*1*
Yam estaba de pie ante Mordion. El corte en el revestimiento que había reparado recientemente captó los últimos rayos del sol reflejando un brillo anaranjado irregular.
Mordion se levantó con dificultad. Llevaba horas sentado fuera de la casa, intentando obligarse a tomar una decisión. Sabía que estaba preparado para mover ficha, ¿pero qué ficha, y en qué dirección, si ni siquiera era capaz de pensar en las razones para ello? Lo único que sabía era que tenía que ponerse en marcha, y que cualquier avance le llevaría a enfrentarse cara a cara con cosas que preferiría no conocer. Suspiró y miró a Yam:
—¿Por qué estás ahí plantado?
—Ha sido un error derrotar a Hume en combate… —comenzó a decir Yam.
—Se lo merecía —adujo Mordion.
—… porque ahora está intentando abandonar el bosque —prosiguió Yam.
—¿Qué? —Mordion ya se había puesto en pie y había cogido el bastón antes de que Yam hubiese acabado de pronunciar la frase—. ¿Por dónde ha ido? ¿Cuándo se ha marchado?
Yam señaló el río:
—Lo cruzó hace unos cinco minutos.
Mordion se puso en marcha, bajó el barranco a grandes saltos y salvó las aguas blancas dando saltos más cautos sobre las rocas. Cuando estaba en medio del río vio por el rabillo del ojo que Yam iba cruzando con calma por las piedras.
—¿Por qué no fuiste tras él directamente? —dijo Mordion mientras ambos llegaban a la orilla opuesta.
—Hume me ordenó que no te perdiese de vista —explicó Yam.
Mordion soltó un taco. «¡Qué truco tan obvio!».
—Fue hace muchos años —añadió Yam— después de que te sentases en aquella roca alta.
—Oh —Mordion descubrió que se sentía conmovido… aunque seguro que Hume pensaba que aquella orden le estaba resultando muy útil en ese momento.
Se internó a grandes zancadas en el húmedo bosque iluminado a media luz, preguntándose si tardaría mucho en llegar al lindero por aquel camino. Podría ser demasiado tarde. Por lo que contaba Ann siempre tuvo la impresión de que no debía quedar muy lejos. Y para más inri el bosque estaba demasiado oscuro para ir corriendo. Unas susurrantes masas oscuras se cernían sobre él y golpeaban el revestimiento de Yam. Ambos tropezaban con raíces, y una rama se enredó en la barba de Mordion. Parecía que se habían metido de cabeza entre los matorrales.
Un poco más adelante, Hume dio un grito rayano en el terror.
Sin pensarlo, Mordion alzó el bastón con una bola de luz azul en el extremo. Los espinos aparecieron a su alrededor con un color verde sobrenatural. Yam, que tenía un inusual brillo azul, giró junto a él y se lanzó hacia lo que evidentemente era el camino del que se habían apartado. Mordion se deslizó tras él entre las flores de espino que emitían un aroma embriagador y opresivo, manteniendo el bastón en alto.
Hume venía hacia ellos por un tramo más ancho del sendero. Tenía la cabeza ladeada en un extraño y terrorífico ángulo, y Mordion observó que le castañeteaban los dientes. Le estaban agarrando… o llevando… dos seres espinosos que caminaban sobre largas patas insectoides acabadas en ramitas y que le flanqueaban. Cada uno de aquellos seres tenía un sarmiento enrollado alrededor de uno de los brazos de Hume. Sus cabezas parecían haces de hiedra colgante, y en ellas se veían unos ojos semejantes a gotas de rocío que reflejaban el brillo azulado de la luz de Mordion.
—¡Santo Equilibrio! —a Mordion se le recolocaron solos los músculos de la zona del estómago y los hombros de una forma que reconoció inconscientemente como su posición de combate—. ¡Hume! —exclamó Mordion.
Hume salió del trance inducido por el terror, les vio y se lanzó hacia ellos arrastrando consigo a las criaturas, las cuales crujieron y se golpearon contra los obstáculos a ambos lados.
—¡Gracias al cielo! —balbució Hume—. No lo decía en serio… bueno, ante sí, ¡pero ya no, nunca más! —Rodeó con un brazo a Yam e introdujo el otro en la capa enrollada de Mordion—. Se acercaron crujiendo y susurrando… ¡alejadlos de mí!
Las criaturas se desplomaron sobre el suelo a ambos lados de Hume. Mordion sacudió la más cercana con su bastón, intentando verla con claridad o mantenerla a raya (no estaba seguro de qué quería hacer exactamente). La luz creaba sombras azuladas sobre la negra pila de ramas secas. Había un segundo montón junto a Yam, pero Mordion removió con la bota el más cercano. Sólo eran ramitas.
