5

No hay paz en Calcuta;

la sangre llama a medianoche…

SUKANTA BHATTACHARJEE

Era demasiado fácil. Ése era el pensamiento que ocupaba mi mente mientras me conducían de nuevo al hotel. Me había imaginado como un arrojado periodista con trinchera —santo cielo, con semejante calor—, rastreando cuidadosamente los indicios a fin de recomponer la misteriosa desaparición y reaparición del fantasmagórico poeta bengalí. Y resultaba que ya en la primera tarde que había pasado en la ciudad habían terminado el rompecabezas por mí. Al día siguiente, sábado, tendría el manuscrito y podría coger a Amrita y la niña y volar de nuevo a casa. ¿Qué clase de artículo podía salir de eso? Era demasiado fácil.

Mi cuerpo insistía en que era media mañana, pero el reloj aseguraba que eran las cinco de la tarde. Los trabajadores emergían de los vetustos edificios de oficinas cercanos al hotel como hormigas blancas saliendo de esqueletos de piedra gris. En las aceras rotas las familias calentaban agua para el té, mientras que hombres con carteras pasaban sorteando chiquillos durmiendo. Un hombre andrajoso se puso en cuclillas para orinar en el arroyo mientras que otro se bañaba en un charco a no más de metro y medio de distancia. Me deslicé entre los piquetes comunistas y entré en el climatizado santuario del hotel.

Krishna esperaba en el vestíbulo. El ayudante del gerente del hotel lo vigilaba como si fuera un conocido terrorista. Y no era de extrañar. Krishna tenía un aspecto todavía más salvaje que el día anterior. Su negro pelo lucía erizado como mil signos de exclamación eléctricos y tenía más desorbitados y blancos que nunca los ojos de sapo bajo sus oscuras cejas… Sonrió ampliamente al verme y avanzó hacia mí con la mano extendida. Se la estaba estrechando cuando advertí que aquel cordial saludo era la forma de Krishna de hacer valer su persona ante los ojos del ayudante del gerente.

—¡Ah, señor Luczak! He venido para ayudarle en su búsqueda del poeta M. Das —exclamó mientras seguía sacudiéndome la mano.

Llevaba la misma camisa sucia de la noche anterior y olía a colonia almizclada y sudor. Sentí cómo el sudor se secaba en mi cuerpo mientras la potencia del aire acondicionado me ponía carne de gallina en los brazos.

—Gracias, señor Krishna, pero ya no es necesario. —Logré soltarme la mano—. He tomado todas las disposiciones necesarias. Mañana dejaré en regla el asunto que me trajo aquí.

Krishna se puso rígido. Se desvaneció la sonrisa y las cejas se unieron todavía más sobre la gran curva de la nariz.

—¡Ahhh, ya veo! Ha estado en el Sindicato de Escritores. ¿Cierto?

—Sí.

—Ah, sí, sí. Habrán tenido una historia muy satisfactoria que contarle sobre nuestro ilustre M. Das. ¿Quedó satisfecho con ella, señor Luczak? —Krishna dijo la última frase casi en un susurro, y su actitud era tan claramente confabuladora que el ayudante del gerente lo observó con el ceño fruncido desde el otro extremo del vestíbulo. Sólo Dios sabe lo que pensaba que me estaba ofreciendo.

Vacilé. No sabía qué diablos tenía que ver Krishna con todo aquel asunto, y en realidad no quería dedicar tiempo a averiguarlo. Maldije mentalmente a Abe Bronstein por haberse inmiscuido en mis asuntos poniéndome en contacto pelmazo sin avisarme. Al mismo tiempo era plenamente consciente de que Amrita y Victoria me estaban esperando, así como de mi profunda irritación ante el cariz que estaba tomando aquella misión.

Interpretando mi vacilación como incertidumbre, Krishna se inclinó hacia delante y me agarró por el antebrazo.

—Tengo a alguien que debe usted conocer, señor Luczak. Alguien que puede decirle la verdad sobre M. Das.

—¿Qué quiere decir con eso de la verdad? ¿Quién es esa persona?

—Él preferiría que no se lo dijera —musitó Krishna. Tenía las manos húmedas y el blanco de los ojos surcado de venillas amarillas—. Lo comprenderá cuando oiga su historia.

—¿Cuándo? —le interrumpí tajante. Tan sólo la sensación de algo sin concluir que se había apoderado de mí en el coche me impidió decirle a Krishna que se fuera al diablo.

