotros ya no habrá trabajo. ¿Queréis esto?». Hubo gritos de «¡no!». Algunos agitadores gritaron, en su tremenda ignorancia, que era preciso reducir los beneficios. Pero ¿cómo explicar a estos imbéciles que las inversiones han de recibir sus intereses, que si no hubiera beneficios los negocios se hundirían? Ignoré estos gritos. Seguí hablándoles de mi amor hacia ellos, de mi sentido de la responsabilidad por su bienestar, de cómo mi deseo sería hacer lo mejor para todos ellos, de que debíamos cooperar pensando en nosotros mismos y en Francia. «Todos necesitamos —dije— hacer sacrificios por el bien común». Apelé a ellos para que aceptasen, con el corazón impasible, una reducción salarial, con la determinación de trabajar incluso más duramente. Cuando terminé, me aplaudieron clamorosamente, y los más viejos decidieron por sí mismos que todos debían volver al trabajo. Fue un gran momento. Yo no pude contener las lágrimas con la emoción. Sus ojos centelleaban detrás de los lentes.
—Un gran momento, como usted dice —repliqué cuidadosamente—. Pero ¿cree usted que las cosas son tan sencillas? Si los sueldos bajan, ¿no bajarán los precios todavía más, por la sencilla razón de que la gente aún tiene menos para gastar?
Monsieur Duclos se encogió de hombros.
—Hay algunas leyes económicas —dijo vagamente— a las que es estúpido que el hombre se enfrente. Si los sueldos suben por encima de su nivel natural, la delicada balanza del sistema se desequilibra. Pero no voy a aburrirle con estas cuestiones. En mi fábrica soy un hombre de negocios, alerta, decidido, duro. Ahora estoy de vacaciones. De momento, mis grandes responsabilidades quedan aparte. Estoy contento porque puedo aliviar mi cansado cerebro con la contemplación de las estrellas.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando las estrellas.
—¡Magnífico! —murmuró con arrebato—. ¡Extraordinario! ¡Qué cantidad! ¡Formidable!
Bajó la vista y miró hacia mí otra vez.
—Tengo una gran sensibilidad para la belleza —dijo.
Volvió su atención al vaso que tenía delante; diluyó su contenido en un poco más de agua y lo bebió de un trago. Luego, miró su reloj y se puso de pie.
—Monsieur —dijo—, son las diez y media. Yo soy viejo. He disfrutado mucho con esta conversación. Ahora, con su permiso, me retiro a dormir. Buenas noches.
Hizo una pequeña reverencia con la cabeza, me dio la mano y, metiéndose los lentes en el bolsillo, se introdujo en el hotel caminando con un poco de dificultad. Sólo entonces se me ocurrió sospechar que quizá aquella noche Monsieur Duclos tenía encima un pernod de más.
Estuve un rato sentado en la sala de estar, leyendo un semanario atrasado, el Gringoire. Luego, aburrido, salí al jardín a ver si encontraba a los americanos.
En la mesa de ping-pong no había nadie, pero la lámpara seguía brillando sobre ella. Las raquetas estaban cruzadas una sobre otra, con una pelota abollada entre las dos empuñaduras. Cogí la pelota y la boté en la mesa. Hizo un sonido extraño y hueco. Al volver a colocarla tal como estaba entre las raquetas, oí cerca ruido de pasos.
Me giré en redondo esperando ver a alguien. Pero más allá de la zona iluminada en torno a la mesa por el foco, la oscuridad era intensa. Si había alguien, yo no podía verle. Me paré a escuchar, pero no se oía el menor ruido. Quienquiera que fuese debió pasar de largo. Decidí bajar hasta el mirador de la terraza inferior.
Me dirigí hacia el sendero a través de los arbustos y comencé a descender. Ya casi había llegado a la escalinata; una estrecha franja de cielo azul-negro y estrellado apareció entre los cipreses. Fue entonces cuando ocurrió.
Oí un débil crujido a mi izquierda e inicié un movimiento para girarme. Pero en aquel momento sentí un fuerte golpe en la nuca.
No creo que llegara a perder realmente el conocimiento, pero la primera cosa que percibí coherentemente después del golpe fue que me hallaba de bruces en el suelo, medio fuera del sendero, y que algo me apretaba los hombros contra el suelo con una fuerza considerable. Infinitas lucecillas centelleaban en mi cabeza y los oídos me silbaban; pero a pesar del silbido podía oír la respiración jadeante de alguien y sentir unas manos que me hurgaban los bolsillos.
Casi antes de que mi aturdido cerebro hubiera podido asimilar estos hechos, todo había pasado. La presión sobre los hombros se relajó súbitamente, rechinó en el sendero el ruido de una pisada y luego todo quedó en silencio.
Seguí tendido donde estaba durante varios minutos, con las manos en la cabeza, mientras ésta era invadida por oleadas de dolor que me mareaba. Luego, cuando las oleadas dolorosas se convirtieron en una palpitación algo menos aguda, me levanté poco a poco y encendí una cerilla. En el suelo estaba mi billetera abierta. Sólo contenía dinero y unos cuantos papeles sueltos. No faltaba nada.
Comencé a subir hacia la casa. Por dos veces noté que se me iba la cabeza y tuve que pararme y esperar a que el mareo cediese. A pesar de todo, conseguí llegar a mi habitación sin ninguna ayuda y sin tropezar con nadie. Me metí en la cama con un suspiro de alivio. La sensación de poder descansar la cabeza en una suave almohada resultaba casi dolorosa.
No sé si fue el efecto retardado del golpe, o simplemente debido al cansancio, pero creo que no tardé más de un minuto en quedarme dormido. Lo incoherente de mi último pensamiento consciente me hace creer que debió ser a causa del golpe.
—Tengo que acordarme —empecé a decirme a mí mismo— de comunicar a Beghin que la señora Clandon-Hartley es italiana.