Capítulo 7
Y allí estaban, parados al lado del tren, empujados por los pasajeros apresurados por salir, algunos con maletas pesadas, otros sin nada. Los altos y los bajos, los jóvenes y los ancianos, los solteros y las familias, todos bajaban, presurosos por llegar al final del andén para encontrar de nuevo su vida, sus vínculos, su trabajo, su soledad.
Eran numerosos, les costaba avanzar. Los que tenían más prisa se abrían paso a través de la masa compacta de los viajeros. Pero nadie se tocaba, nadie se rozaba, nadie echaba una ojeada a su alrededor. Todos los ojos estaban dirigidos hacia el final del andén, objetivo último del viaje y partida, quizás, hacia otro comienzo —o un eterno retorno de la vida pasada, la rutina, el hábito de sentirse en casa, siempre iniciado de nuevo.
Algunos lo miraban con curiosidad. Un hombre solo, sin equipaje, sin maleta. ¿Por qué alguien viajaba sin nada, si no era porque no tenía nada? En su cara está marcado el signo de lo extraño. Se sentía mal por ser diferente. Habría querido ser anónimo entre la muchedumbre. Le habría gustado llevar algo en la mano. Podría haberse parecido más. Se les parece. Y, no obstante, es distinto en su mirada. Lo será siempre.
Tomó aire porque quería decir algo provocador. Pero, de pronto, no pudo encontrar las palabras. Le habría gustado preguntarle quién era ella, por qué razón estaba allí, en la iglesia, y si había visto lo que había sucedido. Le habría gustado saber más.
Y luego, le habría propuesto ir a tomar una copa juntos… Pero no podía.
¡Si al menos estuviera en casa, en tiempos mejores! La habría invitado a ir a su hogar, en la colina. Tenía una gran escalera que llevaba a habitaciones secretas. Manuscritos guardados en cofres hablaban de otro tiempo, el de sus ancestros. Eran poemas que filosofaban sobre la vida y su fatal desenlace y que enunciaban una sabiduría antigua, nostálgica y fútil, triste y alegre, porque todo lo que rodea a la vida no son más que apariencias y falsos pretextos, las agitaciones, las voluntades y las veleidades humanas. Decían que nada tenía sentido y que sólo estábamos de paso en este mundo.
Le habría gustado proponerle que charlaran. Pero eso suponía correr un gran riesgo. Y, además, ¿por qué hablaría con un extranjero? En su lengua, esta palabra tenía dos significados y él lo sabía. Era pues, por partida doble, un extranjero para ella.
Entonces se acordó de su país. De cada vez que había tenido que luchar, y de los cristales rotos, las juventudes paradas, las vidas destrozadas, quemadas de odio. Tenía que continuar comiendo, durmiendo, amando, incluso cuando fuera improbable. El día que llegaron a su casa a hacer pintadas de color rojo en las ventanas, comprendió que tenía que irse.
Diecisiete meses de viaje, cuatro meses de prisión, pasando por zonas militares, perdiéndose en el bosque, treinta horas en camión, carreras por la noche, perros y torres de control, cámaras térmicas que escrutan los bosques y acorralan a los hombres como si fueran animales.
Le pusieron esposas, le escribieron un número con rotulador en la mano, le tomaron las huellas digitales, lo fotografiaron para la identidad judicial, lo condujeron hasta una frontera. Otra. Pasó, y después volvió a pasar, hasta que llegó al campamento de acogida. Y allí, una vez más aquel miedo de salir a la calle, ser arrestado, vagar hasta muy tarde por la noche, hablar demasiado alto… Aquellas largas veladas en que tenía que esperar, sin perder la confianza; aguardar para poder partir de nuevo más lejos, más débil, pero hacia la libertad.
Ella se impacientaba. Hacía calor. Su maquillaje se le debía de estar estropeando. Tenía que volver a empolvarse la cara, pero allí, en el andén, bajo la mirada de aquel hombre, no era práctico. Y el viento que le encrespaba el moño. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Era seductor el hombre que le llevaba la maleta. Sorprenderse al ver que estaba pensando en ello la ponía nerviosa. Le molestaba que se le acercaran desconocidos. Tenía que recuperar su equipaje, no debía haber aceptado su ayuda.
Había habido aquellas miradas en el tren. Podría haber evitado lanzarlas. Él se había dado cuenta y ahora se sentía avergonzada. ¿Y si se trataba de un loco? ¿Y si la seguía desde el principio?
Un loco, sí… quizás. En el tren tenía un aspecto extraño, con el sombrero, la americana negra en pleno verano, y ahora sin nada de todo eso. ¿Dónde había dejado la americana? No llevaba ninguna bolsa, ningún equipaje. Sólo llevaba su maleta. No llevaba nada…
Un vértigo se apoderó de todo su ser. Aterrorizada, hacía esfuerzos para no dejarse llevar por el pánico que la dominaba.
Él miraba a ambos lados. Si la policía estaba allí, todo terminaría entre ellos. La gente a su alrededor caminaba con celeridad, tenía prisa por llegar. Habría querido que todos se detuvieran, como una gran tregua, o como un suspiro. Sí, habría deseado una pausa. Pero el tiempo continuaba su marcha ineluctable como si estuviera compitiendo en una carrera, justamente cuando lo que él deseaba era que se dilatara.
Tenía el hábito de la lucha contra el tiempo: cuando queremos que gane, pierde. Cuando le pedimos que sea lento, se da prisa.