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Nueve meses antes (mayo de 1974).
Jugendwerkhof de Prora Ost, Rügen, República Democrática Alemana.
Despierto con un sobresalto y me doy con la cabeza contra el tejado, toso y me atraganto. La segunda pesadilla en idéntico número de días va desvaneciéndose y comprendo que estoy todavía en el Jugendwerkhof, en la celda de castigo que llamamos el búnker. Es la pena que me imponen por ir a consolar a mi amiga. No me arrepiento, no me arrepiento de alzar la voz delante de Neumann y Richter, aunque todavía me duela el culo de los azotes que me dio, el muy cabrón.
Todas hacemos lo posible por no acabar en el búnker, una de las armas que usan para tenernos a raya. No hay calefacción, o sea que el frío es intenso. Tampoco hay luz, así que la penumbra es absoluta. No se puede estar de pie, no hay sitio. Estaba soñando con Mutti y con la Oma, y que me hacían a mí sola una Grillfest en la playa, delante de la casita blanca que la Oma tenía en el camping. Pero entonces las caras lindas de Mutti y de la Oma se transformaron en los odiosos rostros de Richter y de Neumann. Y ahora, de repente, me doy cuenta de que hay una cosa en el sueño que es real: ese olor a quemado. Entra humo por la rendija que se atreven a llamar ventana. Me quito el jersey, tan deprisa que me estampo la muñeca contra el techo del búnker, y tapo el respiradero con la prenda de lana para que no entre el humo tóxico. Es que hay un montón de astillas al lado del búnker. A las chicas les encanta tirar las colillas por la ventana para que caigan en la pila de leña, dicen que así le prenderán fuego para asfixiar a la que ocupe el búnker. Siempre pensé que hablaban en broma. No comprendí hasta ahora que tenía que ser terrible encontrarse atrapada aquí dentro.
—¡Socorro! ¡Por favor! —pido auxilio a gritos y el corazón se me sale del pecho; y aunque hace frío en el búnker, me chorrea el sudor de los sobacos.
Pero la suerte está de mi parte, porque han oído los gritos: siento pasos de alguien que viene corriendo; luego, agua que cae y el silbido del fuego al apagarse, pues han vaciado un cubo en las astillas para que no prendan.
—Irma, ¿estás bien? —dice la voz, y sé en el acto que es una voz amiga: Herr Müller, el profesor de matemáticas que vino de Berlín al principio del curso—. Siento el susto, pero ya ha pasado, he apagado el fuego. Y tendré unas palabras con el director Neumann y con Frau Richter para que los responsables sean castigados.
Se me escapa un bufido de burla.
—¿Es que no me crees? —pregunta él.
—Creo que les dirá algo, señor. Pero creo también que ellos no moverán un dedo; porque seguro que están encantados, que lo consideran parte del castigo.
—Eso no es así, Irma. Pero, dime, ¿qué haces aquí dentro?
—Pues lo que hacen todos aquí dentro. Para las autoridades, todos somos culpables de algo.
Ahora le veo los dedos a Herr Müller, está apartando el jersey y, por el hueco, me ofrece una manzana. Se la quito de la mano, le doy las gracias, y casi me echo a llorar al ver lo amable que ha sido conmigo.
—Lo que quería decir era que por qué estabas aquí dentro —me pregunta otra vez, en voz baja por si alguien escucha—, en el búnker.
—Me pillaron en la cama de Beate después de apagar las luces. Llora todas las noches, pero no me quiere decir qué le pasa. Yo solo quería consolarla.
—Comprendo —dice él—. Aquí dormís todas juntas, pero aun así os sentís solas. Y ahí en el búnker, ¿estás bien? Me parece un castigo muy cruel por una cosa tan nimia.
Tengo la manzana en la mano derecha y me froto la muñeca con la izquierda, el punto en el que me di contra el tejado del búnker.
—Estoy bien —miento.
—Bien no estás, Irma —dice él, con un susurro, arrimado a la rendija que hace las veces de ventana—. A los niños no se los puede encerrar así de esta manera.
Me doy cuenta de que al decirlo se está exponiendo mucho. Y ¿si me está tendiendo una trampa? Aunque, ¿qué más me puede pasar?, ¿hay algo peor en el Jugendwerkhof de Prora Ost que estar encerrada en el búnker?