—El Bosque ha traído a Hume de vuelta —anunció Yam.
—¡No volveré a hacerlo! —exclamó Hume frenético.
—No seas tonto, Hume —dijo Mordion, el terror dando paso al enfado—. No tienes que volver a hacerlo. Mañana nos vamos al castillo.
—¿¡De verdad!? —La alegría de Hume era casi tan intensa como el miedo que había sentido—. ¿Y podré entrenarme para ser caballero?
—Si quieres, sí —Mordion suspiró, consciente de que Hume, y puede que también Yam, creían que su decisión era por el bien del chico. Pero Hume poco tenía que ver con ella. Mordion siempre supo que tendría que ir al castillo y enfrentarse a lo que tenía que enfrentarse allí.
*2*
Vierran estaba tumbada en la cama del motel e iba cambiando de canal en aquel aparato de televisión plano y demasiado brillante, intentando encontrar algo que le evitase tener que pensar. No podía encontrar salida alguna. Estaba sola en la Tierra, y la presión de la coacción de Líder Uno le atenazaba la mente. Si intentaba huir se llevaría consigo esa coacción, y Líder Uno vendría después y ordenaría que ejecutasen a su familia. Finalmente apagó la tele y se quitó el brazalete muy despacio. Siempre le quedaba la microarma.
Al abrir el cierre miró de refilón la cinta de mensajes, astutamente diseñada para parecer parte del cierre. Padre se había gastado una pequeña fortuna en aquella cosa. Las lágrimas apenas le permitían verla. Padre y ella siempre habían estado muy unidos. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que con toda seguridad le había enviado un mensaje.
Se acercó el brazalete al oído y activó la cinta, la cual runruneó de forma irritante. Entre el zumbido pudo oír la voz de su padre:
«Vierran. Éste que te hago es un regalo nefasto, si vas a utilizarlo como pienso que tendrás que hacer. Los dardos están envenenados. La elección es tuya. No hay tiempo para más, tengo que hacérselo llegar a Siri. Vienen a arrestarme. Te quiero mucho».
Las lágrimas corrieron por el rostro de Vierran. Se quedó sentada como una estatua, con el brazalete pegado al oído. «Padre… a mundos de distancia».
Luego, entre el zumbido que ahora apenas notaba, habló una segunda voz, aguda y temblorosa, esta vez en el idioma de la Tierra:
«Vierran, te habla Vierran. Éste es un mensaje para mí misma. Como mínimo ésta es la segunda vez que me encuentro sentada en la habitación del motel desesperándome, y empiezo a no creérmelo. Por si vuelve a ocurrir, dejo este mensaje para recordarme que está pasando algo raro».
Vierran descubrió que había saltado de la cama.
—¡Maldito Bannus! —exclamó Vierran, que reía y lloraba a la vez—. ¡Claro que está pasando algo raro!
Cuatro voces le hablaron en su cabeza. Era como recuperar una buena parte de sí misma.
«Sigo sin recibirte bien», dijo el Esclavo, como siempre apenas perceptible.
«Sigue hablando», le urgió el Prisionero.
«Sigue con el relato», pidió el Chico.
«¡Vaya, si estás aquí!», exclamó el Rey. «¿Qué ha pasado? Nos estabas contando qué ocurrió en el bosque».
«El Bannus me interrumpió», les explicó Vierran adusta. «¿Durante cuánto tiempo diríais que he estado en silencio?».
«Tres cuartos de hora», dijo el Chico dijo con decisión.
Es decir, el tiempo suficiente para el asalto a las tiendas y la vuelta al motel.
«Una pregunta más», dijo Vierran. «Sé que suena raro, pero con el Bannus alterando la realidad todo el rato tengo que preguntarlo. ¿Quién creéis que soy?».
«La Niña», respondieron las cuatro voces al unísono.
No era una pregunta tan tonta como podía parecer.
«¿No soy Ann Stavely?», preguntó Vierran.
«Ese nombre me intrigaba», dijo el Rey.
«Tus mensajes no siempre nos llegan claros», le dijo el Prisionero. «El tiempo, el espacio y el idioma interfieren. Y ése me resultaba confuso».
«Sigue con el relato», repitió el Chico.
«Sí, por favor», dijo el Rey, «quiero oír más. En este momento me encuentro en una ceremonia religiosa increíblemente tediosa. Confío en ti para entretenerme».
Como siempre, Vierran no estaba segura de que pudieran oírse entre sí. A veces estaba segura de que no, y tenía que transmitir los mensajes que querían mandarse entre ellos. Al menos su cabeza había vuelto a la normalidad.
