*1*

Vierran llegó sin resuello al arco apuntado de piedra, preguntándose cómo podía haberse retrasado tanto. Una dama nerviosa bajó por las escaleras dirigiéndose hacia ella, con una mano en el velo de su puntiagudo tocado y la otra en el faldón de su vestido.

—¿Dónde te habías metido, Vierran? No deja de preguntar por ti. ¡El vestido de novia vuelve a estar mal!

Vierran se fijó en la bonita cara de la dama preocupada:

—¡Siri! —exclamó Vierran.

La dama rió:

—¿Cuándo dejarás de confundirte con mi nombre? Me llamo Lady Sylvia. Vamos, vamos —dijo la dama dando la vuelta y subiendo con prisa por las escaleras de piedra.

Vierran ascendió siguiendo el faldón del vestido de la dama, con la mente dispersa en una caótica mezcla de esperanza, angustia y asombro. Esta chica, la prima que creía haberse inventado para Hume, era Siri. ¿Querría eso decir que de alguna manera el Bannus había obrado un milagro y había traído a casi todos sus familiares a la Tierra? ¿O serían en realidad otras personas disfrazadas para hacerle creer que eran ellos?

—¿Eres mi prima? —le preguntó a Siri mientras subían.

—Que yo sepa, no —le respondió desde arriba la voz de Siri, que tan bien conocía.

¿Sería eso una confirmación o no? Vierran aún se debatía entre dudas cuando llegaron al rellano de piedra y Siri —Lady Sylvia— descorrió con mucho cuidado y silencio los cortinajes del vano para poder espiar la cámara de la novia, que estaba al otro lado.

Morgana Le Trey se alzaba en medio de la habitación, en un corrillo formado por sus otras damas que estaban arrodilladas a su alrededor prendiendo con alfileres partes del vestido. Era una habitación hermosa, con muchas puertas y ventanas, un techo abovedado y tapices de suaves colores que ocultaban los ásperos muros de piedra. El vestido era impresionante, blanco con una brillante capa bordada de perlas y una cola de varios metros. Morgana Le Trey estaba preciosa con el vestido. Pero Vierran ignoró todo aquello, y su mirada se desvió hacia el joven ricamente vestido que haraganeaba en el poyo que había junto a la ventana del fondo de la sala.

—El pelotillero está con ella —susurró Vierran—. Mejor esperamos.

Odiaba a Sir Harrisoun casi tanto como a Sir Cualahad. Éste se lanzaba a por cualquier dama que estuviese sola, pero Sir Harrisoun tenía una forma taimada de toquetear a cualquier mujer que tuviese a tiro, estuviese sola o no. Además se arrastraba ante Le Trey, y ella le utilizaba sin el menor escrúpulo en todas sus tramas. En aquel momento ella estaba hablando:

—… y si puedes, persuade a Sir Bors para que sermonee al rey, mejor si es sobre el pecado. Haz que le diga que esos proscritos son un castigo que nos ha sido impuesto por nuestro propio bien, o algo así.

—No me será difícil, milady —dijo Sir Harrisoun entre risas—. Bors echa sermones hasta para pedir la sal.

—Sí, pero recuerda que lo importante es lograr que el rey nombre a Sir Cualahad líder de la expedición, pasando por encima de Sir Bedefer —le dijo Morgana Le Trey—. Haz que la gente importune al rey con el tema, no le deis ni un respiro. El pobre Ambitas odia tanto que le aburran…

Sir Harrisoun se levantó e hizo una reverencia.

—Vuestro prometido es como un libro abierto para vos, ¿no es así, milady? Bien, haré que le importunen por vos —Sir Harrisoun sonrió y se dirigió hacia una de las salidas. Un gritito y un revuelo entre las damas arrodilladas dieron a entender que Sir Harrisoun se había tomado ciertas libertades con ellas, como siempre.

Y, como siempre, Morgana Le Trey lo ignoró. Se volvió hacia el vano encortinado:

—¡Vierran! ¡Puedo verte ahí agazapada! Ven aquí en seguida, el vuelo del vestido no termina de quedar bien.

La boda entre Morgana Le Trey y el rey Ambitas iba a ser en tan sólo tres días. Morgana Le Trey armaba muchísimo alboroto por ello, y Vierran creía que probablemente lo hacía porque Le Trey estaba segura de que Ambitas volvería a posponer la boda si tenía la más mínima oportunidad de hacerlo. Parecía intentar distraer la atención del rey por medio de intrigas contra Sir Bedefer y Sir Cualahad. Le Trey era sin duda una mujer astuta, pero ya lo era también cuando era Líder Tres.

«Y yo le sigo el juego», pensó Vierran mientras se arrodillaba en el sitio que le dejaron las otras damas. «Da igual lo que haya hecho el Bannus en nuestras mentes, aún sé que puedo romper la ilusión si convenzo a las personas adecuadas. ¿Pero por qué iba a hacerlo? Todos los del castillo son gente infame». Extendió la mano para coger el alfiletero que le pasaba una de las damas, y se percató de que tenía la mano manchada de barro y las uñas sucias y llenas de tierra. «A saber cómo lo he hecho», pensó Vierran. Se limpió la mano en el vestido azul marino que llevaba antes de coger los alfileres. Aquel barro era como un símbolo de la vida en el castillo: uno no podía evitar pringarse. Cogió los cuatro alfileres que vio que iba a necesitar, se puso tres en la boca, y cuando estaba lista para ponerse manos a la obra le invadió una gran tristeza. Recordó la primera vez que ella y Hume habían visto el castillo, una visión neblinosa al otro lado del lago que prometía belleza, valor, fuerza, aventura y toda clase de maravillas. En aquella ocasión también le habían dado ganas de llorar.

«Quizá estaba tan triste porque incluso entonces sabía que toda esa belleza y valor simplemente no estaban aquí», pensó Vierran mientras colocaba un alfiler en el talle del vestido con la pericia de una experta. Sería muy divertido clavarle el alfiler «accidentalmente» a Líder Tres… si no fuese porque, de hacerlo, no tardaría en desear estar muerta. Sabía que era sólo una ilusión creada por el Bannus. Quizá la belleza y el valor eran una falacia y no había nada maravilloso en ninguno de los mundos.

Las lágrimas apenas le dejaban ver el segundo alfiler, y tuvo que esperar a que se le aclarase la vista. Mientras esperaba, intentó ponerse en contacto con las cuatro voces en busca de consuelo, pero como ocurría siempre en el castillo, las voces estaban en silencio. «¡Maldición!», pensó Vierran, colocando rápidamente el segundo y el tercer alfiler. «Ellos cuatro sí que son buena gente, y existen de verdad. Esto es sólo una prueba de lo que le hace a uno este castillo». Y de repente, como si se le hubiese despejado la cabeza, estuvo muy segura de que sí que existían las cosas maravillosas. «Aunque sólo existan en mi mente», pensó Vierran, «están allí y merece la pena luchar por ellas. No puedo rendirme, tengo que esperar al momento oportuno y entonces luchar».

Colocó el último alfiler y se levantó.

—Ya está, mi señora. Si hacéis que lo cosan como está, quedará perfecto.

No esperaba que Le Trey le diese las gracias. Y no lo hizo. La novia del rey se limitó a abandonar la cámara para que le cambiasen el vestido por uno más corriente.

*2*

Corrieron rumores por el castillo durante toda la jornada. Se decía que Sir Bedefer se había postrado ante el Rey y le había rogado que enviase a su ejército contra los proscritos; luego Sir Cualahad se adelantó y declaró que los proscritos no eran un peligro, y Sir Harrisoun le secundó, pero muchos sentían que Sir Bedefer tenía razón. Un nutrido grupo de rebeldes del pueblo, liderados por un villano llamado Stavely, se había unido al caballero renegado Sir Artegal, y parecía factible que los dos planeasen atacar el castillo. Era bien sabido que Su Ilustrísima Sir Bors había tratado con el rey sobre esa cuestión durante una hora.