—¡Inmediatamente! —exclamó Krishna con una mueca triunfante—. ¡Podemos reunimos con él ahora mismo!

—¡Imposible! —Me solté con brusquedad de la garra de Krishna—. Voy arriba a tomar una ducha. Prometí a mi mujer que iríamos a cenar.

—Ah, sí, sí. —Krishna asintió con la cabeza y aspiró a través de los dientes inferiores—: Naturalmente. Entonces haré los preparativos para las nueve y media. ¿Le parece bien?

Vacilé.

—¿Quiere su amigo recibir un pago por la información?

—¡Ah, no, no! —Krishna alzó ambas palmas—. Él no permitiría nada semejante. Me ha resultado muy difícil convencerle para que hable con alguien sobre todo esto.

—¿A las nueve y media? —pregunté. La idea de adentrarme en la noche de Calcuta me producía un vago malestar.

—Sí. El café cierra a las once. Nos encontraremos allí con él.

El café. Aquellas palabras tenían una familiaridad inocua. Si hubiera algún enfoque que pudiera utilizar en mi artículo…

—Muy bien —dije.

—Le estaré esperando aquí, señor Luczak.

La mujer que tenía en brazos a mi hija no era Amrita. Me detuve con la mano todavía en el pomo de la puerta. Podría haber seguido allí o retrocedido confuso hasta el recibidor de no haber aparecido en aquel mismo momento Amrita por la puerta del cuarto de baño.

—Ah, Bobby, te presento a Kamakhya Bharati. Kamakhya, éste es mi marido, Robert Luczak.

—Es un placer conocerle, señor Luczak. —Su voz era como la brisa a través de las flores primaverales.

—Encantado de conocerla, señorita… ah… Bharati.

Parpadeé estúpidamente y miré a Amrita. Siempre había pensado que los rasgos de Amrita rayaban en la auténtica belleza, con sus cándidos ojos y los perfectos planos de su rostro, pero frente a aquella joven sólo podía percibir en la cara de Amrita las líneas que revelaban su mediana edad, la ligera barbilla doble y la comba en el puente de la nariz. La imagen de aquella joven quedó grabada en mi retina como el eco óptico de un fogonazo de magnesio.

Su pelo era negro azabache y le caía sobre los hombros. Su rostro era un óvalo perfecto, sobre el que destacaban unos labios suaves, ligeramente trémulos, que parecían diseñados para la risa y la mayor sensualidad. Sus ojos eran asombrosos… inmensos más allá de lo posible, acentuados por la sombra en los párpados y las pesadas pestañas, con unas pupilas tan oscuras y penetrantes que su mirada iluminaba como oscuros faros. En aquellos ojos había algo sutilmente oriental, aunque al mismo tiempo proyectaran una sensación occidental, casi subliminal, de inocencia y mundanalidad al mismo tiempo.

Kamakhya Bharati era joven, en la veintena todo lo más, y llevaba un sari de seda que parecía flotar por encima de su piel, aligerado por una fragante palpitación de femineidad que parecía emanar de ella como una brisa aromática.

Yo siempre había asociado la palabra voluptuoso con las atrayentes carnes que pintara Rubens, pero el cuerpo delgado de aquella joven, apenas insinuado entre ondulantes capas de seda, me dio la impresión de una voluptuosidad tan intensa que me secaba la saliva en la boca y me dejaba vacía la mente.

—Kamakhya es la sobrina de M. Das, Bobby. Ha venido para interesarse por tu artículo y hemos pasado la última hora hablando.

—Ah. —Miré a Amrita y luego volví de nuevo los ojos hacia la joven. No se me ocurrió nada más que decir.

—Sí, señor Luczak. He oído rumores de que mi tío se ha puesto en comunicación con algunos de sus viejos colegas. Deseaba saber si ha visto usted a mi tío… si está bien… —Bajó los ojos y su voz fue extinguiéndose.

Me senté en el borde de una butaca.

—No —contesté—. Quiero decir que no le he visto, pero que está bien. De todas maneras me gustaría. Quiero decir verle. Estoy preparando un artículo…

—Bien. —Kamakhya Bharati sonrió y colocó a Victoria de nuevo en el centro de la cama donde estaban su manta y su osito de peluche. Unos elegantes dedos morenos rozaron la mejilla del bebé con ademán afectuoso—. No les molestaré más. Sólo deseaba preguntar por la salud de mi tío.