—¡Ésta me la vas a pagar! —le prometió Vierran al Bannus. Había reproducido el viaje desde la Casa del Equilibrio de forma bastante correcta, pero había eliminado todas las conversaciones telepáticas, las cuales habían sido una auténtica tabla de salvación para Vierran mientras marchaba penosamente tras los dos Líderes cargada con el equipaje.
«Piensa en cualquier otra cosa», le sugirió el Esclavo. «Es lo que hago yo. Los amos se complacen al ver a uno resistirse».
Cuando Líder Uno le había sonreído y le había contado los plantes que tenía para ella, a buen seguro se habría sumido en la desesperación si no hubiera sido porque el Chico le decía «¡Vamos, resiste! ¡Sé que tú puedes!» y el Prisionero la sorprendía y alegraba preguntándole de repente «¿Quién es la cosita de papá…?». Vierran había conservado el sentido del humor durante años gracias a ese tipo de comentarios, y durante ese viaje se había aferrado muy agradecida a sus voces. Incluso el impacto que supuso ver a Líder Uno ejecutar a aquel pobre Controlador Adjunto se había visto un poco atenuado cuando el Rey le comentó con ironía que deseaba que le hubiese sido tan fácil en sus tiempos.
Escuchar aquellas voces era un rasgo genuino de los Líderes. «En algo tenía que destacar», como les decía a veces a los cuatro. Madre se había puesto histérica y quiso mandar a Vierran al psiquiatra cuando confesó por primera vez que las oía. Padre puso punto final a esa idea. Tras una larga discusión en la que defendió que los niños solían tener amigos imaginarios y que ya se le pasaría cuando creciese, se llevó a Vierran a su silencioso estudio con aire acondicionado. Poder entrar al estudio de Padre siempre había sido un gran privilegio para Vierran, pero lo que le hizo sentirse más privilegiada fue lo que le confesó Padre:
—Nunca me he atrevido a contárselo a tu madre, pero… yo también oigo voces: las de una mujer, dos chicas y un anciano. No te preocupes, ni tú ni yo estamos locos. He investigado mucho sobre el tema, y resulta que un buen número de Líderes las oían. Existen declaraciones juradas al respecto. En la antigüedad estaban bastante seguros de que se trataba de algo muy especial.
—Dile a Madre que las oyes —le instó Vierran, pero Hugon de Garantía se negó. Vierran sospechaba que era porque dos de sus voces eran chicas. No obstante, Padre le contó que había descubierto cosas sobre la gente que le hablaba a partir de lo que ellos mismos le relataban, y que podía probar fehacientemente que dos de ellos habían vivido en mundos cercanos. También le escalofrió descubrir que una mujer había dejado un documento en el cual afirmaba haber hablado con él a lo largo de su vida. Padre afirmaba que todo esto llevaba a pensar que los dos de los cuales no había encontrado rastros eran igual de reales.
Juntos intentaron averiguar algo sobre la gente de Vierran, pero en ninguno de los cuatro casos consiguieron absolutamente nada. El Esclavo siempre se mostraba muy renuente a hablar de sí mismo y no les aportó nada sobre lo que seguir. El Prisionero podía ser uno de los centenares que en la actualidad se oponían a los Líderes. Y el Chico y el Rey estaban demasiado lejos en el espacio y el tiempo para aparecer en ninguno de los documentos que encontraron Vierran y Hugon.
—Es que nunca dan sus nombres —explicó Vierran con tristeza.
—Claro que no —le dijo su padre—. Os comunicáis a un nivel en el que ninguno de vosotros tiene nombre. Tú sólo eres «yo» para ellos, igual que ellos para ti.
Vierran, de pie en medio de la habitación del motel, le musitó al Bannus:
—¡Ésta también me la vas a pagar! Hacerme creer que Madre y Padre son los dueños de una frutería…
Vierran tenía que tomárselo con humor. ¡Qué degradación para los grandes mercaderes de la Casa de la Garantía! El Bannus había captado todos los detalles: las peleas cariñosas entre Vierran y Madre, lo goloso que era Padre… ¿pero quién era Martin?
«El relato», solicitó el Rey.
«Si, pero antes una última pregunta», dijo Vierran. «¿Cuánto tiempo crees que ha pasado desde que hiciste aquella broma sobre que las ejecuciones fuesen tan sencillas en tus tiempos?».
«Ya hace bastante, lo menos diez días», dijo el Rey. «El relato, por favor, si no acabaré ofendiendo a los dignatarios del reino con heréticos bostezos».
¡Diez días! Llevaban diez días en la Tierra, y Vierran estaba dispuesta a jurar que ni siquiera Líder Uno era consciente de ello. Vierran se guardó ese pensamiento mientras le contaba al Rey todo lo que había ocurrido en el bosque. Sólo por haberle revelado aquel dato extraordinario el pobre Rey merecía que le aliviasen el aburrimiento. «¡El Bannus puede anotarse una!», pensó Vierran, a quien le había devuelto la esperanza.
