Capítulo 25

El hombre avanzó hacia ellos. Caminaba lentamente. No se daba prisa, tenía de su parte la fuerza de la ley. Los había visto. No lo veían. Se dirigía hacia ellos pausadamente, ineluctablemente.

Iba vestido de azul, blanco y rojo, con un quepis en la cabeza que dejaba ver una cara severa cuyos ojos se movían recorriendo el andén como dos haces luminosos.

Caían chuzos de punta. Llovía sobre el andén. Todavía llovía.

Se inclinó hacia él para tocarlo, estrecharlo con fuerza en sus brazos, pero en el mismo momento en que ella lo hacía, él se separó. Y aunque fuera por última vez, miró sus ojos, oscuros, negro, malva y violeta.

—Sus papeles —dijo el hombre.

Él reconoció a uno de los dos policías que se encontraban con el revisor del tren al final del andén.

Miró a ambos lados para ver si todavía era posible dar media vuelta, encontrar una salida, pero no la había.

Y se vio tal y como era: evidentemente tenía el aspecto de un clandestino, la piel y los ojos oscuros, el aire extenuado, culpable, extraño. Apátrida. No volvería nunca más a su país. No tenía país. Aquí no querían saber nada de él. Nunca querrán saber nada de él. Siempre dirán que es extranjero, diferente.

Quería quedarse en la carretera toda la vida, no ir nunca allí. Ésa era la razón por la que se subió a aquel camión. Sólo quería errar, convertirse en un alma errante. Siempre extranjero, siempre diferente y por la gran carretera del mundo. Un exiliado, porque su alma estaba en el exilio.

El policía avanzó para cerrarle el paso. Puso una mano en el cinturón, sobre la pistola.

Era demasiado tarde. El corazón le golpeaba el pecho. Lo habían atrapado. Ya no había nada que hacer.

Ella lo miró. Tenía miedo de que intentara evadirse. Temblaba aterrorizada por aquel peligro. Sentía cómo le flaqueaban las piernas y el corazón le palpitaba hasta rompérsele.

—¿Sus papeles? —repitió el policía dirigiéndose sólo a él.

Con un gesto le indicó que no.

—Entonces, usted no sólo quebranta la ley en el tren, sino que además no tiene papeles.

El policía lo miró de arriba abajo. El hombre le sostuvo la mirada.

—Estoy obligado a llevarle a comisaría para comprobar su identidad. El coche está afuera. Sígame.

Y cuando la miró, esta vez, ella lo supo. Comprendió que iba a huir enseguida, por miedo y pánico, por coraje, por temeridad, por locura, huir para morir, allí, en el andén. No iría a la policía a esperar a que lo condujesen a la frontera después de haber vivido todo aquello, porque era demasiado duro, prefería perderlo todo. Ella lo había visto en la iglesia. Él estaba dispuesto a llegar hasta el final y a arriesgarse en lo sucesivo.

Cuando se negó, él vio cómo la mano sacaba la pistola. La sangre se le subió a la cabeza. Sintió cómo las venas latían en sus sienes a punto de estallar. Levantó los ojos. No estaba solo. Sentía cómo pesaba en él el poder de su voluntad y la rechazaba, rechazaba aquella mirada de mujer que lo encadenaba más que una cárcel. Los ojos implorantes le atravesaron el corazón deteniendo la mano.

Bruscamente, ella se interpuso entre él y el policía. Su cuerpo hizo de pantalla contra el arma. Con una voz ronca le gritó que escapara.

Estaban allí, en el andén, un hombre y una mujer, sólo con una bolsa, algunos objetos, un libro, dos viajeros llegados de una travesía tan larga y tan corta.

Fue en el andén un mes de verano. Nadie supo lo que pasó aquel día. Nadie pudo explicar por qué estaban juntos, ni de qué se conocían.

El informe se cerró. Así es la memoria que intenta borrar los acontecimientos importantes para someterlos a su reino despiadado.

Nadie se acordó de lo que había sucedido. Se dijo que él intentaba escapar. Nadie supo por qué resonaron los disparos, matándola antes de matarlo a él. El sumario quedó archivado. Y otro tren llegó.

* * *