52

Décimo séptimo día.

En la Sierra del Harz, Alemania del Este.

La puerta se abrió de golpe y entraron dos guardias embutidos en monos de camuflaje para la nieve. Les quitaron las cadenas que les sujetaban las piernas y luego sacaron a Müller y a Irma afuera empujándolas con los cañones de los fusiles. Müller les gritó que no podía caminar por las heridas en las piernas, y que quería saber qué le había pasado a su ayudante, pero no obtuvo respuesta. Las llevaron a través de la nieve, unos cincuenta metros bosque adentro, en dirección opuesta a la frontera entre ambas Alemanias.

—Aquí está la guarida del león —susurró Irma, y uno de los guardias le propinó un golpe más agudo con el arma por haber osado abrir la boca.

Oculto entre los árboles, mimetizado con la nieve y los arbustos, había un tramo de escalones que conducían a lo que podría ser un búnker subterráneo. Al igual que la caseta de la mina, a Müller le pareció que tuvo que conocer tiempos mejores; pero el caso era que allí dentro, detrás de las puertas metálicas que sellaban el recinto como dos escotillas, nadie daría jamás con su paradero.

—Me parece que esto lo construyeron los nazis —susurró Irma cuando estaban entrando en el complejo de cemento armado—. Nos traen aquí para que nos duchemos una vez a la semana. Menuda suerte tiene usted que le ha tocado el primer día. Pero ya la aviso: no hay calentador, o sea que el agua estará congelada.

Mientras se duchaba, Müller se examinó las heridas. Lo que más le preocupaba eran las piernas, porque donde el alambre se las había desgarrado, tenía la carne amoratada y mucha hinchazón. Cuando le daba el chorro de la ducha directamente, el dolor la obligaba a apretar los dientes para no gritar. Sabía que tenía que ir al hospital y que posiblemente hiciera falta sutura. Miró a Irma y la chica puso cara de asco. Luego le sonrió.

—Esa pierna tiene muy mala pinta —dijo—. Mire a ver si puede convencerlos de que la lleven al hospital. A lo mejor así consigue salir de aquí.

—Y ¿tú? —gritó Müller para que la oyera por encima del estruendo del agua a presión.

—Si usted logra salir, puede luego venir a rescatarme a mí. Pero la próxima vez, hágalo bien, traiga refuerzos, no como ahora, que ha venido usted en plan amateur. —Y le dedicó una sonrisa de desprecio.

Müller se dio la vuelta, porque se había puesto roja como un tomate al oír aquel comentario.

A un lado habían dejado ropa limpia para que se la pusieran: chándales y camisetas sin ningún tipo de horma, válidas para los dos sexos. Cuando se vistieron, los guardias las llevaron a otra dependencia del búnker subterráneo. Allí las paredes estaban forradas con paneles de madera y los muebles eran de estilo rústico, tradicional en la zona. Era un toque de lujo que no lograba camuflar el olor a tierra y a humedad.

La mesa estaba dispuesta para el desayuno: había bollos de pan recién hecho, queso, jamón, café. No desmerecía nada el que Müller había tomado en la pensión de Wernigerode.

Apenas llevaban unos minutos comiendo cuando se abrió la puerta.

—Este será Neumann —susurró Irma.

Pero no era él; al menos, no el Neumann que Müller había visto en la foto.

Porque cuando alzó la vista del café, vio delante de ella el perfil bueno pero más ajado y descuidado del hombre que ella había jurado, años atrás, no volver a echarse nunca más a la cara. Comprendió en ese instante por qué la foto que Jäger mandó por fax tenía para ella cierto aire familiar, aunque al principio no pudiera reconocer al hombre retratado. Pero allí, desde un ángulo distinto, vaya si lo reconoció.