¿Pero por qué le había permitido el Bannus hablar a intervalos con las cuatro voces? ¿Es que no sabía que existían? No, el Bannus conocía tantas cosas sobre Vierran que tenía que saber lo de las voces. Acabó dándose cuenta de que tenía que ser por la misma razón por la cual se le había permitido escuchar el mensaje que se había dejado a sí misma en la cinta. El Bannus quería que ella supiera exactamente qué trucos había estado utilizando. Ahora, por qué quería que lo supiese…
Al final de la narración Vierran ya se encontraba muy serena. Había una gran diferencia entre la Vierran que se había sentado tranquilamente en la cama del motel para pensar y la Vierran que trabajaba en los sótanos de la Casa del Equilibrio. La Vierran de hace diez días creía que estaba tramando una rebelión, le gastaba bromas a los Líderes y hacía listas detalladas de toda la gente que había matado el Siervo. ¡Se creía tan segura! Y luego Líder Uno la arrojó al fuego con el que ella creía estar jugando.
«¡Sí, jugando!», se dijo Vierran con amargura. El Bannus no era el único que jugaba… aunque al menos él jugaba en serio. Vierran había jugado con los sentimientos del Siervo y con los suyos propios. Era una jovencita de clase alta criada entre algodones y fascinada por la violencia, el asesinato, las misiones secretas… todo aquello de lo que le había protegido la vida. Y creía mucho más fascinantes todas esas cosas por lo silencioso y educado que era el Siervo. Cuando apareció por primera vez por el sótano, con su uniforme escarlata que nunca terminaba de quedarle bien, Vierran se asombró al comprobar que era afable y tímido, y que se sorprendió al encontrar a un humano trabajando allí en vez del robot habitual. Vierran había detectado al instante que el Siervo la consideraba atractiva (algo nada habitual, aunque ahora se decía que probablemente era así sólo porque estaba dispuesta a hablar con él). También detectó en él una tremenda tristeza surgida de la soledad, aunque ahora la descartaba con fría impaciencia. «¡Compasión! ¡La compasión es algo con lo que las personas felices miran por encima del hombro a las infelices!».
El caso es que Vierran había bajado de su pedestal (como Líder Tres al tener que bajar a la Tierra), y había decidido que estaba enamorada del Siervo. Del Siervo, no del hombre. Y luego el Bannus había burlado limpiamente la coacción de Líder Uno. Vierran notó que se ponía colorada, y más aún al recordarse subida al árbol con las piernas colgando justo frente a Mordion. Sólo esperaba que Mordion la viese como la niña de doce años que creía ser entonces. «Sí, doce años». Ann se tenía por una chica de catorce, pero Vierran recordaba que cuando se acercaba el momento de su decimotercer cumpleaños había ido contándole a todo el mundo (pero también a sí misma) que había cumplido catorce. «¡Qué mayor! Vaya una niña tonta». El Bannus también había burlado el entrenamiento del Siervo y le había mostrado a Vierran el hombre que era Mordion (los muchos Mordions que había en él, desde el que mimaba a Hume al que le había partido el cuello al conejo con tanta facilidad y pericia).
Vierran se llevó las manos a sus ardientes mejillas y tembló. No se atrevería a acercarse a Mordion nunca más.
«Puede que nada de eso haya pasado», pensó albergando esperanzas. Pero sí que había pasado. Si se fijaba podía ver un gran número de rotos y enganchones en sus pantalones y su top, de cuando había subido al árbol o se había arrastrado por los arbustos. Esas rasgaduras estaban más o menos disimuladas por una ilusión que hacía ver que la ropa estaba entera (en parte debía ser así para beneficio de los Líderes, sin duda), pero estaban allí si sabías dónde mirar. Vierran se remangó la pernera despacio y de mala gana, y vio que el corte en la rodilla estaba allí. Había sido un corte profundo e irregular, pero de él ya sólo quedaba una dura costra marrón que se iba cayendo para mostrar el tejido cicatricial nuevo y rosado… que es como tenía que estar si se hubiera hecho la herida hace diez días. ¿Habría permanecido Mordion en aquella caja durante una semana entera antes del corte y el Bannus le habría hecho creer que llevaba siglos allí? No… no quería saberlo. Algo de lo que estaba absolutamente segura era que no iba a volver a dirigirle la mirada a Mordion.
