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Febrero de 1975. Décimo quinto día.

Wernigerode, Alemania del Este.

Puede que Wernigerode fuera solo una ciudad de provincias, pero el cuartel de la policía dejaba las oficinas de Marx-Engels-Platz a la altura del betún. Los de la Kripo en concreto ocupaban un módulo moderno del edificio que compartían con los otros Volkspolizei de la ciudad. Por tener, Baumann y Vogel tenían hasta una sala especial reservada para sus investigaciones.

Müller pasó revista a las fotografías colgadas en la pared y vio el dibujo de los neumáticos. Al igual que en Berlín, el Kriminaltechniker había sacado una copia impresa en negativo de las rodadas en la nieve. A Müller se le erizó el vello de la nuca, y llamó a Tilsner para que se acercara.

—¿Te suena? —le preguntó.

Scheisse.

—Gislaved. Me juego el cuello —susurró ella.

Vogel vio que no apartaban la vista de la imagen y preguntó:

—¿Las reconocen?

Müller dijo que sí con la cabeza:

—Son de un neumático sueco, se les suele poner a los Volvos.

El Unterleutnant de Wernigerode lo entendió en el acto: Müller lo vio en la palidez que le cubría de repente el rostro imberbe. Ella misma se sentía confusa: ¿cómo iban a haber alquilado otra vez la limusina de Berlín Occidental? ¿Y todo para llevarla nada menos que hasta el Harz? Eso sería de locos. Porque ¿cómo se las habrían apañado para conducir por lo que era poco más que una vereda en el bosque? Con un coche quizá, pero ¿con una limusina de un bastidor tan largo?

Vogel había llamado a Baumann para que se acercara.

—Son huellas de neumáticos —dijo—, de un Volvo. ¿Comprende lo que quiere decir eso, camarada Baumann? —Baumann se había quedado como si tal cosa—. Pues que casi con toda seguridad son de uno de los coches que les asignan a los altos cargos del gobierno.

Verdammt! —exclamó Baumann.

—O a un oficial de la Stasi —añadió Vogel.

—¿Saben si el Kriminaltechniker midió la distancia entre los ejes?

Vogel buscó en su libreta.

—No estoy seguro. Lo que sí sé es que no tenían ninguna duda de que se trataba de un turismo. Muy grande, eso sí, pero un turismo al fin y al cabo. Y no hacía más que decir que nunca antes se había encontrado con ese tipo de dibujo.

Tilsner asintió pensativo.

Baumann se dejó caer en una silla:

—Ya sabía yo que esto nos iba a traer problemas. Si lo hubieran arrojado unos cientos de metros más hacia el oeste, habríamos dejado que los de la policía de fronteras se las arreglaran con el cuerpo ellos solos. Pero por la pinta que tiene el caso, habrá que informar a la Stasi. Por lo general nos dejan a nuestro aire y, si les soy sincero, es lo mejor que podría pasarnos. —Miró a Müller a los ojos—. ¿A lo mejor por eso anda en ello ese Oberstleutnant de la Stasi? Nos ha enviado por fax una foto del tal Neumann. Se ha caído casi toda la línea telefónica por culpa de la nieve, pero el fax sí que funciona.

—¿Me la puede enseñar? —preguntó ella.

Baumann fue hasta una mesa cercana, abrió el cajón de arriba y cogió dos papeles.

El primero era el fax con la fotografía y, nada más verla, la inspectora se echó a temblar, aunque no sabía por qué. Puede que fuera el parche negro que Neumann llevaba tapándole el ojo izquierdo, o la cicatriz que le cruzaba la cara. Tenía pinta de asesino, eso sin duda, pero Müller sabía que las apariencias casi siempre engañaban.

Había algo más en aquella foto de baja calidad debido al fax: algo que le resultaba familiar, aunque estaba segura de no haber visto nunca antes a aquel hombre.

Baumann soltó una tosecilla. Müller levantó la mirada, vio que le alcanzaba el segundo documento enviado por fax y se lo cogió de las manos. Era una nota escueta, redactada como un telegrama, escrita en un papel con membrete del Ministerio para la Seguridad del Estado, dirigida a su nombre:

Llevé a la madre al sótano de la Charité. Confirma que es B. E. Buena suerte con la investigación. K J.

