9

Tú, Calcuta, vendes en el mercado cordones para estrangular.

TUSHAR ROY

Aquella noche soñé con corredores y cuevas. Luego el sueño cambió de localización hasta un almacén de venta al por mayor de muebles, cerca de Southside de Chicago, donde estuve trabajando durante mi segundo año de preuniversitario. El almacén estaba cerrado, pero yo seguía deambulando a través de la interminable serie de salas de exposición abarrotadas de muebles. Se olía a tejido Herculon y a pulimento de madera barato. Eché a correr regateando entre el apretado género. De repente había recordado que Amrita y Victoria estaban todavía en el almacén, en alguna parte, y que si no las encontraba pronto todos quedaríamos encerrados durante la noche. No quería que se quedaran solas allí, atrapadas en la oscuridad, esperándome. Corrí de una sala a otra gritando sus nombres.

Sonó el teléfono. Eché mano a nuestro despertador de viaje que estaba sobre la mesilla de noche, pero siguió sonando. Eran las ocho y cinco de la mañana. Y el que sonaba era el teléfono, como en un principio había pensado. Amrita acudió desde el cuarto de baño y contestó. Dormité durante su conversación.

El ruido del agua de la ducha me despertó de nuevo.

—¿Quién era?

—El señor Chatterjee. —Amrita cerró el grifo—. No podrás recoger el manuscrito de Das hasta mañana. Se excusa por el retraso. Aparte de eso, todo está en orden.

—Humm. Otro día, maldición.

—Estamos invitados a tomar el té a las cuatro.

—Humm, ¿dónde?

—En casa de Michael Leonard Chatterjee. Enviará su coche. ¿Quieres bajar a desayunar con tu hija y conmigo?

—Mmm. —Me cubrí la cara con la otra almohada y volví a dormirme.

Parecía que hubiesen pasado tan sólo cinco minutos cuando Amrita entró por la puerta llevando en brazos a Victoria. La seguía un camarero vestido de blanco con una bandeja. El reloj de la mesilla marcaba las diez y veintiocho.

—Gracias —dijo Amrita. Dejó a la niña sobre la alfombra y dio varias rupias de propina al camarero. Victoria batió palmas y echó la cabeza hacia atrás para ver cómo se iba el camarero. Amrita cogió la bandeja, se la puso en equilibrio inestable sobre una mano, y aplicándose un dedo debajo de la barbilla ejecutó una galana reverencia en mi honor.

Namastey y buenos días, sahib. La dirección le desea un día apacible y maravilloso aunque, ¡ay!, ya haya pasado la mayor parte. Sí, sí, sí.

Me incorporé en la cama y Amrita, después de sacudir la sábana con una servilleta, me colocó la bandeja sobre las piernas. Luego, haciendo una nueva reverencia, alargó la mano con la palma hacia arriba. Dejé caer sobre ella una ramita de perejil.

—Puedes quedarte el cambio —le dije.

—¡Ah, gracias, muchas gracias, muy generoso sahib! —canturreó mientras iba retrocediendo de espaldas sin dejar de hacer obsequiosas reverencias. Victoria se metió tres dedos en la boca y se quedó mirándonos asombrada.

—Creí que hoy irías a la caza de saris —comenté. Amrita corrió las pesadas cortinas y el crudo reflejo gris me hizo parpadear—. ¡Santo Cielo! —exclamé— ¿Es realmente la luz del sol? ¿En Calcuta?

—Kamakhya y yo ya hemos ido de compras. Una tienda muy agradable. Y unos precios absolutamente razonables.

—¿No encontraste nada?

—Sí, claro. Más tarde traerán los paquetes. Las dos compramos metros y más metros. Probablemente me gasté todo tu anticipo.

—Maldición. —Bajé la vista e hice una mueca.

—¿Qué pasa, Bobby? ¿Está frío el café?

—No, está bueno. En realidad muy bueno. Acabo de darme cuenta de que he perdido otra vez la ocasión de ver a Kamakhya. ¡Maldición!

—Sobrevivirás —dijo Amrita, colocando a Victoria sobre la cama para cambiarla.

El café era bueno y había más en un pequeño recipiente de metal. Levanté la tapadera de la bandeja y me encontré con dos huevos, tostadas con mantequilla y… maravilla de maravillas…, tres lonchas de bacon auténtico.

—¡Fantástico! —exclamé—. Gracias, pequeña.

—Bueno, no tiene importancia —dijo Amrita—. Naturalmente hacía horas que la cocina estaba cerrada, pero les dije que era para el famoso poeta que ocupa la habitación 612. El poeta que se pasa fuera la mayor parte de la noche intercambiando historias de guerra con los muchachos y finalmente vuelve a casa riéndose lo bastante alto para despertar a su mujer y su hijita.

—Lo siento.

—¿En qué consistió la reunión de anoche? Farfullabas en sueños hasta que te di un codazo.

—Lo siento, lo siento, lo siento.

Ajustó el nuevo pañal de Victoria, tiró el viejo y volvió para sentarse en el borde de la cama.

—En serio, Bobby, ¿qué revelaciones hizo el «misterioso extranjero» de Krishna? ¿Era de verdad?

Le ofrecí un bocado de una tostada. Sacudió negativamente la cabeza, pero luego, cogiéndola, le dio un mordisco.

—¿Quieres de veras oír la historia? —le pregunté.

Amrita asintió. Tomé un sorbo de café y decidí no darle una sinopsis sucinta, sino que empecé hablando en tono ligeramente sarcástico. Haciendo pausas ocasionales para dar mi opinión sobre determinadas partes de la historia, sacudiendo la cabeza o haciendo breves observaciones, logré condensar el monólogo de tres horas de Muktanandaji en menos de veinte minutos.

—¡Dios mío! —exclamó Amrita cuando hube terminado. Parecía inquieta, incluso trastornada.

—Bueno, sea como fuere, resultó una endemoniada manera de terminar mi primer día en el hermoso centro de Calcuta —dije.

—¿No te sentiste atemorizado, Bobby?

—¡Santo Cielo, no! ¿Por qué habría de estarlo, pequeña? Lo único que me preocupaba era regresar al hotel conservando todavía la cartera sobre mi persona.

—Sí, pero… —Amrita calló, se acercó a Victoria, le puso de nuevo en la mano un sonajero que se le había caído y volvió junto a la cama—. Me refiero a que, aunque sólo sea porque pasaste la noche con un loco, Robert, hubiera querido… hubiera querido estar allí para traducir.