A media tarde ya se sabía que Ambitas había consentido. Los pajes y los escuderos corrían de un lado a otro, y se oían potentes martilleos en el patio de armas, donde los soldados se preparaban para la batalla. Pero se comentaba que Ambitas aún no había decidido ni cuántos hombres iba a enviar ni quién estaría al mando de ellos: anunciaría su decisión durante la cena. Todo esto causó cierta consternación, y es que era de dominio público que detrás había una disputa por el mando entre Sir Bedefer y Sir Cualahad, aunque todos los habitantes del castillo (salvo Ambitas, al parecer) sabían que no había disputa posible: Sir Bedefer era la única elección correcta. La gente se reunió para la cena en el gran salón, en un estado de enorme incertidumbre y expectación.

—Este Ambitas es un idiota y un débil —le susurró Vierran a Lady Sylvia mientras seguían a Morgana Le Trey en fila y ocupaban sus asientos al final de la mesa de honor.

—Es por la herida, no está bien de salud —le susurró Lady Sylvia.

—Me da escalofríos pensar cómo de peor será todo cuando Le Trey se haya casado con él —dijo Vierran—. No finjas ser una rubia tonta, Siri, no sueles serlo.

Lady Sylvia dejó escapar una risilla:

—Has vuelto a decir mi nombre mal. ¡Chissst!

Estaban entrando a Ambitas al salón, y todos tuvieron que ponerse en pie. Vierran miró de reojo a Siri —Lady Sylvia— mientras acomodaban al rey entre cojines. Siri era lista, pero aquella chica no parecía tener demasiadas luces. Vierran recordó que Yam le había dicho que el Bannus no puede obligar a ninguna persona o máquina a actuar en contra de su naturaleza. ¿Sería que Siri siempre había deseado en secreto no ser inteligente a la vez que guapa? ¿O simplemente era que el Bannus había complacido a Vierran creando a la prima de la que le había hablado a Hume? Lady Sylvia parecía muy real. Quizá fuese otra chica cualquiera. Era todo tan confuso…

En cuanto el rey Ambitas estuvo cómodamente aposentado, hizo un leve gesto para indicar a la concurrencia que tomase asiento.

—Sentaos —dijo Ambitas—. Vivimos tiempos difíciles, mas he de anunciaros algo que nos llenará a todos de regocijo. —Tomó un sorbo de vino para aclararse la garganta. Todos esperaban ansiosos—. He decidido —prosiguió Ambitas— que la cena aguardará hasta que un prodigio se nos revele.

Todos se quedaron perplejos.

—¡Otra vez no! —gruñó Sir Cualahad. Un chef que había entrado al salón con una cabeza de jabalí dio media vuelta y se la llevó de vuelta. Sir Cualahad la despidió con una mirada anhelante.

—¿Y qué tiene eso de bueno? —musitó Vierran mirando su plato vacío.

—No nos cabe duda, leales súbditos, de que no tendremos que aguardar demasiado —dijo el rey, y sonrió con malicia a Sir Harrisoun. Esos dos sabían algo.

Todas las cabezas se volvieron hacia las grandes puertas principales del salón cuando el heraldo Madden las abrió y avanzó por el pasillo que había entre las largas mesas.

—Majestad —dijo Madden— me complace anunciaros la llegada al castillo de un gran mago, erudito y físico que implora el placer de una audiencia con vos. ¿Deseáis admitirle ante vuestra magna presencia?

—Por supuesto —respondió Ambitas—. Decidle que entre.

Madden se hizo a un lado, efectuó una reverencia y anunció con voz sonora:

—¡Entrad en presencia de Su Majestad, mago Agenos!

Entró un hombre alto y vestido de beige, con una capa beige y un bastón en cuyo extremo brillaba una misteriosa luz azul. Hizo una elegante reverencia y golpeó fuertemente el enlosado con el bastón. Su ayudante, un joven igualmente alto y vestido con ropas azules gastadas, entró tirando de una carretilla de madera con forma de barca en la que yacía una forma humana de color plateado y con ojos rosa.

Vierran se tragó una exclamación. «¡Mordion! ¡Con Hume y Yam!». Al parecer le habían puesto ruedas a la barca de Hume, lo que le hacía parecerse bastante al patín prehistórico que él mismo había fabricado de pequeño. ¡Qué alto se había puesto Hume! A Vierran le palpitaba el corazón con fuerza. Miró de soslayo a los comensales de la mesa de honor para ver si alguno había reconocido al gran mago. «Al menos», pensó Vierran, «ha tenido el buen juicio de hacerse llamar Agenos. Después de lo que dijo el monje loco, todo el mundo recordaría el nombre de Mordion».

Estaba claro que Ambitas no reconocía a Mordion. Parecía un niño que iba a ver a un prestidigitador. Sir Cualahad torció un poco el gesto y luego lo dejó pasar, con la mente en la cena pospuesta. Curiosamente, Sir Bedefer se incorporó casi con entusiasmo, como si acabase de ver a un viejo amigo, pero luego volvió a reclinarse confuso. Vierran miró rápidamente a Morgana Le Trey, esbelta y hermosa, ataviada con un vestido y un tocado de color púrpura, sentada junto al rey. El rostro de Le Trey estaba pálido, y su mirada estaba llena de ira. Vierran no sabría decir si Le Trey había reconocido a Mordion o no, pero su mirada destilaba puro odio. Sir Bors parecía sentir lo mismo: hizo la señal de la Llave y puso cara de horror.

—¿Complacería a Su Majestad que le mostrase mi milagroso hombre mecánico y muchos otros prodigios? —preguntó Mordion.

—Mostrádnoslos, gran Agenos —dijo Ambitas contento.

Todos los demás habrían preferido cenar antes, y decía mucho en favor del sentido del espectáculo de Mordion que fuese capaz de mantener a todos los asistentes embelesados durante los siguientes veinte minutos. Hizo que Yam se alzase de la barca y bailase por la sala, haciendo como si lo guiase con su bastón. Hizo que Yam ejecutase giros y contorsiones que sólo un robot podrías hacer. Cuando el público dejó de exclamar asombrado, Mordion le hizo una señal a Hume, que cogió su flauta de hueso y, haciéndola sonar, conjuró una nube de mariposas; a continuación Mordion las transformó en pájaros, y a los pájaros los dotó de color azul, luego de color blanco, y luego de los colores del arco iris; con un gesto envió la bandada de pájaros a las altas vigas, y luego los hizo descender formando una cascada de serpentinas que despedían dulces aromas. En cuanto descendieron más allá de los hombros de Mordion, las serpentinas se convirtieron en pañuelos de seda de todos los colores, los cuales Mordion fue entregando como recuerdo a la gente de las mesas más cercanas, excepto uno blanco que estiró y convirtió en una ristra de banderines que envió de vuelta a la flauta de Hume en forma de mariposas. Todo el mundo aplaudió. «Muy inteligente», pensó Vierran mientras aplaudía como los demás. Todo era tan inofensivo y bonito que apostaría lo que fuese a que la mayor parte de los presentes creían que lo que Mordion estaba haciendo eran trucos de prestidigitación y no magia de verdad. Y si por casualidad alguien le hubiese relacionado con el traidor del que les había advertido el monje, no se habría dado cuenta de que Mordion podía defenderse con una magia poderosa, lo que le daría una posibilidad de escapar. Aún así, Vierran tenía que advertirle de la forma en que Morgana Le Trey le había mirado.

Mordion avanzó por el pasillo en dirección a la mesa de honor.

—Para mi siguiente ejercicio de magia —dijo Mordion— necesitaré la colaboración de una joven dama.