—Y si tan mal le parece, ¿qué hace trabajando aquí? —le pregunto.
—No tengo otro remedio, ¿o qué te crees?
—Ya —le digo—. Imagino que no, porque no creo que nadie quiera trabajar aquí voluntariamente.
—A lo mejor Richter —se ríe por lo bajo—. Pero yo no, te puedo asegurar que yo no quiero trabajar aquí, aunque les cuesta convencer a la gente para que venga a dar clase… En el colegio de Berlín en el que trabajaba me acusaron de no darle suficiente importancia a la enseñanza política. Además, mi mujer es un cargo de la Kriminalpolizei, así que a las autoridades no les hizo ni pizca de gracia. Y me mandaron aquí. Provisionalmente, según dicen, siempre que no me meta en líos.
—Pues entonces no ande por ahí susurrándole cosas al oído a las chicas malas que meten en el búnker.
—Tienes razón, no debería. —Hubo una pausa—. Pero estaría bien salir de aquí, ¿a que sí?
¿Qué quiere, tenderme otra vez una trampa?
—¿Salir de aquí? ¿De Prora Ost?
—No, solo del búnker —dice tan bajito que casi no lo oigo.
Es peligroso hablar de ese modo, así que me cuido mucho de responder. Porque a lo mejor están con él afuera Neumann o Richter, y oyen todo lo que digo, y a lo mejor Müller va de pesca: a ver si pesca candidatas a la Republikflüchtlinge.
—¿Sabes adónde van los muebles del taller de carpintería? —pregunta.
—No. Eso no nos lo dicen. Yo siempre pensé que eran para los gerifaltes del gobierno o algo por el estilo.
—Pues no. Los llevan a una terminal nueva del ferri en el puerto de Sassnitz.
Casi ninguna de las chicas sabría decir dónde está Sassnitz. Pero yo sí lo sé, porque soy de Rügen, nací en esta misma isla. Sassnitz es un pueblecito muy bonito, tiene un puerto pesquero muy pintoresco. Recuerdo que de pequeña salíamos de allí en barco. Con Mutti. Con la Oma.
—Y ¿sabes adónde los llevan desde Sassnitz? —susurra. Y ahora sí que estoy segura de que quiere cazarme, de que quiere que diga algo que sirva para incriminarme. Y yo que pensaba que era de los profesores buenos. Pero no hace caso de mi silencio y sigue susurrando—: Va a…
Se calla de golpe, sin acabar la frase. Entonces oigo pasos de dos personas: los suyos al alejarse del búnker y los de alguien que viene a su encuentro. Y me echo a temblar cuando oigo la voz del director Neumann:
—Camarada Müller, ¿qué hace usted aquí?
—Salí un momento a fumar, Herr Director.
—¿A fumar? No sabía que fumara usted.
—He empezado ahora. Un vicio de lo más estúpido, la verdad.
Lo oigo toser, para hacer más verosímil su mentira. Luego oigo el ruido que hace Neumann al inhalar aire por la nariz.
—¿Qué es ese olor a quemado?
—Mi colilla —responde Herr Müller—. Es que la tiré sin querer en la leña y casi se prende fuego. Pero ya lo he apagado.
—Pues menos mal, porque fuegos no queremos, ¿a que no? Así que haga el favor de no volver por esta parte del reformatorio. Se han dado casos de profesores que han entablado conversación con los ocupantes del búnker; incluso algo peor: les han dado comida. Yo no seguiría su ejemplo si fuera usted. A no ser que no quiera volver a su trabajo de antes en Berlín, claro está.
—Claro que no, Herr Director. Le agradezco el consejo.
Los oigo mientras se alejan los dos juntos y maldigo a Neumann por haberlo interrumpido. ¿Qué estaba a punto de decirme Herr Müller? ¿Adónde iban los muebles que embalamos en el taller? Era como si quisiera meterme en la cabeza la semilla de la discordia. Aparto de mi mente semejante pensamiento y me concentro en contar las horas que me quedan en el búnker. Limpio la manzana en la manga de la camiseta, le doy un buen mordisco y el jugo me llena la boca con una explosión de sabor.