10
Calcuta, señor de nervios,
¿Por qué quieres destruirme totalmente?
Tengo un caballo y un eterno permiso de extranjero.
Voy a mi propia ciudad.
PRANABENDU DAS GUPTA
Era una extraña mezcolanza de gentes las que se disponían a acudir a la cita para recoger el manuscrito el domingo por la mañana.
Gupta había telefoneado a las ocho cuarenta y cinco. Hacía ya dos horas que nosotros nos habíamos levantado.
Durante el desayuno en el jardín del café Amrita había anunciado su firme decisión de acompañarme en aquel viaje, y fui incapaz de disuadirla. En realidad me sentí aliviado ante la idea.
Gupta inició la conversación telefónica con el estilo inimitable de todas las comunicaciones telefónicas indias.
—¿Diga?
—¿Oiga? ¿Señor Luczak?
La conexión sonaba como si estuviéramos utilizando dos latas y vanos kilómetros de cordón. Se escuchaban crujidos y chirridos.
—Soy Gupta.
—¿Cómo está usted, señor Gupta?
—Muy bien. Oiga, ¿señor Luczak? ¿Me oye?
—Sí.
—Hola. Ya se han hecho los preparativos… ¿Me oye? ¿Señor Luczak? ¿Está usted ahí?
—Sí. Estoy aquí.
—¡Hola! Se han hecho los preparativos. Acudirá solo cuando nos reunamos con usted en su hotel a las diez y media de esta mañana.
—Lo siento, señor Gupta. Mi mujer me acompañará. Hemos decidido que…
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice?
—Digo que me acompañarán mi mujer y mi hija. ¿A dónde iremos?
—No, no, no. Así ha sido acordado. Tiene que venir solo.
—Sí, sí, sí —dije yo—. Me acompaña mi familia o no voy. A decir verdad, señor Gupta, estoy más bien harto de esta estupidez a lo James Bond. He recorrido veinte mil kilómetros para recoger una obra literaria, no para andar escondiéndome solo por Calcuta. ¿Dónde será la reunión?
—No, no. Sería mejor que fuera solo, señor Luczak.
—¿Y por qué? Si es algo peligroso necesito saberlo.
—No. Claro que no es peligroso.
—¿Dónde tendrá lugar la reunión, señor Gupta? Le aseguro que no tengo tiempo para estas tonterías. Si vuelvo a casa con las manos vacías escribiré mi artículo como sea, pero probablemente ustedes tendrán noticias de los abogados de mi revista.
Era una amenaza carente de base, pero se hizo un silencio roto tan sólo por los silbidos, crujidos y ruidos sordos propios de la línea telefónica.
—¿Hola? ¿Señor Luczak?
—Sí.
—De acuerdo. Su mujer será muy bien recibida. Naturalmente. Nos reuniremos con el representante de M. Das en la casa de Tagore…
—¿En la casa de Tagore?
—Sí, sí. Es un museo, ¿sabe?
—Maravilloso —exclamé—. Quería ver la casa de Tagore. Excelente.
—Así pues el señor Chatterjee y yo estaremos en su hotel a las diez y media. ¿Oiga, señor Luczak?
—¿Sí?
—Adiós, señor Luczak.
Gupta y Chatterjee no aparecieron hasta pasadas las once, pero cuando nosotros bajamos Krishna se encontraba en el vestíbulo. Vestía la misma camisa sucia y los mismos pantalones arrugados.
Se mostró inmensamente alborozado al vernos, haciendo una reverencia a Amrita, alborotando el fino pelo de Victoria y estrechándome la mano por dos veces. Explicó que había acudido para informarme que «nuestro mutuo amigo, el señor Muktanandaji» había utilizado mi más que valioso regalo para regresar a su aldea de Anguda.
—Creí que había dicho que no podía volver a su casa.
—¡Aahh! —exclamó Krishna encogiéndose de hombros.