«¡Ésta es la ocasión para advertirle!», pensó Vierran. «¿Me reconocerá?». Se levantó de su silla al final de la mesa, pero Lady Sylvia también se levantó a su lado y dijo en voz alta:

—¡Sí, yo os ayudaré!

Vierran se enzarzó en una escaramuza poco digna de una dama con Lady Sylvia, pisándole el pie y agarrándole del brazo, pero Lady Sylvia resultó vencedora de la riña, en parte por ser más alta y fuerte y en parte porque su silla estaba en el lado exterior de la mesa. Bajó del estrado empujando a Vierran hacia atrás y se dirigió rápidamente hacia Mordion.

—¡Aquí me tenéis! —dijo Lady Sylvia, riendo y sonrojada por la refriega.

Hume la miró con atención, y Mordion exhibió una sonrisa de agradecimiento y ladeó la cabeza con admiración. Vierran había visto a mucha gente hacer eso la primera vez que veían a Siri.

—¿Podríais prestarme durante cinco minutos ese precioso cíngulo que lleváis, mi señora? —dijo Mordion.

A Vierran le fallaron las rodillas. Se sentó, sintiendo un extraño dolor en las entrañas y que el aliento se negaba a entrar. Con mucho gusto habría matado a Siri —Sylvia—, que le entregó el cíngulo enjoyado a Mordion mientras sonreía como una tonta (¡sí, como una tonta!) para que él lo cortase por la mitad con el cuchillo. La sala se oscureció a los ojos de Vierran; ya no tenía nada de hambre.

«¡Qué asco!», pensó Vierran. «Estoy enamorada de Mordion. ¡Qué asco!». Sería por eso que la visión del castillo le había roto el corazón en su día. Debía haber sabido entonces, tan claro como lo veía ahora, que su amor por Mordion era un amor sin esperanza.

*3*

«No me gusta la atmósfera de este castillo», pensó Mordion cuando les sentaron a él y a Hume en una de las mesas más humildes y por fin se sirvió la cena. «Me recuerda demasiado a… a…»; las palabras «Casa del Equilibrio» se le quedaron en la punta de la lengua. Desechó aquel pensamiento y lo desterró a un rincón de su mente. Todo el mundo estaba intentando sacar tajada, conspirando para aprovecharse de alguien, y en el centro de todo estaba la mujer morena del vestido púrpura. El espectáculo de prestidigitación, además de permitirle hacer una entrada espectacular, estaba planeado para que Mordion pudiera leer unas cuantas mentes sin ningún pudor. Y, por deprimente que fuese, las conspiraciones no eran más de lo esperado.

Hume estaba a su lado, zampándose la mejor comida de su corta vida. Mordion les explicó a los escuderos de su mesa que el hombre de plata no era real y no necesitaba comer, y prosiguió con sus averiguaciones.

Los proscritos de los que había hablado Yam parecían ser una amenaza real. La mayor parte de las conversaciones giraban alrededor de Artegal el renegado, del villano Stavely y de a quién pensaba enviar el rey contra ellos. Y al parecer el rey estaba en vísperas de su matrimonio con la dama de púrpura. El rey, a juicio de Mordion, tenía el aire inconfundible de quien aún se está preguntado cómo le había podido ocurrir eso. Estaba claro que aquel matrimonio sería por elección de la dama. Mientras reunía toda esa información, Mordion se sorprendió al escuchar su propio nombre: al parecer, un monje misterioso había aparecido en la Pascua del Bannus y había denunciado a Mordion como traidor, tras lo cual tocó el Bannus y desapareció en una bola de fuego. Mordion dedujo que todo esto había ocurrido hacía poco, ya que su nombre aún estaba fresco en la memoria de todos. Intercambió miradas con Hume, advirtiéndole de que siguiera llamándole Agenos, y agradeció a su buena estrella por la extraña premonición que le hizo decirle al senescal pelirrojo que su nombre era Agenos.

En cuanto se retiraron los platos todo el mundo permaneció expectante. Alguien hizo una señal en el estrado, y dos de los escuderos más robustos de la mesa de Mordion acudieron allí para alzar a Ambitas sobre sus cojines, de forma que todos los presentes en la sala pudiesen verle.

—Hemos decidido —proclamó Ambitas— enviar un contingente de hombres escogidos contra los proscritos que con tamaña vileza amenazan nuestro reino. Dicha fuerza constará de cuarenta jinetes de la tropa de Sir Bedefer, los cuales partirán mañana al alba y estarán liderados por nuestro Campeón, Sir Cualahad. —Dicho esto, se reclinó en sus cojines. Parecía que no se encontraba bien. Les indicó a sus escuderos que le sacasen de allí.

Hubo bastante alboroto durante un tiempo. «¡Cuarenta hombres!», escuchó Mordion. «¡Es una locura, hay varios cientos de proscritos!». En medio del revuelo, Sir Bedefer se levantó y se marchó. Sir Cualahad le vio irse y asintió con comprensión y con la sonrisa irónica de un hombre bueno y modesto, aunque le costó que no se convirtiese en una sonrisa de suficiencia. Morgana Le Trey le lanzó a Sir Cualahad una mirada de frío desprecio, hizo un gesto a sus damas y abandonó el salón. Cuando por fin se marchó, pero no antes, varias personas dijeron que la decisión del rey era obra de Le Trey y que nada bueno podría salir de eso. Estaba claro que era muy temida.

En ese momento un escudero se situó a la vera de Mordion y le comunicó que Su Majestad le convocaba a su presencia.

—Lleva a Yam a la habitación que nos ha dado Sir Harrisoun —le dijo Mordion a Hume. Yam fingía ser un objeto inanimado, tumbado en la barca que estaba apoyada contra la pared. Mucha gente intentaba tocarle para ver si en realidad era un hombre disfrazado. Hume asintió y corrió hacia allí, mientras Mordion seguía al escudero.

Éste le llevó a una rica cámara abovedada en la cual un enorme fuego ardía en una ancha chimenea. Ambitas se encontraba recostado sobre un sofá bordado que estaba cerca del fuego. Mordion se preguntó cómo podría soportar el calor el rey, ya que él habían empezado a sudar nada más entrar en la estancia.

—Necesito el calor por el gran mal que me aqueja —explicó Ambitas, y le hizo un gesto a Mordion para que se acercase.

Mordion se abrió el cuello de la chaqueta y apartó la capa.

—¿En qué puedo serviros, Majestad? —preguntó Mordion, aproximándose tanto al fuego como podía soportar. La forma en que hizo aquella pregunta le provocó una incómoda punzada. Miró al rostro corriente y sonrosado del rey, enmarcado por los almohadones iluminados por las llamas, y se preguntó quién podría servir a un hombrecillo tan mediocre.

—Se trata de una herida que nunca sana —dijo Ambitas con voz temblorosa—. Dicen que sois un gran físico.

—Cuento con una cierta competencia —dijo Mordion con bastante más precisión.

—A fe mía que parecéis serlo —observó Ambitas—. Tenéis una especie de… aspecto hipocrático, o incluso quirúrgico… si me permitís la expresión, se diría por vuestra forma de mirar que tenéis un ojo clínico. ¿Podríais examinar mi herida, y tal vez aplicarle un bálsamo? Ya sabéis que mi boda está próxima y… —Ambitas calló y se quedó mirando a Mordion, expectante.

—Por supuesto, Majestad. Si tuvieseis a bien desnudar la parte afectada… —dijo Mordion, preguntándose qué podría hacer si la enfermedad estuviese más allá de sus capacidades. Como descubrió al intentar hacer real a Hume, la magia no lo podía todo.

—Claro, claro, os lo agradecemos —muy despacio, y lanzando numerosas miradas nerviosas a Mordion, Ambitas se levantó la túnica con bordados de hilo de oro y la camisa de batista que llevaba por debajo, y le mostró su carnoso y rosado costado—. ¿Cuál es vuestro veredicto? —preguntó Ambitas con ansia.