Caer en la cuenta de quién era aquel hombre la llevó a recordar la academia superior de policía. El profesor, un detective de alto rango en comisión de servicios, se hizo amigo de ella, y le dijo que la ayudaría a tener una carrera meteórica y a allanarle el camino en la Kripo, siempre y cuando ella accediera a transigir con la versión policial del director que se pasa a las aspirantes a actrices por la piedra, a cambio de un papel en la función o en la película. Ella dijo que no, y eso que había algo en él entonces que la atraía. Quizá solo fuera el poder que tenía aquel hombre de darle un empujón a su carrera de mujer policía. Pero ahora lo que sentía eran ganas de vomitar al verlo, y cerró los ojos por ver si así lograba borrar también el recuerdo: cómo la quiso doblegar a base de vodka, y cómo se frotó contra ella, lo mal que le olía el aliento, una peste que los vapores del alcohol no alcanzaban a mitigar, y cómo al final la sujetó con todas sus fuerzas, le rasgó la ropa y la penetró violentamente. La tenía sujeta por las muñecas, y ella no podía hacer nada mientras le desgarraba las entrañas hasta que, justo cuando él iba a acabar y relajó la presión en el frenesí del momento, ella rompió la botella de vodka contra la mesa y se la clavó en la cara.

—¿Es que no me vas a saludar, Karin? Llevo mucho tiempo ansiando este encuentro.

—¿Conoce usted a Neumann? —dijo Irma ahogando un grito.

—Vaya que si me conoce, Irma. En lo más íntimo. Hasta tuvimos un niño juntos, si es que a un feto de veinte semanas se lo puede llamar un niño. Un feto de veinte semanas que ella mató. Y dime, Karin, ¿era niño o niña, llegaste a enterarte?

Müller sintió que la habitación daba vueltas. Tragó saliva y no contestó: tenía los ojos clavados en los dedos, temblorosos, aferrados a la mesa desesperadamente. Ojalá estuviera en el apartamento de Schönhauser Allee, allí podría sacar la ropita del niño, acariciarla, calmar así la ansiedad que todo aquello le producía.

—No volví a tener la oportunidad de engendrar un hijo, Karin. ¿Quién iba a casarse conmigo con esta cara? —Se acarició la cicatriz debajo del parche—. Tú mataste al único que tuve, a mi único hijo o hija. Y estas heridas en la cara y el escándalo que se formó cuando me acusaste de violación, una acusación completamente infundada, todo eso me apartó del Cuerpo de Policía. Me ofrecieron un trabajo al frente de un Jugendwerkhof, me dieron la posibilidad de cambiarme el nombre. Era eso o enfrentarme a juicio, o sea que no tenía otra alternativa. Por tu culpa perdí mi trabajo y la posibilidad de tener un hijo: me arruinaste la vida. Pero a pesar de ello, yo me sentía unido a ti, aunque me traicionaste. Y quería volver a verte, solo que ahora no sé si eso era buena idea.

Müller levantó la cabeza y vio que se le llenaba de lágrimas el ojo que le quedaba a Walter Pawlitzki, quien ahora se hacía llamar Franz Neumann, antiguo director del Jugendwerkhof de Prora Ost.

—Y tú ¿has podido tener más hijos, Karin?

Ella hizo todo lo posible por no revelar nada con la expresión de la cara, pero sabía que él podría leerle en el rostro el dolor por no haberlo tenido, y las ganas de tenerlo. Pasaban los segundos y vio que Irma no les quitaba ojo, y que no soltaba el cuchillo afilado de metal que tenía en la mano.

Pawlitzki cogió una silla y se sentó a la mesa con ellas. Müller no perdía de vista en ningún momento a Irma, pues no quería que la chica hiciera alguna estupidez. Bien sabía que el antiguo profesor universitario de la academia superior de policía, y antiguo director del Jugendwerkhof, se habría asegurado de que los guardias estuvieran al quite si alguna de ellas intentaba atacarlo.

Müller respiró hondo y miró a su antiguo profesor al único ojo sano que le quedaba:

—¿Mató usted a Beate Ewert? —preguntó.