—Bien, supongo que tanto él como Thomas Wolfe estaban equivocados —repuse. Krishna se me quedó mirando un segundo y luego rompió a reír de forma tan estridente que Victoria se puso a llorar.
—¿Ha recibido el poema de Das? —preguntó cuando se calmaron tanto su risa como el llanto de Victoria.
—No, ahora mismo vamos a recogerlo —contestó Amrita.
—Aahh —dijo Krishna sonriendo, y vi como centelleaban sus ojos.
—¿Le gustaría acompañarnos? Tal vez le guste ver qué clase de manuscrito puede crear el cadáver de un ahogado.
—¡Bobby! —me reprendió Amrita.
Krishna se limitó a asentir, pero su sonrisa era más semejante que nunca a la de un tiburón.
Gupta y Chatterjee no se mostraron ni mucho menos complacidos ante lo nutrido de nuestro grupo. No tuve el valor de decirles que también nos acompañarían un número indeterminado de lo mejorcito de Calcuta.
—Señor Gupta, le presento a Amrita, mi mujer. —Se intercambiaron cortesías en hindi—. Y éste, caballeros, es nuestro… nuestro guía, el señor M. T. Krishna. También nos acompañará.
Los dos caballeros asintieron envarados, pero Krishna resplandecía.
—¡Ya nos conocemos! ¿No me recuerda, señor Chatterjee?
Michael Leonard Chatterjee frunció el ceño y se ajustó las gafas.
—¡Ah! Ya veo que no. ¿Y usted, señor Gupta? Bien, fue hace varios años, a mi regreso del hermoso país del señor Luczak. Presenté una solicitud de socio al Sindicato de Escritores.
—¡Ah sí! —dijo Chatterjee, aunque era evidente que no lo recordaba en absoluto.
—Sí, sí —Krishna sonreía—. Se me dijo que mi prosa «carecía de madurez, estilo y comedimiento». Ni qué decir tiene que no fui admitido.
Todo el mundo pareció incómodo salvo Krishna. Por mi parte estaba empezando a disfrutar con aquello. Y comenzaba a sentirme contento de haber invitado a Krishna para que nos acompañara.
El pequeño Premiere con el que enfilamos hacia el este desde el hotel iba realmente atestado. Gupta, Chatterjee y el chófer uniformado de este último iban embutidos en los asientos delanteros. Hasta donde yo podía ver el conductor llevaba un brazo fuera de la ventanilla, mientras que con la otra mano se ajustaba la gorra y conducía con las rodillas. El efecto no era muy diferente del habitual.
En la parte trasera yo me encontraba encajonado entre Krishna y Amrita yendo Victoria sobre las rodillas de mi mujer.
Todos sudábamos terriblemente, pero Krishna parecía haber empezado mucho antes que todos nosotros. Hacía un calor espantoso. Después de dejar el aire acondicionado del hotel, las lentes de la cámara de Amrita, así como los cristales de las gafas de Chatterjee, se habían empañado intensamente. La temperatura era de más de cuarenta grados y mi camisa de algodón quedó adherida de inmediato a mi espalda. En la sucia plaza que había frente al hotel se encontraban cuarenta o cincuenta hombres en cuclillas, con las huesudas rodillas más altas que la barbilla y, sobre el pavimento, delante de ellos, paletas, placas de cemento y plomadas. Parecía como si estuvieran nivelándolo. Pregunté a Krishna por qué estaban allí y éste, encogiéndose de hombros, respondió:
—Es domingo por la mañana.
Todo el mundo pareció satisfecho con aquella expresión deífica, así que no dije palabra.
Bajando hacia Chowringhee, giramos a la derecha delante de Raj Bhavan, el antiguo Palacio del Gobierno, y enfilamos hacia el sur de Dharamtala. El viento que entraba por las ventanillas abiertas no nos refrescaba lo más mínimo, sino que, por el contrario, lo sentíamos rascar nuestras epidermis como papel de lija. El enmarañado pelo de Krishna se agitaba como un nido de víboras. Cada vez que teníamos que detenernos ante un semáforo o un policía de tráfico, el chófer paraba el motor y permanecíamos allí sentados en sudoroso silencio hasta que el coche se ponía de nuevo en marcha.