Mordion observó la extensa contusión violácea que el rey lucía en las costillas. Era un moratón en la que se podían ver partes amarillas, rojas y marrones además de violetas, pues estaba adquiriendo los colores que adoptan los cardenales cuando se están curando. Mordion hizo un esfuerzo para no echarse a reír, y sintió que había habido muchas veces en que había querido reírse de un tipo como ese pero había alguna clase de bloqueo físico, una intensa náusea, que le impedía siquiera reír. Ahora no existía ese bloqueo, y tuvo que resistirse para mantener una expresión seria. Para su sorpresa, también recordaba cómo había recibido Ambitas eso que llamaba herida.

Habían entrado en la casa él, aquel hombrecillo y otro más, un hombre más alto; de repente se habían topado con un joven (el mismo joven de pelo anaranjado al que la gente llamaba Sir Harrisoun), y éste blandió un enorme espadón hacia el hombrecillo. Mordion saltó para detener la espada. «Bueno, cualquiera habría hecho lo mismo», pensó, sintiéndose incómodo al recordar la vergüenza inusual, desproporcionada y enfermiza que había sentido cuando Sir Harrisoun resultó venir de la dirección contraria. Había sido como si Mordion hubiese visto el ataque reflejado en un espejo. Se sintió verdaderamente desesperado por que le hubiesen engañado. Recordaba el golpe que recibió Ambitas con plano de la espada, recordaba haberse dado la vuelta, y luego nada. Era algo desconcertante.

—¿No es una herida terrible? —le dio pie Ambitas, confundiendo las causas del desconcierto de Mordion.

Pero Mordion comprendió, al menos, aquella parte de la cuestión:

—Sí que lo es, Majestad —dijo mordiéndose fuerte el labio, intentando parar la risilla que se le intentaba escapar cuando hablaba—. En mi escarcela llevo un ungüento que podrá aliviaros, pero no puedo prometeros curación para una herida semejante.

—Pero con mi boda en ciernes… —siguió dándole pie Ambitas.

—No procede que desposéis a vuestra dama en este momento —sentenció Mordion, que tuvo que mesarse las barbas con gesto serio para así poder ocultar que sus labios intentaban abrirse en una sonrisa. «¡Ojalá pudiese contarle a Ann todo esto!»—. En vista de la gravedad de vuestro mal, os aconsejo posponer vuestra boda hasta dentro de un año como mínimo.

Ambitas extendió ambas manos sudorosas y tomó la muñeca de Mordion.

—¡Un año! —dijo complacido—. ¡Una terrible y larga espera! Mi muy estimado hechicero, ¿qué recompensa puedo otorgaros por tan sabio consejo? Decid qué presente deseáis y os será concedido.

—Para mí nada deseo, Majestad —dijo Mordion— pero mi joven ayudante desea ser entrenado como caballero. Si Vuestra Majestad…

—¡Sea pues! —proclamó Ambitas—. Daré orden inmediata al respecto a Bedefer.

Mordion hizo una reverencia, y casi se diría que salió huyendo de los tórridos aposentos reales. Durante un breve instante luchó por contener las risillas que seguían intentando salirle de dentro, pero un vestigio de decoro le indicó que no estaba bien reírse del rey. Además, debía ir en busca de Hume para darle la buena nueva. Pero no tardó mucho en echarse a reír, y al final tuvo que meterse en la primera escalinata que encontró y sentarse en los escalones de piedra para reír a carcajadas. Tenía la sensación de que nunca en la vida había disfrutado tanto riéndose.

*4*

Morgana Le Trey se encontraba en su torre, en la cámara que había descubierto y de la cual se había apropiado. Los símbolos ocultistas dibujados en las paredes temblaban bajo la vacilante luz de las velas negras que rodeaban a Le Trey. Un brasero con carbón vegetal humeaba en el centro de la cámara circular, llenándola con una aroma de incienso y sangre quemada.

—¡Bannus! —exclamó Le Trey—. ¡Muéstrate ante mí! ¡Bannus, te conmino a que aparezcas!

Aguardó rodeada por el humo asfixiante que surgía del brasero.

—¡Yo te lo ordeno, Bannus! —dijo una tercera vez.

Entre el humo cobró esencia una purísima luminiscencia blanca que emitía una tenue luz rojiza sobre las aristas de la techumbre. El matiz rojo parecía tener su origen en la tela escarlata que cubría el gran cáliz plano que flotaba tras el humo.

Morgana Le Trey sonrió triunfante. ¡Lo había conseguido!

El humo y los olores fueron absorbidos por los radiantes aromas de flores de espino y jacintos en un bosque abierto. Bajo la tela roja, el intrincado trabajo de orfebrería del cáliz de oro se veía claro y deslumbrante en toda su belleza. Habló una voz, grave para una mujer y aguda para un hombre, y tan hermosa como el cáliz:

—¿Por qué me invocas, Morgana Le Trey?

Le Trey estaba casi sobrecogida, pero consiguió hablar:

—Necesito tu ayuda para enfrentarme a mi enemigo, que ha vuelto de la tumba para perseguirme de nuevo. Esta noche ha llegado al castillo disfrazado de mago, y está con el rey en estos momentos, envenenando su mente en mi contra.

—¿Y qué ayuda deseas de mí? —preguntó la hermosa voz.

—Quiero saber cómo se le puede matar… y que esta vez sea para siempre —dijo ella.

Se produjo una pausa. El cáliz flotó pensativo.

—Existe un veneno —dijo finalmente la voz— prístino como el agua y sin olor, cuyo mero contacto puede ser fatal para quienes han vivido demasiado tiempo. Puedo decirte cómo prepararlo si lo deseas.

—Dímelo —ordenó ella.

El Bannus se lo dijo, y ella anotó febrilmente los ingredientes y la receta bajo su luz. Mientras escribía se percató de que el Bannus siempre flotaba justo donde ella no podía alcanzarlo. Le Trey sonrió, sabedora de que siempre podía volver a invocarlo. Pero tenía cosas que hacer antes de estar lista para hacerse con el Bannus y tomar el mando.

*5*

Sir Cualahad y su compañía cabalgaron al día siguiente al despuntar el alba. Con sus gallardetes de color oro sobre sinople y gules sobre plata al viento, daban una grandiosa imagen de gallardía al cruzar atronando el puente de madera que salvaba el lago. Hume y Mordion los miraron desde las almenas, junto a la mayoría de los habitantes del castillo.

—¡Ojalá fuese yo también! —dijo Hume.

—Yo me alegro de que no vayas. Son muy pocos —le respondió Mordion.

—¡Claro que son pocos! —dijo el hombre que estaba junto a ellos—. Aunque los proscritos no estuviesen bien organizados, que lo están, tendrían que haber enviado una fuerza de buen tamaño y asegurarse.

Mordion se volvió hacia aquel hombre, que resultó ser Sir Bedefer. Parecía muy robusto y sencillo, y vestía una túnica de color beige. Estaba de pie, con los pies separados, y estudiaba a Mordion. A ambos les gustaba lo que veían.

—Los proscritos no nos quieren bien —dijo Sir Bedefer, volviendo a mirar los destellos de los soldados, que cabalgaban entre los árboles de la otra orilla del lago—. Les hemos despojado de sus alimentos. No es lo que yo habría elegido hacer, pero no tenía ni voz ni voto. —Y a continuación, de forma repentina, que claramente era como aquel hombre hacía las cosas, cambió de tema—. Ese hombre de plata que tenéis… ¿lo habéis hecho vos?

—En realidad sólo lo reconstruí —confesó Mordion—. Hume lo encontró dañado, y yo lo arreglé.

—Sois muy hábil —comentó Sir Bedefer—. Desearía echarle una ojeada, si me lo permitís. ¿Es capaz de luchar?