—¡Naturalmente! —dije—. Bueno, a nosotros nos encantaría charlar con usted, señorita Bharati. Me refiero a que, si usted conoce bien a su tío… eso sería de gran ayuda para mi artículo. Si pudiera quedarse unos minutos…

—He de irme. Mi padre espera que esté en casa cuando él llegue. —Se volvió y sonrió a Amrita—. Tal vez podamos hablar mañana cuando nos veamos como hemos acordado, ¿no?

—¡Estupendo! —dijo Amrita. Era la primera vez que la veía relajada desde Londres. Se volvió hacia mí—. Kamakhya conoce un buen confeccionador de saris no lejos de aquí, cerca del cine Élite. Me gustaría comprar algunas telas mientras estamos aquí. Eso si mañana no me necesitas, Bobby.

—¡Huumm! No estoy seguro —repuse—. Bien, preparad vuestra salida de compras. Yo no sé a qué hora me citarán.

—Entonces te llamaré mañana —dijo la joven. Sonrió a Amrita y de repente sentí celos, porque hubiera deseado ser el destinatario de aquella bendición. Levantándose, estrechó la mano de Amrita al tiempo que se ajustaba el sari con aquel movimiento elegante de la mano, tan habitual en las mujeres indias.

—Muy bien —contestó Amrita.

Kamakhya Bharati me hizo una ligera inclinación al tiempo que se dirigía a la puerta. Le devolví el saludo y ella desapareció, dejando tras de sí un aroma ligero y enervante.

—¡Por Dios bendito! —exclamé.

—Tranquilízate, Robert —me aconsejó Amrita. En su correcto tono inglés se advertía un matiz divertido—. Sólo tiene veintidós años, pero hace once que está prometida. Se casará el próximo octubre.

—Una verdadera pérdida —dije, dejándome caer en la cama junto a la niña. Victoria volvió la cabeza y agitó los brazos, dispuesta a jugar. La levanté en el aire. La chiquilla emitió ruidos de gusto y agitó los pies—. ¿Es realmente sobrina de Das?

—Solía ayudarle con sus manuscritos. Le afilaba los lápices. Iba a la biblioteca por él. O al menos eso es lo que dice.

—¿Sí? Tendría diez años.

Victoria chilló cuando la alcé en vilo y la lancé luego al aire.

—Tenía trece cuando él desapareció. Es evidente que su padre tuvo una discusión con Das antes de que su padre muriera.

—¿Su padre? Ah, el de Das…

—Sí. De cualquier manera hace años que su nombre no se pronuncia en la casa. Tengo la impresión de que es demasiado tímida para dirigirse a Chatterjee o al Sindicato de Escritores.

—Se puso en contacto con nosotros.

—Eso es diferente —dijo Amrita—. Somos extranjeros. No importamos. ¿Vamos a salir a cenar?

Bajé a Victoria hasta mi estómago. Tenía la cara encendida de placer y estaba considerando si llorar o no. Hundió sus rodillas entre mis muslos y empezó a gatear hacia mi pecho. Con una mano regordeta se aferró con fuerza al cuello de mi camisa.

—¿Adónde iremos a cenar? —pregunté. Le conté lo de la cita a las nueve y media con el «misterioso extranjero» de Krishna—. Es un poco tarde para salir. ¿Pedimos que nos suban la cena o bajamos al Salón del Príncipe? He oído decir que actúa Fátima la Exótica.

—Victoria armará una de las suyas —repuso Amrita—. Pero me imagino que preferirá a Fátima al servicio de habitaciones.

—Muy bien, entonces.

—Estaré lista en un segundo.

Fátima la Danzarina Exótica era una mujer india, de mediana edad y con exceso de kilos, que podría muy bien haber bailado ante una audiencia del Club de Exploradores de Exeter sin temor al escándalo. Sin embargo, las numerosas parejas, predominantemente masculinas, de mediana edad y un tanto obesas, que presenciaban el espectáculo se mostraban bastante estimuladas por su actuación. No así Victoria. Empezó a llorar y los tres tuvimos que retirarnos durante la segunda ronda de giros de Fátima.

En lugar de volver a la habitación, Amrita y yo nos dirigimos al patio en sombras del hotel. Había estado lloviendo casi toda la tarde, pero ya podían verse algunas estrellas entre las nubes bajas y sulfúreas. La mayoría de las ventanas que daban al patio tenían corridas unas pesadas cortinas y sólo eran visibles algunas bandas de luz. Nos turnamos para cargar con la niña, que seguía llorando, hasta que el gimoteo aminoró y paró de repente. Nos detuvimos junto a la piscina y tomamos asiento en un banco bajo, cerca del café a oscuras. Los focos bajo el agua despedían rizos de luz que danzaban atravesando el denso follaje y las cortinas de bambú bajadas. Advertí que en la parte menos profunda de la piscina flotaba algo oscuro y descubrí que se trataba de una rata ahogada.

