*1*
Yam tenía las articulaciones congeladas. Mordion le había dejado apoyado contra la pared de la casa, pero Yam no dejaba de protestar. Por desgracia su sintetizador de voz seguía funcionando.
—Esto no está nada bien, te aprovechas de mi inmovilidad para darte a los abracadabras.
—No me estoy dando a nada —Mordion observó el brillante rostro de Hume, que se acurrucaba entre pieles en el centro del pentagrama. Hume estaba a gusto, y eso era lo importante—. Además, si hubieras seguido mi consejo y te hubieras quedado cerca del fuego anoche, tendrías movilidad y serías capaz de evitar que ponga en práctica mis artes oscuras.
—No esperaba tantos grados bajo cero —dijo Yam con tristeza.
Mordion hizo una mueca. No recordaba haber pasado nunca tanto frío. Las bajas temperaturas, combinadas con la falta de comida, estaban induciéndole una curiosa mezcla de mareo y claridad de mente… probablemente el estado ideal para hacer magia. Pero Hume estaba bien alimentado, y Mordion se había sacrificado gustoso por el bien de Hume. Y el conjuro también era por el bien de Hume. Se había pasado el otoño entero estudiando cómo hacerlo. A su lado, sobre la tierra helada aunque cuidadosamente protegido con material de revestimiento del kit de reparaciones robóticas, tenía el montón de libros con encuadernación de cuero que le había pedido al Bannus. Como le había dicho a Ann, hacía trampas por una buena causa. Mordion sonrió. Ann le había respondido que estaba obsesionado:
—¿Crees que te preocupas por Hume? —le había dicho ella—. ¿No te das cuenta de que quieres a Hume, y de que si haces magia es porque te encanta hacerlo?
«Puede que tuviera razón», pensó Mordion. Tras aquel reproche él le había respondido airado que se fuese a jugar con Hume. Pero lo que más le enfadaba era la frustración que le producían aquellos libros caducos llenos de conjuros irrelevantes para encantar abejas o curar resfriados. Los pasajes en que los libros trataban sobre teoría eran exasperantemente oscuros, herméticos e incompletos, y tuvo que deducir él mismo las reglas que subyacían a los hechizos. Pero ahora, gracias a la claridad de mente nacida del frío, Mordion veía qué tenía que hacer exactamente y cómo hacerlo. Utilizando primero nueve hierbas, luego siete, y por último cinco, separaría el thetaespacio alrededor de Hume y lo enrollaría alrededor del cuerpo del niño formando un capullo permanente, así Hume podría llevárselo consigo allá donde fuese y salir del campo del Bannus con seguridad. Incluso podría ir al pueblo y recibir una educación como Dios manda. Pero Mordion no abandonaría el bosque, allí había paz y belleza, dos cosas que Mordion deseaba sobre todas lo demás.
—¿Listo, Hume?
—Sí, pero date prisa —dijo Hume— que me entran calambres.
Mordion batió palmas para activar la circulación y luego se quitó los mitones de piel de conejo. El frío le cortó los nudillos. Tomó su bastón de madera pulida y lo introdujo con cuidado en el primer tarro de hierbas. Se acercó a Hume con un pegote de mejunje verde en la punta del bastón, a lo largo del cual jugueteaba una luz azul. Ungió a Hume en la cabeza, las manos y los pies. Al volverse para mojar el bastón en el segundo tarro, por el rabillo del ojo vio a Ann aparecer por la esquina. La chica miró primero el bastón titilante, luego a Hume, y finalmente los carámbanos que colgaban del techo sobre Yam. Sintió un escalofrío y se arrebujó en su anorak.
Mordion le sonrió. El Bannus solía enviar a Ann en los momentos importantes, lo que confirmaba su impresión de que el conjuro estaba bien. Pero no permitió que le distrajese de la unción. Le aplicó la segunda mezcla de hierbas a Hume y se volvió hacia el último tarro.
—¿Y a ti qué te pasa? —le susurró Ann a Yam.
—Lubricante congelado —declamó Yam.
Ann observó a Mordion proyectar nubecillas de vapor al respirar mientras tocaba la frente de Hume con el bastón destellante.
—Eso que está haciendo es magia —comentó Ann—. ¿Qué está intentando?
—Realificar a Hume —la voz de Yam era mucho más alta de lo necesario. Mordion era consciente de que Yam intentaba distraerle, y no se lo permitió. Terminó la unción y se levantó, listo para comenzar a recitar el encantamiento.
—¿De dónde habéis sacado las pieles que lleva Hume? —le susurró Ann a Yam.
—Son pieles de lobo —atronó Yam—. Nos atacaron unos lobos. Mordion mató a dos.
Mordion siguió recitando el encantamiento con firmeza, a pesar de que su mente derivaba hacia la frenética lucha contra los lobos. Había ocurrido justo al ocaso, las bestias estaban demasiado hambrientas para esperar a que se cerrase la noche. Hume y Mordion acababan de terminar la escasa comida que tenían para cenar cuando de repente se vieron rodeados por oscuras formas perrunas que se deslizaban hacia ellos en silencio. Como no podía sentir dolor, Yam cogió una rama ardiendo del fuego, y Mordion y Hume se defendieron con palos del montón de leña. El lugar estaba plagado de ojos animales que emitían un brillo verde a la luz de la rama de Yam. Hume no dejaba de gritar, «¡Usa la vara, Mordion, usa la vara!».
Mordion sabía que con magia podía haber echado a los lobos, o incluso haberlos matado a todos, pero había elegido deliberadamente matar a dos por medios normales. Le asombraba la frialdad que había desplegado para separar del grupo a los dos más grandes, mantener a raya a uno con el palo durante el breve instante que le llevó clavarle el cuchillo que llevaba en la zurda al otro, y por último soltar cuchillo y palo para romperle el cuello al que quedaba en cuanto saltó a por él. Intentó disculparse mentalmente por ello, ante sí mismo o quizás ante Ann. Hume había pasado mucho frío aquel invierno y necesitaban las pieles, y aunque pudiera parecer cruel matar a un animal hambriento había sido una pelea limpia. Los lobos eran salvajes y despiadados, estaban decididos a devorar a los dos humanos, y además debían ser unos ocho. Aún podía ver sus fieros ojos amarillos. Y no les faltaba astucia: percibieron a Yam y su palo en llamas como la principal amenaza, y cuatro de ellos fueron a por él y lo derribaron. Al acabar el combate Yam se levantó con la piel plateada cubierta de marcas de zarpazos.
El conjuro estaba terminado. Mordion dirigió su bastón hacia Hume, reunió toda su fuerza de voluntad y, durante un breve instante, el niño brilló como si estuviese cubierto por una red de fuego verde. ¡Había funcionado! Pero luego…
Mordion y todos los demás observaron perplejos cómo la red ígnea se soltaba de Hume y salía flotando por los aires. Ascendió hasta topar con las heladas ramas del pino bajo el que estaba la casa y se desvaneció en medio de una extraña confusión. Las agujas blanquecinas se agitaron y cayeron unos cuantos objetos: Hume se protegió la cabeza con los brazos y escapó entre risas del pentagrama donde había estado sentado, en el cual cayó con estruendo metálico una tetera de hierro; Mordion esquivó un gran edredón de plumas, pero le cayó en la cabeza un saco de dormir enrollado; dos bolsas de agua caliente de caucho se estamparon contra el techo de la casa; y un abrigo de pieles se posó pausadamente sobre el fuego, donde comenzó a echar un espeso humo negro.
Mordion se sentó en la roca más cercana y estalló en carcajadas.
Ann corrió hacia el fuego y sacó el abrigo de allí, y según retrocedía tirando del abrigo sus pies dieron con un frasco. Miró hacia abajo. En la etiqueta del frasco ponía «Jarabe para la tos».