—No demasiado bien… tiene prohibido dañar a los humanos —dijo Mordion mirando con intención a Hume. Al ver que éste comenzaba a sonrojarse, añadió—: Pero es capaz de hablar.

—No me sorprende demasiado —dijo Sir Bedefer. Los últimos soldados ya habían desaparecido entre los árboles, así que Sir Bedefer miró a Hume—. ¿Es éste el muchacho que quiere convertirse en caballero? —Hume asintió radiante de felicidad—. Entonces ven conmigo —prosiguió Sir Bedefer— y te pondremos a entrenar.

Caminaron juntos por las almenas, en dirección a los escalones que bajaban hacia el patio exterior.

—¿Creéis que será capaz? —le preguntó Sir Bedefer a Mordion en voz baja, señalando con un movimiento de cabeza a Hume.

—Creo que se echará a perder —dijo Mordion con franqueza— pero es lo que él quiere.

Sir Bedefer alzó las cejas.

—Habláis como si lo supieseis por propia experiencia, hechicero. Vos también habéis recibido entrenamiento, ¿no es cierto?

No cabía duda de que Sir Bedefer era un hombre sagaz. Mordion se dio cuenta de que había vuelto a confundir sus propios sentimientos con los de Hume, algo que Ann le reprochaba siempre. Que Hume se convirtiese en alguien como Sir Bedefer no era tan malo… salvo porque era probable que Sir Bedefer también se hubiese echado a perder.

—Sí, he sido entrenado —reconoció Mordion— pero no me hizo ningún bien.

Un grupo de damas comenzó a descender por los escalones.

—Eso creía —dijo Sir Bedefer mientras dejaban paso educadamente para que las damas pudiesen pasar—. ¿No son una hermosa visión? —añadió señalando a las damas con un gesto de cabeza.

Sí que lo eran, con sus esbeltos talles, sus leves tocados y sus vestidos de distintos colores. Mordion tenía que admitir que cosas así no se veían en el bosque. Las damiselas pasaron hablando y riendo entre el susurro de las telas de sus vestidos, y Mordion se fijó en que una de ellas era la hermosa dama rubia que le había prestado su cíngulo. Hume la miraba con atención, igual que hiciera la pasada noche, y parecía estar perdidamente enamorado. La dama que pasó tras ella era más baja, más rellenita y le sobresalían los pómulos.

—¡Ann! —exclamó Mordion.

«¡Me recuerda!», pensó Vierran, que dio media vuelta y se topó con la asombrada y asombrosa sonrisa de Mordion. El amargo sufrimiento que le atenazaba las entrañas dio paso a una intensa calidez que se extendía por todo su ser.

—Me llamo Vierran —puntualizó ella. Podía notar que se le había quedado una sonrisa tan grande como la de Mordion.

—Siempre creí que tenía que ser más largo que Ann —dijo él.

Cuando por fin terminó de pasar todo el mundo, se quedaron juntos en la cima de la escalinata.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Mordion—. ¿Por el nombre? ¿Por el Bannus?

—¡Maldito Bannus! —dijo ella—. ¡Ya ajustaré cuentas con él cuando lo pille! —Estuvo a punto de decir el porqué exacto, pero le miró a la cara y se dio cuenta de que él aún no lo sabía. El rostro que le sonreía no era el del Siervo, ni tampoco era como el del Mordion del bosque. «Pero casi», pensó Vierran. «¡Y no pienso estropear este momento por nada en el mundo!». En cambio, le dijo algo que se le antojaba igual de urgente—: ¿Qué edad crees que tengo?

Mordion la estudió de arriba a abajo, y a Vierran le encantó comprobar que él parecía disfrutar con ello.

—No sabría decirte —concluyó Mordion—. Pareces más joven con esa ropa tan bonita, pero siempre pensé que tendrías unos veinte.

—Veintiuno en realidad —Vierran se sentía viva, tanto como el recuerdo que tenía de sí misma subida a aquel árbol—. ¿Y sabes cuántos años tienes tú?

—No —reconoció Mordion.

Vierran sabía que el Siervo tenía veintinueve, pero no se lo dijo. Recogió los faldones de su bonito vestido (que era un auténtico engorro, pero si Mordion decía que era bonito merecía la pena llevarlo) y empezó a bajar los escalones.

—¿Te puso directamente en el castillo, como a mí? —preguntó Vierran.

—No, tuvimos que abrirnos camino hasta aquí —dijo Mordion—. Y, por supuesto, Yam protestó. Y… espero que nadie pueda oírnos aquí… esto es para partirse de risa. —Miró a su alrededor y comprobó que estaban completamente solos, así que mientras descendían despacio los escalones le contó lo de la famosa herida del rey Ambitas. Cuando llegaron al patio ninguno de los dos podía parar de reír.

Pasaron el resto del día juntos (aunque puede que fuesen varios días; como siempre, era difícil estar seguro con el Bannus). A veces paseaban, pero pasaban la mayor parte del tiempo sentados juntos en un banco apoyado contra una de las paredes de la sala común, donde pudieran encontrar a Vierran si Morgana Le Trey la necesitaba. Que Le Trey la llamase suponía un increíble fastidio para Vierran. Por lo que a ella respectaba, la vida se centraba en aquel banco de la sala común, donde las cosas parecían ir a mejor y ser más alegres, y se encaminaban hacia algo que era aún más espléndido… aunque Vierran no fuese capaz de definir con palabras qué podría ser. Parecía que ella se limitaba a esperar aquello con expectación. Cuando tuvo que arrastrarse para ocuparse otra vez del vestido de boda, se encontraba en un estado próximo al de animación suspendida.

—¡Pon los cinco sentidos en lo que estás haciendo! —le espetó Le Trey.

—Lo siento, mi señora —musitó Vierran con la boca llena de alfileres.

—Has perdido la cabeza por ese mago, ¿verdad? —dijo Le Trey—. No te tomes la molestia de decírmelo, porque ya lo sé. Lo que sí que querría saber es hasta dónde te ha llevado tu falta de juicio. ¿Piensas casarte con ese hombre? ¿Es que los magos se casan?

El rostro de Vierran irradió aún más calor. Tenía la sensación de haberse pasado el día sonrojándose. Bajó la cabeza para ocultarlo y reflexionó. Le Trey simplemente estaba siendo borde, pero Líder Tres probablemente intentaba averiguar si de verdad Vierran había obedecido la orden de Líder Uno. A Mordion le sería de muchísima ayuda que ambos Líderes perdiesen el interés por él, y eso podría conseguirse haciéndoles creer que había nuevos Siervos en camino. Y el Bannus le había dado a Vierran una forma de engañarles: Hume. Vierran escupió los alfileres en la mano y alzó la cabeza. Sólo de pensar en lo que estaba a punto de hacer se le puso la cara tan colorada que notó que hasta tenía el cuello hinchado, pero ¿a quién le importaba, si con eso ayudaba a Mordion?

—He engendrado un niño con Agenos, mi señora —dijo Vierran con gravedad.

—¡Pero qué tonta eres, criatura! —le espetó Le Trey—. Vete y no vuelvas hasta que puedas concentrarte. —Mientras Vierran se marchaba, Le Trey sonrió de una forma que Vierran no estaba segura de que le gustase en absoluto.

El propio Hume estaba en la sala común cuando Vierran volvió. Aparecía por allí de vez en cuando, vestido con una túnica y una capa de escudero del mismo azul violáceo apagado que siempre llevaba. Cada vez que entraba parecía más fuerte y delgado, como si hubiese pasado varios días entrenándose. Hume era un tema delicado para ella en aquel momento. Se sentía impactada, agotada e irritable tras su confesión a Le Trey. Miró con amargura al otro lado de la sala y vio a Hume que, una vez más, mariposeaba obnubilado alrededor de Lady Sylvia. Parecía tener tiempo de sobra para eso. Lady Sylvia se estaba mostrando muy cortés y madura, y mantenía a Hume a raya sin herir sus sentimientos. «Muy amable por su parte», pensó Vierran irritada. «Siri tenía mucha práctica en eso, y supongo que Lady Sylvia también».