—Y yo también —convine con toda sinceridad—. Por lo que a mí respecta, Muktanandaji hubiera podido pasarse toda la noche repitiendo una y otra vez en bengalí la «Arenga de Gettysburg» mientras que Krishna urdía esa historia de fantasmas.

—Entonces, ¿no crees que el muchacho estuviera diciendo la verdad?

—¿La verdad? —repetí. La miré con el entrecejo fruncido—. ¿Qué quieres decir? ¿Cadáveres a los que devuelven la vida? ¿Poetas muertos resucitando del cieno del río? M. Das desapareció hace ocho años, cariño. Sería un muerto viviente muy baqueteado, ¿no crees?

—No, no quise decir eso —repuso Amrita. Sonrió, pero era una sonrisa fatigada. Comprendí que nunca debí haberla llevado conmigo hasta allí. Me había sentido tan preocupado por tener a alguien que me tradujera, alguien que me ayudara con aquella cultura… «Mierda, mierda»—. Sólo pensé que acaso el muchacho tal vez creyera que estaba diciendo la verdad —siguió diciendo Amrita—. Pudo haber intentado unirse a los Kapalikas o como quiera que los llamen. Pudo haber visto «algo» que no comprendiese.

—Sí, es posible —asentí—. No lo sé. El chico estaba hecho un desastre… los ojos enrojecidos, una tez lamentable y un montón de tics nerviosos. Por lo que yo sé incluso es posible que consuma drogas. Tuve sospechas de que Krishna añadía o cambiaba muchísimas cosas. Era como una de esas comedias vulgares en las que el extranjero lanza un gruñido y el intérprete parlotea durante diez minutos. ¿Entiendes lo qué quiero decir? Incluso es posible que hubiera intentado entrar a formar parte de esa sociedad secreta y ellos hubieran practicado triquiñuelas fantasmales para impresionarlo. Pero yo me atrevería a apostar a que se trató de una maniobra de Krishna para sacarme dinero.

Amrita cogió la bandeja y la dejó sobre el tocador. Estuvo arreglando de diversas formas la taza y los cubiertos de plata. No me miraba.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso te lo pidieron?

Aparté la sábana y me acerqué a la ventana. Por el centro de la calle circulaba un tranvía, soltando y recogiendo pasajeros sin detenerse siquiera. En el cielo todavía quedaban nubes bajas, pero había suficiente luz de sol para proyectar sombras sobre el agrietado pavimento.

—No —repuse—. No de forma descarada. Pero Krishna acabó la velada con un breve e ingenioso epílogo, explicando muy sotto voce que su amigo tenía que encontrar una manera de salir de la ciudad para irse a Delhi o a cualquiera otra parte, posiblemente a Sudáfrica. Dejó muy claro que unos cuantos centenares de dólares americanos serían bien recibidos.

—¿Pidió dinero? —El acento británico de Amrita en las vocales era más acentuado que de costumbre.

—No. No de forma explícita…

—¿Cuánto les diste?

No parecía enfadada, solamente curiosa.

Acercándome a mi maleta empecé a sacar ropa interior y calcetines limpios. Una vez más comprendí que el principal argumento contra el matrimonio, el argumento absolutamente irrefutable contra el hecho de vivir con una persona durante años, era la destrucción de la ilusión de libre albedrío, debido al constante reconocimiento de la esposa de lo absolutamente predecible que es uno.

—Veinte dólares —dije—. Era el cheque de viaje más pequeño que tenía. Te dejé a ti casi toda la moneda india.

—Veinte dólares —musitó Amrita—. Al cambio actual serán unas ciento ochenta rupias. ¿Lo extendiste a nombre de Muktanandaji?

—No, lo dejé en blanco.

—Le va a resultar muy difícil llegar hasta Sudáfrica con ciento ochenta rupias —comentó Amrita con suavidad.

—Maldición. Me importa un bledo si esos dos se van a comprar «nieve». O lo utilizan para iniciar una cuenta de caridad, el Fondo-salvad-a-Muktanandaji-de-la-ira-de-los-Kapalikas. Deducible de los impuestos. ¿Qué te parece?

Amrita no dijo palabra.

—Míralo de este modo —proseguí—: Hoy en día no se puede tomar a una canguro, ir a Exeter a ver una mala película y luego a McDonald’s por veinte pavos. Su historia es mucho más entretenida que algunas de las películas que hemos ido a ver en Boston. ¿Cómo se llamaba aquel estúpido film infantil que nos costó cinco dólares ver con Dan y Barb antes de que emprendiéramos viaje?

La guerra de las galaxias —dijo Amrita—. ¿Crees que podrás introducir aunque sea parte de esa historia en el artículo de Harper’s?

Me até el cinturón del albornoz.

—Desde luego, la cita y la casa-café. Intentaré demostrar lo irreales y absurdos que eran algunos de los personajes en mi… ¿cómo lo llamó Morrow…?, mi búsqueda de M. Das. Pero seré incapaz de utilizar los desvaríos de Muktanandaji. Al menos no muchos. Los mencionaré, pero toda esa historia de los Kapalikas es demasiado horripilante. Ese galimatías de la diosa asesina se terminó con la última de las películas de serie B. Comprobaré esa historia de la banda, pues tal vez los Kapalikas sean una especie de mafia de Calcuta, pero maldito si el resto no es demasiado estúpido para que un estupendo poeta lo introduzca en un artículo serio. No es que sea morboso, es…

—¿Perverso?

—No, a la revista no le importaría que mostrara algo de perversión saludable. La palabra es «trillado».

—¡Dios nos libre de los lugares comunes! ¿No es eso?

—Lo captaste, pequeña.

—Muy bien, Bobby. Y ahora ¿qué haremos?

—Huumm, buena pregunta —dije.

Estaba jugando al escondite con Victoria. Ambos utilizábamos una porción de sábana para escondernos. Y los dos reíamos al levantar yo una especie de cortina entre ambos. Luego Victoria se tapaba los ojos con los dedos y yo miraba en derredor, asombrado, intentando descubrirla. Aquello encantaba a la niña.

—Creo que me daré una ducha —dije—. Luego iremos a que tú y esta pequeñaja cojáis el vuelo de la tarde para Londres. No hay necesidad de que traduzcas nada, salvo los farfullos del mozo de equipajes. Estoy harto de soltar pasta para alimentar a todo ese exceso de bocas que nos rodea. No existe motivo alguno para que te quedes un solo día más, aun cuando yo tenga que esperar a que Chatterjee ultime su representación. Hoy es sábado. Puedes quedarte un tiempo en Londres, pasar una noche con tus padres, y podemos llegar a Nueva York más o menos al mismo tiempo… digamos el martes por la noche.