—Pues no ha salido demasiado bien, ¿verdad? —dijo Ann con voz temblorosa. Hume no podía parar de reír. Ann miró a Mordion, que estaba sobre la roca y con la cabeza entre las manos. Parecía que le estaban dando convulsiones—. ¡Mordion! ¿Estás bien?
—Sólo es un ataque de risa —dijo Mordion levantando la cabeza—. Dejé vagar mi mente.
Ann se asombró de lo delgada que tenía la cara Mordion. Sus ojos, húmedos por la risa, se hundían en unas cuencas amoratadas.
—¡Dios mío, si pareces medio muerto de hambre! —exclamó Ann.
—La comida ha sido escasa —atronó Yam—. Alimentó a Hume, pero no a sí mismo.
—Calla de una vez, Yam —dijo Mordion—. Me has distraído a propósito.
Ann recogió el edredón del suelo y abrigó a Mordion. Al ponérselo sobre los hombros notó al tacto que estaba en los huesos. Mordion había desatado aquella especie de manta que siempre llevaba al hombro y la vestía a modo de capa, pero incluso a través de toda la ropa Ann podía notar que Mordion estaba consumido.
—Así está mejor —dijo Ann—. Ya que tenéis el edredón, al menos usadlo. No me extraña que el conjuro funcionase mal, tienes que estar demasiado débil para pensar con claridad. ¿Es que no puedes tratarte a ti mismo con un poco más de consideración?
—¿Y por qué iba a hacerlo? —dijo Mordion arropándose con el edredón.
—¡Pues porque eres una persona! —le espetó Ann—. ¡Y hay que tratar bien a las personas, incluso a uno mismo!
—¡Qué idea tan extravagante! —dijo Mordion, que de repente se sintió tan cansado que hasta se puso a temblar. Sospechaba que se debía a que Ann había vuelto a poner el dedo en la llaga sobre algo en lo que no quería pensar.
Para entonces Ann ya había caído uno de sus accesos de ira:
—¡No es extravagante, es de sentido común! Ojalá hubiera sabido que os estabais muriendo de hambre. Sólo de pensar que la calle Wood está llena de tiendas repletas de comida… ¡es para tirarse de los pelos! ¡Pídele comida al Bannus ahora mismo!
—Yo lo hice —intervino Hume— pero no nos envió nada.
—Iré a comprar al pueblo en cuanto haya descansado un poco —se dijo Mordion a sí mismo—. Tenía que habérseme ocurrido antes.
Ann se dio cuenta de que en ese momento Mordion había tenido la idea de ir de compras por la calle Wood, aunque aquello había ocurrido esa misma mañana, hacía horas. ¡La forma en que el Bannus enredaba el tiempo se pasaba de castaño oscuro!
—Vamos a jugar, Ann —le dijo Hume tirándole del brazo.
Hume volvía a ser bastante pequeño, de unos diez años o así. ¡Más enredos! Ann no sabía si alegrarse o lamentarse. Le dedicó una sonrisa amistosa y se fueron los dos, dejando a Mordion sentado en la piedra y envuelto en el edredón.
—En el fondo Mordion no es malo —le dijo Hume a la defensiva cuando caminaban río abajo por un bosquecillo en el que Mordion (o tal vez Yam) había puesto unas trampas para cazar conejos a ver si caía algo.
—¡Me parece a mí que es demasiado bueno! —respondió Ann enfadada.
Su enfado se desvaneció en cuanto llegaron al gran bosque que había más allá. Allí el invierno era auténtico. Los árboles parecían trazos negros dibujados sobre la nieve. ¡Y era nieve de verdad! A pesar del intenso frío, Ann apuró para seguir a Hume hasta los claros abiertos en los que se había amontonado la nieve. Hume aún era lo bastante pequeño para que Ann pudiese correr tan rápido como él. La nieve helada crujía bajo sus pies y proyectaban nubes de vapor al respirar. Corrieron y corrieron, dejando pisadas azuladas a su paso, hasta que Hume encontró nieve profunda tras un arbusto de espinos por el sencillo procedimiento de hundirse en ella hasta las rodillas.
—¡Hay un montón! —gritó, y le lanzó a Ann a la cara una bola de nieve poco compacta.
—¡Pero serás… bestia! —Ann se agachó, cogió un puñado, lo lanzó… y falló.
Se lanzaron bolas de nieve con saña durante un rato hasta que ambos acabaron con el pelo erizado por la escarcha y las manos de un color rojo azulado brillante. El anorak de Ann lucía una costra de nieve por toda la espalda, y la chaqueta de piel de lobo de Hume era un caótico mosaico de blancos copos a medio derretir. Cuando ambos llegaron al punto en que ninguno quería admitir que estaba demasiado sofocado, demasiado helado y demasiado cansado para seguir, Hume se fijó en una bandada de cuervos que se alzaba graznando entre los árboles que había a lo lejos. Dio la vuelta en aquella dirección y dijo:
—¡Eh, mira!
Ann miró hacia allí durante sólo un instante, y lo único que vio fue movimiento y una silueta, pero algo (el instinto o la intuición) le hizo agarrar a Hume por la espalda de la chaqueta, sacarle de allí a rastras tan rápido como pudo, llevarle lejos de las sombras azuladas de las pisadas que había en el escenario de la batalla de bolas de nieve, y ponerle a cubierto tras el arbusto de espinos.
—¡Agáchate! —dijo Ann, dejándose caer de rodillas y arrastrando a Hume consigo.
—¿Pero qué…? —protestó Hume.
—¡Calla! ¡Y quieto! —Ann agarró a Hume por el brazo para asegurarse de que no se movía, y juntos espiaron entre las retorcidas ramas del espino a un hombre enfundado en una armadura que cruzaba los claros nevados a lomos de un caballo de guerra pesado. Como apenas iba al trote tardó un buen rato en pasar, pero para fastidio de ambos en ningún momento llegaron a verle con claridad: cuando no estaba tras los árboles negros, el bajo sol invernal se reflejaba deslumbrante en la armadura haciéndoles lagrimear y parpadear, y luego volvía a pasar por detrás de los árboles. El aire límpido transportaba el batir de las grandes pezuñas del caballo y los leves sonidos metálicos de los arreos y la armadura. Ann sólo pudo ver la gran sombra celeste de jinete y montura, y algún destello fugaz de la capa verde al viento. En cierto momento el caballero estuvo tan cerca que ella pudo notar en sus heladas rodillas cómo temblaba el suelo bajo su peso; agarró firmemente a Hume y rezó por que el jinete no se fijase en la sombra azul del lugar donde habían jugado con la nieve y se acercase a investigar. Recordó al hombre que Martin había visto trepando por el portalón aquella mañana y se le hizo un nudo en la garganta de puro terror.
Pero por fin se fue. Ann dejó de agarrar tan fuerte a Hume, que aprovechó para escurrírsele. Le miró y pensó en que debería felicitarle por haberse estado tan quieto y callado, pero luego se dio cuenta de que simplemente se había quedado anonadado de puro gusto.
—¿Qué… qué era eso? —tartamudeó Hume, aún apenas capaz de hablar—. ¿Otro robot?
—No, era un caballero con armadura y montado en un caballo —respondió ella.
—Ya sé que era un caballo, tonta —dijo Hume—. ¿Qué es un caballero?
«Esto ocurre antes de que encontremos el lago», pensó Ann. Hume ya sabía qué era un caballero cuando lo del lago. El que acababan de cruzarse aún hacía temblar de miedo a Ann.
—Un caballero es un hombre que combate —dijo Ann con sequedad.
Ann ya debería saber que era imposible contentar a Hume con tan poco. El niño estalló en preguntas: quiénes eran los caballeros, qué hacían, contra quién combatían, cómo se convertía uno en caballero… Ann emprendió el dificultoso camino de vuelta caminando con las piernas tiesas para que los vaqueros empapados y helados no le tocasen demasiado la piel, y de camino le explicó cómo había que entrenarse para ser un caballero. No vio motivo alguno para no meter un poco de propaganda en su discurso, así que le contó a Hume que antes de que te nombraran caballero tenías que merecerlo, y que cuando ya eras caballero tenías que luchar y comportarte con honor. Hume quería en saberlo todo sobre aquel caballero en concreto:
—Vive en el castillo, ¿verdad? Protege al rey contra los dragones, ¿verdad? ¿A que lucha con dragones?