Aunque, nada más decidirlo, Vierran supo que tendría que hacerlo. Tenía que advertir a Mordion. Si las cosas que recordaba del bosque habían ocurrido de verdad, entonces lo más importante que había presenciado era cómo Mordion se iba decidiendo poco a poco a ir al castillo para enfrentarse allí a los Líderes. Y, lo que era peor, Vierran era consciente que ella misma le había empujado a ello sin querer. Tenía que detenerle. Mordion creería que iba al castillo a enfrentarse a los Líderes Dos y Cuatro, y Vierran sospechaba que ni siquiera sabía que Cinco también había ido a la Tierra. De lo que seguro que Mordion no tenía ni idea era que Tres y Uno también estaban allí. Incluso con el poder para demoler la cascada, incluso con el resto de los poderes que se rumoreaba que tenía el Siervo, Vierran no le creía capaz de vencer a los cinco Líderes. Lo que le ocurriese sería, al menos en parte, culpa de ella.
Vierran se puso en pie de un salto, buscó en su equipaje un segundo par de vaqueros y su top más elegante y se los puso a toda prisa. Aún no estaba demasiado oscuro, había tiempo para ir al bosque. Estaba a medio camino de la puerta cuando Líder Tres la abrió de par en par.
—¿Por qué no acudes cuando te llamo, niña? Te he enviado una señal por el monitor, y hasta he intentado usar el teléfono este, pero me he roto una uña. Ven, estoy muy cansada y contrariada. Necesito un baño, un masaje y que me hagan manicura.
*3*
Vierran tampoco pudo escaparse a la mañana siguiente. Cuando Líder Tres estaba contrariada, necesitaba gente a su alrededor para dar rienda suelta a sus sentimientos. Lo único que la satisfaría sería que Vierran estuviese pendiente de ella allá donde fuese, y esto incluyó seguir respetuosamente a los dos Líderes cuando, después de tomar el desayuno, se dirigieron a pie hacia la fábrica que se podía ver tras las casas de la zona norte. Líder Uno dijo:
—¿De verdad la necesitas, querida?
—Voy a necesitar un masaje en los pies después de caminar con estos horrendos zapatos terrestres —dijo Líder Tres.
Así pues, aunque apenas era capaz de contener el impulso de marcharse e ir a avisar a Mordion, se vio obligada a seguir a Líder Tres, a quien hoy se veía alta y elegante con un brevísimo vestido ajustado de color violeta y un sombrero púrpura de ala ancha, y a Líder Uno, más ancho y más bajo, que iba caminando despreocupado. Estaba fumándose otro puro, y miraba con benevolencia los jardines de las casas por encima de las vallas. Vierran se dio cuenta de que los estaba observando desde un punto de vista terráqueo, como si volviese a ser Ann. «¡Vaya una pareja ridícula!».
«No les subestimes», dijo el Esclavo. «Los amos son los amos».
La fábrica no estaba lejos, y llegaron antes de que los ajustados zapatos púrpura de Líder Tres comenzasen a darle problemas evidentes. Pasaron junto a una alta verja metálica de color verde y con pinchos. Al otro lado de la verja se veía humear unas retorcidas chimeneas metálicas situadas sobre unos cilindros blancos que tenían pintado el logo azul del Equilibrio. Líder Uno sonrió al verlos. Vierran se preguntó por qué nunca había relacionado la furgoneta blanca con aquella fábrica cuando era Ann.
La verja verde hacía esquina con un camino sin asfaltar y cubierto de hierba. Una señal que había al otro lado junto a un seto decía CAMINO DE MERLÍN. Al ver las rodadas en el barro del camino, Líder Tres dejó escapar un grito de consternación y comenzó a cojear.
—Muestra un poco de resistencia, querida —dijo Líder Uno, casi con impaciencia.
Aquello bastó para hacer que Líder Tres echase a andar cojeando por las rodadas, con el sombrero en la mano y cara de sacrificio. Se olvidó de seguir cojeando cuando el camino dio la vuelta a la esquina.
Ante ellos se alzaba un alto montículo cubierto de hierba que se interponía en su trayecto. El camino daba un giro para sortearlo, y la verja de la fábrica describía una curva para rodear la parte de atrás de la elevación. Líder Tres se quedó petrificada sombrero en mano al ver que el seto del otro lado del camino desaparecía pasado el montículo. El camino también se esfumaba, y en su lugar se encontraron una zona de tierra removida, decorada con pequeñas señales de color naranja. Había una gran excavadora amarilla al otro lado del montículo.
—¿Pero esto qué es? —dijo Tres—. ¡Creía que estas tierras debían permanecer intactas!
—Y yo. Pero el túmulo permanece ahí —señaló Líder Uno—. Puede que todo siga bien.
Los dos Líderes ascendieron con sorprendente presteza por la cuidada hierba del montículo; a juzgar por la cara que pusieron, no seguía bien.