—Victoria está dormida —comentó Amrita. La miré y vi que la niña tenía los puñitos apretados y los ojos cerrados, en aquella especie de sueño intenso, en cierto modo satisfecho, en el que a menudo caía después de un intenso llanto.

Estiré las piernas y eché hacia atrás la cabeza. Me di cuenta de que estaba muy cansado. Tal vez se debiera al jet lag. Me incorporé y miré a Amrita. Acunaba suavemente al bebé, con aquella mirada perdida y meditativa que adquiría con frecuencia cuando trabajaba en un largo problema matemático.

—¿Cómo te sientes al estar de vuelta? —le pregunté.

Amrita se quedó mirándome y parpadeó.

—¿A qué te refieres, Bobby?

—En India —le aclaré—. ¿Cómo te sientes al estar de vuelta?

Alisó el pelo, suave como el plumón, de la niña y me la alargó. Instalé a Victoria en el hueco de mi hombro y observé a Amrita acercarse al borde de la piscina y alisarse la falda tostada. La luz de la piscina iluminaba desde abajo sus prominentes pómulos. «Mi mujer es bella», me dije por enésima vez desde nuestra boda.

—Tengo una cierta sensación de déjà vu —dijo Amrita en voz muy queda—. No, no es exactamente eso. En realidad es como si volviera a sumergirme en un sueño reiterativo. El calor, el ruido, las lenguas, el olor… todo me es familiar y ajeno a un tiempo.

—Lo lamento si eso te aflige —dije.

Amrita negó con la cabeza.

—No me aflige, Bobby. Me atemoriza pero no me aflige. Lo encuentro muy seductor.

—¿Seductor? —Me quedé mirándola—. ¿Qué hemos podido encontrar aquí que sea seductor? —No era propio de Amrita utilizar las palabras a la buena de Dios. Su precisión con el lenguaje excedía en ocasiones a la mía.

Sonrió.

—¿Quieres decir aparte de Kamakhya Bharati? —Se quitó la sandalia y agitó con el pie el agua azul. Eso me impidió seguir viendo la rata ahogada en el otro extremo de la piscina—. En serio, Bobby, lo encuentro todo muy seductor, de una manera extraña. Es como si durante todos estos años hubiera estado utilizando tan sólo parte de mi mente y ahora le tocase el turno a otra parte.

—¿Te gustaría quedarte más tiempo? —le pregunté—. Es decir, una vez que haya terminado el trabajo. —Yo estaba confundido.

—No —contestó Amrita, y su tono fue tajante.

Sacudí la cabeza.

—Siento haberte dejado toda la tarde sola y haber aceptado esa cita para esta noche —dije—. Creo que fue una equivocación el que viniéramos los tres. No me di cuenta de lo difícil que podría resultar para ti y Victoria.

Desde las alturas, en alguna parte, se oyó una severa retahíla de órdenes en lo que parecía árabe, seguidas de un torrente en gangoso bengalí. Se cerró una puerta de golpe.

Amrita se acercó para sentarse de nuevo junto a mí. Cogiendo a Victoria la recostó sobre la falda.

—Todo va bien, Bobby —dijo—. Sabía cómo iba a ser. Supuse que lo más probable sería que no me necesitaras como traductora hasta que hubieras obtenido el manuscrito.

—Lo siento —repetí.

Amrita volvió la mirada de nuevo a la piscina.

—Cuando tenía siete años, durante el verano anterior a nuestro traslado a Londres, vi un fantasma.

Me quedé mirándola. No me hubiera sentido más sorprendido o incrédulo si Amrita me hubiera dicho que se había enamorado del viejo botones y que me abandonaba por él. Amrita era, o había sido hasta aquel instante, la persona más intransigentemente racional que yo jamás conociera. Su creencia e interés por lo sobrenatural habían parecido hasta entonces inexistentes. Jamás había logrado que se interesara por las novelas baladíes de Stephen King que solía llevar a la playa en verano.

—¿Un fantasma? —pregunté finalmente.

—Viajábamos en tren desde nuestra casa en Nueva Delhi hacia la de nuestro tío en Bombay —continuó—. Siempre resultaba excitante el ir con mis hermanas y mi madre a Bombay cada junio. Pero aquel año mi hermana Santha cayó enferma. Bajamos del tren al oeste de Bhopal y nos alojamos en una casa de huéspedes de la compañía de ferrocarriles durante dos días, mientras la atendía un médico local.