Ann le respondió que suponía que sí. Había olvidado lo obsesionado que estaba Hume con los dragones a esa edad. Ya habían llegado al bosquecillo cerca del río, y Hume estaba más entusiasmado que nunca, si es que era posible.
—¡Voy a ser un caballero, y voy a luchar contra dragones en nombre del rey! —gritó Hume, que cogió una rama seca y empezó a golpear los árboles con ella. Cuando llegaron al límite del bosquecillo, Hume encontró un conejo (o puede que fuera una liebre) flaco y lastimoso atrapado en la última de las trampas, y se volvió loco de contento—. ¡Voy a matar dragones! —exclamó—. ¡Así! ¡Muere! —gritó y golpeó furiosamente al conejo con la rama.
Ann también gritó:
—¡Hume, para! —el conejo emitía un sonido horrible, casi humano—. ¡Para ya, Hume!
—¡Muere, dragón, muere! —gritó Hume mientras machacaba al conejo.
Mordion estaba sentado tomándose una tisana cuando oyó aquel barullo. Se deshizo del edredón y corrió hada allí. Ann le vio llegar a trancos por el camino y se dirigió a él agradecida:
—Mordion, Hume… —empezó a decir ella.
Mordion echó a Hume a un lado, haciendo que el niño cayese de culo estrepitosamente sobre un montón de maleza helada, y en el mismo movimiento se arrodilló y puso fin a la agonía del conejo.
—¡Ni se te ocurra volver a hacerlo! —le dijo a Hume.
—¿Por qué? —preguntó Hume con resentimiento.
—Porque es algo extremadamente cruel —afirmó Mordion. Iba a decir algo más, pero en ese momento alzó la vista y vio la cara de Ann.
Ann estaba petrificada. Era incapaz de apartar la mirada. Veía una y otra vez cómo los largos y fuertes dedos de Mordion conocían el punto exacto de la anatomía del conejo que debían encontrar, la destreza con que se flexionaron, la cantidad justa de fuerza que emplearon para romper el cuello del conejo con un leve crujido mortal. «¡Ni siquiera tuvo que mirar!», pensó Ann al recordar que Mordion tenía la mirada clavada en Hume. Ann no podía dejar de oír aquel chasquido tenue y limpio.
Mordion abrió un poco la boca para preguntarle a Ann qué pasaba, pero vio que no tenía mucho sentido. Ambos sabían lo que sabían, aunque a ninguno le gustase.
Hume seguía sentado en el montón de maleza, y su cara pasó del enfado a la mera reflexión. Parecía que él también había aprendido algo.
*2*
Los tres Líderes que quedaban se reunieron en la sala de conferencias de la Casa del Equilibrio. Ninguno de ellos estaba del mejor de los humores.
—¿Pero a qué cree que está jugando Cuatro? —exclamó Líder Tres.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Apagó sus monitores en Iony —dijo Líder Cinco con brusquedad—. Por lo que sé aún sigue allí.
—Tonterías —apostilló Líder Tres—. Iony, Yurov y Albión afirman que atravesó sus portales sin ningún problema. Tienes los informes en la mesa, justo delante de ti.
—Pero no está el de Runcorn —Líder Uno puso una hoja de datos sobre la superficie cristalina y dejó que se desdoblase despacio.
Los otros dos miraron primero a la hoja y luego al anciano y benigno rostro de Líder Uno.
—¿Qué tiene que ver Runcorn con todo esto? —preguntó Líder Tres—. Ya nadie les presta atención.
—Yo lo hago —afirmó Líder Uno— al fin y al cabo están casi en la zona cero. Gracias al celo de Giraldus no saben nada de Líder Cuatro, pero todavía están tremendamente preocupados por la desaparición de su Director de Área. Leed lo primero que dice la hoja. —Se la pasó por encima de la mesa.
Líder Cinco la cogió, tomó el punto de separación de la esquina, despegó una copia para Líder Tres y leyó en voz alta su propia copia:
—«Un equipo formado por diez hombres escogidos del departamento de seguridad de Leader Hexwood, liderado por nuestro jefe de seguridad en persona y acompañado por tres observadores sénior y dos ejecutivos júnior, ha sido enviado a investigar el complejo bibliotecario de Granja Hexwood. En vista de la desaparición de Sir John, se estimó aconsejable que el equipo fuese armado al completo». Muy sensato, aunque imagino que esas armas no serán gran cosa.
—Ahora lee el segundo comunicado —dijo Líder Uno.
Líder Tres lo leyó en voz alta:
—Bla, bla, bla… sí, «El equipo armado que fue enviado a investigar Granja Hexwood no ha regresado, y lleva ya dos días desaparecido. En vista de esta segunda serie de desapariciones, solicitamos asesoramiento urgente a los Líderes, y si es posible refuerzos armados». Bla, bla, bla… «Repetimos, urgente».
—Ahora mira las fechas —dijo Líder Uno.
Ambos las miraron.
—Oh —dijo Tres—. Estos tipos de Runcorn entraron antes de que llegase Líder Cuatro.
—Exacto, querida —dijo Líder Uno—. Las pruebas apuntan a que el Bannus sigue operativo y atrayendo a gente.
—Así que Cuatro ha fracasado —concluyó Líder Cinco—. La verdad es que no me sorprende.
—Puede que no sea así —dijo Líder Uno—. A veces lleva un tiempo hacerse con el Bannus. Recuerda que Cuatro tenía tres misiones, no debemos lanzamos a la concl…
Líder Cinco se levantó:
—Ya estoy harto. Voy a entrar yo mismo, y voy a hacerlo ahora. Será un placer reventar esa máquina y retorcerle el cuello al idiota de Dos… ¡y a Cuatro también a menos que se las apañe para convencerme de lo contrario!
—¿Y al Siervo? —preguntó Líder Tres.
Cinco respondió haciendo un gesto sarcástico con la cabeza hacia la entrada, donde lo único que quedaba de las estatuas eran dos columnas solitarias. Ahora el acceso estaba custodiado por robots.
Líder Uno sonrió a Cinco:
—Ah, claro. Pero nuestro Siervo actual puede moverse. Ten mucho cuidado, ¿quieres?
—¿Por qué lo dices? ¿Te crees que estoy senil o algo así? —exclamó Cinco—. Aturdir y al estat, nada más simple.
—Claro que no estás senil —respondió conciliador Líder Uno— sólo quería prevenirte de que el Siervo nos odia con todo su ser.
—¡Basta de bromas, Uno! —dijo Líder Tres—. Ya cansa. Sabes que el Siervo nos es completamente fiel a todos nosotros.
Líder Uno dirigió su sonrisa conciliadora y benevolente hacia ella:
—Por supuesto que nos era completamente leal, querida. Pero los métodos que utilicé para lograrlo no fueron en absoluto amables. Le recomiendo a Cinco que mantenga las distancias.
—Tomo nota de tu recomendación —Cinco avanzó hacia la puerta y apartó los robots de su camino a empellones. Cuando los androides empezaban a reagruparse, Cinco los empujó de nuevo para volver a entrar en la sala y añadir unas palabras—: Dos días. Si no he establecido contacto en dos días podéis ir activando el estado de emergencia. Pero lo haré.