Pawlitzki se columpió hacia atrás en la silla y rompió a reír.

—No tiene ninguna gracia —gritó Irma, y apretó el mango del cuchillo todavía con más fuerza.

—Pon eso encima de la mesa, Irma. O si no, llamo a los guardias. —La chica aflojó la presión de los dedos—. Lo único que sé es que Beate fue a la fiesta en la cima del Brocken y que de allí la llevaron a Berlín. Si lo que dices es que está muerta, yo no la maté, eso seguro. Y tú, Irma, ¿podrías decir lo mismo de Mathias? —Irma bajó la mirada.

—Entonces, ¿qué pasó? —preguntó Müller.

—¿Qué te hace pensar que sé lo que le pasó? Y si lo supiera, ¿crees que te lo iba a decir, Karin? Nada menos que a ti, a una detective de la Policía del Pueblo de este bendito país. —Pawlitzki cogió un bollo de pan, partió un pedazo y empezó a untarlo de mantequilla—. Lo que sí te diré es que los problemas empezaron cuando Beate reconoció la fotografía del venerable Primer Viceministro para la Seguridad del Estado en un ejemplar del Neues Deutschland que uno de los guardias, el muy estúpido, dejó olvidado en esta misma mesa. —Sin dejar de mirarlas, fue al revistero que había en el comedor de desayunos—. Aquí está —dijo dando el periódico a Müller—, el viceministro plenipotenciario de la Stasi, Generaloberst Horst Ackermann. —Pawlitzki hizo una pausa y se llevó el trozo de pan a la boca.

—He oído hablar de él —dijo Müller, y puso el periódico boca abajo, porque si salían de allí con vida, no quería que Irma se quedara con la cara del general de la Stasi e intentara vengarse de él. Y aunque no paraba de mirar a todas partes con el rabillo del ojo, buscando una vía de escape, quería también enterarse de lo que Pawlitzki pudiera contarle.

—Era el invitado de honor en el baile de disfraces que se celebró en la cima del Brocken. De hecho, fue él el que pidió a Beate que fuera a la fiesta. Creía que seguía internada en el Jugendwerkhof, pero como hasta hace poco todavía me permitían ir y venir de Rügen al Harz, conservo el mensaje que él envió a Prora.

—Ese cabrón pervertido —gritó Irma—. Y usted se la puso en bandeja.

—Yo seguía órdenes y punto, Irma. —Pawlitzki se miró las manos y Müller vio que le temblaban, y que hablaba con voz casi quebrada por el llanto—. No estoy particularmente orgulloso de ello, pero así funciona esta República. —Intentó recomponer la figura y cruzó los brazos por encima del pecho—. Y por lo que yo sé, se la llevaron luego a Berlín. O sea que con quien tienes que hablar es con Ackermann, no conmigo. Y te deseo suerte, porque no creo que sea nada fácil arrestar al segundo de a bordo de la Stasi.

Había algo en la expresión de Pawlitzki que le decía que no le estaba contando toda la verdad, que sabía más de lo que daba a entender.

—¿Cómo sé que no está mintiendo para salvar el pellejo?

Pawlitzki dio un suspiro y tomó un sorbito de café.

—Y ¿para qué iba a mentir?

Müller lo vio dejar la taza encima de la mesa, meter la mano debajo del abrigo y sacar una pistola. La reconoció en el acto: una Walther PKK, la Polizeipistole Kriminalmodell, fácil de esconder, ideal para operaciones clandestinas, y la inspiración de su propia Makarov. Pawlitzki la empuñaba con cariño.

—Sea lo que sea lo que yo os diga, a nadie más podréis contárselo. Hice lo que pude por estos chicos, pero cuando nos los devolvieron los de la República Federal, tuve que interceptarlos en el cruce de la autopista en Helmstedt. Tenía órdenes de que no le contaran a nadie su huida, ni el método que emplearon para escapar; y, sobre todo, que no acusaran bajo ningún concepto al camarada Generaloberst Ackermann. Era de vital importancia socorrer a las fuerzas de nuestro país en este punto. Siento si todo se nos ha ido un poco de las manos.