—¿No ha durado mucho el día de hoy? —le preguntó Vierran a Mordion mientras volvía a sentarse en el banco junto a él.

—Demasiado —respondió él, preguntándose qué la preocupaba—. A veces al Bannus le gusta hacer que las cosas avancen rápido, y parece que por una vez le hemos pillado in fraganti.

—O que nos ha permitido verlo —dijo Vierran con desconfianza. Deseaba tener a sus voces para comprobar cuánto había durado, pero sólo escuchaba un silencio que creaba un triste vacío en su mente. Se percató de que había olvidado advertir a Mordion sobre Morgana Le Trey, y le encaró para contárselo, aunque todavía no sabía cómo hacerlo sin confesar lo que acababa de decirle a Le Trey.

—Vuestro muchacho lo está llevando bastante bien —dijo Sir Bedefer, sentándose en el banco junto a ellos—. Y he tenido una charla muy interesante con vuestro hombre de plata. Espero que no os moleste que haya ido a buscarlo a vuestros aposentos. Sabe muchas cosas.

Mordion se dispuso a hablar con mucha precaución sobre Yam, aunque habría preferido averiguar qué era lo que preocupaba a Vierran. El problema era que a los dos les caía bien Sir Bedefer. Vierran les escuchó e intentó ser paciente, pero después se daría cuenta de que fue su impaciencia lo que le hizo decir lo que dijo.

—Le pregunté a vuestro… robot, se decía así, ¿no? —prosiguió Sir Bedefer— si creía que había algo de verdad en lo que contó aquel monje loco que vino por aquí, aquello de que nos gobernaban unos soberanos de más allá de las estrellas o una patraña por el estilo. Dijo que se llamaban Líderes y que gobernaban la Tierra. Vuestro hombre mecánico…

—Es que es cierto —dijo Vierran sin pensar—. Los Líderes existen, pero no la gobiernan, sino que la explotan. Extraen el sílex de la Tierra, que es más valioso de lo que podéis imaginar, no pagan nada por él y mantienen la Tierra en un estado primitivo a propósito. Leader Hexwood Tierra incluso Ies vende armas a los nativos.

—No, no lo hacemos —respondió Sir Bedefer también sin pensar—. Me gusta tener mi propia casa limpia. —Y a continuación puso cara de extrañeza, obviamente preguntándose qué le había impulsado a decir aquello.

Vierran miró incómoda a Mordion, que estaba sentado muy erguido y quieto. «¡Me la he cargado!», pensó Vierran angustiada. «Se han acabado los buenos tiempos, ¡y toda la culpa es mía!».

*6*

Orm Pender estaba hambriento. Unos molestos ácidos le abrasaban sus vastos estómagos. La incomodidad se volvió tan imperiosa que se vio obligado a detener su lento y deliberado avance hacia su enemigo y ventear el aire con su enorme cabeza en busca de una presa más próxima.

«Ahhh… hombres». El viento le trajo de unos kilómetros más allá el apetitoso aroma a curry de un grupo de hombres que sudaban a causa de algún esfuerzo. Mejor aún, estaba mezclado con una esencia de mujer y con el fétido olor a carne de los caballos. Orm se desvió, deslizándose entre los árboles en aquella dirección, ayudándose de sus enormes y sonoras alas, extendiéndolas en los claros abiertos para moverse más rápido. Llegó a la zona en que el río formaba un profundo cañón y planeó sobre él. Cuando casi lo había atravesado estuvo a punto de descender hacia un viejo cadáver humano que yacía en los bajíos, pero el cuerpo estaba demasiado podrido para su gusto, sobre todo habiendo carne fresca tan cerca. Siguió planeando.

La comida estaba en la orilla opuesta, en una zona bastante abierta del bosque al otro lado de una arboleda. Orm plegó las alas, extendió las garras y descendió en la arboleda barriendo el suelo en silencio. Se arrastró entre los árboles sin hacer un sonido y, confiando en que sus escamas verdes y marrones moteadas le ocultarían, se acomodó astutamente entre los arbustos del lindero de la arboleda.

El tentador olor a cobre de la sangre llegó hasta él. Se estaba librando una batalla: un gran número de hombres y mujeres mal armados y a pie se enfrentaban a un contingente más reducido que iba a caballo. Por desgracia para él, el combate había llegado a ese punto en el que todo el mundo estaba disperso en pequeñas luchas individuales, una situación que no le ofrecía ningún blanco grande o fácil. Orm volvió sus grandes ojos amarillos a uno y otro lado, decidiendo cuál sería su presa. Por un lado, un jinete aplastaba los verdes helechos que se desplegaban por todo el claro al hacer que su caballo diese vueltas en su afán de ensartar con la lanza a dos infantes que a su vez intentaban descabalgarle. Por otro lado, un jinete cargaba en persecución de varias mujeres armadas con arcos largos. Y por otro lado, unos infantes empleaba los árboles más cercanos como cobertura, rompiendo las zarzas al resbalar sobre ellas, en su intento simultáneo de esquivar a un grupo de jinetes atacantes y de reunir a algunos de los suyos a su alrededor. Orm se sentía ofendido por los roncos aullidos de aquellos hombres.

En cualquier caso, los dos hombres que gritaban eran tipos grandes y suculentos, y otros corrían para unirse a ellos. Había un par de chicos con ellos, uno con un brazo en cabestrillo… carne tierna y fácil, unos deliciosos entrantes. Orm decidió que aquel grupo le valía. Emergió muy, muy despacio de entre los arbustos y se arrastró hacia ellos, tragándose un eructo de hambre mientras avanzaba.

Aquel sonido le delató… o puede que fuese la leve vibración de sus alas, o las escamas de su cola al arrastrarla. Orm había olvidado que los hombres están extraordinariamente alerta cuando luchan. Sus caras blanquecinas se volvieron hacia él. Un chico gritó con voz aguda «¡Un dragón!», y su voz, estridente como una trompeta, llegó hasta el resto de los combatientes. La lucha cesó, y más rostros se volvieron hacia Orm.

Orm prescindió de la cautela y aceleró, reptando hacia el grupo que había elegido y dejando patente su apetito al eructar azules nubes de vapor pútrido. Pero ya se estaban dispersando, escapándosele. Por todo el campo de batalla su comida tiraba las armas, espoleaba sus caballos encabritados y ponía pies en polvorosa. Se lanzó al galope y bramó de frustración.

Uno de los jinetes (y sólo uno de ellos), vestido con brillante acero y mucha tela verde, pareció tomarse la aproximación de Orm como un reto. Aquel jinete maniobró su aterrorizado caballo, lo domeñó con brutalidad, le clavó las espuelas, y entre los vítores de «¡Cualahad! ¡Cualahad!» se dirigió al galope directo hacia Orm, apuntándole con un largo palo verde.

Orm se detuvo sin apenas creer la suerte que tenía: la comida corría directamente hacia sus fauces. Esperó hasta que jinete y montura estuvieron a escasos metros y rió, y con su carcajada de sorpresa y desdén exhaló una gran nube de llamas. Crepitaron pelo y piel. Orm hizo un pausado movimiento lateral y dejó que los cadáveres humeantes continuasen su carga llevados por la inercia. Cayeron justo donde él quería, junto a sus grandes patas rematadas en garras. Para su fastidio, el jinete aún se movía dentro de la armadura ennegrecida, y parecía intentar ponerse en pie. Orm puso fin a aquel vano intento arrancándole la cabeza de un mordisco, con yelmo y todo, y arrojándola a un lado, donde cayó con estrépito.

