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Marzo de 1975. Décimo sexto día.

En la sierra del Harz, Alemania del Este.

Müller miró el cañón negro que la apuntaba a la frente y vio luego el dedo enguantado que parecía a punto de accionar el gatillo de la pistola.

Alzó la mirada para buscar los ojos de su captor, quien a su vez la miraba a ella desde dentro de una capucha blanca de camuflaje. Por algún motivo, el dedo enguantado seguía inmóvil.

Los sacó de aquel duelo de miradas el crujido de una rama a unos cincuenta metros ladera arriba. Giraron al unísono la cabeza en aquella dirección y el simple movimiento le arrancó a Müller una punzada de dolor de las piernas lastimadas. Vio que la ocasión la pintaban calva, y fue a echar mano de la Makarov debajo de la chaqueta; pero el guardia era más rápido que ella, le retorció el brazo y la obligó a soltar la pistola. Una vez en el suelo, le dio una patada que la alejó pendiente abajo. Müller quiso aprovechar para cogerle el arma a él, pero la atrajo hacia sí con una mano y con la otra apuntó el cañón directamente a su sien. A Müller le dieron arcadas, en parte por el dolor y en parte, también, por la peste que despedía aquel cuerpo que llevaba mucho tiempo sin saber lo que era el agua y el jabón.

—No se mueva, quédese quietecita —le dijo al oído forzando la voz. Luego gritó hacia el punto en el que habían oído el ruido entre los árboles—. ¡Salga de ahí, con las manos en alto! De lo contrario, dispararé contra ella.

Nadie respondió por unos instantes, y luego Müller oyó la voz de Tilsner. Y pese a que sentía el frío del arma apretada contra la sien, la invadió una sensación muy parecida al alivio.

Kriminalpolizei! Está usted arrestado —gritó su ayudante desde detrás del pino en el que había buscado cobijo—. Tire el arma y suéltela.

El captor de Müller la sujetaba muy fuerte y hacía todavía más presión con el cañón del arma contra su cabeza.

—Dígale que tire él la pistola y salga —le susurró al oído con un poso de urgencia en la voz. Müller no dijo nada y entonces él le puso el cañón en la espalda—. Dígaselo, ¡venga! —Pero Müller siguió sin hablar porque no quería quitarle a Tilsner la escasa ventaja que pudiera tener.

Le dolía el brazo que él le retorcía, pero aun así, Müller intentó zafarse, y entonces su captor la sujetó todavía con más fuerza, le llevó el brazo retorcido hacia arriba y ella pensó que iba a desmayarse.

—Se me está agotando la paciencia —le dijo con un hilo desesperado de voz, y no dejaba de apretar la pistola contra la sien de Müller, hasta que ella vio que estaba a punto de apretar el gatillo.

Tilsner volvió a gritar:

—¡Suéltela! No se lo pienso decir otra vez.

El guardia ponía toda su atención en sujetarla firme, pero Müller alzó la pierna y lo golpeó en la espinilla con el talón de la bota de esquiar. Él no esperaba el golpe y aflojó un instante la llave con la que le sujetaba el brazo, lo que ella aprovechó para soltarse y tirarse en un montón de nieve que había al lado. Eso creaba cierta distancia entre víctima y captor, y le daba margen a Tilsner para disparar libremente contra él, una oportunidad que, esperaba ella con toda el alma, su ayudante no desaprovecharía.

Arriba en la ladera, Tilsner salió de su escondrijo y apuntó, y en ese mismo instante, el hombre se volvió hacia él y alzó el brazo que empuñaba el arma. La pistola de Tilsner soltó un fogonazo y luego sonaron como dos crujidos, separados por una décima de segundo, que dejaron un eco mortífero resonando entre las montañas y los árboles.

El hombre cayó de bruces en la nieve. Una mancha de color carmesí desfiguraba el dibujo del camuflaje blanco en el anorak del ejército que llevaba puesto; a la altura de la espalda, allí donde la bala le había traspasado el cuerpo. No emitía ningún sonido, ni se percibía en él movimiento alguno. Ella miró ladera arriba para felicitar a su Unterleutnant y darle las gracias por haberle salvado la vida. Pero también Tilsner yacía hecho un guiñapo sobre la nieve.

Müller fue arrastrándose hacia él por la empinada cuesta; la nieve y las heridas que había sufrido le impedían avanzar más rápido y el dolor le paralizaba las piernas. Él la estaba llamando. «Todavía vive», pensó, pero la voz le llegaba débil, cada vez más débil.

Por fin llegó junto a él, se arrodilló en la nieve y se quitó la bufanda para intentar detener la hemorragia que tenía en el pecho.

—Karin… K-K-Karin —decía dando boqueadas, y cuando intentó tocarla en la sien, el brazo se le desplomó sin fuerzas.

—Te pondrás bien, Werner, te pondrás bien —pero según lo iba diciendo, veía la sangre que le empapaba la bufanda y dudaba de sus propias palabras. Quiso recordar alguna maniobra de primeros auxilios, pero lo único que se le pasaba por la cabeza era que no quería perderlo.

—Lo s-s-siento Karin, lo siento tanto.

—No hay nada que sentir: eres un héroe de la República Democrática Alemana, me has salvado la vida. —Y llevó a su boca los labios de él, quiso besarlo, darle algún aliento de vida, lo que fuera.