Viajamos en dirección este hasta la Upper Circular Road y luego torcimos por la calle de Raja Dinendra, una sinuosa carretera que corría paralela a un canal. El agua estancada apestaba a cloaca. Unos chiquillos desnudos chapoteaban en los charcos parduscos.
—Miren allí —dijo Chatterjee con tono perentorio señalando hacia nuestra derecha. Apareció un inmenso templo en glorioso tecnicolor—. El templo jainista. Muy interesante.
—Los sacerdotes jainistas jamás tomarán vida alguna —recitó Amrita—. Cuando abandonan el templo hacen que los sirvientes barran el sendero para no aplastar inadvertidamente algún insecto.
—Llevan mascarillas de cirujano —dijo a su vez Chatterjee—, a fin de no tragarse por descuido alguna cosa viva.
—No se bañan —agregó Krishna—, por respeto a las bacterias que viven en sus cuerpos.
Asentí, preguntándome en mi fuero interno si el propio Krishna no haría honor a ese especial código jainista. Entre los habituales olores callejeros de Calcuta, la peste de las cloacas al descubierto y Krishna, empezaba a sentirme algo abrumado.
—Su religión les prohíbe comer nada que esté vivo o haya estado vivo —explicó Krishna con satisfacción.
—Un momento —dije—. Según esas reglas queda descartado todo. ¿De qué viven?
—¡Aahhh! —Krishna sonrió—. ¡Buena pregunta!
Seguimos nuestro camino.
La casa de Rabindranath Tagore estaba en Chitpur. Aparcamos en una angosta bocacalle, atravesamos una puerta para entrar en un patio aún más angosto, y nos quitamos los zapatos en una pequeña antesala, antes de entrar en el edificio de dos pisos.
—Por veneración a Tagore esta casa se considera un templo —comentó Gupta en actitud solemne.
Krishna se sacudió las sandalias.
—En nuestro país todo monumento público tarde o temprano se convierte en templo. —Rió—. En Varanasi el gobierno construyó un edificio para instalar un mapa en relieve de India a fin de enseñar a los ignorantes campesinos la geografía nacional. Ahora es un templo sagrado. He visto a gente orando en él. Tiene, incluso, su propio día festivo. ¡Un mapa en relieve!
—Silencio —ordenó Chatterjee.
Nos condujo por una escalera oscura. Las habitaciones de Tagore estaban limpias de mobiliario, pero en las paredes abundaban las fotografías y las vitrinas que exhibían todo lo habido y por haber, desde manuscritos originales que debían valer una fortuna hasta latas del rapé favorito del Maestro.
—Parece que estamos solos —observó Amrita.
—¡Ah, sí! —asintió Gupta. El escritor se parecía cada vez más a un roedor cuando sonreía—. Por lo general el museo está cerrado los domingos. Gracias a una concesión especial disfrutamos del privilegio de estar aquí.
—Formidable —dije a nadie en particular. De repente, a través de los altavoces adosados a la pared nos llegaron grabaciones de la voz de Tagore, alta y restallante, leyendo fragmentos de sus poesías y entonando algunas de sus baladas—. Maravilloso.
—El representante de M. Das llegará muy pronto —dijo Chatterjee.
—No hay prisa —le aseguré.
Había grandes lienzos de las pinturas al óleo de Tagore. Su estilo me recordaba el de N. C. Wyeth… la versión del impresionismo de un ilustrador.
—Fue Premio Nóbel —recordó Chatterjee.
—Ya.
—Compuso nuestro himno nacional —apuntó Gupta.
—Así es. Lo había olvidado —dije.
—Escribió numerosas obras de teatro —añadió Gupta.