—Lo siento, Bobby. Pero eso resulta imposible por varias razones.

—Tonterías —afirmé—. No existe la palabra imposible. —Victoria y yo nos habíamos descubierto mutuamente y reíamos—. Exponme tus objeciones y yo las iré rebatiendo una a una.

—En primer lugar estamos invitados al té por todo lo alto de los Chatterjee…

—Les presentaré tus excusas. ¿La siguiente?

—Segundo. Todavía no ha llegado el material de la tienda de saris.

—Lo llevaré conmigo. ¿Qué más?

—Victoria y yo te echaremos de menos. ¿Verdad que sí, preciosa?

Victoria apartó su atención del juego lo justo para mirar cortésmente a su madre con la boca abierta. A continuación cambió las reglas, cubriéndose la cabeza con la sábana.

—Lo siento, tercer intento —repuse—. Quedas fuera. Os echaré de menos, niñas, pero tal vez cuando os hayáis ido podré arreglármelas con Kamakhya. Creo que hay un vuelo a Londres a las dos de esta tarde. De no ser así me quedaré en el aeropuerto con vosotras esperando el siguiente.

Amrita recogió algunos juguetes de la niña y los guardó en un cajón.

—Existe un cuarto problema.

—Vamos, suéltalo.

—BOAC y Pan Am han cancelado todos los vuelos desde Calcuta salvo el de las seis cuarenta y cinco de la madrugada de BOAC en escala procedente de Thailandia. El hombre dijo que se debía a problemas de equipaje. Telefoneé anoche porque estaba aburrida.

—Mierda. No estarás bromeando, ¿verdad? Maldición. —Victoria se dio cuenta del cambio de tono y dejó caer la sábana. Su carita se contrajo con los pucheros—. Tiene que haber alguna manera de salir de este apestoso agujero de mierda que es… perdóname, pequeñaja, que es esta ciudad.

—Sí, claro. Todos los vuelos interiores de Air India salen con normalidad. En Delhi podemos cambiar a Pan Am, o a cualquier otra compañía internacional allí o en Bombay. Pero hemos perdido el vuelo matinal de hoy a Nueva Delhi y las escalas de todos los demás son horrendas. Preferiría esperarte, Bobby. No quiero viajar sin ti por este país. Ya tuve suficiente de pequeña.

—De acuerdo, cariño. —La rodeé con el brazo—. Muy bien, entonces podremos intentarlo con el vuelo matinal de la BOAC el lunes. El de las seis y media de la mañana. ¿Te parece bien que siga con mi plan de ducharme?

—Sí —dijo Amrita cogiendo a la niña—. He consultado con la gente de BOAC y no tienen inconveniente alguno en que te duches.

Aquella tarde puede decirse que salimos a visitar la ciudad. Instalé a Victoria en la mochilita que utilizábamos para llevarla y nos lanzamos al calor, el ruido y la confusión. La humedad estaba próxima al cien por ciento, y el calor a los cuarenta grados. Disfrutamos de un pequeño almuerzo más que excelente en un lugar llamado Shah-en-Shah y luego tomamos un taxi para subir hasta Chowringhee, al Museo Indio.

Afuera campeaba un pequeño letrero proclamando: ¡TERMINANTEMENTE PROHIBIDO HACER EJERCICIOS DE YOGA EN LOS JARDINES! En el interior hacía mucho calor, las vitrinas estaban polvorientas y el edificio se encontraba sorprendentemente vacío, salvo por un grupo ruidoso y detestable de turistas alemanes. Me interesaron ligeramente las exhibiciones antropológicas del primer piso, pero lo que finalmente atrajo mi atención fue la muestra arqueológica.

—¿Qué es eso? —preguntó Amrita al verme inclinado sobre una vitrina.

En la etiqueta de la minúscula figurilla negra podía leerse: «Representación de la diosa Durga bajo su aspecto de Kali; alrededor de 80 a. de C.» Distaba mucho de resultar aterradora. No vi el menor rastro de lazo, cráneo o cabeza cortada. En una mano sostenía lo que parecía ser una rama, en otra una huevera invertida, en una tercera lo que podría haber sido un tridente pero que parecía más bien un cuchillo abierto de los del ejército suizo, y la última mano estaba extendida con la palma hacia arriba, ofreciendo un diminuto buñuelo amarillo. Y al igual que todas las otras estatuas de diosas que había visto en el museo, tenía la cintura alta, los senos firmes y las orejas alargadas. El rostro estaba ceñudo, sus muchos dientes eran agudos, si bien no pude distinguir caninos de vampiro o lengua colgante. Mucho más fiera me pareció una estatua en cuya etiqueta se leía «Durga» y que se erguía en una vitrina cercana. Aquella encarnación de Parvati, supuestamente más benigna, tenía diez brazos y en cada mano exhibía un arma más letal, si cabía, que la anterior.

—Tu amiga Kali no parece tan terrible —observó Amrita. Victoria se inclinaba en su mochila para ver mejor la vitrina.

—Esa cosa tiene dos mil años de antigüedad —contesté—. Tal vez desde entonces se haya ido volviendo más repugnante y sedienta de sangre.

—Es que algunas mujeres no saben envejecer —convino Amrita acercándose a la siguiente vitrina. A Victoria pareció encantarle un gran ídolo en bronce de Ganesha, el juguetón dios de la prosperidad de cabeza de elefante, y durante el resto del tiempo que pasamos en el museo nos dedicamos a practicar el juego de buscar tantas representaciones de Ganesha como fuera posible.

A Amrita le hubiera gustado visitar el Victoria Memorial Hall para ver artefactos del Raj, pero se estaba haciendo tarde y hubimos de contentarnos con pasar por delante en taxi y mostrar a la niña el imponente edificio blanco que tenía el mismo nombre que ella.

Entramos en el hotel bajo un aguacero torrencial. Nos cambiamos de ropa. Y cuando bajamos encontramos esperando ya el coche de Chatterjee. La lluvia había cesado.

Por primera vez en varios días me había puesto corbata, y mientras el coche se unía al resto de la circulación yo permanecía allí sentado, incómodo, aflojando el nudo y deseando que el cuello de la camisa fuese menos ceñido o el mío propio más delgado.

