Capítulo 22

Ella estaba en el andén, siguiendo el camino, que continuaba sin saber adónde iba, dejándose guiar como un navío perdido en el mar.

Pero era él quien se iba, quien hubiera querido dejarla sin extraviar nada, sin perder el sueño. Entonces quería huir, sin el sufrimiento, olvidaría, él que se iba, deprisa, a paso largo, lejos de ella. Después de todo era más fácil, no le preguntaría a ella si sabía lo que había pasado en la iglesia, él no sabría nada. Olvidaría, era lo mejor. Se refugiaría en la calle anónima, de nuevo bajo un puente, en algún lugar en la medida de lo posible donde no se cruzara con su mirada.

Ahora que todo era factible, partía. Huía aterrado como nunca antes lo había estado. Aterrado por una mujer, aquella mujer… Qué quería de él… Inquietud, duda o alternativa… Partir, sí, huir otra vez. Salir sin consumar la victoria. Avanzaba por el andén con paso decidido, alejándose para siempre. A su alrededor todo era confuso. Habría querido saber si aquel encuentro era real, si un día la volvería a ver o jamás, si iba a preguntarse toda la vida lo que habría sucedido en otras circunstancias más favorables, si alguien los hubiera presentado, y se preguntaba si iba a acordarse de él o a olvidarlo muy deprisa, si ella más tarde recordaría el andén, o si olvidaría su cara, como un desconocido, un extranjero, o, al contrario, si no la borraría nunca de su memoria, como un arrepentimiento, un sueño entre otros, y se preguntaba de dónde venía ella y adónde iba, y se decía que estaba allí, en la iglesia, con ellos y contra él, y sin embargo no se lo reprochaba. Sólo se arrepentía de no haber dicho o hecho lo que tenía que hacer, la había asustado, no se había mostrado tal y como era, no había tenido tiempo, y se dijo también que tenía que renunciar a buscar una respuesta a todas esas preguntas, si no iba a volverse loco. Renunciar y partir. Ése era su destino.

Ella miró cómo se alejaba en silencio. Escuchó cómo sus pasos resonaban en el asfalto, sin comprender, sin saber qué hacer. ¿Esperar, no esperar? ¿Seguirlo? ¿Perseguirlo?

Dos músicos tocaban delante de un quiosco. Uno, el tambor; el otro, la guitarra. Cantaban a dúo arias sin palabras, sólo sonidos ritmados por el timbre sordo del tamboril. Una música indefinible, hecha de todas las músicas del mundo, un aria pegadiza, hechizante. Sonora, ahora, en el andén desierto. Ya no había nadie más allí, pero todavía tocaban. Parecía que lo hacían sólo para ella.

Miró a ambos lados para intentar verlo.

No vio a nadie. Ni revisores. Ni policía. Él no estaba allí, desaparecido, evaporado, como por arte de magia. Se preguntó por un instante si no se lo había imaginado, si toda aquella historia no era un sueño, si no se había dormido en el tren para despertar en medio de un sueño opaco, no elucidado, una carta muerta que nunca había llegado a su destino.

Su aspecto ya no era el mismo, sus ojos no tenían la misma percepción, su visión era vaga, sus labios temblaban, su corazón había cambiado, tenía miedo, sus rasgos estaban tensos, todo su cuerpo lo estaba, le dolían los músculos de la cara.

Ella estaba allí, como un gato que acecha su presa, registrando con la mirada el fondo del andén, los edificios, los raíles.

Pero ¿dónde estaba él? ¿Estaba ahí? ¿Estaba lejos? ¿Estaba allí? ¿Se había ido? ¿Pero realmente se había ido? ¿Ido sin decir hasta la vista, huido sin decir adiós?

Se había marchado.

Ella no sabía adónde. Ni tan siquiera sabía cómo se llamaba. Qué camino tendría que tomar para encontrarlo. Qué camino para dar con él. Conocer, combatir, comprender, liberarse, aprender a ver, buscar una mirada, encontrarla…

Entonces, sola en el andén, se puso a reír. Era involuntario y loco. Reía de pavor. Y pensaba: ¿Por qué me río así por qué esto me hace reír? Malgasto mi suerte… Y de pronto, hundida hasta llorar, dando un paso más: No quiero perderlo. Debo encontrarlo. Aunque esté lejos, lo veré. Aunque haya partido, lo buscaré. Aunque no quiera verme más, lo veré. Dondequiera que se esconda, lo encontraré. Lo serenaré aunque no tenga miedo. Le diré que es fuerte en sus momentos de duda. No dejaré que la alegría se empañe. No dejaré que la ciudad me lo quite. Le daré deseo. E incluso si huye de mi lado, lo cercaré. Lo acorralaré en todas sus trincheras, lo acogeré y le diré: Bienvenido, tú, bienvenido porque estás en tu casa, en mi casa, en nuestra casa, y ya no hay fronteras entre nosotros. Y estaremos juntos, por qué no. Y estaremos juntos.

Corrió hasta el borde del andén. Tropezó. Vaciló. Del ímpetu casi se cae a la vía. Se desquitó en el último momento. ¿Qué hacer? ¿Partir? ¿No partir? ¿Esperar? Esperar, claro, esperar. ¿Qué más podemos hacer? ¿Hasta cuándo? Hasta el próximo tren. Hasta el final de la vida, el final del olvido, hasta la muerte.

Empezó a caminar lentamente por el andén, recorriéndolo de nuevo por última vez.

Y justo en ese momento volvió sobre sus pasos.