—Fundó una gran universidad —aportó Chatterjee.
—Murió exactamente aquí —dijo Krishna.
Todos nos detuvimos y miramos hacia donde Krishna señalaba con el dedo. El rincón estaba vacío, salvo por algunas pelusas de polvo.
—Corría el año 1941 —continuó Krishna—. El anciano se estaba muriendo, extinguiéndose como un reloj al que no le hubiesen dado cuerda. Algunos de sus discípulos se reunieron aquí. Luego llegaron más. Y más. Muy pronto todas estas habitaciones se encontraban repletas de gente. Algunos de los asistentes ni siquiera conocían al poeta. Pasaron los días. El anciano no acababa de morir. Finalmente comenzó una fiesta. Alguien fue al cuartel general del ejército americano —ya había soldados en la ciudad— y volvieron con un proyector y varios rollos de películas. Vieron a Laurel y Hardy y dibujos de Mickey Mouse. El anciano yacía en coma, olvidado por todos, en el rincón. De vez en cuando surgía de su sueño letal como un pez que ascendiera a la superficie. ¡Imagínense su confusión! Contemplar entre las espaldas de sus amigos, y por encima de cabezas de extraños, aquellas imágenes revoloteando por la pared.
—Aquí está la pluma que Tagore utilizó para escribir sus famosas obras teatrales —dijo Chatterjee en voz muy alta, intentando apartarnos de Krishna.
—Escribió un poema sobre ello —prosiguió Krishna—. Sobre lo de morir con Laurel y Hardy. En sus últimos días fechaba todos sus poemas, sabedor de que cada uno de ellos podía ser el último. Y durante los breves períodos lúcidos del coma, apuntó también la hora. Lejos quedaba su optimismo sentimental. Y también la amable campechanería característica de sus populares obras. Porque, verán, entre poema y poema estaba enfrentándose a la sombría cara de la muerte. Era un anciano asustado. Pero los poemas… Ah, señor Luczak, esos poemas finales son hermosos. Y penosos. Como su agonía. Tagore, contemplando las imágenes cinematográficas sobre la pared, se preguntaba: «¿Somos todos ilusión? ¿Sombras breves proyectadas sobre un muro blanco para la diversión trivial de dioses hastiados? ¿Eso es todo?». Y luego murió. Ahí mismo. En ese rincón.
—Vengan por aquí —dijo Gupta con tono tajante—. Hay mucho más que ver.
En efecto, así era. Fotografías de los amigos y contemporáneos de Tagore, incluyendo imágenes con el autógrafo de Einstein, G. B. Shaw y un Will Durant muy joven.
—El Maestro ejerció una gran influencia sobre W. B. Yeats —señaló Chatterjee—. ¿Sabía usted que la «bestia innoble» en «La Segunda Venida», el cuerpo de león con cabeza de hombre, la había sacado Yeats de la descripción que le hiciera Tagore de la quinta encarnación de Vishnu?
—No —respondí—. Al menos no lo recuerdo.
—Sí —dijo Krishna. Pasó la mano sobre la polvorienta tapa de una vitrina y sonrió a Chatterjee—. Y cuando Tagore envió a Yeats un ejemplar de la edición encuadernada de su poesía bengalí, ¿sabe lo qué ocurrió? —Krishna hizo caso omiso del ceño de Gupta y Chatterjee. Agachándose, enarboló un arma invisible con ambas manos—. ¡Caramba! Yeats se lanzó a la carga a través de su cuarto de estar de Londres y cogiendo una enorme espada de samurái que le habían regalado, destruyó el libro de Tagore, así… ¡Ayehh!
—¿De veras? —preguntó Amrita.
—Sí, de veras, señora Luczak. Y Yeats vociferó: «¡Maldito sea Tagore! ¡Canta a la paz y al amor cuando la respuesta es la sangre!».