Tenía empapada por la espalda la camisa blanca de manga corta y, de repente, me di cuenta del aspecto tan desgastado y sucio que tenían mis fieles Wallabees. En conjunto me sentía arrugado, despeinado y empapado en sudor. Miré de soslayo a Amrita. Su aspecto era, como siempre, fresco y tranquilo. Vestía el traje de algodón blanco que se comprara en Londres y la gargantilla de lapislázuli que le había regalado antes de casarnos. Dadas las circunstancias su pelo debía de haber estado colgando en guedejas lacias; sin embargo le caía suelto y lustroso sobre los hombros.

Viajamos durante casi una hora, lo que me recordó que el área de Calcuta era mayor que la de la ciudad de Nueva York. La circulación era tan demencial y azarosa como siempre, pero el silencioso conductor de Chatterjee encontró el camino más rápido a través de la confusión. Mi preocupación por el tráfico no disminuyó con los grandes carteles blancos en bengalí, hindi e inglés que se alzaban en el centro de los diversos nudos de caótico tráfico que íbamos sorteando: ¡CONDUCID CON MÁS CUIDADO! ¡ESTE AÑO HA HABIDO EN ESTAS VÍAS PÚBLICAS —— MUERTES!

En los recuadros aparecían unos números, clavados en los paneles como solían verse en los viejos campos de béisbol. La cifra más alta que vimos durante aquel recorrido fue de veintiocho. Me pregunté ocioso si aquello incluía todo aquel sector de la carretera o tan sólo aquellos escasos palmos cuadrados de asfalto.

En ocasiones descendíamos raudos por una carretera bordeada a ambos lados por grandes chawls, esos increíbles barrios bajos de tejados de hojalata, paredes de sacos de arpillera y calles enlodadas que se extendían a lo largo de kilómetros al final de los cuales se alzaban grises monolitos de fábricas eructando llamas y humos sin filtrar hacia las nubes monzónicas. Comprendí que amplias convicciones filosóficas tales como la ecología y el control de la contaminación eran lujos reservados para nuestras avanzadas naciones industriales. El aire de Calcuta, ya edulcorado por las aguas de los albañales, por la incineración de excrementos de vaca, los millones de toneladas de basuras y las innumerables fogatas que ardían eternamente, resultaba casi irrespirable al añadírsele humo de los coches y porquería industrial.

Las propias factorías eran inmensos armatostes de ladrillo gastado, hierro herrumbroso, maleza rampante y ventanas rotas… imágenes de algún torvo futuro, cuando la era industrial hubiera seguido el mismo camino del dinosaurio tras haber dejado diseminadas por el paisaje sus inútiles carcasas. Sin embargo, entre las ruinas más deterioradas se alzaba humo, y entre las negras fauces de los edificios más oscuros se veía el ir y venir de harapientas figuras humanas. Me resultaba casi imposible imaginarme viviendo en alguna de aquellas chozas sin pavimento o trabajando en una de aquellas horrendas fábricas.

Amrita debía de estar pensando algo semejante porque íbamos en silencio, cada uno de nosotros contemplando aquel panorama de desesperanza humana a través de las ventanillas del coche.

Y luego, en cuestión de minutos, atravesamos un puente sobre una ancha extensión cubierta de raíles de ferrocarril, cruzamos un barrio intermedio con pequeñas tiendas y, de repente, nos encontramos en una zona antigua, de aspecto acomodado, con calles bordeadas de árboles y grandes mansiones rodeadas de muros y puertas cerradas. La débil luz del sol brillaba sobre la multitud de añicos de vidrio que cubrían el borde superior de los muros. En uno de aquellos lugares había un hueco de un metro de ancho en la parte superior de un alto muro, pero la obra de albañilería, del color del barro, presentaba grandes manchas oscuras. En la verja de hierro forjado podían verse pequeños carteles con la advertencia «Cuidado con el perro» en al menos tres idiomas.

No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que aquello había sido un barrio residencial británico, tan apartado del estruendo infernal de la ciudad y de sus nativos como le había sido posible a la clase gobernante inglesa. Incluso allí era patente el deterioro, las numerosas paredes sucias, tejas rotas y ventanas cerradas toscamente con tablas, pero era un deterioro controlado, una acción protectora frente a la creciente entropía que parecía imperar por doquier en Calcuta. Y aquella sensación de disolución parecía mitigada en cierto modo por las alegres flores y otros evidentes intentos de jardinería que podían percibirse a través de las altas verjas de la entrada.

Nos detuvimos delante de una de aquellas verjas. El chófer bajó del coche y abrió un candado con una llave que llevaba colgando de una cadena sujeta a su cinturón. El camino circular estaba bordeado de arbustos floridos y árboles de ramas desmayadas.

Nos recibió Michael Leonard Chatterjee.

—¡Ah, señores Luczak! ¡Bienvenidos!

Su mujer se encontraba asimismo de pie en la puerta junto a un niño que apenas andaba y que en un principio pensé que era su hijo, aunque pronto comprendí que debía tratarse de su nieto. La señora Chatterjee era ya sesentona y calculé que su marido debía de tener algunos años más que ella. Chatterjee era uno de esos caballeros de rostro liso, siempre en proceso de quedarse calvo, que llega a los cincuenta y se detiene en esa edad hasta bien entrados los sesenta.

Charlamos en la entrada durante un momento. Dedicaron las alabanzas de rigor a Victoria y nosotros cumplimentamos a su nieto. Nos mostraron rápidamente la casa antes de hacernos atravesar otra puerta y conducirnos a un gran patio que daba a una calle lateral.

Estaba interesado en su casa. Era la primera ocasión que tenía de saber cómo vivía una familia india de la clase alta. La primera impresión fue de amalgama. Habitaciones amplias, de techos altos, con la pintura de las tiznadas paredes resquebrajada. Un soberbio aparador de nogal cubierto de arañazos sobre el que campeaba una mangosta disecada de polvorientos ojos de cristal y piel apolillada. Una valiosa alfombra de Cachemira tejida a mano tendida sobre un linóleo agrietado. Una gran cocina, que un día fuera moderna pero que en aquellos momentos estaba prácticamente abarrotada de botellas cubiertas de polvo, cajones viejos, sartenes herrumbrosas y una pequeña chimenea de carbón de leña plantada en el mismo centro de la habitación. El humo había ensuciado el techo que un día fuera blanco.

—Estaremos más cómodos fuera —sugirió Chatterjee, y abrió la puerta para dar paso a Amrita.