*3*
Aquel invierno la comida era muy escasa en el castillo, aunque Sir Cualahad tardó en darse cuenta. Por alguna razón el bosque se encontraba de repente infestado de proscritos. Se decía que estaban a las órdenes de un caballero renegado llamado Sir Artegal. Sir Cualahad pasó momentos muy placenteros cazando a esos villanos, ya fuera solo o con una cuadrilla de soldados de Sir Bedefer. Le habría encantado poder capturar a Sir Artegal, pero resultaba tremendamente escurridizo. Todo el mundo decía que aquel hombre era un excelente luchador, habría sido un gran rival, pero lo único que Sir Cualahad pudo encontrar fue alguno de sus campamentos ocasionales, totalmente desierto.
Su Ilustrísima Sir Bors había decretado un tiempo de ayuno y oración en el castillo, según él para acabar con la maldición que Sir Artegal suponía para los dominios del rey. A Sir Cualahad no le parecía ni demasiado razonable ni demasiado agradable, pero tragó porque en el castillo todos lo hacían. Iba a la capilla con el resto de los habitantes del castillo dos veces al día, en ocasiones hasta tres veces, y allí esperaban hasta que traían al rey Ambitas y luego se pasaban horas arrodillados durante el servicio. Era una penitencia. Era un absurdo.
—Todos hemos pecado —decía Sir Bors sosteniendo la Llave Sagrada con ambas manos. Bajo sus ricas vestiduras se le veía delgado, incómodo y abrumado por píos pensamientos—. A causa de nuestros pecados el santo Equilibrio está alterado, la herida de nuestro soberano no sana y nuestras tierras están infestadas por la abominación que acecha en los bosques en la forma de Sir Artegal. Sólo podemos enmendarnos orando, ayunando y limpiando nuestras mentes.
Sir Cualahad sospechaba que el rey Ambitas dormía durante la mayor parte de los sermones. A él le gustaría poder hacerlo también, pero no tenía la suerte de que le llevasen en una cama. Cuando salían de la capilla era para comer pan revenido, cerveza aguada y puré de lentejas. El estómago vacío empezó a mantener en vela por las noches a Sir Cualahad, quien se quedaba acostado escuchando los distantes cánticos que llegaban desde la capilla hasta bien entrada la madrugada.
Pero finalmente acabó. El rey Ambitas convocó a Sir Cualahad, y Sir Cualahad acudió y se arrodilló ante el lecho del monarca.
—Bueno, Cualahad el Campeón —dijo el rey cómodamente recostado entre almohadones— tanto rezo y ayuno llega mañana a su fin, ¡gracias al Bannus! Espero que el reverendo Bors sepa lo que está haciendo, porque yo no soy en absoluto capaz de seguir sus razonamientos. Creo que Sir Artegal iba a estar ahí independientemente de que la gente se comportase bien o no, y tampoco creo que mi grave enfermedad tenga mucho que ver con el pecado.
—Seguro que no, mi Señor —dijo Sir Cualahad, que era demasiado educado para hacer preguntas sobre la naturaleza concreta de la dolencia del rey, aunque nunca le pareció que fuese demasiado grave. El rostro del rey tenía sus arrugas, pero seguía rechoncho y rosado a pesar del ayuno.
—En cualquier caso —prosiguió Ambitas— mañana, como cada año, se celebra la Epifanía del Bannus, y daremos un banquete digno de mi prometida. Queremos que sea una ocasión espléndida; si eres tan amable, ve a dar las órdenes necesarias.
Sir Cualahad hizo una reverencia y partió para disponer el banquete. «Será de doce platos», pensó, «y no habrá ni una lenteja en ninguno de los doce». Le sorprendió mucho que ya llegase otra vez la Pascua del Bannus. Había pasado en el castillo dos años de celebraciones, diversión, caza y ejercicios caballerescos, así todo el tiempo. No es que le preocupase, era una prueba de lo buena que era la vida en el castillo en general, aunque tenía que admitir que llevaba allí el tiempo suficiente como para que le irritasen ciertos aspectos de la corte del rey. Uno de ellos era la piedad de Sir Bors, que parecía fortalecerse de forma constante. Otro era la novia del rey, pero cuanto menos dijese de ella mejor. Y la hermosa dama de cabellos dorados, Lady Sylvia, era otro. Siempre acababa de irse de los sitios a los que él iba, siempre decidía a última hora no ir a celebrar los Mayos, siempre llegaba tarde al picnic cuando él ya la había dado por imposible y se había ido solo. Todas estas cosas enojaban mucho a Sir Cualahad. Era un hombre importante en el castillo en esos días; el rey confiaba en él, y los demás acudían a él en busca de órdenes en vez de molestar a Su Majestad.
Sir Cualahad dio las órdenes para el banquete, y no tardó en topar con lo más irritante de toda la corte: el Lord Senescal, Sir Harrisoun. Sir Cualahad no podía tragar a Sir Harrisoun, cuyo rostro macilento, pelo anaranjado y complexión débil le crispaban hasta el límite de lo insoportable. Sir Harrisoun le trataba de una forma muy familiar y directa que hasta resultaba agresiva y que le revelaba que, cuando menos, se consideraba un igual de Sir Cualahad, lo que por supuesto era una completa estupidez.
—Ah, Cualahad —comenzó Sir Harrisoun, pavoneándose de su espléndida túnica de terciopelo negro nueva— quería hablarte de esa fiesta que estás preparando.
—¿Qué os ocurre, Sir Harrisoun? —preguntó Sir Cualahad con frialdad mientras echaba un vistazo al carísimo bordado en hilo de oro de la túnica nueva de Sir Harrisoun. Aunque no podía probarlo, Sir Cualahad sospechaba que Sir Harrisoun echaba mano discretamente de las arcas del rey para llenarse los bolsillos. Se le notaba que era codicioso, y todo lo que tenía era tan caro como aquella túnica nueva.
—¡Bueno, simplemente quería que me dijeses cómo crees que lo vamos a conseguir, que no es poco! —dijo Sir Harrisoun—. Y no es sólo por avisar con tan escasa antelación. Veinticuatro horas no son muchas para preparar un banquete completo, que te quede claro que es pedirle mucho al personal de cocinas, aunque no te digo que no puedan hacerlo…
Eso era lo que Sir Cualahad odiaba de verdad de Sir Harrisoun: el tipo era un quejica. Daba igual que le pidieras que equipase una partida de caza, que preparase un picnic para las damas que salían a practicar la cetrería, o siquiera que la cena estuviese lista temprano, siempre te salía con una lamentosa sarta de protestas. No había visto a Sir Harrisoun aceptar hacer algo de buen grado ni una sola vez. Sir Cualahad se cruzó de brazos, empezó a dar golpecitos en el suelo con la bota y aguantó un cuarto de hora de quejas.
—Van a hacer falta sangre, sudor y lágrimas —prosiguió Sir Harrisoun— pero los chefs pueden hacerlo siempre que tengan materia prima. Y la verdad, Cualahad, es que no la tenemos en este momento. —Para sorpresa de Sir Cualahad, Sir Harrisoun cerró el pico, se cruzó de brazos en un remolino de terciopelo y le miró directamente a los ojos con enfado.
—¿Cómo? —dijo Sir Cualahad desconcertado.
—Como que la despensa está vacía —respondió Sir Harrisoun—. No hay nada en la fresquera, no queda ni un barril de cerveza, no tenemos ni un saco de harina, no hay ni siquiera un jamón colgado de las vigas. El huerto de las cocinas también está limpio, aún no ha crecido nada de la nueva cosecha, y apenas queda un resto de lo poco que nos permite comer Sir Bors para la cena de hoy. Así que sólo me queda preguntártelo directamente: ¿qué vamos a hacer?
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —fue lo único que se le ocurrió responder a Sir Cualahad.
—¿Y qué crees que he estado intentando hacer todo este tiempo? —replicó Sir Harrisoun—. Pero claro, como no escuchas, te limitas a encargar de lo bueno lo mejor y lo demás te da igual.