—¿Se puso bien? —inquirí.

—Sí, sólo era sarampión —dijo Amrita—. Pero como yo era la única de las niñas que aún no lo había tenido, me hicieron dormir fuera de nuestra habitación del hotel, en una pequeña terraza que daba al bosque. La única forma de acceder a la terraza era a través de la habitación donde dormían mi madre y mis hermanas. Aquel verano aún no habían llegado las lluvias y el ambiente era muy bochornoso.

—¿Y viste un fantasma?

Amrita sonrió levemente.

—Me desperté a medianoche al escuchar el sonido de un llanto. Al principio pensé que era mi hermana o mi madre y luego me di cuenta de que había una anciana sentada en el borde de mi cama, sollozando. Recuerdo que no sentí miedo alguno, sólo extrañeza de que mi madre hubiera permitido que aquella persona atravesara su habitación para venir junto a mí en la terraza.

»Su llanto era muy quedo, pero en cierto modo terrible. Alargué la mano para consolarla, pero antes de que la tocara dejó de sollozar y me miró. Entonces me di cuenta de que en realidad no era anciana, sino que un terrible dolor la había hecho envejecer.

—Y luego ¿qué? —la incité a seguir—. ¿Cómo supiste que era un fantasma? ¿Se esfumó, desapareció en el aire, se fundió, quedando tan sólo un montón de harapos y grasa? ¿Qué pasó?

Amrita hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Durante unos segundos la luna se ocultó tras las nubes y cuando volvió a asomarse la anciana había desaparecido. Grité y cuando acudieron a la terraza mi madre y mis hermanas me aseguraron que por su habitación no había pasado nadie.

—Hum —dije—. A mí me parece algo absurdo. Tenías siete años y probablemente soñaste. O incluso habiendo estado despierta, ¿cómo sabes que no se trataba de alguna camarera que hubiera llegado por alguna salida de incendios o algo semejante?

Amrita levantó a Victoria apoyándola sobre su hombro.

—Estoy de acuerdo en que no se trata de una aterradora historia de fantasmas. Pero a mí me ha tenido atemorizada durante años. Verás, durante aquel segundo antes de que la luna quedase oscurecida, miré cara a cara a la mujer y supe muy bien quién era. —Amrita dio unas suaves palmadas a la niña en la espalda—. Era yo.

—¿Tú? —dije.

—Y entonces decidí que quería vivir en un país donde no pudiera ver fantasmas.

—Me fastidia desengañarte, pequeña —bromeé—, pero tanto Gran Bretaña como Nueva Inglaterra son famosas por su cuota de fantasmas.

—Tal vez —dijo Amrita, al tiempo que se levantaba sujetando firmemente a Victoria entre sus brazos—. Pero yo no puedo verlos.

A las nueve y media de la noche me encontraba sentado en el vestíbulo, sufriendo un dolor de cabeza creciente a causa del calor y la fatiga, sintiendo náuseas por culpa del mal vino de la cena e imaginando diversas excusas que ofrecer a Krishna cuando apareciera. A las nueve cincuenta había decidido decirle que Amrita o la niña no se encontraba bien. A las diez comprendí que no tenía por qué justificarme y ya me había levantado para subir a la habitación cuando de súbito apareció Krishna desgreñado y aturdido. Tenía los ojos enrojecidos e inflamados, y parecía que hubiera estado llorando. Acercándose a mí me estrechó con toda solemnidad la mano como si nos encontráramos en el vestíbulo de una funeraria y yo fuera un familiar cercano del difunto.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Es muy, muy triste —y su voz estridente se quebró—. Noticias muy terribles.

—¿Su amigo? —pregunté.

Tuve una sensación de alivio ante la súbita idea de que su misteriosa fuente pudiera haberse roto la pierna, la hubiera atropellado un tranvía o tal vez sufrido un ataque al corazón.

—No, no, no. Tiene que haberse enterado. El señor Nabokov ha fallecido. Una gran tragedia.

—¿Quién? —A causa del dialecto sólo había oído otro incomprensible nombre bengalí.

—¡Nabokov! ¡Nabokov! Pálido fuego, Ada o el ardor. El mejor estilista de prosa en lengua inglesa. Una pérdida realmente muy grande para todos nosotros. Para todos los hombres de letras.