Las losas todavía se veían húmedas a causa del último aguacero, pero los asientos cubiertos de almohadones estaban secos y en una mesa se encontraba preparado el té. Se nos unió la hija de Chatterjee, una joven entrada en carnes y con unos ojos preciosos, el tiempo suficiente para cruzar unas palabras en hindi con Amrita. Luego se despidió y se fue, llevándose a su hijo. Chatterjee parecía asombrado ante las habilidades lingüísticas de Amrita, y le preguntó algo en francés. Amrita le contestó sin la menor vacilación y ambos rieron. Cambió a lo que luego me enteré que era tamil y Amrita respondió correctamente. Empezaron a intercambiar bromas en ruso común. Yo saboreaba el té y sonreía a la señora Chatterjee. Ella me sonrió a su vez y me ofreció un emparedado de pepino. Seguimos sonriéndonos mutuamente durante unos minutos más de farsa trilingüe y luego Victoria empezó a ponerse nerviosa. Amrita me cogió a la niña de los brazos y Chatterjee se volvió hacia mí.

—¿Le apetece un poco más de té, señor Luczak?

—No, gracias. Ya está bien.

—¿Tal vez algo más fuerte?

—Bueno…

Chatterjee chascó los dedos y al punto apareció un sirviente. Segundos después volvía con una bandeja llena de botellas y vasos.

—¿Bebe escocés, señor Luczak?

«Es como si me preguntara si el Papa es católico», me dije.

—Sí.

Amrita me había advertido que casi todo el escocés indio era un brebaje atroz, pero un sorbo me reveló que la botella de Chatterjee contenía un whisky realmente superior, seguramente de doce años, seguramente importado.

—Excelente.

—Es «The Glenlivet» —dijo—. Sin mezcla. Lo encuentro más genuino que los blended premiums.

Durante unos minutos conversamos sobre poesía y poetas. Intenté orientar la conversación hacia M. Das, pero Chatterjee se mostraba reacio a hablar sobre el poeta desaparecido, salvo para mencionar que Gupta se había ocupado de los detalles para la entrega del manuscrito al día siguiente. Empezamos a hablar de lo difícil que le resultaba a un escritor serio ganarse bien la vida en cualquiera de nuestros países. Tuve la impresión de que el dinero de Chatterjee era de origen familiar y que tenía otros intereses, inversiones e ingresos.

Como cabía esperar, la conversación se orientó hacia la política. Chatterjee se mostró en extremo elocuente refiriéndose a la sensación de alivio que el país había experimentado al haber resultado derrotada la señora Gandhi en las últimas elecciones. El resurgimiento de la democracia en la India revestía un gran interés para mí y de algún modo esperaba poder hablar de ello en mi artículo sobre Das.

—Era una auténtica tirana, señor Luczak. La supuesta «Emergencia» era tan sólo una añagaza para ocultar el feo rostro de su tiranía.

—¿Así que usted opina que nunca volverá a formar parte de la política nacional?

—¡Jamás! Jamás, señor Luczak.

—Pero yo pensaba que aún seguía disfrutando de un vigoroso soporte político, y que el Partido del Congreso sigue siendo una mayoría potencial para el caso de que llegue a fracasar la actual coalición.

—No, no —aseguró Chatterjee agitando la mano con ademán disuasorio—. Usted no lo entiende. Tanto la señora Gandhi como su hijo están acabados. Dentro de un año estarán en la cárcel. Recuerde lo que le digo. Su hijo es ya objeto de investigación por diversos escándalos y atrocidades. Y cuando se descubra la verdad tendrá mucha suerte si no le ejecutan.

Asentí con la cabeza.

—He oído que ha enajenado a mucha gente con sus drásticos programas de control de la población.

—Era un cerdo —dijo Chatterjee sin el menor asomo de emoción—. Un cerdo arrogante, ignorante y dictatorial. Sus programas eran poco más que intentos de genocidio. Su presa eran los pobres y los ignorantes, aun cuando él mismo fuera, esencialmente, un analfabeto. Incluso su madre estaba asustada ante ese monstruo. Si hoy día tuviera que encontrarse entre la multitud, le despedazarían con sus propias manos. Y a mí me complacería tomar parte. ¿Más té, señor Luczak?

Un coche pasó por la tranquila calle lateral más allá de la verja de hierro. Cayeron unas cuantas gotas sobre las anchas hojas de la higuera de Bengala bajo la cual nos encontrábamos.

—¿Sus impresiones sobre Calcuta, señor Luczak?

La repentina pregunta de Chatterjee me pilló desprevenido. Tomé un sorbo de escocés y dejé que su calor me confortara un segundo antes de contestar.

—Calcuta es fascinante, señor Chatterjee. Es una ciudad demasiado compleja para poder calibrarla tan sólo en dos días. Es una lástima que no dispongamos de más tiempo para explorarla.

—Es usted muy diplomático, señor Luczak. Lo que quiere decir es que encuentra a Calcuta aterradora. Ya ha ofendido su sensibilidad, ¿no es así?

—Aterradora no es la palabra exacta —contesté—. Es verdad que la pobreza me afecta.

—¡Ah, sí! La pobreza —dijo Chatterjee, y sonrió como si la palabra tuviera profundas connotaciones irónicas—. Desde luego aquí hay mucha pobreza. Mucha miseria, según los parámetros occidentales. Ello debe ofender el espíritu americano, teniendo en cuenta que Estados Unidos se ha esforzado repetida y denodadamente por eliminar la pobreza. ¿Cómo lo expresaba su expresidente Johnson? ¿Declarar la guerra a la pobreza? Cabría pensar que su guerra de Vietnam le había satisfecho.

—La guerra contra la pobreza es otra de las guerras que hemos perdido —repuse—. Estados Unidos sigue teniendo su cuota de pobreza.

Dejé sobre la mesa el vaso vacío y al punto surgió junto a mí un sirviente para escanciar más escocés.

—Sí, sí, pero estamos hablando de Calcuta. Uno de nuestros mejores poetas se ha referido a Calcuta como una «cucaracha de ciudad medio aplastada». Otro de nuestros escritores ha comparado a nuestra ciudad con una cortesana entrada en años y moribunda, rodeada de tanques de oxígeno y mondas de naranja putrefactas.

—Yo diría, señor Chatterjee, que ésas son unas metáforas excesivamente duras.