Las grabaciones de la música de Tagore callaron de súbito. Todos nos volvimos al tiempo que un muchacho de unos ocho años, pobremente vestido, entró en la habitación. Llevaba una pequeña bolsa de lona, pero ésta era demasiado reducida e irregular para contener un manuscrito. Su mirada pasó de uno a otro hasta llegar a mí.
—¿Es usted el señor Luczak?
Las palabras parecían memorizadas, como si el chico no hablara inglés.
—Sí.
—Sígame. Le llevo ante M. Das.
En el patio esperaba un rickshaw. Había sitio junto al chico para mí, Amrita y Victoria. Gupta y Chatterjee se apresuraron a subir a su coche para seguirnos. Krishna pareció no estar interesado y se quedó en pie junto a la puerta.
—¿No viene? —le grité.
—Ahora no —dijo Krishna—. Le veré más tarde.
—Nos vamos por la mañana —le voceó Amrita.
Krishna se encogió de hombros. El muchacho dijo algo al wallah del rickshaw y enfilamos por la calle. El Premiere de Chatterjee nos siguió. También arrancó un sedán pequeño que se encontraba una media manzana más atrás, junto a la acera. Detrás de él avanzó traqueteante una carreta de bueyes con una media docena de personas harapientas. Me divertí para mis adentros imaginando que el conductor de la carreta era el policía metropolitano designado para seguirnos. El muchacho dijo algo a gritos en bengalí y el coolie del rickshaw gritó a su vez en respuesta y aceleró el trote.
—¿Qué han dicho? —pregunté a Amrita— ¿A dónde vamos?
—El muchacho ha dicho «date prisa» —dijo Amrita con una sonrisa—. Y el hombre del rickshaw ha contestado que los americanos son unos grandes cerdos.
—Mmm.
Atravesamos el puente Howrah entre un maremágnum de aullante circulación que dejaba en pañales a los anteriores atascos. Había tanto movimiento de peatones como de tráfico rodado, abarrotando completamente los dos niveles del puente. El intrincado rompecabezas de vigas grises y malla de acero se prolongó cerca de medio kilómetro a través de la cenagosa extensión del río Hooghly… Parecía un puente concebido por un niño que lo construyera con un juego de Erector Set, y cogí la Minolta de Amrita para hacerle una foto.
—¿Por qué lo haces?
—Se lo prometí a tu padre.
El muchacho agitó ambos brazos en mi dirección y pronunció algo con un tono que parecía urgente y enfadado.
—¿Qué está diciendo?
Amrita frunció el entrecejo.
—No estoy muy segura por el dialecto, pero algo sobre que está prohibido hacerle fotos al puente.
—Dile que está bien.
Le habló en hindi y el muchacho hizo un gesto hosco contestando en bengalí.
—Dice que no está bien —aseguró Amrita—. Dice que los americanos deberíamos dejar el espionaje a nuestros satélites.
—Jesús.
El rickshaw se detuvo delante de un interminable edificio de ladrillos que era la estación de ferrocarril de Howrah. No había rastro del Premiere de Chatterjee ni del sedán gris entre la circulación que desembocaba del puente.
—Y ahora ¿qué? —pregunté.
El muchacho, volviéndose hacia mí, me alargó la bolsa de lona. Quedé sorprendido por el peso. La abrí y miré adentro.
—Santo Cielo —exclamó Amrita—. Son monedas.
—No simples monedas —dije enarbolando una—. Medios dólares de Kennedy. Aquí debe de haber cincuenta o sesenta.
El muchacho señaló hacia la entrada del edificio y habló rápidamente.
—Dice que tienes que entrar y entregarlas.
—¿Entregarlas? ¿A quién?
—Dice que alguien te las pedirá.
El muchacho asintió como si hubiera quedado satisfecho, y echando mano a la bolsa cogió cuatro monedas y salió disparado del rickshaw, perdiéndose entre la multitud.
Victoria alargó la mano hacia las monedas y yo me apresuré a tirar de los cordones de la bolsa de lona. Miré a Amrita.