—¡Ah! —exclamé. Nunca logré terminar de leer Lolita. Para cuando recordé mi decisión de no acompañar a Krishna, nos encontrábamos ya fuera, en la húmeda oscuridad, y él me conducía hacia un rickshaw donde un pequeño coolie flaco y arrugado dormitaba en un asiento rojo. Retrocedí. Algo en mí se rebeló ante la idea de ser transportado por calles asquerosas por aquel espantapájaros humano.

—Tomemos un taxi —dije.

—No, no. Está reservado para nosotros. Es un trayecto corto. Nuestro amigo está esperando.

El asiento estaba húmedo a causa de las lluvias nocturnas, pero no resultaba incómodo. El hombrecillo bajó de un salto con un palmetazo de sus pies descalzos, agarró las varas gemelas, saltó en el aire con experimentada agilidad descendió luego con los brazos extendidos, equilibrando a la perfección nuestro peso. El rickshaw no llevaba luces, tan sólo una linterna de petróleo que colgaba de un gancho de metal. No me tranquilizaba lo más mínimo el hecho de que los camiones y coches que giraban alrededor nuestro haciendo sonar sus bocinas viajaran también sin luces. Los tranvías todavía funcionaban y la macilenta luz amarilla de sus bombillas interiores mostraba rostros sudorosos agolpados tras las ventanillas de malla metálica.

A pesar de lo avanzado de la hora todos los vehículos públicos iban sobrecargados, los autobuses se inclinaban por el peso de la gente colgada de las barras de las ventanillas y de los asideros exteriores, los trenes pasaban mostrando incontables cabezas y torsos asomando de los negros vagones.

En la calle las farolas eran escasas, pero las bocacalles y los patios apenas avistados brillaban con esa fosforescencia pálida y decadente que ya viera desde el aire. La oscuridad no había aliviado en modo alguno el calor. Quizás incluso hacía más que durante el día. Podían verse densas nubes asomando por encima de los edificios, y su peso húmedo parecía proyectar de vuelta hacia nosotros el bochorno de las calles de la ciudad.

Nuevamente me asaltó la ansiedad. Incluso ahora me resulta difícil describir la naturaleza de aquella tensión. No tenía nada que ver con una sensación de peligro físico, aun cuando me sintiera absurdamente expuesto mientras traqueteábamos sobre los adoquines sueltos del pavimento, los montones de basura y los raíles de los tranvías. Me di cuenta de que todavía llevaba en la cartera doscientos dólares en cheques de viaje. Pero no era ésa la fuente real de aquel nerviosismo que me subía a la garganta como bilis.

Algo de la noche de Calcuta influía directamente sobre las regiones más oscuras de mi mente. Breves zarpazos de un miedo casi infantil asaltaban mi conciencia mientras la mente adulta los obligaba a retroceder. Los ruidos de la calle no presentaban amenaza alguna: gritos lejanos, pasos sibilantes, retazos ocasionales de conversaciones ahogadas cuando pasábamos junto a las figuras ensabanadas, pero producían el mismo efecto de nudo en el estómago, de sensación de alerta que el oír a alguien respirar debajo de la cama.

—Kaliksetra —dijo Krishna. El tono de su voz era suave, apenas audible por encima del jadeo del coolie y el palmoteo de sus pies descalzos sobre el pavimento.

—¿Perdón?

—Kaliksetra. Quiere decir «el lugar de Kali». Naturalmente, no ignorará usted que ése es el origen del nombre de nuestra ciudad.

—Aah, no. Bueno, es posible que lo supiera. Debo de haberlo olvidado.

Krishna se volvió hacia mí. En la oscuridad no podía ver bien su cara, pero pude sentir todo el peso de su mirada.

—Debe saber usted esto —dijo con una voz sin inflexiones—. Kaliksetra se convirtió en la aldea de Kalikata. Kalikata era el emplazamiento del gran Kalighat, el templo más importante dedicado a Kali. Aún sigue en pie. A menos de tres kilómetros de su hotel. Tiene usted que verlo.

—Humm —repuse. Un tranvía había doblado la esquina a gran velocidad. Nuestro coolie se apartó bruscamente de los raíles, evitando el tranvía por menos de un metro. Voces furiosas nos siguieron hasta una calle más espaciosa y vacía—. Kali era una diosa, ¿no? —dije—. Una de las consortes de Siva.

Pese al interés que me inspiraba Tagore, hacía muchos años que no leía nada de los vedas.