Sir Cualahad dio una vuelta por la estrecha estancia de piedra mientras intentaba digerirlo. Aquel tipo era un quejica de tomo y lomo, pero eso no cambiaba el hecho de que parecía haberle ofrecido al pobre diablo una ocasión para tener la razón. Era exasperante. Le habría encantado arrancarle a Sir Harrisoun la cabeza de sus esmirriados hombros, pero eso no resolvería nada. ¿Cómo se puede celebrar un banquete sin comida? Por un instante Sir Cualahad se sintió tan impotente que estuvo a punto de enviar a alguien a por Sir Bedefer y pedirle consejo, pero si lo hiciese estaría admitiendo que Sir Bedefer era su igual. Desde aquel primer golpe de suerte el día que llegó al castillo, Sir Cualahad se había asegurado por medio de risas y gestos de generosidad de que Sir Bedefer permaneciese un escalón por debajo de él en la jerarquía del castillo. No, tenía que pensar en algo por sí mismo. Dio dos vueltas más a la estancia e intentó no fijarse en el desdén que se reflejaba en el rostro de Sir Harrisoun.
—Supongo —dijo Sir Cualahad finalmente— que a los campesinos aún les quedarán algunas provisiones, la mayoría son gente frugal y ahorradora. ¿En qué parajes moran?
De la expresión de Sir Harrisoun se traslucía que los campesinos le importaban aún menos que a Sir Cualahad.
—Te lo diré sin rodeos —admitió Sir Harrisoun con una risa incómoda—: no estoy seguro.
Sir Cualahad atizó aquella incomodidad:
—¿Quieres decir —preguntó con incredulidad— que la plebe no nos ha estado enviando el diezmo?
—No —respondió Sir Harrisoun de forma reflexiva y poco entusiasta—. No, para serte franco no creo que lo hayan hecho. —Una leve sonrisa se le dibujó en las comisuras de los labios. No era la clase de sonrisa que le gustaba a Sir Cualahad, sino la de alguien que le iba a echar la culpa a Sir Cualahad en cuanto cualquier detalle saliese mal. La ignoró: había que hacer algo.
—Entonces —dijo alzando la voz— ¡no me extraña que no quede comida! Hay que llamar a las armas, Sir Harrisoun. Yo le diré a Sir Bedefer que ordene formar a su mejor escuadrón, vos buscad a Sir Bors y decidle que es su sagrado deber garantizar que haya un banquete para la Pascua del Bannus. Nos veremos en el patio exterior en media hora.
—Dicho y hecho, Cualahad —dijo Sir Harrisoun, y se esfumó entusiasmado.
«Este tipo aspira a sustituirme», pensó Sir Cualahad. «Tengo que vigilarle». Pero no era el momento de preocuparse por Sir Harrisoun. La hora siguiente fue de animada agitación: gritó órdenes, se ajustó la armadura, bajó corriendo las escaleras, ordenó que trajesen los caballos, criticó sus arreos y la impedimenta de los hombres… la clase de cosas con las que más disfrutaba Sir Cualahad.
Ya en el patio de armas, Sir Bedefer cabalgó para reunirse con Sir Cualahad a la cabeza de una tropa de caballería elegantemente dispuesta. Podía verse la sombra de la duda honrada en el ancho rostro de Sir Bedefer.
—¿Estáis seguro de que es en verdad necesario, Campeón? —dijo Sir Bedefer.
—Es cuestión de vida o muerte —le aseguró Sir Cualahad—. Si no fuese así no lo habría ordenado. Esos malditos campesinos nos han estado negando lo que es nuestro por derecho durante dos años. —Mientras tanto, Sir Bors se acercó cabalgando hasta quedar junto a Sir Bedefer. Sir Cualahad notaba que le carcomían las dudas religiosas, y para aplacarlas añadió—: Nuestra fuerza es la de diez hombres, puesto que nuestra causa es justa —«¡Qué bueno! ¿Cómo se me habrá ocurrido?», se preguntó admirado.
—Veinte hombres es todo lo que tenemos —indicó Sir Bedefer—. ¿Cuentan pues como doscientos?
Sir Cualahad le ignoró y se concentró en mantener a su brioso corcel tranquilo mientras esperaban por Sir Harrisoun, que llegaba tarde como siempre.
*4*
Ann pasó junto al paquete de galletas amarillo del árbol hueco. Empezaba a sospechar que marcaba el límite del campo del Bannus. Estuvo atenta para ver el momento exacto en el que el bosque cambiaba, pero un destello azulado entre los árboles llamó su atención y la distrajo.
«Mordion está haciendo magia otra vez», pensó, y se fue para allá corriendo para no perdérselo. Cruzó el río saltando por las piedras bajo la cascada que le era tan familiar. Tenía la impresión de haberlo hecho un centenar de veces, y probablemente así había sido. El astuto Bannus había conseguido que no pudiese fijarse en el momento en que volvió a funcionar su campo. En fin. La luz azul seguía emitiendo atrayentes destellos en la cima del precipicio. Ann se lanzó camino arriba, rodeó la casa (que en aquel momento parecía estar a punto de caerse por lo mucho que le habían afectado las inclemencias del tiempo), y se paró de repente en el espacio vacío junto al fuego. Allí sólo estaba Yam, sentado sobre una piedra muy erguido y dando muestras de desaprobación:
—Mordion está otra vez con los abracadabras —dijo Yam—. Es el humano más obstinado que existe, y por muchas razones que le exponga no me hace ni pizca de caso. Está llevando a cabo un tercer intento de envolver parte del campo theta alrededor de Hume.
—¡Otra vez no! —dijo Ann con respirando entrecortadamente.
—Sí, otra vez —declamó Yam—. Ha dejado las hierbas (que son inofensivas, aunque él dice que resultan inadecuadas) y los cánticos (a los que el Bannus tiende a responder de forma incorrecta), y ahora está trabajando sólo con el poder de la mente. —A medida que Yam hablaba, la luz azul iba ganando en intensidad, reflejándose en la piel plateada de Yam y dotando a ambos de fugaces sombras negras que brincaban por el suelo de tierra, saltaban y desaparecían. El pino bajo el que estaba la casa parecía estar en plena tormenta, pasando de ser una masa oscura a poder distinguirse cada una de sus verdes agujas—. Lleva ya cinco años estudiando —prosiguió Yam— y creo que ahora está en plenitud de facultades.
Un destello especialmente vivo le confirmó a Ann con bastante seguridad que Yam tenía razón. Ann vaciló, entre curiosa y preocupada.
—Hume podría salir herido —dijo ella, aunque en parte era una excusa para ir a ver qué estaba ocurriendo—. Va a ser mejor que vaya y me asegure de que está bien.
Yam la agarró de la muñeca con una mano plateada. Ann no podía creer que un robot fuese tan fuerte. Describió un amplio círculo a causa de su propio impulso y acabó encarada con Yam justo cuando se producía otro destello tan brillante que hasta atenuaba los ojos rojos de Yam.
—Quédate aquí conmigo —dijo Yam— cada vez hay más…
Se produjo una enorme explosión sorda.
—… peligro —concluyó Yam, para a continuación soltar a Ann y salir a todo correr. Ni siquiera Mordion se había movido tan rápido cuando recorrió el camino para matar al conejo. Yam se convirtió en un borrón plateado, y Ann se quedó allí viendo cómo aceleraba. Sentía como si la explosión le hubiese hecho astillas todos los huesos del cuerpo, y estaba segura de que le había reventado los tímpanos. Lo único que podía oír era el silencio. Incluso los sonidos del río habían cesado.
Cuando apenas se había percatado del silencio se oyeron un estallido y un estruendo monstruosos, como de rocas rompiéndose. Algunos fragmentos aterrizaron alrededor de ella. El sonido del río volvió, ensordecedor y tumultuoso. Ann corrió tras Yam horripilada, dando la vuelta a la casa y pasando junto al pino. Mientras trepaba por las rocas que había más allá todo le parecía extraño, abierto y luminoso. El río rugía, y su rugido se mezclaba con un rechinar y caer de escombros y el estrépito reiterado de más rocas rompiéndose. Ann se lanzó camino arriba ayudándose con las manos, aterrada por lo que pudiera encontrarse en la cima.