Mientras hacía esto le alcanzaron dos venablos. Orm se irguió, estirando su largo cuello, silbando de indignación y sacudiéndose las escamas para hacerlos caer. Cuando los venablos se desprendieron localizó a quienes se los habían arrojado, aquellos dos hombres grandes y jugosos, que estaban retirándose a toda prisa hacia lados diferentes. Orm bajó la cabeza y lanzó dos bolas de fuego tras ellos, una a la derecha y otra a la izquierda, las cuales les obligaron a tirarse al suelo en busca de cobertura. Reptó hacia ellos y escupió más fuego en un amplio arco para disuadir a los demás de intentar emboscarle descaradamente. Los pocos que quedaban pusieron tierra de por medio con una celeridad muy satisfactoria.

Orm volvió para darse un festín de caballo asado. Se reservó el placer de entresacar trocitos de carne humana de la armadura para el segundo plato, cuando ya no tuviese tanta hambre y pudiese disfrutarlo. Cuando por fin extendió la garra y arrastró el manjar hacia sí, los vivos colores del escudo del caballero, que había caído bajo su cuerpo y apenas estaba chamuscado, atrajeron su atención. Dos platos dorados en desequilibrio brillaban sobre un fondo verde. Orm tenía la impresión de que aquel símbolo debía decirle algo, pero todavía tenía la cabeza en la comida. Buscó a su alrededor la cabeza arrancada, la parte más sabrosa de todas. «¡Ahhh… aquí está!».

*7*

—Por orden de Su Graciosa Majestad el rey Ambitas —proclamó el heraldo Madden en los escalones de la sala común— se hace saber que deberá posponerse una vez más su boda con Lady Morgana Le Trey, puesto que, preocupada por su herida, Su Majestad ha consultado con el noble físico Agenos, y a raíz del veredicto del mencionado Agenos, lamenta tener que aplazar su matrimonio por un período de un año y un día.

Morgana Le Trey escuchó esas noticias apoyada en la ventana de su torre. Sólo se permitió dar salida a su furia apretando los labios.

—¡Idiotas! —exclamó—. ¡Los dos son unos idiotas! Acaban de darme el motivo que necesito.

El heraldo apenas acababa de retirarse de los escalones cuando se abrieron las puertas de par en par y entraron los veintiocho caballos que quedaban de la expedición de Sir Cualahad. Todos estaban agotados y echaban espuma por la boca, y muchos llevaban dos jinetes. «Pobres caballos», pensó Vierran. La Escuela de Equitación de Granja Hexwood (que de allí vendrían aquellos caballos) iba a tener doce animales menos después de esto.

—Parece que ha sido tan malo como temía —dijo Sir Bedefer, que bajó al patio delantero a la carrera. Intercambió unas pocas palabras con el teniente, y luego le llevó a toda prisa a informar al rey—. Es peor de lo que temía: un dragón —le comentó a Mordion y Vierran mientras pasaba junto a ellos dando grandes zancadas y arrastrando consigo al fatigado teniente.

Morgana Le Trey, llena de júbilo, bajó corriendo la escalera en espiral. «¡Sir Cualahad no ha regresado! Uno menos, ya sólo quedan tres». Agarró del brazo a Sir Harrisoun, que andaba merodeando por una antecámara, y juntos fueron a ver al rey antes que nadie.

Cuando Sir Bedefer volvió de la audiencia con el rey, traía la boca torcida y los ojos entrecerrados de rabia. Su solicitud de dirigir un gran contingente para encargarse del dragón le había sido denegada, y su siguiente sugerencia a la desesperada, hacer un pacto con los proscritos y pedirles que fuesen ellos quienes matasen al dragón a cambio de armas, fue recibida con sospecha y asombro. Ambitas había expresado sus dudas respecto a la lealtad de Sir Bedefer.

—¡Mi lealtad! —le dijo explosivamente Sir Bedefer a Hume—. ¡Será porque no se ha fijado en la de los demás!

Hume asintió, confuso y sin deseos de ver rotas sus ilusiones sobre la vida en el castillo. Vierran los miró a ambos, y luego a Mordion, y observó que Sir Bedefer y Mordion tenían a cada cual una expresión más lúgubre. Deseó saber en qué estaría pensando Mordion.

«En una repugnancia abrumadora», le habría contestado Mordion, quien no podía ni quería pensar en nada más allá de eso todavía.

Minutos más tarde, el heraldo Madden volvió a aparecer en la escalinata de la sala común:

—Se hace saber que nuestro muy noble Campeón Sir Cualahad ha caído valerosamente en la jornada de hoy ante un vil dragón. Su Graciosa Majestad el rey Ambitas ordena por la presente que todos los habitantes del castillo honren al noble Sir Cualahad. Se ordena bajo pena de muerte a todas las almas que moran entre estos muros que vayan directa y prontamente al campo que hay frente al castillo y miren hacia el oeste, donde ahora yace el noble Cualahad, mientras Su Eminencia Sir Bors oficia los cánticos y las oraciones en memoria del difunto Sir Cualahad.

—Va a ser mejor que vayamos —le dijo Vierran a Hume y Mordion.

Se unieron a la multitud que discurría por las puertas hacia el sol poniente. Mordion caminaba erguido y pálido, luchando contra un torrente de ideas que constantemente amenazaban con convertirse en sólidos recuerdos si las dejaba fluir. Lo peor de todo era intentar no mirar a Vierran, a quien había engañado de parte a parte bajo la influencia del Bannus. Ella no tenía idea de los horrores que le ocultaba.

La multitud se abrió en un gran semicírculo a la orilla del lago: pajes, cocineros, escuderos, pinches, soldados, doncellas y damas (toda la población de la urbanización Granja Hexwood, como recordó con ironía Vierran), que dejaron un espacio cerca de las puertas para los nobles, el coro, el rey y Sir Bors. Los del coro salieron corriendo por las puertas mientras se ponían sus sobrepellices con dificultad. Sir Bors, de pie bajo el arco de entrada, avanzó tras el coro para situarse en su lugar, pero Morgana Le Trey le detuvo y le dio una pequeña redoma dorada.

—¿Qué es esto? —preguntó Sir Bors.

—Agua bendita, Eminencia —le dijo Le Trey—. Para que rociéis con ella a quien ambos sabemos que tiene tratos con el maligno.

Sir Bors sospechaba desde hacía tiempo que la propia Le Trey tenía tratos con el maligno: todo el mundo decía que era una bruja. Sostuvo la redoma a la luz y la examinó con recelo. Observó que estaba adornada con un símbolo de la Llave trabajado en oro, y sus recelos disminuyeron: nadie que tratase con el diablo habría sido capaz de tocar algo así. Le dio las gracias y guardó la redoma entre los pliegues de su túnica, sabedor de lo que debía hacer con ella.

Morgana Le Trey se detuvo bajo la entrada para reforzar la presión que había ejercido sobre Sir Bors invocando y manipulando el campo del Bannus. Era mejor no dejar nada al azar. A continuación avanzó calmosamente para ocupar su lugar junto a Sir Harrisoun y Sir Bedefer. Transportaron a Ambitas tras ella, y el oficio comenzó.

«Esto va a ser verdaderamente tedioso», pensó Vierran tras las primeras frases. Recordó con simpatía a su Rey, que tenía que aguantar muchos actos como aquél, y deseó por enésima vez que sus voces pudieran hablarle allí. ¡Estaba tan aburrida! Mantuvo su mente ocupada lo mejor que pudo, admirando las hermosas ondulaciones del lago o mirando a los habitantes del castillo y preguntándose quiénes habían sido en realidad en la urbanización Granja Hexwood. Curiosamente, algunos de los soldados le recordaban a los empleados de seguridad que había visto por la Casa del Equilibrio. Y luego estaban los proscritos… ¿quiénes serían? «Por no hablar del coro», pensó en cuanto éste comenzó a cantar el primero de los que sin duda serían muchos himnos. «Había una gran iglesia a un par de manzanas de distancia de la calle Wood, quizá…».