Vierran subió tras ellos para descubrir que al otro lado faltaba bastante más de la tercera parte del montículo. Lo habían excavado y convertido en un revoltijo de escombros. Al mirar hacia abajo vio una cámara cuadrada muy, muy antigua en la que todo indicaba que en su día había estado recubierta de bloques de primitivo metahormigón negro. Aquí y allá se podían ver colgando los plateados extremos de los cables estat pelados, y había aún más esparcidos entre el montón de escombros. Entre la tierra, las piedras y el metahormigón roto, Vierran vio el brillo de más de un pisistor estat. «Interesante».
Pero lo más interesante era la gente que se movía afanosamente por la excavación. Un hombre y una chica trabajaban con paletas y cepillos, otro estaba en cuclillas con una cámara y un cuaderno, y un tercer hombre iba de unos a otros con un portapapeles.
—Discúlpeme, caballero —Líder Uno eligió al del portapapeles, que era la persona de más edad—. ¿Se ha producido alguna clase de hallazgo interesante en este lugar?
El hombre alzó la vista con fastidio. Era un hombre grave, con gafas y cabello ralo, y que claramente no deseaba que le interrumpiesen. Pero su fastidio se desvaneció en cuanto vio el traje caro, la barba canosa y el puro de Líder Uno: obviamente, Líder Uno era una autoridad. El hombre grave respondió, tenso pero educado:
—Me temo que aún no estamos muy seguros sobre de qué se trata. No cabe duda de que la excavadora ha desenterrado alguna clase de cámara, pero no está para nada claro qué es. Los dueños de la fábrica nos han dado tan sólo una semana para investigar, es una lástima que no pueda ser más.
—Estos cables se extienden alrededor de toda la cámara —dijo la chica de la paleta— como si fuera una especie de instalación eléctrica.
—Pero no puede serlo, por supuesto —dijo el hombre grave, que señaló con su portapapeles el suelo del espacio cuadrado que quedaba a cielo abierto—. El nivel de este suelo revela que esta cámara tiene que haber sido construida hace unos mil años. Pero el cable es de algún tipo de aleación moderna.
—Ah —dijo Líder Uno mesándose la barba—. Así que sospechan que pueda ser un fraude. —Vierran podía sentir la presión que Uno estaba ejerciendo para hacer que las personas de allí abajo creyesen que se trataba de un fraude—. Y creen —dijo con los ojos clavados en el oscuro agujero cuadrado— que el autor del fraude podría haber puesto un cadáver en ella para convencerles mejor.
El arqueólogo miró también el agujero por encima del hombro.
—Lo había —dijo el arqueólogo. Los dos Líderes se envararon—. Había una marca, como si hubiese habido un cuerpo. La hemos fotografiado, pero claro, hemos tenido que caminar por el suelo después. Lo más misterioso es que no hay rastro de materia orgánica en el agujero. Por la marca se podría esperar que hubiese un esqueleto, pero no había nada. —El arqueólogo estaba pisando un pisistor estat roto mientras hablaba—. Nada salvo esta basura evidentemente moderna —concluyó mientras le daba una patada al pisistor.
—Evidentemente —dijo Líder Uno, que seguía manipulando la mente del hombre—. ¿Y cuánto tiempo ha perdido ya por culpa de este fraude, caballero?
—Apenas hemos llegado hoy por la mañana —dijo el arqueólogo.
Líder Uno aplicó un poco más de presión, y la chica que había hablado antes sonrió y añadió:
—La excavadora lo desenterró ayer mismo, ¿sabe? Vinimos aquí desde la universidad en cuanto pudimos.
—Admirable —dijo Líder Uno—. No les robaré más tiempo. —Les sonrió y se dirigió montículo abajo hacia el camino. Líder Tres le hizo una seña a Vierran y le siguió. La última imagen que Vierran tuvo de los arqueólogos fue la de la creciente exasperación de sus caras, porque sabían desde el principio que se trataba de un fraude. Y no pudo ver más porque tuvo que apurar en pos de los dos Líderes para satisfacer su curiosidad y enterarse de qué iba todo aquello.
—¡Se ha ido! —dijo Líder Tres tambaleándose por las rodadas.
—No lleva mucho tiempo fuera —respondió Líder Uno— y estará tan débil como un pajarito, estará en los huesos durante una buena temporada. Estamos a tiempo siempre que nos movamos rápido. Yo iré tras él, tú haz tu trabajo, y juntos iremos a por el Bannus cuando hayamos terminado. —Tiró el puro entre las raíces del seto—. Venid, las dos.