Irma se levantó y fue hacia Pawlitzki, pero Müller la sujetó y la chica solo pudo desahogarse por la boca:

—No diga que lo siente. Nos trató de puta pena en Prora y aquí nos ha tratado todavía peor. —Y le escupió a la cara a Pawlitzki.

Él se lo limpió sin perder en ningún momento los estribos, y Müller le preguntó por Mathias:

—¿Por qué intentó hacernos creer que la muerte de Mathias fue un asesinato? ¿A qué vino tanto teatro? ¿Por qué hacer que pareciera el mismo tipo de crimen que el del cementerio de Berlín?

—Porque vi ese caso en los periódicos y quería atraerte hacia aquí. Sabía que lo lograría si simulaba un asesinato de parecidas características, que te enviarían a investigar. Pese a todo el daño que me hiciste, todavía siento algo por ti, Karin; y en estos últimos años, he pensado en ti casi a diario. En lo que hacíamos juntos… —Pawlitzki estaba sudando, aunque la temperatura en el búnker era muy baja. Se enjugó la frente con el borde de la manga y siguió hablando, a toda velocidad—. Sabía que si hacía creer que la muerte de Mathias fue como el asesinato de Beate, la policía de la zona os pediría ayuda. Y supongo que por eso estás aquí, ¿no?

—Estoy aquí porque sus guardias me capturaron, los mismos guardias que dispararon contra mi ayudante. Pero si consigo salirme con la mía, al final será usted arrestado y llevado delante de los tribunales.

Pawlitzki dijo que no con la cabeza, empuñó con más fuerza el arma y dejó que una sombra de desencanto le cubriera la cara.

—Eso no va a pasar, Karin, ¿es que no lo ves? No pueden permitirse que nada de esto salga a la luz porque pondría en cuestión los mismos cimientos del régimen. —Volvió a columpiarse en la silla y a limpiarse la frente con la manga—. Además —dijo, y las apuntó con el arma después de quitar la palanca de seguridad—, como ya te he dicho, no vivirás para arrestarme. Eso sí, tengo que admitir que has seguido a la perfección todas mis pistas.

—¿Qué pistas?

—Las de la limus…

—¿No había dicho que usted no tuvo nada que ver con el asesinato del cementerio?

Müller vio que estaba confuso, que con tantas ganas como tenía de demostrar lo listo que era, algo se le había escapado. Pero entonces, Pawlitzki se encogió de hombros:

—Tú no saldrás de aquí, y yo sí.

—Vale, pues si no voy a salir de aquí con vida, entonces no tiene nada de malo que me diga a dónde va todo lo que sacan de la mina…

Pawlitzki chasqueó los labios y una expresión de incertidumbre se le reflejó en la cara.

—Es un túnel. Ackermann y los otros involucrados en el abuso de menores querían una vía de escape. Ya vamos por debajo de la frontera y este tramo es hacia arriba, solo nos quedan unos metros y la habremos cruzado. Y aunque no lo creas, no quería irme sin verte una vez más. Tu cuerpo… ¡tu olor! —La fina sonrisa que se le dibujó en los labios le dio arcadas a Müller, y eso le provocó a él una mueca de incomprensión—. Aunque, ahora que estás aquí, sé que eso nunca volverá a pasar, así que tendrá que ser el plan B, ¿cómo es eso que dicen de ojo por ojo? En fin, que mereces pagar con algo más que un ojo por todo lo que me hiciste, porque me convertiste en un monstruo. —Se levantó el parche y Müller, que esperaba que la horrorizaría la visión de aquello, vio que no era ni mucho menos como la cuenca ocular vacía y desgarrada de Beate en el cementerio. La piel de Pawlitzki en aquel punto presentaba un aspecto pálido, completamente cicatrizado, y se parecía más a la piel suave de las manos de una niña.