Allí la luz del día brillaba con fuerza. Mordion estaba hecho un gurruño de color pardo, y le corría sangre de la llaga de la muñeca. Aún mantenía agarrado obstinadamente su bastón de mago con esa mano ensangrentada. Hume y Yam estaban inclinados sobre él con ansiedad, y para alivio de Ann al menos Hume no tenía ni un arañazo. Hume volvía a ser todo piernas y más alto que ella.
—Aún respira, no se ha matado —dijo Hume.
Ann se quedó parada de pie, jadeando y aliviada, y miró el río. La cascada había desaparecido, y en su lugar había una pendiente lisa por la que bajaba el agua, rugiendo y espumando por una sima que se iba haciendo más grande mientras miraba. Una roca tan grande como una casa se desprendió de la orilla opuesta y se desplomó sobre el río, proyectando altos chorros de agua que empaparon a los cuatro. El sonido del río al abrirse camino alrededor del nuevo obstáculo era casi como un gruñido.
—La mojadura le ha hecho recobrar el sentido —dijo Yam.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Ann, que en ese momento veía cómo la roca recién desprendida se hundía, se asentaba, se partía en rocas más pequeñas y luego se deshacía en piedras planas bajo el agua. «¡Es como un proceso geológico acelerado!», pensó. Era como si un gigante estuviese haciendo fuerza sobre el desprendimiento. Más allá, más rocas se rompieron y cayeron, partiendo varios robles como si fueran ramitas—. ¿Qué ha hecho Mordion?
—Ha vuelto a salirme mal —dijo Mordion tras ella. Parecía débil y deprimido.
—Sabes que no es así —replicó Hume— estaba funcionando espléndidamente, podía sentir cómo me envolvía un campo extra, pero luego rebotó en mí o algo así y le dio al río.
—Y sigue dándole —dijo Ann, viendo cómo los robles desaparecían en aquel caos y luego reaparecían convertidos en cientos de astillas amarillas que se perdían flotando río abajo—. Mordion, no creo que conozcas tus propias fuerzas. ¿O es que el Bannus te ha puesto alguna objeción?
—¡Ann! —gritó Mordion. Ann giró en redondo, preguntándose cuál sería el nuevo problema. Mordion se había incorporado y se sostenía firmemente con ambas manos sobre el bastón; la miraba fijamente, como si ella fuese un fantasma—. ¿Cuándo has cruzado el río?
—Ahora mismo —respondió Ann—. Acabo de…
—¡Santo Equilibrio! —El bastón cayó rebotando en las rocas, ya que Mordion se echó las manos a la cabeza—. ¡Podía haberte afectado la explosión!
—Sí, pero no lo hizo —Ann se acercó y se puso de rodillas junto a él, y con un movimiento de cabeza le indicó a Yam y a Hume que se marchasen… especialmente a Yam, que no aportaba nada en un momento como ése. Hume asintió y se llevó consigo a Yam con mucha discreción, casi de puntillas—. Estás sangrando —señaló Ann.
Mordion miró la herida de su muñeca, con su ceja fruncida por la irritación. Ya no había sangre, ni siquiera un corte. Ann lo observó con ironía. Más confusión. «Quizá no haya sido tan inteligente emplear la herida para medir el tiempo», se dijo a sí misma.
—¿Ves? —dijo Mordion, mostrándole la muñeca a Ann—. Puedo hacer esto. ¿Por qué no puedo hacer real a Hume?
—Hume es real, a su manera —afirmó Ann—. Al fin y al cabo, ¿qué es real? ¿Cómo puedes saber si yo soy real, o si lo eres tú mismo? —Como parecía que Mordion intentaba reflexionar sobre esa cuestión por una vez, prosiguió con afán persuasivo—. Y, total, ¿por qué es tan importante para ti hacer real a Hume?
—Porque, como tú siempre dices, me he encariñado de él —dijo Mordion con aire sombrío—. Porque al principio me propuse utilizar a Hume como una marioneta, y me di cuenta prácticamente enseguida de que eso estaba mal. Quiero que sea libre.
—Sí, eso ya lo has dicho antes —admitió Ann— y es todo cierto, ¿pero cuál es la verdadera razón para que lo hagas? ¿Por qué siempre piensas en Hume y nunca en ti mismo?
Mordion tomó su bastón con calma, juntó ambas manos aferrándolo y apoyó la frente contra ellas. Hizo un sonido parecido a un gemido, y estuvo sin responderle a Ann tanto tiempo que ella ya no esperaba que lo hiciera. Ann se arrodilló y escuchó los sonidos del río. Parecía que las rocas habían dejado de caer y desmoronarse, sólo se oía el agua correr. Estaba a punto de levantarse y mirar cuando Mordion habló:
—Porque yo también quiero ser libre —dijo Mordion casi en susurros—. Ann, no quiero pensar en esto.
—¿Y por qué no? —preguntó Ann inexorable.
Se produjo una pausa aún mayor. Esta vez, antes de que Mordion respondiese, Hume empezó a gritar abajo, cerca del agua. La voz de Yam también atronaba desde allí.
—¡Maldición! —exclamó Ann—. ¡Otra crisis!
—Procuré no dañar su barca —dijo Mordion, sintiéndose culpable, mientras intentaba levantarse.
Dado que los gritos parecían apremiantes Ann ayudó a Mordion a levantarse, y los dos bajaron hasta la casa y luego, con mucha cautela, descendieron por las rocas afiladas y quebradas hasta el río. Yam y Hume estaban en la playa, al borde de las aguas espumantes, junto a la barca de Hume que milagrosamente aún estaba allí. «Un auténtico milagro orquestado por el propio Mordion», pensó Ann. Pero al milagro le había ido de muy poco. Una gran roca irregular había ido a parar a la playa, justo a poco más de un palmo de la barca.
Hume estaba apoyado en aquella roca, señalando con aspavientos un gran mango metálico que sobresalía de la parte superior de la roca.
Ann comprobó al acercarse más que no se trataba de un simple mango. La brillante luz del sol hacía que rayos rojos se reflejasen en su superficie metálica, y parecía que tenía un cristal escarlata incrustado.
—¿Qué es eso, Hume? —voceó Mordion por encima de Ann.
—¡Es una especie de empuñadura! —Se veía a Hume loco de contento ante la perspectiva de una aventura—. Ann, ven a tirar de ella, a ver qué pasa.
Ann salvó el último tramo del camino a la playa de un salto y se acercó a la húmeda roca marrón. Efectivamente, aquella cosa metálica era una empuñadura, y tenía una joya roja en el extremo. La asió con ambas manos y tiró, pero no se movió. Intentó tirar de la empuñadura hacia sí misma, y luego empujarla en dirección contraria.
—Está bastante firme —comentó Ann—. Lo siento, Hume.
—Déjame a mí —dijo Yam, que se puso junto a Ann y aferró la empuñadura con sus dos manos plateadas. Tiró, y Ann vio sus mecanismos internos tensándose por el esfuerzo bajo la piel brillante—. Está fija —anunció Yam soltándola.
Hume hizo a ambos a un lado, sonriendo de dicha:
—Ahora dejadme a mí.
Saltó sobre la roca, tomó la empuñadura con una mano y, sin ningún esfuerzo, tiró de ella y sacó de la piedra una espada larga de acero gris. Sostuvo la espada sobre las palmas de las manos y se quedó mirándola allí mismo, de pie sobre la roca. Era hermosa. El nervio de la hoja, en vez de ser recto, estaba hábilmente trabajado en un diseño ondulado que asemejaba una serpiente o una hoja de árbol.
—Es mía —dijo Hume—. El Bannus me ha enviado mi espada. ¡Por fin!
Ann rió:
—¿Y cómo se llama, Excalibur?