A la vuelta pasaron junto al motel y recorrieron las calles que Vierran comenzó a reconocer por su temporada como Ann Stavely. Líder Tres apuró impaciente, olvidándose de los zapatos. Líder Uno le seguía el paso. «¿Quién sería el hombre en estat?», se preguntaba Vierran, que casi tenía que ir corriendo para mantener el ritmo. «¿Y por qué le habrá dado el Bannus sus recuerdos a Mordion? Porque es lo que parece que ha hecho…». Una cosa estaba clara: quienquiera que fuese, tenía a los Líderes tan preocupados que casi ni se daban cuenta de que Vierran estaba allí. Con un poco de suerte podría esfumarse en seguida.
Entraron a la calle Wood por el extremo opuesto a Granja Hexwood. Vierran no dio crédito a sus ojos al reconocer la hilera de tiendas. Había cristales rotos por todas partes, y el lugar estaba desierto y aparentemente listo para resistir un asedio. Todas las entradas estaban cerradas a cal y canto, y había barricadas en calzada y aceras. «¿Mi padre ha organizado todo esto?», se preguntó Vierran. «¿O sería una persona totalmente distinta?». Daba igual quién lo hubiese organizado, estaba claro que nadie iba a tolerar más saqueos de Líder Cuatro.
Líder Uno se detuvo prudentemente en la esquina de la calle Wood y encendió otro puro.
—Seguid —dijo, dando la imagen de un hombre viejo, cansado y sin aliento—. Ya os alcanzaré luego.
Líder Tres le lanzó una mirada impaciente y siguió su camino, y Vierran fue tras ella en seguida. Las dos desaparecieron antes de llegar a la primera barricada.
—Hmmm… —musitó Líder Uno—. El campo del Bannus se ha ampliado un poco durante la noche. Lo sabía.
Uno tiró la cerilla y avanzó en dirección contraria, expulsando humo azul. Primero le echaría un vistazo a las otras dos tumbas estat, y luego visitaría a los jefes de las Casas y al resto de los prisioneros que estaban la fábrica. Era una forma de ocupar el tiempo mientras reflexionaba sobre la mejor forma de abordar a su enemigo. El problema estribaba en que, con toda seguridad, Martellian se encontraba dentro del campo del Bannus.
No vio cómo los árboles iban apareciendo tras él, cobrando existencia a intervalos por toda la calle Wood y formando arboledas frente a las tiendas vacías. Durante un instante se pudieron ver las tiendas entre el verdor de las ramas, y los árboles sobre montículos de asfalto roto en la calzada. Finalmente, sólo quedó el bosque, con su suelo cubierto de hojas secas.
Líder Uno siguió andando ajeno a lo que le rodeaba, exhalando humo y pensando en su enemigo. Nunca había odiado a nadie tanto como odiaba a Martellian. Martellian se había interpuesto en el camino de Orm Pender durante toda su vida, especialmente cuando Orm era joven. Le ponían furioso sus dones, su hermosura, su pura sangre de Líder y la facilidad con la que las riquezas de la galaxia le caían en las manos. Pero lo que más le enfurecía era la inocente bondad de Martellian. Lejos de despreciar al joven Orm Pender por ser un mestizo, hijo de una madre de otro mundo, bajito y chaparro, Martellian se desvivió por animar a Orm, por integrarle en la Casa. Orm le odiaba por eso más que por ninguna otra cosa. Le había proporcionado un enorme placer engañar al Bannus en las pruebas de selección para convertirse en Líder y luego arrebatarle el cargo a Martellian. Fue un placer llevar a Martellian a luchar por su vida y forzarle a devolverle todos los sanguinarios golpes que le asestaba. Cuando ya estaba exiliado, Martellian se había visto obligado a luchar con tanta dureza que ya no le quedaba rastro de aquella bondad, y eso también le proporcionó un inmenso placer. Y aún se complacía descargando su odio sobre los descendientes de Martellian, convirtiéndolos en sus Siervos generación tras generación.
*4*
Tuvieron un buen viaje hasta el castillo, y Mordion se lo tomó como unas vacaciones antes de que las cosas se pusiesen difíciles. No podía permitirse pensar con detenimiento en lo que iba a encontrarse, y quizá Hume sintiese lo mismo. Hume estaba nervioso, de eso no cabía duda, y también algo irritable. Subieron a la barca de Hume y descendieron impulsándose con una pértiga río abajo, ya que todos sabían que ésa era la dirección correcta. Mientras, Yam les seguía por la orilla pantanosa, manteniendo su ritmo y con la preciosa espada de Hume atada a la espalda para mayor seguridad. Yam se había negado a ir en la barca.
—Soy demasiado pesado y delicado —se justificó Yam—. No me tratáis con el cuidado que merezco.