Krishna emitió un ruido inverosímil. En un principio pensé que se trataba de una risotada burlona, pero me volví para mirarlo. Se hurgaba con un dedo una de las ventanillas de la nariz y expulsaba ruidosamente mocos sobre la palma de la mano izquierda.

—Sí, sí —contestó—. Kali es la sakti sagrada de Siva. —Examinó el contenido de su palma, hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza como si se sintiera satisfecho, y sacudió los dedos por encima del costado del rickshaw—. Usted conoce su aspecto, naturalmente. —Desde uno de los ruidosos edificios en sombras por los que pasábamos nos llegaron los gritos con que se increpaban varias mujeres.

—¿Su aspecto? No, no lo creo. Ella… las estatuas… tienen cuatro brazos, ¿no?

Miré en derredor y pensé si habríamos llegado ya a nuestro destino. Allí había pocos comercios. Me resultaba difícil imaginar que entre aquellas ruinas hubiera un café.

—¡Pues claro! ¡Pues claro! Es una diosa; evidentemente tiene cuatro brazos. Tiene que ver el gran ídolo en el Kalighat. Es la jagrata, la «muy despierta» Kali. Muy terrible. Hermosamente terrible, señor Luczak. En sus manos sostiene los mudras, abhaya y vara, los mudras que ahuyentan el miedo y reparten bendiciones. Pero muy terrible. Muy alta. Muy flaca. Tiene la boca abierta. Su lengua es larga. Tiene dos… ¿cómo se dice…? ¿Dientes de vampiro?

—¿Incisivos?

Me aferré a la funda húmeda del asiento, preguntándome adónde querría ir a parar Krishna. Giramos y bajamos por una calle más angosta y oscura.

—Ah, sí, sí. Es la única entre los dioses que ha conquistado el tiempo. Naturalmente, devora a todos los seres. Purusam, asvam, gam, avim, ajam. Sus hermosos pies patean un cuerpo. En los manos sostiene un pasa… un lazo corredizo khatvanga… ¿cómo es esa palabra…? Un palo. No, una vara con una calavera, khadga… una espada y una cabeza cortada.

—¿Una cabeza cortada?

—Ciertamente. Usted debe saber eso.

—Maldición, escúcheme, Krishna, ¿a qué viene todo este…?

—Ah, ya hemos llegado, señor Luczak. Baje. Por favor, deprisa. Llegamos con retraso. El café cierra a las once.

La calle era poco más que un callejón inundado por aguas procedentes de los albañales y de las lluvias. No se veían rótulos de almacenes o tiendas y mucho menos de un café. Los muros estaban a oscuras, salvo por el difuso reflejo de unas linternas que iluminaban desde una de las ventanas altas. El coolie había soltado las varas y estaba encendiendo una pequeña pipa. Yo seguí sentado.

—Deprisa, por favor —dijo Krishna, y chascó los dedos en mi dirección tal como le había visto hacerlo con los porteros.

Pasó por encima de un hombre que dormía en la acera y abrió una puerta que hasta entonces yo no había advertido. Una única bombilla iluminaba una escalera angosta y empinada. Hasta nosotros llegaron murmullos de conversiones.

Salté del rickshaw y lo seguí en dirección a la luz. En el rellano del segundo piso se abrió una puerta que daba a un amplio vestíbulo.

—¿Ha visto abajo, en la calle, la Universidad? —me preguntó Krishna por encima del hombro. Asentí, aunque los edificios que había visto no me parecieron más que almacenes—. Éste es, naturalmente, el café de la universidad. No, no exactamente. La casa-café. Igual que en Greenwich Village, ¿verdad?

Krishna torció hacia la izquierda y me condujo hasta una habitación que era una auténtica caverna. El techo altísimo, las pesadas columnas y las paredes sin ventanas me recordaban un garaje que conocía cerca de Chicago Loop. A la luz difusa podían verse al menos cincuenta o sesenta mesas, aunque tan sólo estaban ocupadas unas cuantas. Aquí y allá jóvenes de aspecto serio, vestidos con amplias camisas blancas, estaban sentados a mesas rústicas pintadas de verde oscuro. Del techo, a una altura de unos seis metros, colgaban lentos ventiladores, y si bien no era perceptible movimiento alguno del aire húmedo, la luz de las bombillas, muy espaciadas entre sí, temblaba ligeramente dando a la escena un aspecto sombrío, estroboscópico, como de película muda.

—Una casa-café —repetí tontamente.

—Venga por aquí.