Ni siquiera dos líneas de texto; y solo dos iniciales en vez de un nombre, B. E. Llevaba días sin cara reconocible, sin nombre, y de repente, la chica hallada muerta en el cementerio ya lo tenía; el nombre que Müller siempre sospechó que tendría desde su visita al Jugendwerkhof de Prora Ost: Beate Ewert, la amiga del alma de Irma Behrendt. Beate, aquella chica que no podía soportar la vida en el reformatorio. Baumann y Vogel la miraban sin comprender y ella le dio la nota a Tilsner. Su ayudante meneó apesadumbrado la cabeza y se la devolvió. Müller la sostuvo entre sus manos y se miró las uñas sin esmalte. Intentó imaginarse así a Beate, en sus últimos instantes de dicha, mientras se pintaba las uñas con un rotulador negro.

A Müller y a Tilsner les dio la sensación, por las circunstancias que rodeaban el asesinato del Harz, de que eso ya lo habían vivido antes; algo que confirmaron dos horas más tarde, al entrar en la morgue del hospital de Wernigerode. El patólogo, un tal doctor Eckstein, era de edad parecida a las paredes y los antediluvianos instrumentos que lo rodeaban, y un vello blanco e hirsuto le salía por los orificios de la nariz y las orejas. Müller se lo imaginaba haciendo esa misma labor en época de los nazis, y hasta en la de la República de Weimar.

También les sonaban los hallazgos que había llevado a cabo, y el galimatías al que tuvieron que someterse para poder presenciar en primera fila la autopsia. Volvieron a oír citado con toda ceremonia lo recogido por la orden que regulaba las exploraciones post mortem, solo que en este caso se hizo notar la influencia que ejercía Baumann en los círculos locales. Porque cuando el Hauptmann explicó que los detectives berlineses podrían arrojar algo de luz sobre un caso tan complicado, Eckstein dejó que pasaran los cuatro a presenciar la autopsia.

Al igual que había hecho Feuerstein en Berlín, Eckstein demostró por qué las heridas de bala habían sido infligidas casi con toda probabilidad después de la muerte del chico.

Müller asintió:

—En el asesinato que estamos investigando en Berlín hicieron lo mismo, camarada Eckstein.

El patólogo pareció sorprendido, pero cuando pasó a explicar el tema de la sangre derramada sobre cuerpo y ropa con posterioridad a la muerte, fue un poco más allá en el análisis:

—Nada más verlo, supe que algo no encajaba, así que analicé la sangre de la camiseta para tenerla lista antes incluso de empezar con la autopsia.

—Y ¿bien? —preguntó Müller.

—Pues que proviene de un animal —dijo Eckstein.

—Lo mismo pasó en Berlín, doctor —dijo Tilsner. Müller recibió de lleno la mirada acusatoria de Baumann y Vogel, pues, claramente, no les hacía ninguna gracia que los detectives llegados desde Berlín les hubieran ocultado esa información.

Eckstein suspiró hondo y dijo:

—Ya veo que nos va a costar impresionar a nuestros colegas urbanitas. Pero es que eso no es todo.

—Y ¿qué más hay? —preguntó Tilsner.

—Tal y como iba diciendo, a la lente del microscopio saltaba a la vista que la sangre no era humana, que pertenecía a un animal. A un gato, para ser más precisos. A continuación logré llevar a cabo varios análisis de los glóbulos rojos con isoenzimas.

Müller vio que el patólogo disfrutaba bombardeándolos con terminología científica mientras preparaba el clímax de lo que quería contarles:

—Lo que intento decirles —continuó Eckstein— es que la sangre pertenece a un minino en concreto: Felis silvestris, el gato montés europeo. Y para más inri este era un animal de gran pureza, pues sus antepasados no habían tenido relación con ningún gato doméstico.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Müller.

—Pues que esa sangre la sacaron de un ejemplar que vivía en algún sitio remoto.

Baumann intervino en la conversación girándose hacia Müller:

—En el Brocken. Hay una colonia de gatos monteses en las laderas del pico. Muchos excursionistas nos vienen con que han visto un leopardo o un león.

