Capítulo 15
Se hacía de noche en el andén. Las curvas de la ciudad se arqueaban en la bruma crepuscular. El viento se estaba levantando, un viento suave, sin dirección, que barría la luz de las caras. Se hacía rosa y gris en la tierra.
Durante un segundo él se dejó llevar. Se hundió en la nostalgia, sentimiento exaltador y mortífero.
Se vio rodeado de rejas que impedían partir hacia un lado u otro. Pensó en el campamento… cercado de rejas, con la entrada cerrada. De nuevo era prisionero de aquel centro donde había vivido y desde donde veía el mar a lo lejos, la arena dorada de las costas del norte, las dunas, las hileras de casas, los campos que se pierden de vista agitados por el viento, y los barcos en ruta hacia la libertad. Horizonte de todos los horizontes para los que están aquí, refugiados. Durante todo el día no hacen más que atravesar el campamento de acogida, entre los policías, los aduaneros, los guardias, porque están de paso. En ese espacio cerrado, iba, venía, volvía a venir, pasaba como un fantasma, con la amenaza de ser arrestado, cogido, de quedarse allí toda la noche, o toda la vida; entonces se dirigía hacia cualquier parte, aunque fuera para volver al mismo sitio, prolongar la vida errante, para no ir a ningún lugar, porque él estaba allí sin estarlo, como una carta doliente.
Se acordó del momento de su llegada, después de un largo periplo. Delante de la puerta estaba su hermano.
Éste miraba el mar mientras su ropa blanca se secaba. Se dirigió hacia él sin podérselo creer: ignoraba que su hermano también se había ido.
Sin decir ni una palabra lo abrazó. Las palabras son débiles cuando los ojos y los gestos se expresan.
Lió un cigarrillo que ambos fumaron frente al mar.
Luego descubrió el campamento de acogida, el hangar que olía a lejía, ya que todo se debía limpiar y desinfectar constantemente para que estuviera aseado durante las llegadas y partidas; siempre impecable, sin enfermedades, sin contagios, sin suciedades venidas de otros lugares, y también se oía aquella algazara permanente como zumbidos, voces mezcladas y pasos que resonaban en el suelo de cemento…
Al día siguiente decidieron irse juntos, caminaron en la oscuridad con algunos otros, vestidos con pantalones y jerseys oscuros, recorriendo kilómetros para huir. Tomaron la misma ruta que los demás. Atravesaron el pequeño puente. Como ellos, fueron a campo traviesa, hasta la autopista. Franquearon las barreras de seguridad. En las tinieblas, sus sombras iluminadas por las farolas se lanzaron sobre el asfalto bajo la mirada de los conductores sorprendidos de ver, con la brusquedad de la luz, hombres como coches.
Caminaron varios kilómetros por los campos, a lo largo de la alambrada erizada de púas, para intentar encontrar la falla, el punto débil que permitiera penetrar en el emplazamiento. Pero proyectores de control barrían la planicie, sin interrupción.
Junto a los más tenaces, prosiguieron a lo largo de los raíles. Atravesaron las rejas y las barreras de seguridad situadas en los andenes y los portalones en las rampas de embarque. Tenían herramientas. Cortaron el cercado y, gracias a las mantas que habían cogido en el centro, lograron neutralizar los rollos de alambradas. Luego siguieron avanzando juntos hasta el andén de embarque. Allí encontraron un grupo de hombres que, como ellos, habían logrado penetrar en el andén. De pronto, otros surgieron de la noche gritando y gesticulando para llamar la atención de la policía. Enseguida llegaron y los arrestaron. Se dejaron coger sin oponer resistencia. Los distrajeron. Los otros desaparecieron y se ocultaron en el andén.
Los trenes frenaban al acercarse a una gran curva. Tenían que saltar a los vagones y luego esconderse. Su hermano y él iban agazapados por todo el andén, entre el hormigón y los ejes, para agarrarse a los vagones en el momento del arranque; pero aquella noche había catenarias. Él avisó de que iba a saltar a los vagones desde lo alto de las rampas de acceso a los trenes, a pesar de la presencia de catenarias. Lo habría hecho si hubiera estado solo, seguro. Había corrido tanto mundo durante aquellos últimos meses que el salto definitivo no tenía precio, ni el de la vida. Tenía miedo. Pero lo habría hecho. En el momento en que iba a lanzarse al vacío, su hermano lo agarró con fuerza por el hombro para impedírselo. Quiso liberarse de su vigor de hierro. Lucharon peligrosamente. Él terminó poniendo fin a aquel triste combate. Regresaron al campamento de acogida, de noche.
Al día siguiente, en el hangar gigantesco, comieron, durmieron. Luego fueron a buscar ropa, llegaba un nuevo envío. En una cola interminable, mil personas se apretujaban las unas contra las otras, y siempre aquel olor a lejía, aquel ruido ensordecedor. Allí fue donde se enteraron de lo que había ocurrido la víspera. Todos los que se habían agarrado al vagón para subirse a bordo del tren estaban muertos. Las catenarias estaban electrificadas.
Un sudor frío le resbaló por la espalda. Miró a su hermano. No se lo agradeció. Le sonrió para demostrarle que se sentía feliz de existir. Lo contempló sin decir nada, entre las palabras, los silencios y los pasos, en el aturdimiento bienaventurado de quien ha rozado la muerte, el asombro de estar allí, y de que hubo un mañana para él. La felicidad simple de existir, de estar en el mundo, de ver un rayo de sol sobre el mar, un viento fresco, un vaso de agua, una sonrisa en una cara, una cara.
Y le prometió que allí, un día, seguro, conocerían la libertad.