—Bien. Creo que ahora todo depende de nosotros.
—Después de usted, señor.
Cuando era niño el edificio más grande que jamás pude imaginar era el Merchandise Mart de Chicago. Luego, a finales de los sesenta tuve oportunidad de ver el interior del Vehicle Assembly Building del Kennedy Space Center. El amigo que me estaba enseñando todo aquello me dijo que algunos días se formaban nubes en el interior.
La estación de ferrocarril de Howrah era más impresionante.
Se trataba de una edificación construida a escala gigante. Había, a primera vista, una docena de vías, cinco locomotoras aparcadas, otras despidiendo vapor, varios grupos de vendedores ofreciendo cosas inidentificables de unos carros que despedían volutas de humo que irritaban los ojos. Miles de personas sudando y dando empellones, muchos miles más en cuclillas, durmiendo, cocinando… viviendo allí. Y una cacofonía de ruidos tan ensordecedora que uno no podía oírse a sí mismo gritar, y mucho menos pensar. Aquello era la estación de ferrocarril de Howrah.
—¡Madre de Dios! —exclamé.
A escasa distancia de mi cabeza una hélice de avión incrustada en una viga removía lentamente el aire. Docenas de ventiladores similares unían su estruendo a aquel océano de ruidos.
—¿Qué? —gritó Amrita. Victoria se apretó contra el pecho de su madre.
—¡Nada!
Empezamos a caminar sin dirección fija, abriéndonos paso entre una multitud que se movía hacia ninguna parte. Amrita me tiró de la manga y yo me incliné hacía ella para que pudiera hablarme al oído.
—¿No deberíamos esperar a Chatterjee y a Gupta?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—Déjales que se ganen su propia cuota de medios dólares de Kennedy.
—¿Qué?
—No importa.
Una mujer pequeña se acercó a nosotros. Sobre la espalda llevaba algo que hubiera podido ser su marido. El hombre tenía el espinazo horriblemente contorsionado, un hombro le sobresalía del centro de su espalda encorvada y las piernas eran tentáculos sin hueso que desaparecían entre los pliegues del sari de la mujer. Alargó hacia nosotros un brazo negro con más huesos que carne, abierta la palma de la mano.
—¡Baba! ¡Baba!
Vacilé un segundo y luego, echando mano al saco, le di una moneda.
A la mujer se le desorbitaron los ojos y al punto alargó ambas manos hacia nosotros.
—¡Baba!
—¿Debería darle todo? —grité a Amrita, pero antes de que pudiera contestarme una docena de manos se tendían hacia mi cara.
—¡Baba! ¡Baba!
Intenté retroceder, pero mi espalda tropezó con nuevas manos implorantes. Empecé a repartir monedas rápidamente. Las manos agarraban las monedas de plata, desaparecían en la refriega y luego volvían en busca de más. Vi a Amrita y Victoria a unos tres metros de distancia y me alegré de que estuvieran lo bastante alejadas de mí.
El gentío creció como por arte de magia. Tan pronto había diez o quince personas gritando y alargando las manos, como unos segundos después se habían convertido en treinta y luego en cincuenta. Tenía la sensación de que estábamos en Halloween y yo repartía golosinas a un montón de bromistas, pero esa inofensiva ilusión se esfumó cuando una mano oscura comida por la lepra surgió de entre la multitud y unos dedos descarnados se agitaron ante mi cara.
—¡Eh! —grité, pero la advertencia sonó muy débil entre el ruido de aquella turba.
Debió de haber más de cien personas empujando hacia el atestado centro de un círculo que me retenía a mí como objetivo. Una mano que buscaba a tientas me desgarró la camisa y dejó unas huellas paralelas sobre mi pecho. Un codo me dio en el lado de la cabeza y me habría caído si la presión de los cuerpos no me hubiese mantenido erguido.
—¡Baba! ¡Baba! ¡Baba!