—Pues sí que andan mal de la vista —bromeó Tilsner—. En fin, yo creía que estaba prohibido subir al Brocken.

—Y lo está —asintió Baumann—. De hecho, se cree que la principal colonia de gatos está dentro del área restringida, pero alguno que otro se salta la barrera.

Una Müller pensativa movió afirmativamente la cabeza: allí tenían nuevas pruebas que apuntaban al pico más alto de la sierra del Harz, aunque nada concluyentes.

El asistente médico fue a darle una sierra para que abriera el cadáver, pero Eckstein la apartó con la mano y pidió más detalles sobre el caso:

—¿Se sabe quién es la víctima?

—No estamos seguros, pero tenemos una idea bastante aproximada —respondió Müller. Tampoco era del todo verdad, porque la nota que Jäger le había enviado por fax había despejado toda posible duda sobre la identidad del chico. Fue a por el maletín que había dejado en la parte de atrás del quirófano y sacó algunos documentos—. Estas son las fichas dentales de un Jugendwerkhof que hay en la isla de Rügen. Si este chico es quien yo creo que es, deberían coincidir. —Vio con el rabillo del ojo que Baumann y Vogel ponían mala cara, y comprendió que era información que tenía que haber compartido con ellos.

Eckstein miró detenidamente las fichas. Luego, con las manos enfundadas en sendos guantes de goma, le abrió la boca al chico y pidió al asistente que alumbrara con un foco para ver el interior de la cavidad bucal. A diferencia de la chica hallada muerta en Berlín, él tenía toda la dentadura intacta.

—Luego le sacaré una impresión dental completa en escayola, pero después de un examen ocular, yo diría que este es su chico. —Le hizo señas a Müller para que se acercara—. ¿No ve este hueco en los molares inferiores, en el maxilar derecho, o en el izquierdo según lo está mirando usted? —Eckstein frotaba con el dedo la encía monda—. Le faltan dos muelas: el segundo premolar y el primer molar.

—Pero eso no tiene nada que ver con la muerte, ¿no? —preguntó Müller.

—No, no, Oberleutnant. Yo diría que a lo mejor se vio involucrado en alguna pelea hará como un año o dos, algo por el estilo. Le partieron las muelas, y como consecuencia de ello se le cariaron y acabó por perderlas. —Cerró la boca del chico y cogió de nuevo las fichas—. Aquí no se especifica por qué, pero dejan constancia de los dientes que le faltan. Así que puede estar casi segura de que este es el chico. ¿Cómo se llama?

—Mathias Gelman, de quince años de edad en el momento de la desaparición. Dieciséis en la actualidad —dijo Tilsner.

Eckstein movió afirmativamente la cabeza y empezó a examinar por fuera el cuerpo desnudo y mutilado de Mathias. Iba dictándole una observación detrás de otra al asistente y entonces dijo algo que dejó a los cuatro detectives de una pieza:

—Ese caso suyo en Berlín, ¿se trata de un asesinato? —preguntó.

—Así es —respondió Müller, y sintió que se le encogía el estómago.

—Bien, pues yo le digo que este no lo es, o al menos creo que no. Incluso antes de empezar con las incisiones, tiene todas las trazas de que este chico murió a consecuencia de una caída. Claro que, a lo mejor, lo empujaron, pero no hay moratones que se compadezcan con ningún tipo de forcejeo.

Empezó a señalar las lesiones sufridas en el torso y los miembros de Mathias y, por último, en la frente:

—Esto puede que fuera lo que lo mató. Yo diría que se golpeó la cabeza contra una piedra bien dura como resultado de una caída de unos tres o cuatro metros, o sea que a lo mejor se cayó por un tramo de escaleras. Tengo que abrirle el cráneo para confirmarlo, pero no hace falta que se queden a verlo. No es un espectáculo grato a la vista.

—O sea, ¿que murió de un golpe en la cabeza? Y ¿no pudo ser que le dieran con un objeto contundente? Después de que lo tiraran por la escalera, claro está —preguntó Müller.

