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Calcuta me ha asesinado.

KABITA SINHA

Calcuta no quería dejarnos ir. Durante dos días más la ciudad nos retuvo en sus fétidas garras.

Amrita y yo no queríamos dejar sola a Victoria con ellos.

Incluso durante la autopsia policial y los preparativos de la funeraria, permanecimos en habitaciones contiguas.

Singh nos informó que tendríamos que quedarnos en Calcuta durante algunas semanas, al menos hasta el término de la vista judicial. Le dije que no nos quedaríamos. Cada uno de nosotros prestó declaración ante un hastiado funcionario.

Llegó el representante de la embajada americana en Nueva Delhi. Era una especie de pequeño conejo oficioso llamado Don Warden. Su idea de cómo tratar con los mal predispuestos burócratas indios consistía en presentarles excusas y explicarnos a nosotros hasta qué punto habíamos complicado las cosas al insistir en llevarnos a casa el cuerpo de nuestra hija tan precipitadamente.

El sábado nos dirigimos al aeropuerto por última vez. Warden, Amrita y yo nos apretujamos en el asiento trasero de un viejo Chevrolet alquilado. Llovía con fuerza y en el interior del vehículo cerrado hacía calor y una gran humedad. Yo ni me daba cuenta. Sólo tenía ojos para la pequeña ambulancia blanca que íbamos siguiendo. Pese a la densa circulación no utilizaba las luces de emergencia. No había prisa.

En el aeropuerto se produjo una última demora. Warden apareció acompañado de un funcionario del aeropuerto. Estaban estrechándose las manos.

—¿Qué pasa? —pregunté.

El funcionario indio se sacudió la manchada camisa blanca y nos espetó varias frases en indostaní en un tono irritado.

—¿Qué?

Amrita tradujo. Estaba tan exhausta que no levantó la cabeza y su voz apenas era audible.

—Dice que el ataúd que hemos comprado no puede ser embarcado en el avión —dijo tristemente—. El ataúd metálico de la compañía aérea está aquí, pero la documentación necesaria para el traslado no ha sido firmada por las correspondientes autoridades. Dice que el lunes podemos ir al Ayuntamiento a retirar los documentos necesarios.

Me puse en pie.

—¿Warden?

El representante de la embajada se encogió de hombros.

—Tenemos que respetar sus leyes y valores culturales —repuso—. No me canso de insistir en que todo sería mucho más fácil si ustedes aceptaran realizar la cremación del cuerpo aquí, en India.

«Kali es la diosa de todos los lugares de cremación».

—Vengan —dije.

Conduje de nuevo a los dos hombres hasta la oficina contigua a la habitación donde yacía Victoria. El funcionario indio parecía aburrido e impaciente. Cogí a Warden por el brazo y lo llevé hasta un rincón de la habitación.

—Voy a ir a la habitación contigua y trasladaré el cuerpo de mi hija al ataúd reglamentario, señor Warden —afirmé con calma—. Si entra usted en la habitación o me pone cualquier tipo de impedimento le mataré. ¿Lo ha comprendido bien?

Warden parpadeó repetidamente y asintió. Luego, acercándome al funcionario, le expliqué la situación. Lo hice con la más absoluta tranquilidad, puntuando mis palabras con suaves golpecitos de los dedos sobre su pecho. Me miró a los ojos y vio algo que le indujo a permanecer callado e inmóvil mientras yo acababa de hablar y atravesaba la puerta batiente hacia la habitación en penumbra en la que Victoria esperaba.

La habitación era alargada y estaba prácticamente vacía, salvo por algunos montones de cajas y equipajes sin reclamar. En un extremo de la sala se encontraba el ataúd de acero de la compañía aérea, abierto ya sobre un mostrador contiguo a una cinta transportadora de equipajes. Y en el otro extremo de la sala, sobre un banco junto a la plataforma de embarque, estaba el ataúd gris que habíamos comprado en Calcuta. Me acerqué a él y, sin vacilar, rompí los sellos.

La noche en que Victoria nació, cierta parte del ritual organizado hizo que me sintiera nervioso durante semanas. Se me había dicho que en el hospital de Exeter alentaban a los nuevos padres a que llevaran a los recién nacidos desde la sala de partos hasta la habitación contigua para proceder a la medición y pesaje obligatorios antes de devolver el bebé a su madre en la sala de recuperación. Durante algún tiempo me había sentido preocupado por aquello. Temía que pudiera dejarla caer. Era una reacción absurda, pero incluso después de la excitación y el júbilo del nacimiento, sentí mi corazón latir nervioso cuando el médico retiró a Victoria del estómago de Amrita y me preguntó si quería llevar a mi pequeña hasta la otra sala. Recuerdo haber asentido sonriente pero con una sensación de terror. Recuerdo haber sostenido con confianza y gozo crecientes su cabecita en el hueco de mi mano, levantando aquel pequeño bulto todavía húmedo por el parto y, sujetándolo sobre el pecho y el hombro, recorrer los treinta pasos desde la sala de partos a la habitación contigua. Era como si Victoria me estuviera ayudando. Recuerdo haber sonreído estúpidamente al tener de súbito plena conciencia de que llevaba en brazos a mi hija. Sigue siendo el recuerdo más feliz de mi vida.

Esta vez no sentí nerviosismo alguno. Levanté cuidadosamente a mi niña, sosteniendo la cabecita en el hueco de la mano y la mantuve sobre mi pecho y mi hombro, como tantas veces hiciera antes, y caminé los treinta pasos que me separaban del ataúd de acero de la compañía aérea, con su pequeño lecho de seda blanca.

El avión sufrió varios retrasos antes de despegar. Amrita y yo permanecimos sentados, cogidos de la mano durante la espera de noventa minutos, y cuando, finalmente, el inmenso 747 inició su despegue, no miramos por las ventanillas. Nuestros pensamientos se centraban en el pequeño ataúd que habíamos visto embarcar horas antes. No cruzamos palabra mientras el avión ascendía hasta la altitud de navegación. No miramos las nubes que ensombrecían el último panorama de Calcuta. Habíamos recuperado a nuestro bebé y volvíamos a casa.