Mordion permaneció a cierta distancia risco arriba, apoyado en el bastón, y miró con tristeza a Hume, que seguía allí de pie con las perneras del chándal empapadas hasta las rodillas. Parecía aún más triste al ver el gozo en el rostro de Hume.
—Es una matadragones —dijo Mordion— y una muy buena. ¿Cuántas veces la has sacado antes de que llegásemos?
—Sólo dos —dijo Hume a la defensiva—. Yam no pudo ni moverla. Quería que Ann lo intentase para estar seguro.
—Creo que el Bannus nos está retando —le dijo Mordion a todos, pero a Ann en particular—. Si no intento cambiar su escenario, lo desarrollará como dije que haría en un principio.
—¡Hay una inscripción en la espada! —exclamó Hume—. Está en escritura hamítica. Al principio pensé que sólo eran unas marcas. Dice… —Orientó la hoja para que se formasen sombras sobre las marcas—: «Forjada para aquel» —giró la espada con cuidado, sobrecogido y con miedo de dejarla caer—. Y en este lado pone: «Que será el Daño del Gusano».
—Temía que pusiese algo parecido —dijo Mordion.
*5*
«Así que la espada salió de ahí», pensó Ann. Solía darle vueltas a las cosas cuando atravesaba el bosque para salir de él. Cuando ya había dejado bien atrás el paquete de galletas amarillo y se adentraba en el callejón que había entre las casas, consultó a sus personas imaginarias:
«¿Esta vez estoy saliendo del bosque de verdad?».
«Puedo oírte preguntarlo», dijo el Rey, «por si te sirve de algo».
«Bien», dijo Ann, «entonces quiero contaros todo lo que ha pasado hasta ahora. Algo está mal, algo no me cuadra, pero no soy capaz de ver de qué se trata.».
«Cuéntanos», dijo el Rey.
Ann empezó por el principio, cuando estaba enferma y miraba la calle con el espejo, y todo eso le llevó el trayecto a través del callejón. Cuando salió y empezó a deslizarse entre los coches (la calle Wood estaba llena de coches aparcados, peor de lo habitual un sábado), el Rey la interrumpió:
«Quizás lo que no encaja», dijo el Rey, «es que también entraste en el campo de esa máquina muchas veces mientras estabas enferma».
«¿¿Qué??», exclamó Ann.
En ese momento un autobús se alejó de la parada de enfrente y Martin, que estaba hablando con Jim Price bajo la marquesina, vio a Ann y fue saludándola mientras cruzaba corriendo la calle entre el tráfico de una forma que ponía los pelos de punta. Ann oyó al Rey decir que creía que ella lo sabía y que si no hubiese sido así se lo habría dicho, para luego caer en un educado silencio al percatarse de que toda la atención de Ann estaba concentrada en Martin.
—Ha pasado algo más mientras estabas fuera —le dijo Martin recuperando el aliento—. Vinieron un montón de coches; ése que tienes al lado es uno de ellos, y el resto están por toda la calle.
Ann miró el vehículo que tenía al lado. Era sólo un coche, más corriente que el coche gris que aún estaba en la zona de aparcamiento, y su permiso de circulación estaba a punto de caducar.
—¿Y? —dijo ella.
—De ellos salió toda una multitud —le contó Martin—. Parecían policías o algo así. Esperaron hasta que todos estuvieron fuera, y luego fueron caminando hacia la granja con decisión, como si fueran a hacer algo importante. Llegaron al portal, el que iba en cabeza lo aporreó, se abrió y entraron todos. Vi a uno desenfundar un arma del sobaco, así —Martin imitó el gesto y abrió mucho los ojos al recordarlo—. Luego la puerta se cerró, pero no se oyeron disparos. Aún siguen ahí dentro.
—Y estarán gritando «¡La casa está rodeada, salgan con las manos en alto!», ¿no? ¿Has intentado mirar dentro? —preguntó Ann.
Martin asintió:
—¡Claro! Jim y yo intentamos abrir la puerta cuando nadie miraba, pero ya estaba cerrada del todo otra vez, así que dimos la vuelta por el bosque e intentamos saltar el muro por allí. Pero no pudimos.
—¿Cómo que no pudisteis? —preguntó Ann, que podía percibir que Martin estaba verdaderamente desasosegado.
—Era como… —Martin le dio una patada a la rueda de un coche normal—. No te lo vas a creer. Era resbaladizo, como si estuviese recubierto de plástico… y ya sabes lo viejo que parece ese muro. No pudimos escalarlo, ni siquiera con la ayuda del otro. Resbalábamos todo el rato. Luego nos subimos a un árbol del bosque, pero no se podía ver nada desde allí, no se veía bien nada de dentro. No había ni rastro de aquellos hombres. Ann, creo que está pasando algo muy raro.
—Lo sé —dijo Ann.
—¿Se lo decimos a Papá? —preguntó Martin.
«¡Una fe conmovedora!», pensó Ann. «¿Y qué va a hacer Papá?».
—Me lo pensaré —dijo Ann porque simplemente no veía qué más podía hacer. Igual a Papá o a Mamá se le ocurría alguna idea—. Voy a comprobar de qué humor están… y ya veremos.
A Martin se le aclaró el gesto y relajó los hombros. Le había pasado toda la responsabilidad a Ann, que era como le gustaban a él las cosas.
—Gracias —dijo Martin— no me veía intentando decírselo, tal y como estaba a la hora de comer. Pero tienes todo mi apoyo. Si me necesitas, estaré en el bosque con Jim.
«¡En el bosque, bien lejos de los problemas!», pensó Ann con amargura; Martin llamó a Jim de un lado a otro de la calle con un silbido, como si fuera su perro, y ambos se marcharon corriendo por el callejón que había entre las casas. Podía tener la seguridad de que Martin iba a estar apartado de todo durante las próximas horas. A no ser, claro está, que también él entrase en el campo del Bannus.
Ann se detuvo y miró hacia atrás, repentinamente preocupada. Martin pertenecía al mundo real, como Mamá y Papá, y Ann tenía la impresión de que los tres eran inmunes al Bannus. Cruzó la calle y entró en la tienda.
En la tienda se respiraba un ambiente de alegre cansancio. Cuando entró Ann sus padres se encontraban en un momento de tregua, los dos solos apoyados en el mostrador y tomándose un té rápido mientras esperaban al próximo cliente.
—Hola, cielo —dijo Mamá—. Pareces algo cansada.
—Tienes una pinta rara —dijo Papá—. ¿Qué te pasa? Espero que no te hayas puesto mala otra vez. Ya te tengo dicho…
Su voz quedó ahogada, casi desde el momento en que empezó a hablar, por un furioso galopar de cascos de caballos que iba ganando intensidad. Papá se volvió irritado. Debían estar muy cerca de lo que provocaba aquel ruido, que se mezclaba con el de golpes, cristales rotos y gritos.
—¿Y ahora qué pasa? —dijo Papá alzando la voz—. ¿Nos ha tocado la carga de la Brigada Ligera o la caza del zorro?
Ann y Mamá se agacharon para ver por debajo de las plantas que había colgadas junto a la ventana, pero la vista quedó bloqueada de repente por unos grandes caballos pardos que se encabritaban, piafaban y golpeaban con sus pezuñas herradas contra el asfalto al ser frenados.
«¡No me lo puedo creer!», pensó Ann al ver a los jinetes, ataviados con cota de malla y casco con nasal, desmontar de los caballos con estrépito metálico. Papá se aproximó a la puerta de la tienda, medio sonriente y medio enfadado:
—Deben ser de uno de esos clubes en los que la gente se disfraza y escenifica batallas —dijo Papá—. ¡Menuda pandilla de idiotas! —Pero antes de que pudiera llegar a la puerta, un hombre aún más alto y más ancho que él entró ágil y ruidosamente, obligando a Papá a retroceder. Una sobrevesta verde ondeaba sobre la cota de mallas de aquel hombre. Bajo el casco metálico podía verse un rostro atractivo y señorial, y una sonrisa que no albergaba ni sentimientos ni cordialidad.