Tilsner intentaba apartarla con las pocas fuerzas que le quedaban:

—Lo s-s-siento…

Pero cejó en todo intento de pronunciar palabra.

Le tomó el pulso y vio que le latía todavía, débilmente, pero algo le latía. Miró ladera abajo y ladera arriba, ¿cómo podría ir a buscar ayuda? Había sido una locura venir sin Baumann ni Vogel, porque ellos por lo menos conocían el terreno. Y la loca había sido ella, porque Tilsner dijo que les hacían falta refuerzos, y ahora estaba allí tendido, muriéndose, y ella no podía hacer nada para ayudarlo.

Estaba tan fuera de sí que casi no oyó el Gaz soviético que se acercaba desde el valle. Con la tracción a las cuatro ruedas, podía con aquellas cuestas empinadas de una forma que le resultaría imposible al Wartburg hasta con cadenas. Cuando por fin alzó la vista del cuerpo de Tilsner, de la vida que lo iba abandonando, y vio que la apuntaban, no uno, sino dos cañones, pensó que ya nada le importaba, ni siquiera si disparaban.

Avanzaban a empellones por la pista y, con cada nueva sacudida, un dolor más intenso que el anterior le recorría el cuerpo lacerado. Sabía que aquellos hombres eran sus captores, no sus salvadores, pero les suplicó que hicieran algo para salvar la vida de Tilsner y los dos pistoleros llevaron el cuerpo moribundo de su ayudante a la parte de atrás del Gaz. Müller se recogió en su silencio, y la venda que le pusieron bien apretada en los ojos la ayudó a desensibilizarse, paralizada como estaba por la pena al saber perdido a Tilsner. Tomar conciencia de eso, de que él no sobreviviría, hizo que la misión de rescatar a la chica que quedaba perdiera toda relevancia. No pensaba en otra cosa que en Tilsner, en lo que pudo haber sido su relación con él.

Cuando por fin detuvieron el coche, Müller les imploró para que atendieran a Tilsner, pero hicieron oídos sordos a sus súplicas y la sacaron sin miramientos del Gaz-69, mientras él agonizaba dentro. Luego le quitaron la venda y tuvo que cerrar los ojos al sentir el reflejo del sol contra la nieve; pero enseguida notó el contacto frío del metal en la espalda y la empujaron para que echara a andar. A un lado de la pista, a cubierto entre los pinos, vio un cobertizo de madera que debía de ser el edificio avistado en el mapa junto al pozo de la mina. Las ventanas, o algo que se le parecía, estaban cerradas a cal y canto, y lo cubría hasta media altura la nieve. Uno de los hombres, que llevaba la cara tapada con una bufanda, retiró la viga de madera que hacía las veces de cancela contra la puerta y su compinche metió a Müller dentro de un empujón.

En un rincón, arrebujada dentro del mugriento Strickpulli de lana, con la cara roja y llena de moratones, vio a una adolescente que la miraba con una mezcla de anhelo y esperanza. Era Irma Behrendt, quien hacía un esfuerzo por ponerse en pie debajo del peso de los hierros que la encadenaban. Y a pesar de los moratones, a pesar de la cara demacrada, Müller la reconoció como la última de los tres adolescentes que supuestamente habían sido trasladados del Jugendwerkhof de Rügen en mayo del año anterior. Tenía el pelo rojo enmarañado y sucio, pero estaba viva: era la única de los tres que lo estaba. Los captores ataron a Müller a un pilar de hierro que había junto a la chica y le amarraron las muñecas.

Cuando los guardias salieron y echaron a la puerta otra vez la enorme tranca, Müller se volvió para mirar a la chica.

—Irma —susurró, y la chica se giró asustada, pues cómo sabía aquella mujer que ese era su nombre—. Saldremos de esta, Irma —siguió diciendo Müller—. No nos queda otra. Cuando la policía de aquí se dé cuenta de que he desaparecido, vendrán a buscarnos.

La chica solo la miraba, y los rayos de sol que entraban por los huecos y las grietas en la madera podrida de las paredes le resaltaban el pelo rojo apelmazado y los rasgos escuálidos de la cara.

—¿Quién es usted? —preguntó por fin.

Oberleutnant de la Policía Karin Müller. Estoy casada con Gottfried Müller, que dio clase en el Jugendwerkhof.

—Y ¿ha venido a rescatarme? —preguntó la chica con un resoplido que sonó delirante, mientras le miraba a Müller las manos atadas—. Pues enhorabuena —se rio, luego se puso seria otra vez—. ¿Sabe algo de Beate? —Müller intentó que la expresión de su cara no revelara nada, pero el silencio con el que respondió a aquella pregunta, y la forma en que bajó la mirada hablaban por sí solos—. Está muerta, ¿verdad?

Müller soltó un largo suspiro, pero su falta de respuesta era en sí toda una respuesta, e Irma no pudo más, empezó a chillar, a dar tan horrendos y tan agudos gemidos que Müller, de haber podido, se habría tapado los oídos. Como no podía hacer otra cosa, intentó calmar a Irma con palabras, pero sin éxito. La chica quedó tendida boca abajo en el suelo, pero los temblores que daba le decían a Müller que no había cesado su llanto.

—Todo saldrá bien, Irma. Ya verás como sí.

Mas, aunque hablaba intentando transmitirle confianza, no esperaba que la chica creyera al pie de la letra sus palabras. Porque no se las creía ni ella.