Eckstein dijo que no con la cabeza:

—La herida en la frente no dice eso, Oberleutnant. A mí me parece que no es más que un caso de traumatismo cráneo-encefálico de lo más simple después de una caída por las escaleras. Eso sí, los peldaños eran de piedra. Y la cabeza se la golpeó contra una superficie mineral dura y angular como remate a esa caída. Logré obtener fragmentos de arenilla de la herida: los analizaré y les daré los resultados más tarde.

—Y ¿eso qué nos puede aportar? —preguntó Tilsner.

Müller fulminó a su ayudante con la mirada y respondió ella misma:

—Nos puede decir el sitio en el que murió, porque no fue allí en mitad del bosque, donde hallaron el cuerpo. Y puede que eso nos lleve hasta Neumann. Hemos dado con dos de los tres adolescentes desaparecidos, tenemos que encontrar a la tercera mientras sigue viva.

Al poco rato, Eckstein invitó a los cuatro detectives a que salieran de la morgue con el argumento de que necesitaba trabajar en paz para concluir toda la operación.

De vuelta a la comisaría de Wernigerode, a Müller le informaron de que Reiniger quería ponerse en contacto con ella en comunicación por radio. La línea no era muy buena; y la voz de Reiniger, apenas perceptible entre las ondas estáticas:

Oberleutnant Müller —dijo, con tono que sonó formal—: usted y Unterleutnant Tilsner tienen que volver a Berlín inmediatamente. Además, yo nunca les di permiso para que salieran de la capital del Estado. Y, en cualquier caso, le comunico que han presentado cargos contra su marido; entre ellos, el de atentar contra el orden político y social de la República Democrática Alemana, aprovecharse de la falta de madurez moral de una menor para tener con ella trato sexual o tocamientos y, lo más grave: que por lo que respecta a la investigación que la ocupa a usted…

El radiotransmisor en el que Müller había recibido la llamada soltó un chisporroteo y dejó de transmitir.

Oberst Reiniger, ¿me podría repetir esto último? Es que la conexión es muy mala.

—Pues que lo acusan de asesinato, del asesinato de la chica hallada muerta en el cementerio de St. Elisabeth. Imagino que ya está al tanto de que se la ha identificado como Beate Ewert, la misma chica que aparece en situaciones comprometidas con su marido en las fotografías que, me consta, usted ya ha visto.

Müller sintió de repente que le faltaba el aire, que se iba a desmayar. Ya le costaba admitir que las fotos en las que se veía a Gottfried con Beate eran auténticas, pero lo que no estaba dispuesta a aceptar era que su marido fuera un asesino. Además, el cuerpo de Mathias lo habían arrojado al bosque mientras Gottfried estaba en la cárcel, así que no se lo podía hacer responsable directo de este segundo crimen. ¿A qué jugaba Reiniger? No sabía si Schmidt habría analizado ya la fotografía de Gottfried en la enfermería del Jugendwerkhof, la misma que su marido había insistido una y otra vez en que era un montaje. Parecía que todavía estuviera viéndolo en la sala de interrogatorios de las dependencias en Hohenschönhausen, allí donde él le suplicó a modo de despedida que lo comprobara ella misma.

—Mientras no se formalice el divorcio, sigue casada con un sospechoso, acusado ya, que guarda relación con lo que usted está investigando. Así que se la suspende en sus funciones y debe regresar a…

Recordó que Jäger había prometido ayudarla, y palpó la autorización firmada por Mielke que llevaba todavía en el bolsillo interior de la chaqueta. Eso fue lo que le dio fuerzas para jugárselo todo a una carta:

—Oiga, Oberst Reiniger. No puedo oírle. Lo siento mucho, pero es que me he vuelto a quedar sin línea, no he podido oír lo que me ha dicho. —Pero el caso era que la voz de Reiniger sonaba ahora más clara que nunca en toda la transmisión, y le decía que la suspendían con efectos inmediatos, y que así lo habían decretado desde las más altas esferas en Keibelstrasse. Mentir era su único recurso—: Oberst Reiniger, si todavía me escucha, que sepa que yo a usted no lo oigo —Reiniger repitió una y otra vez lo que acababa de decir, cada vez más airado, pero Müller seguía insistiendo en lo pésimo de la transmisión, hasta que acabó colgando.