Krishna se abrió camino entre mesas atestadas hasta el rincón más lejano. En un banco construido en el mismo muro se encontraba sentado solo un joven de unos veinte años. Se levantó al acercarnos nosotros.

—Señor Luczak, le presento a Jayaprakesh Muktanandaji —dijo Krishna, dirigiéndose luego en bengalí al joven. La intensa penumbra me impedía ver claramente sus rasgos. Pero junto con un apretón de manos húmedo y vacilante pude apreciar un rostro delgado, unas gafas gruesas y un caso tan grave de acné que casi brillaban las pústulas.

Permanecimos en pie durante un silencioso minuto. El joven se frotó las palmas y miró subrepticiamente a los demás estudiantes sentados a las otras mesas. Algunos se habían vuelto al entrar nosotros, pero ninguno seguía mirándonos.

Nos sentamos al tiempo que un viejo poseedor de una enmarañada barba blanca nos traía café a la mesa. Las tazas estaban tremendamente desconchadas, con líneas de fractura que dibujaban ramas pálidas sobre la porcelana. El café era fuerte y sorprendentemente bueno, salvo por el hecho de que alguien le había añadido grandes cantidades de azúcar y leche agria. Tanto Krishna como Muktanandaji me miraron mientras el viejo permanecía inmóvil junto a nuestra mesa, de manera que rebusqué en mi cartera y saqué un billete de cinco rupias. El hombre, dando medio vuelta, se alejó sin dar cambio alguno.

—Al parecer, señor Muktanandaji —empecé a decir, orgulloso de haber recordado el nombre—, tiene usted cierta información sobre el poeta de Calcuta M. Das.

El muchacho inclinó la cabeza y le hizo un comentario a Krishna. Éste le contestó con brusquedad y se volvió hacia mí con su sonrisa de tiburón.

—El señor Muktanandaji no habla, siento decirlo, muy bien el inglés. En realidad no habla inglés, señor Luczak. Me ha pedido que yo traduzca para él. Si está preparado, señor Luczak, ahora él le contará su historia.

—Creí que iba a ser una entrevista.

Krishna alzó la palma de su mano derecha.

—Sí, sí. Tiene que entenderlo, señor Luczak. El señor Jayaprakesh Muktanandaji habla para usted sólo como un favor personal hacia mí, que en su día fui su maestro. Se siente muy reacio. Si quiere ser tan amable de dejarle contar su historia, yo traduciré lo mejor que pueda. Y luego si usted tiene preguntas yo se las haré al señor Muktanandaji.

«Maldición», me dije. Era la segunda vez en un día que había cometido el error de que Amrita no me acompañara. Consideré la posibilidad de cancelar o programar de nuevo la reunión, pero la descarté. Lo mejor sería terminar con aquello. Al día siguiente recibiría el manuscrito de Das y, con suerte, por la tarde volaríamos de nuevo a casa.

—Muy bien —acepté.

El joven se aclaró la garganta y se ajustó las gruesas gafas. Su voz tenía un tono todavía más agudo que el de Krishna. Al cabo de unas cuantas frases se detenía y se frotaba tontamente la cara o el cuello mientras Krishna traducía. Al principio aquellas pausas me parecieron irritantes, pero el flujo musical del bengalí, seguido del sonsonete apresurado del dialecto de Krishna ejercían sobre mí un efecto magnético, como de manirá. Era semejante al intenso estado de concentración y dedicación que uno consagra a una película extranjera debido, sencillamente, al esfuerzo de tener que leer los subtítulos.

En algunas ocasiones los interrumpí para hacer una pregunta, pero ello pareció trastornar a Muktanandaji, así que tras algunos minutos me limité a escuchar saboreando mi café, que se estaba enfriando. Krishna se volvía para decir algo en bengalí, y el muchacho contestaba. Y yo me maldecía por ser un cretino monolingüe. Me preguntaba si siquiera Amrita habría podido captar la esencia del bengalí hablado con tanta rapidez.

Al comenzar la historia me di cuenta de que estaba reorganizando mentalmente la sintaxis de Krishna, en ocasiones terrible, o sustituyendo sus expresiones, a veces cómicas, por la palabra adecuada. De vez en cuando tomaba notas en mi agenda, pero al cabo de un rato incluso eso me impedía seguir el relato, de manera que me guardé la pluma. Sobre nuestras cabezas los ventiladores giraban lentamente, la luz parpadeaba recordando a lejanos relámpagos de calor en una noche de verano, y dediqué toda mi atención a Jayaprakesh Muktanandaji, mientras su historia se iba desarrollando con la voz de Krishna.