Alguien le tiró despacito de la manga.

Vierran giró la cabeza y vio a un chico de pelo oscuro y desgreñado, con una gran rozadura en uno de los lados de la cara. Era un extraño, pero ella le conocía muy bien… «¿Quién…?».

—¡Martin! —dijo Vierran en alto, olvidando toda precaución. Martin negó apremiantemente con la cabeza—. ¿Qué haces aquí? —susurró Vierran. Hume y Mordion se volvieron para ver qué pasaba.

—Me colé a caballo, siguiendo a uno de los soldados —le respondió Martin en voz baja—. Papá me pidió que lo intentase. Papá y Mamá quieren que vayas junto a ellos al campamento de los proscritos.

Al oír esto, Mordion volvió el rostro otra vez hacia Sir Bors y fingió estar muy atento a la siguiente oración, pero Hume permaneció medio girado mirando a Martin con extrañeza e interés, estudiándolo de forma amistosa. Vierran se había quedado de piedra, y se sentía dividida. «No pueden ser Padre y Madre de verdad», pensó. «¿O sí? Tengo que comprobarlo. Pero Mordion…».

—Tengo que decirte que el castillo no es un lugar seguro —susurró Martin—. Van a atacarlo mañana.

Por desgracia, el pequeño alboroto que estaban causando atrajo la distraída atención de Sir Harrisoun, que estaba tan aburrido como cualquier otro. Para mayor desgracia, Hume había dejado un hueco al darse la vuelta, y a través de ese espacio Sir Harrisoun pudo ver a Martin. Lo observó mientras le asaltaban vagos recuerdos de una frutería.

—¡Cielos, te has arriesgado demasiado! —susurró Vierran vacilante—. Pero… si voy contigo, ¿Hume y Mordion podrán…?

Sir Harrisoun consiguió encajar la pieza correcta en su sitio. Echó a correr y se lanzó por el hueco que había dejado Hume:

—¡Un proscrito! —exclamó Sir Harrisoun agarrando a Martin por el brazo—. ¡Aquí hay un pequeño espía de los proscritos! —Hume empujó a Sir Harrisoun en un intento de protesta, y Sir Harrisoun le respondió con un rodillazo en la ingle—. ¡Alerta, proscritos! —gritó Sir Harrisoun mientras Hume se encogía indefenso.

Mordion entró en acción al caer Hume. Dio un golpe con el canto de la mano en la muñeca de Sir Harrisoun para liberar a Martin, y luego tumbó a Sir Harrisoun con una llave. Sir Harrisoun cayó sobre la hierba, pero siguió gritando:

—¡Agenos es otro espía! ¡Agenos es un sucio espía de los proscritos!

Soldados y servidores se lanzaron en tropel sobre Mordion, pero él sonrió. No tenía ninguna duda sobre su capacidad para manejar la situación. En cierto modo era un alivio luchar, aunque sin magia se habría visto tremendamente limitado por no querer matar a nadie. «¡No más muertes, nunca más!». Utilizó su bastón como arma y como medio para rechazar a los atacantes más sanguinarios. A uno de los soldados, al cual Mordion recordaba como uno de los empleados de seguridad más brutales de la Casa del Equilibrio, lo tumbó con un chispeante rayo azul. No se fijó en que Sir Bors se había horrorizado al ver la luz azul y se abría paso hacia el combate, pero entre golpes, giros, patadas y más golpes logró echar un vistazo para ver qué había sido de Martin. Vierran, que iba de un lado a otro fingiendo con gran genialidad un pánico histérico, había conseguido interponer su cuerpo y sus faldones en el camino de los soldados que iban a por Martin. Martin se escurrió como una anguila entre la multitud, empujando y esquivando, contando con que la mayoría de los presentes aún no tenían ni idea de qué estaba pasando, y Mordion le perdió de vista.

Mientras Mordion estaba distraído, uno de los servidores aprovechó la oportunidad para arrebatarle el bastón. Mordion sonrió aún más y tumbó al servidor antes de volverse para enfrentarse a dos soldados. El bastón no era nada, sólo un vehículo adecuado. Vio que Vierran estaba corriendo y ayudando a Hume a escabullirse del combate. Hume estaba extremadamente enojado, y demostraba tener un dominio del arte del insulto que Mordion desconocía. Una nueva oleada de soldados corrió hacia Mordion.

Entre el torbellino de miembros que intentaban golpearle, Mordion vio a Martin salir de entre la multitud y echar a correr hacia la orilla del lago, justo por donde no había salida. «¡Qué estupidez!», pensó Mordion. El puente levadizo estaba alzado, y no había forma de cruzar las aguas. Peor aún, mucha gente se había dado cuenta ya de qué estaba pasando, y algunos de los hombres próximos a la orilla se aprestaron a cortarle la retirada a Martin por ambos lados. Mordion arrojó a los soldados que quedaban en un montón y utilizó el poder desatado que en su día había usado para destruir la catarata para enviar instantáneamente a Martin tan lejos como pudo. Por desgracia no fue suficiente para mandarle a la otra orilla del lago, pero lanzó a Martin todo lo lejos que pudo, tras el castillo. Al mismo tiempo alzó los brazos en un gesto teatral e invocó un relámpago, el cual cayó en el lugar en que había estado Martin. Con suerte, la gente pensaría que Martin se había vuelto invisible y le buscarían por donde no era. Mientras hacía todo esto, Mordion se preguntó por qué lo hacía. No tenía ni idea de quién era aquel chico, sólo sabía que Vierran se preocupaba por él. «Siempre estoy defendiendo niños», pensó mientras la multitud retrocedía ante el relámpago.

Dio la vuelta y se encontró cara a cara con Sir Bors, que tenía una expresión de puro terror y estaba temblando.

—¡Abominación! —gritó Sir Bors al tiempo que derramaba el contenido de la redoma dorada sobre la cabeza de Mordion.

Mordion se vio inmediatamente atrapado en una red de dolor. La red creció más y más, y él creció con ella, retorciéndose, hinchándose, contorsionándose, estirándose, golpeando con los brazos, con las patas, con las garras, atrapado e incapaz de liberarse de ella. Antes de que su agonía le hiciese perder el sentido pudo oír a Sir Bors gritar:

—¡Contemplad al enemigo secreto desenmascarado! ¡Ésta es la abominación que ha matado a nuestro buen Sir Cualahad!

La turba en pleno retrocedió en estampida al ver el gran dragón de brillantes escamas negras que se retorcía, arrancaba la hierba a zarpazos y escupía frenéticas llamaradas que convertían el agua del lago en vapor, hasta que finalmente quedó inerte a la orilla del lago.

Morgana Le Trey observó a la gente que huía y entraba al castillo junto a ella.

—No lo entiendo —se dijo a sí misma en voz baja—. ¿Está muerto?

—No —le respondió al oído la hermosa voz del Bannus—. Tendrías que habérselo hecho beber.

En aquel momento el dragón negro se alzó y avanzó reptando por la cuesta hacia las puertas del castillo. Ambitas llamó apremiante a sus porteadores, que le llevaron a la carrera de vuelta al interior del castillo. Morgana Le Trey volvió con ellos, pero se detuvo para ver a todos los que entraban tras ellos. Entre los últimos estaba Vierran, que gritaba y se debatía histérica, por lo que el nuevo y joven escudero vestido de azul casi tenía que llevarla en brazos.

—Bueno, algo es algo —dijo Le Trey con satisfacción.

Las puertas se cerraron tras ella con gran premura, a sólo unos centímetros de los penetrantes ojos vacíos del dragón.