—¿Es su marido siempre tan circunspecto, señora Luczak? —preguntó Chatterjee sonriéndonos por encima de su vaso—. No, no. No deben temer que me sienta ofendido. Estoy acostumbrado a los americanos y a su reacción frente a nuestra ciudad. Reaccionan de una de estas dos maneras: encuentran Calcuta exótica y se concentran tan sólo en sus placeres turísticos o al punto se sienten horrorizados, se retraen y tratan de olvidar lo que han visto y no han comprendido. Sí, sí, la psique americana, cuando se enfrenta a la India, es tan predecible como el estéril y vulnerable sistema digestivo americano.

Miré a la señora Chatterjee, que hacía saltar sobre su falda a Victoria y parecía no escuchar las palabras de su marido. En el mismo instante Amrita me miró y lo tomé como una advertencia. Sonreí para dejar claro que no iba a entrar en la discusión.

—Es posible que tenga razón —dije—. Aunque yo nunca alardearía de comprender la «psique americana» o la «psique india», si es que existen tales cosas. Las primeras impresiones son, de manera inevitable, superficiales. Me doy cuenta de ello. Hace mucho tiempo que siento admiración por la cultura india, incluso antes de conocer a Amrita, y desde luego ella ha compartido parte de su belleza conmigo. Pero admito que Calcuta es algo intimidante. Parece que haya algo único… único y perturbador en los problemas urbanos de Calcuta. Tal vez ello sólo resida en el grado. Amigos míos me han dicho que la ciudad de Méjico, pese a su gran belleza, sufre el mismo problema.

Chatterjee asintió, sonrió y dejó el vaso sobre la mesa. Extendió los dedos y me miró como un profesor mira a un alumno con quien no sabe si puede valer o no la pena perder más tiempo.

—No ha viajado demasiado, ¿verdad, señor Luczak?

—En realidad no. Hace algunos años recorrí Europa con la mochila a la espalda. Pasé algún tiempo en Tánger.

—Pero no por Asia.

—No.

Chatterjee dejó caer las manos como si ese extremo hubiera quedado bien claro. Pero la lección no había terminado. Chascó los dedos, dio una orden y un instante después apareció el sirviente con un delgado libro azul del que no pude leer el título.

—Por favor, señor Luczak, dígame si considera justa y razonable esta descripción de Calcuta —dijo Chatterjee. A renglón seguido empezó a leer en voz alta:

… una masa densa de casas tan viejas que sólo parece que vayan a caer, a través de las cuales senderos angostos y tortuosos trazan curvas y serpentean. Aquí no hay intimidad, y quienquiera que se aventure por esta región encuentra las calles, así por cortesía llamadas, atestadas de haraganes y ve, a través de las ventanas en parte acristaladas, habitaciones atestadas hasta la sofocación… los albañales estancados… la porquería ahogando las oscuras cañerías… los muros descoloridos manchados de hollín y las puertas con sus bisagras descolgadas… y los niños bullendo por todas partes, aliviando sus cuerpos a placer.

Calló, cerró el libro y enarcó las cejas con un cortés gesto interrogante.

Por mi parte no había hecho la menor objeción sobre seguir actuando como el hombre en posesión de la verdad, si tal era el deseo de nuestro anfitrión.

—Tiene sus puntos relevantes —señalé.

—Sí. —Chatterjee sonrió enarbolando el libro—. Esto es una descripción de Londres, señor Luczak, escrita en los años cincuenta del siglo pasado. Hay que tener en cuenta al hecho de que, en la actualidad, India se está embarcando en la aventura de su propia revolución industrial. El desplazamiento y confusión que tanto le escandalizan, no, no lo niegue, son consecuencias ineludibles de esa revolución. Tiene suerte, señor Luczak, de que su propia cultura haya rebasado ese punto.

Hice un gesto de asentimiento, conteniendo el impulso de contestarle que la descripción que había leído podría muy bien aplicarse al barrio en que yo creciera en Southside de Chicago. Aun así tuve la impresión de que merecía la pena hacer un esfuerzo más para aclarar mis sentimientos.

—Es una gran verdad, señor Chatterjee. Valoro lo que dice. Yo pensaba algo parecido mientras venía hacia aquí y usted ha clarificado el asunto a la perfección. Pero he de decir que durante el breve período que hemos pasado aquí, he tenido la sensación de algo… de algo diferente con referencia a Calcuta. No estoy seguro de lo que pueda ser. Una extraña sensación de… diría que de violencia. Una sensación de violencia hirviendo bajo la superficie.

—¿O acaso de demencia? —preguntó Chatterjee con tono neutro.

No dije palabra.

—Muchos de los llamados comentaristas en nuestra ciudad, señor Luczak, insisten sobre esa supuesta sensación de intensa violencia. ¿Ve aquella calle? Sí, ésa de allí.

Seguí la dirección del dedo con el que señalaba. Una carreta de bueyes avanzaba lentamente por la calle lateral, por lo demás desierta. Salvo por la paciente carreta y las higueras de Bengala con sus troncos múltiples, el escenario podía ser el de un viejo barrio medio abandonado de cualquier ciudad americana.

—Sí, la veo.

—Hace algunos años me encontraba desayunando aquí —prosiguió— y presencié el asesinato de toda una familia en esa calle. No, asesinato no es la palabra correcta. Carnicería, señor Luczak, carnicería. Allí. Allí mismo. Por donde ahora pasa la carreta.

—¿Qué ocurrió?

—Fue durante las revueltas de los hindúes contra los musulmanes. Había una pobre familia musulmana que vivía con un médico local. Estábamos acostumbrados a su presencia. El hombre era carpintero y mi padre utilizó muchas veces sus servicios. Los niños jugaban con mi hermano pequeño. Y entonces, en 1947, cuando corrían los tiempos más difíciles de las revueltas, se les ocurrió emigrar al Pakistán Oriental.

»Los vi salir a la calle, eran cinco, con el hijo más pequeño, un bebé, en brazos de su madre. Iban en un carro tirado por un caballo. Yo estaba desayunando cuando oí el ruido. Un numeroso gentío los había interceptado. Los musulmanes protestaron. El hombre cometió el error de utilizar su látigo de cuero entrelazado contra el cabecilla de la turba. Se produjo un gran avance hacia delante. Yo me encontraba sentado donde está usted ahora, señor Luczak. Podía verlo muy bien. La gente utilizaba palos, adoquines del suelo o, sencillamente, las manos. Hubieran sido capaces de utilizar los dientes. Cuando todo hubo acabado, el carpintero musulmán y su familia no eran más que bultos ensangrentados en mitad de la calle. Incluso habían matado a su caballo.