—Todos quietos —dijo, como si lo normal fuese que la gente hiciese lo que le decía—. Nadie tiene por qué acabar herido. Sólo venimos a cobrar lo que nos debéis, escoria.
—¿A qué se refiere? ¡No le debemos nada a nadie! —protestó Mamá.
El gigantón le echó a Mamá una breve mirada que la hizo ponerse roja como un tomate. No cabía duda de que con aquella mirada la había desnudado, y había decidido que le podría valer cuando estuviese desesperado. Siguió pasando la vista por los sacos de patatas, las cajas de coliflores y calabacines, y las pirámides de fruta.
—Creo que con dos tercios de esto nos llegará por el momento —dijo el guerrero.
—¿¡Dos tercios!? —dijo Papá, avanzando con la cabeza erguida y los puños cerrados hacia el hombre—. ¿Pero a qué cree que está jugando…?
El gigantón dejó que Papá se pusiera a su alcance y, con toda tranquilidad, le propinó un golpe con la mano enfundada en el guantelete de la armadura. Papá cayó hacia atrás trastabillando y agitando los brazos, y se desplomó sobre una caja de manzanas que estaba apoyada tras él chafándolas todas, pero estaba tan enfadado que nada más aterrizar sobre ellas ya intentaba volver a ponerse en pie. Ann se percató, de forma casual al tiempo que terrorífica, de que cuando alguien estaba así de enfadado los ojos le brillaban de verdad… y en los ojos de Papá se veía un brillo húmedo y oscuro surgido de la ira.
El gigantón no le dio oportunidad de moverse: alzó un pie calzado con metal y se lo plantó en el plexo solar, mandándole de vuelta con las manzanas. Sin levantar el pie de allí, sacó la espada larga que llevaba al cinto en una vaina verde y apoyó su infame punta gris en el cuello de Papá.
—Está bien, chicos —gritó el guerrero— ya podéis entrar. —Alzó la vista hacia Ann y su madre, y decidió que no merecía la pena prestarles atención.
Con esto, Ann y Mamá cogieron las patatas más grandes que pudieron encontrar. Cuando los soldados entraron con estrépito por la puerta, Mamá alzó la suya.
—Ni se te ocurra —dijo el gigantón—. Al menor signo de violencia por parte de cualquiera de las dos, le corto el pescuezo a tu marido.
Mamá agarró a Ann del brazo, y las dos tuvieron que quedarse allí impotentes, viendo cómo aquellos hombres armados con acero entraban y salía llevándose todo lo que había en la tienda. Cargaron sacos de patatas, cestos de setas, cajas de tomates, manojos de puerros, bolsas de nabos, atados de zanahorias, ristras de ajos, y cebollas, repollos, lechugas, coles de Bruselas y calabacines, todo mezclado en cestas. Se apropiaron de más canastas y fueron llenándolas de fruta: limones, naranjas, peras, pomelos, manzanas, plátanos y aguacates (debían creer que eran una fruta). De vez en cuando Ann miraba desalentada por la ventana, para ver a alguno de ellos atando la última bolsa o caja expropiada a lomos de un caballo. «¿Es que nadie de fuera ve lo que está pasando?», se preguntó. «¿Nadie puede detenerles?». Nadie lo hizo.
Al final, cuando la tienda estaba prácticamente vacía (sólo quedaban las manzanas sobre las que habían arrojado a Papá y un manojo de espinacas pisadas), uno de los hombres metió la cabeza en la tienda y dijo:
—Está todo cargado, Sir Cualahad.
—Bien —dijo el gigantón—. Decidle a los hombres que monten. —Retiró la espada del cuello de Papá y, con gesto indiferente, le golpeó con el plano en la cabeza. A continuación alzó el pie de su estómago y salió por la puerta, dejando a Papá con las manos en la cabeza y tan aturdido que apenas podía moverse.
Mamá salió corriendo tras él, pronunciando apelativos que en circunstancias normales habrían asombrado a Ann. Pero ahora sentía que aquel hombre se merecía todo lo que le llamasen. Vio a Mamá detenerse en la entrada y dar la vuelta, sombría:
—No hay nada que hacer, son un ejército —le dijo impotente a Ann.
Ann se había encaminado hacia su padre para ayudarle, pero se desvió hacia la puerta para mirar. A esas alturas, los hombres que les habían saqueado ya estaban montados en los caballos cargados, y galopaban con elegancia por la calle para unirse a otros grupos de caballos también cargados de fardos. La mayoría de los jinetes se reían como si se tratase de una broma buenísima. Dos puertas más allá, Brian, el ayudante del señor Porter el carnicero, salía dando tumbos de la carnicería blandiendo un machete con pocas energías. Los dos chicos gays de la bodega estaban más allá, arrodillados sobre la acera, agarrados el uno al otro y observando. Las señoras de la panadería permanecían de pie en la puerta, con mirada adusta. Las ventanas del local donde vendían pescado y patatas fritas estaban rotas, y al otro lado la señora Price lloraba entre cajas de chocolate rotas y leche desparramada por toda la acera. Había cristales de las tiendas atacadas esparcidos por toda la calle.
—¡Han estado en todas las tiendas! —dijo Ann. En ese momento toda la tropa de jinetes, con el gigantón al frente, se alejaba cabalgando. Ann, aturdida, vio a un hombre que vestía una sobrevesta blanca con una cruz roja, y que se parecía mucho (¡y a la vez tan poco!) a San Jorge, pasar cabalgando con un buey casi entero a la grupa.
Era el último. Los jinetes se habían ido tan rápido como habían venido.
—¡Ven a ayudarme con tu padre! —le pidió Mamá.
—Claro —respondió Ann. Papá estaba horrible, y Ann estaba completamente afectada—. ¿No habría que llamar a la policía? —preguntó.
—Para qué… —masculló Papá—. ¿Quién se lo va a creer? Esto es algo que vamos a tener que resolver nosotros mismos. Ann, ve a ver qué le han hecho a Dan Porter. Si está bien, dile que se pase por aquí. Y también a los dos de la bodega. Que vengan todos.
Mientras Mamá ayudaba a un Papá quejumbroso y tembloroso a sentarse en una caja, Ann se giró para salir de la tienda, y estuvo a punto de chocar con Martin, que estaba entrando. Tampoco tenía muy buen aspecto: estaba blanco como la cera, lucía una rozadura sucia y sanguinolenta a un lado de la cara, y tenía la ropa rasgada y manchada de sangre en aquel mismo lado del cuerpo.
—¡Martin! —exclamó Ann—. ¿Qué te ha pasado?
—Era una banda de tíos con armaduras y montados en caballos —dijo Martin entrecortadamente—. Iban como locos a la carga por el bosque. Nos tiraron a Jim y a mí, y Jim se dio contra un árbol. Creo que se ha roto el brazo. Jim… no paraba de gritar mientras lo llevaba a casa. —Recorrió poco a poco la desolada tienda con una mirada vacía y asustada, y acabó viendo a Papá jadeando sentado sobre la caja—. ¿Qué ha ocurrido?
—La misma gentuza que te atacó —gruñó Papá—. ¡Ya está bien! Ann, haz lo que te he dicho y trae aquí al resto, a cualquiera que desee venir. Voy a asegurarme de que esos tengan un problema si se les ocurre volver a intentarlo.
Ann salió corriendo hacia la tienda del señor Porter, y volvieron a asaltarle todas sus dudas. Papá parecía sospechosamente dispuesto a no molestar a la policía por este ataque. La verdad es que sí que les iba a parecer raro, pero también se trataba de un robo a mano armada, o un robo con violencia, o algo así, y se suponía que la policía debía encargarse de ello. ¿Estaría el Bannus afectando la mente de Papá?