—Tonterías —dijo Mordion—. Si me paso el día poniéndote a punto…
—Y me niego a tomar parte en tus abracadabras —añadió Yam.
—Yam, te queremos tal como eres —dijo Hume con una gran sonrisa, sentado en la barca y con las piernas pegadas al cuerpo. Apenas había espacio para dos—. Ya nos encargaremos nosotros de hacer todos los abracadabras que hagan falta.
—No estoy nada contento con esta empresa —dijo Yam chapoteando entre los nomeolvides y las flores llamadas botón de oro—. En estos tiempos el bosque está lleno de proscritos… y de cosas peores.
—¿A que está hecho un cascabel? —dijo Hume.
Mordion sonrió. Parecía que el bosque se ponía sus mejores galas para la ocasión de su viaje. Corriente abajo, donde los árboles se aproximaban más a las aguas, el río estaba alfombrado con el azul y el verde de los jacintos silvestres.
*5*
Ann —«No, Vierran», se recordó a sí misma— pasó junto al paquete de galletas amarillo y lo saludó con alegría.
—¡Y por esto también me las vas a pagar! —le dijo al Bannus, cuyo campo debía extenderse a kilómetros de distancia más allá de ese punto.
Cuando llegó al río las blancas aguas bajaban en un torrente que lo cubría todo salvo las puntas de las rocas. Vierran lo salvó con muchísimo cuidado, pero a pesar de todo hubo un angustioso momento en el que se encontró haciendo equilibrios sobre la punta de una roca resbaladiza, agitando los brazos para mantener la estabilidad y con muchos metros de aguas torrenciales entre ella y la orilla. Consiguió llegar al otro lado porque el pánico le dio alas.
Al otro lado parecía ser invierno todavía, o cuando menos acababa de comenzar la primavera. Los helechos aún no habían brotado en el precipicio, y los arbustos cercanos a la cima apenas comenzaban a echar unos ínfimos brotes verdiblancos. Al llegar a la cima, Ann se topó con un lobo muerto y retrocedió horrorizada. Lo habían matado hacía tiempo y de una forma bastante tosca: alguien le había aplastado la cabeza con la piedra manchada de sangre que había junto al cadáver. Era algo vomitivo, no podía ser obra ni de la limpieza de experto de Mordion ni de la espada de Hume. ¿Quizá Yam? ¿Qué habría pasado? Evitó mirar los ojos velados del animal, pasó por encima de él y se apresuró a llegar al otro lado de la casa.
—¡¡Mordion!!
La encorvada figura cubierta de pelo castaño que estaba acuclillada en el patio alzó la cabeza.
—¿Quién llama a Mordion?
Durante un terrible momento Ann pensó que aquel era Mordion, que había vuelto a caer en la peor de las desesperaciones. Era una maraña de barbas ralas y pelo grisáceo que le llegaba a los hombros. Aquella cosa alzó el rostro para verla, y Ann comprobó que era… otra persona, alguien que casi tenía una auténtica calavera por rostro, sucio, y con unos ojos tan velados y muertos como los del lobo apaleado. Ann retrocedió apurada, con la mano extendida hacia atrás para tantear la casa cuando llegase a su altura.
La cosa se alzó y extendió sus dedos huesudos y manchados de sangre hacia ella:
—¿Dónde está Mordion? Tú lo sabes. Dime dónde está. —La cosa tenía una voz que apenas podía calificarse de humana, pero podía ver a Ann con sus ojos muertos—. Tengo que matarle —graznó aquel ser—. Tengo que matarte —dijo mientras daba un paso vacilante hacia ella.
Ann gritó. Topó con el áspero barro de la pared de la casa, la siguió guiándose por el tacto, y se lanzó rodeando la esquina en cuanto la cosa (el fantasma, el cadáver, o lo que fuera) saltó a por ella. Ann gritó mientras corría. Bajó por el barranco a grandes zancadas. Las rocas que veía y oía caer le indicaban que la cosa le seguía. No miró atrás, se limitó a saltar a la roca más próxima que sobresalía entre las aguas rugientes, y luego a la siguiente, y llegó al otro lado casi sin bajar el ritmo. Detrás oyó un grito semejante a un graznido, y rocas cayendo… ¿y luego un chapoteo? Estaba demasiado aterrada como para mirar. Remontó la orilla opuesta aferrándose al barro con las uñas y siguió corriendo, incluso siguió corriendo tras pasar el paquete de galletas amarillo.
Tras ella, en el río, Líder Cinco miraba hacia arriba sin ver. Se había roto la espalda, y las aguas empujaban su cuerpo entre las rocas, lo lanzaban hacia delante, lo hundían para ahogarle. Le llevó bastante tiempo rendirse y admitir que ya estaba muerto.