—¡Cielo Santo! —exclamé, para añadir luego en medio de aquel silencio—: ¿Quiere eso decir que está de acuerdo con quienes afirman que hay una vena de demencia en esta ciudad, señor Chatterjee?

—Todo lo contrario, señor Luczak. Menciono ese incidente porque aquella gente que los atacó eran… y son… mis vecinos.

»El señor Golwalkar, maestro. El señor Sirsik, panadero. El viejo Muhkerjee, que trabaja en la oficina de correos cerca de su hotel. Eran gente corriente, señor Luczak, que llevaban una vida tranquila antes de aquel lamentable incidente, y que luego volvieron a llevarla. Lo he mencionado porque demuestra la insensatez de quienquiera que señale a Calcuta como manicomio de la demencia bengalí. De cualquier ciudad puede decirse que una violencia semejante hierve bajo su superficie. ¿Ha visto el periódico en lengua inglesa de hoy?

—¿El periódico? No.

Chatterjee desdobló el periódico que había junto al azucarero y me lo alargó.

La historia que lo encabezaba estaba fechada en Nueva York. La noche anterior había habido un corte de electricidad, el peor desde el oscurecimiento total de 1965. Casi como obedeciendo a una consigna empezaron los saqueos desde los guetos a los barrios más pobres de la ciudad. Millares de personas habían participado en actos de vandalismo, al parecer sin sentido, y en robos.

La chusma había acudido a animar mientras familias enteras rompían los cristales de los escaparates y huían con televisores, ropas y cualquier cosa que pudieran acarrear. Habían sido detenidas centenares de personas, pero tanto en la oficina del alcalde como en la del portavoz de la policía habían admitido que ésta se había visto impotente dado el alcance del problema.

Se publicaban copias de editoriales americanos. Los liberales lo consideraban como un resurgimiento de la protesta social y lo imputaban a la discriminación, la pobreza y el hambre. Los articulistas conservadores subrayaban con acritud que la gente hambrienta no roba en primer lugar aparatos de música, y exigían un endurecimiento en la aplicación de la ley. Todos aquellos sesudos artículos editoriales parecían frívolos a la luz del perverso desarrollo del hecho. Daba la impresión de que tan sólo un delgado muro de luz eléctrica protegía de la barbarie absoluta a las grandes ciudades del mundo.

Alargué el periódico a Amrita.

—Es algo espantoso, señor Chatterjee. Ha expuesto la cuestión con acierto. No era ciertamente mi intención el mostrarme puritano respecto de los problemas de Calcuta.

Chatterjee sonrió uniendo de nuevo los dedos. Sus lentes reflejaban destellos grises y la sombra oscura de mi cabeza. Asintió levemente.

—Siempre que comprenda que se trata de un problema urbano, señor Luczak. Un problema exacerbado aquí por el grado de pobreza y por la naturaleza de los inmigrantes que han invadido nuestra ciudad. Calcuta ha sido prácticamente invadida por extranjeros incultos. Nuestros problemas son reales, pero no somos los únicos en tenerlos.

Asentí en silencio.

—No estoy de acuerdo —intervino Amrita.

Tanto Chatterjee como yo nos volvimos sorprendidos. Amrita dejó el periódico sobre la mesa con una flexión rápida de muñeca.

—No estoy de acuerdo en absoluto, señor Chatterjee —repitió rotunda—. Tengo la sensación de que es un problema cultural, característico bajo muchos conceptos de la India y no sólo de Calcuta.

—Ah —dijo Chatterjee. Unió las yemas de los dedos. Pese a su sonriente aplomo era evidente que estaba sorprendido e irritado al ser contradicho por una mujer—. ¿A qué se refiere, señora Luczak?

—Bien, como parece ser que estamos en el momento de ilustrar hipótesis recurriendo a las anécdotas —continuó Amrita con suavidad—, permítame comentar dos incidentes que observé ayer.

—Naturalmente. —La sonrisa de Chatterjee era tensa, casi una mueca.

—Ayer estaba desayunando en el jardín del café del Oberoi. Victoria y yo estábamos solas en una mesa, pero había muchos más clientes en el restaurante. En la mesa contigua se encontraban sentados varios pilotos de Air India. A corta distancia de nosotros una mujer intocable cortaba el césped con unas tijeras de podar…

—Por favor —la interrumpió Chatterjee, y la mueca se había hecho ya visible en los blandos rasgos—. Preferimos decir una persona de la clase catalogada.

Amrita sonrió.

—Sí, ya lo sé —dijo—. Clase catalogada o harijan, «amado de Dios». Crecí con las convenciones. Pero únicamente se trata de eufemismos, como, estoy segura, usted sabe perfectamente, señor Chatterjee. Pertenecía a la clase catalogada porque había nacido fuera de toda casta y así morirá. Casi con toda certeza sus hijos se pasarán la vida haciendo los mismos trabajos domésticos que ella. Es una intocable.

A Chatterjee se le había helado la sonrisa, pero no volvió a interrumpirla.

—Como quiera que sea estaba en cuclillas cortando la hierba, al parecer casi brizna a brizna, avanzando con una especie de andares de pato que, a mí al menos, me resultarían muy dolorosos. Nadie advertía su presencia. Era tan invisible como el césped que estaba podando.

»Durante la noche había caído un cable del tendido eléctrico del pórtico. Se encontraba sobre el césped del jardín, pero nadie había pensado en repararlo o en cortar la corriente. Los camareros lo evitaban al pasar hacia la piscina. La mujer intocable se lo encontró mientras podaba y se dispuso a apartarlo de su camino. No estaba aislado.

»Al tocarlo la mujer salió despedida hacia atrás violentamente, pero no podía soltar el cable. El dolor debió ser inmenso pero tan sólo lanzó un terrible grito. Se retorcía literalmente en el suelo, electrocutándose ante nuestros propios ojos.

»He dicho “nuestros”, señor Chatterjee. Los camareros permanecían allí plantados, cruzados de brazos y mirando. Unos obreros que se encontraban en una plataforma cerca de la mujer miraron impasibles hacia abajo. Cerca de mí uno de los pilotos hizo un pequeño chiste y volvió a su café.

»No soy una persona de pensamiento rápido, señor Chatterjee. Toda mi vida he mostrado tendencia a dejar que otros hagan por mí hasta las cosas más sencillas. Solía suplicar a mi hermana que comprara ella nuestros billetes de tren. Incluso ahora, cuando Bobby y yo queremos que nos envíen una pizza, insisto en que sea él quien haga la llamada por teléfono. Pero cuando hubo transcurrido medio minuto y se hizo evidente que los hombres que se encontraban en el jardín, y eran al menos una docena, no pensaban evitar que aquella pobre mujer muriera electrocutada, tuve que actuar. No necesité pensarlo mucho y tampoco un gran valor. Cerca de la puerta había una escoba. Utilicé el palo para apartar el cable de la mano de la mujer.