Toda aquella turba avanzaba hacia el borde de la plataforma. Era una caída de unos dos metros hasta las vías férreas. La mujer con el tullido en la espalda chilló al soltarse éste y caer entre aquella voraz manada. Cerca de mí un hombre empezó a aullar al tiempo que golpeaba repetidamente a otro en la cara con el canto de la mano.
—A la mierda con esto —dije al tiempo que lanzaba al aire el saco de monedas.
La bolsa de lona trazó un perezoso arco e hizo llover monedas sobre la turba y un voceador que vendía arroz. Los chillidos alcanzaron su punto álgido y la enloquecida masa se apartó frenética del borde de la plataforma, no sin que algo o alguien cayera a las vías. Una mujer chilló a pocos centímetros de mi cara y sentí que su saliva me rociaba el rostro. Alguien tropezó conmigo y por un segundo sentí todo el peso de la turba sobre mi espalda, hundiéndome la cara contra el suelo, aplastándome. Oí a lo lejos los gritos de Amrita por sobre el animal rugido del gentío. Abrí la boca para gritar, pero en aquel instante un sucio pie descalzo me dio en plena cara. Alguien caminó sobre mi pantorrilla y sentí un agudo dolor en el músculo.
Por un instante me encontré perdido en la oscuridad de formas agitadas, y al siguiente pude ver la luz a través de altas claraboyas rotas y a Amrita inclinada sobre mí, sujetando a Victoria con el brazo izquierdo mientras utilizaba el derecho para apartar bruscamente al último de los agresivos mendigos. La muchedumbre se alejó y Amrita me ayudó a sentarme en la sucia plataforma. Era como si una marea hubiese llegado de la nada y, una vez descargada su violencia, retrocediera para replegarse en el confuso mar de gente y lagunas de familias agrupadas. Cerca de nosotros un viejo estaba en cuclillas junto a una gran marmita de agua hirviendo que milagrosamente había permanecido intacta en medio de toda aquella confusión.
—Lo siento, lo siento —repetía una y otra vez a Amrita, tan pronto como recuperé el aliento. Desaparecido ya el peligro, Amrita empezó a sollozar y a reír, abrazándome y ayudándome a ponerme en pie. Examinamos bien a Victoria en busca de golpes o arañazos, y la niña eligió aquel preciso instante para empezar a llorar tan ruidosamente que los dos hubimos de tranquilizarla con besos y abrazos—. Lo siento —dije de nuevo—. He sido un estúpido.
—Mira —señaló Amrita.
En el suelo, junto a mi pie, había una cartera marrón, de aspecto corriente. La cogí y nos abrimos camino hasta el exterior entre un batallón de coolies de rickshaw clamando por nuestro viaje. Encontramos un espacio relativamente libre cerca de la calle y descansamos contra un pilar de ladrillo mientras el torrente humano se deshacía a nuestro alrededor. Examiné de nuevo a Victoria. Estaba perfectamente, parpadeando bajo la cruda luz y pensando, evidentemente, si le convenía romper a llorar de nuevo.
Amrita me cogió por el brazo.
—Veamos lo que hay en la cartera y vayámonos de inmediato —dijo.
—La abriré luego.
—Ábrela ahora, Bobby —insistió—. Pareceremos unos estúpidos si has soportado todo esto para recoger el almuerzo de algún hombre de negocios.
Asentí y abrí los cierres con un chasquido. No era el almuerzo de nadie. El manuscrito consistía en un montón de varios centenares de páginas. Algunas escritas a máquina, otras garrapateadas y al menos media docena eran de tamaños y colores distintos.
Repasé las hojas suficientemente para confirmar que se trataba de poesía y que el manuscrito estaba en inglés.
—Muy bien. Vámonos de aquí.
Cerré la cartera y nos disponíamos a elegir un taxi, cuando el Premiere se detuvo con un chirrido y de él bajaron Chatterjee y Gupta, gritando excitados.
—Los felicito —dije molesto—. ¿Qué los detuvo?