Müller se dio cuenta de que Pawlitzki había enloquecido, pero la única posibilidad que tenían de salir vivas de allí era que siguiera hablando; quizá así pudieran usar los enrevesados sentimientos que tenía contra ella y aprovecharse de ellos para intentar escapar.

—Lo siento —mintió Müller.

—¿Que lo sientes? Sentirlo no te va ayudar lo más mínimo, me temo.

Se acercó a él, sin dejar de mirarlo al ojo sano, y le puso una mano en el brazo. Él miró esa mano que restablecía un mínimo contacto entre ellos y se le deformó la cara en una sinfonía de arrugas y pliegues que respondía tanto a la incertidumbre como a la confusión. Y Müller creyó ver algo más en aquel ojo de cíclope: ¿era lujuria? ¿Alguna forma desquiciada de amor? Fuera lo que fuera, era un clavo al que agarrarse, una última oportunidad para ella y para Irma.

Su mano derecha seguía posada levemente en el brazo de Pawlitzki y empezó a hablarle en tono tranquilizador:

—Puedo entender que esto ha sido para usted una pesada carga, y en eso no somos tan distintos, porque mi propio matrimonio pende de un hilo. Están a punto de echarme del Cuerpo de Policía, y no me ata ya nada a este país, en eso estoy igual que usted. Lo que le hice fue algo horrible, bien claro lo veo ahora. Y yo también pienso en usted… en nosotros… —Acercó su cara a la de él y, a la vez, con la mano que tenía libre, para que pudiera verlo Irma, hizo como que se clavaba un dedo en la espalda. Müller siguió acercándose a él, como si fuera a besarlo, aunque solo de pensarlo se le revolvían las tripas. Hasta el recuerdo de haberlo besado alguna vez le ponía mal cuerpo. Le daba asco el aborto; la violación que lo llevó a él a perder su trabajo le daba asco también. Pero en el ojo bueno le vio el deseo, las ganas que tenía de ella, y eso podía darles a Irma y a ella la décima de segundo que necesitaban.

Justo en ese momento, la chica dio un salto y, antes de que Pawlitzki tuviera tiempo de ponerse en guardia y apuntar, Müller lo sujetó por ambas manos: Irma concentró en un único tajo toda la fuerza que había ido acumulando en los músculos después de tantos meses trabajando como una esclava y le clavó el cuchillo trinchero en el cuello. Pawlitzki se puso blanco, entró en estado de shock y la sangre empezó a manar de la herida a borbotones.

Cayó de espaldas e intentó parar el flujo de sangre llevándose una mano al cuello.

—Guardias —gritó. Y le respondió un estrépito de ruidos y voces al otro lado de la puerta, silenciado luego por el de varias ráfagas de metralleta.

Irrumpió por la puerta un agente de paisano y remató a Pawlitzki con otra ráfaga de metralleta que le alcanzó en abdomen, pecho y cabeza, culminando el trabajo que Irma había empezado, y tumbándolo definitivamente contra el suelo. Müller alzó la vista conmocionada al ver quién entraba en ese instante en el comedor subterráneo.

¡Jäger!

El desenlace había sido tan rápido que Müller tenía que esforzarse para hallarle sentido. Ya iba a decirle algo al teniente coronel de la Stasi, cuando vio que el primer agente apuntaba con el arma a Irma. Entonces Müller le gritó a Jäger:

—¡No! ¡No! —Pero el Oberstleutnant no hizo nada para detener al pistolero. En ese instante, Müller dio un salto y se puso delante de la chica haciendo de escudo con su propio cuerpo.

Y vio los destellos, sintió las balas que le desgarraban la carne. Solo entonces oyó el grito de Jäger:

—¡Alto el fuego!