Miré a mi mujer. Amrita no me había mencionado nada de aquello. Chatterjee asentía atónito, pero yo fui el primero en hablar.

—¿Sufrió graves quemaduras?

—Por lo visto no —contestó Amrita—. Se habló de enviarla al hospital, pero quince minutos después estaba de nuevo cortando el césped.

—Sí, sí —dijo Chatterjee—. Es muy interesante, pero no debería considerarse fuera…

—El otro incidente ocurrió, más o menos, media hora después —prosiguió Amrita impávida—. Una amiga y yo íbamos en busca de saris cerca del cine Elite. La circulación había quedado interrumpida a lo largo de varias manzanas. Una vaca vieja se encontraba plantada en el centro de la calle. La gente vociferaba y tocaba la bocina, pero nadie intentó moverla. De repente la vaca empezó a orinar, inundando la calle con un abundante chorro. En la acera, junto a nosotras, se encontraba una muchacha, una adolescente muy bonita, de unos quince años, vistiendo una blusa blanca almidonada y un pañuelo rojo. La jovencita se precipitó a la calzada, aplicó la mano al chorro de orina y luego se la llevó a la frente.

En el silencio se escuchaba el susurro de las hojas. Chatterjee miró a su mujer, volviendo luego la vista de nuevo hacia Amrita. Tamborileaba silenciosamente los dedos unos contra otros.

—¿Fue ése el segundo incidente? —preguntó.

—Sí.

—Seguramente, señora Luczak, aunque haya estado fuera de su país, India, desde su infancia, recordará el respeto que profesamos a las vacas como símbolo de nuestra religión.

—Sí.

—Y también debe saber que en India no toda la gente tiene… ah… ese horror de los occidentales ante la idea de diferencias de clase.

»Y sabrá también que son muchos los que creen que esa orina… especialmente la humana… posee grandes propiedades espirituales y medicinales. ¿Sabía que nuestro actual primer ministro, Moraji Desai, bebe su propia orina todas las mañanas?

—Sí, lo sé.

—Entonces, señora Luczak, no alcanzo a comprender, con toda honradez, qué es lo que revelan sus «incidentes», salvo, tal vez, desconcierto y repugnancia ante sus antiguas tradiciones culturales.

Amrita hizo un movimiento negativo de cabeza.

—No se trata de desconcierto cultural, señor Chatterjee. Como matemática tengo tendencia a enfocar las distintas culturas de forma más bien abstracta, como partidas adyacentes con ciertos elementos comunes. O si lo prefiere como series de experimentos humanos de cómo vivir, pensar y comportarse unos con otros. Y tal vez, debido a mi propia vida y al hecho de haber viajado tanto de niña, tengo una sensación de cierta objetividad frente a las diferentes culturas que he visitado y en las que he vivido.

—¿Sí?

—Y he encontrado, en el conjunto de las series culturales de India, señor Chatterjee, algunos elementos que muy pocas otras culturas tienen o que, si alguna vez los poseyeron, han preferido no mantenerlos. He encontrado aquí, en mi propio país, un racismo tan arraigado que probablemente escapa a cualquier comparación actual. He encontrado aquí que la filosofía de la no violencia en la que fui educada, y con la que me siento más a gusto, sigue siendo destrozada mediante actos deliberados e insensibles de salvajismo practicados por sus proponentes. Y el hecho de que su primer ministro beba varios vasos de su propia orina todos los días, señor Chatterjee, no es algo que hable en favor de semejante práctica.

»Y tampoco para la mayoría de la gente. Mi padre me recordaba con frecuencia que cuando el Mahatma iba de aldea en aldea, lo primero que solía predicar no era la hermandad entre los humanos como tampoco estratagemas antibritánicas o la no violencia, sino las reglas básicas, absolutamente básicas, de la higiene humana.

»No, señor Chatterjee, en mi calidad de india no estoy de acuerdo en que todas las dificultades de Calcuta no son más que un microcosmos de los problemas urbanos de cualquier otra parte.

Chatterjee se la quedó mirando a través de los dedos. La señora Chatterjee se agitó incómoda. Victoria miró a su madre pero no hizo el menor ruido. No sé lo que se podría haber dicho a continuación si los primeros goterones de lluvia no hubieran elegido ese momento para empezar a desplomarse sobre nosotros como húmedo fuego graneado.

—Creo que estaremos más cómodos dentro —sugirió la señora Chatterjee al explotar con toda su fuerza la tormenta en derredor nuestro.

La presencia del chófer de Chatterjee nos incomodó durante el viaje de regreso al hotel, pero nos comunicamos mediante claves rebuscadas conocidas sólo por las parejas de casados.

—Deberías de haber trabajado para las Naciones Unidas —dije.

—He trabajado para la ONU —contestó Amrita—. Olvidas que trabajé allí como intérprete durante un verano. Dos años antes de que nos conociéramos.

—Humm. ¿Empezaste alguna guerra?

—No, eso se lo dejé a los diplomáticos de profesión.

—No me comentaste que habías visto a una mujer casi electrocutada durante el desayuno.

—No me lo preguntaste.

Hay veces en que incluso un marido sabe cuándo ha de cerrar la boca. A través de una cortina de lluvia vimos los barrios bajos que íbamos dejando atrás. Algunas de aquellas gentes no hacían siquiera esfuerzos para ponerse a cubierto del aguacero, sino que permanecían embotados, en cuclillas sobre el barro, con la cabeza gacha bajo el agua.

—¿Has visto a los niños? —preguntó Amrita con voz queda.

No los había advertido hasta que ella me los señalara. Chiquillas de siete y ocho años permanecían allí en pie con niños todavía más pequeños sobre la cadera. Y comprendí que aquélla había sido una de las imágenes más persistentes durante los dos últimos días… niños llevando en brazos a niños. Mientras caía el agua permanecían en pie debajo de toldos, pasos elevados y lonas chorreantes. Sus harapientas ropas estaban teñidas con brillantes colores, pero ni siquiera los rojos deslumbrantes o los azules pavo real ocultaban la suciedad y el deterioro. Las niñas llevaban brazaletes y ajorcas de oro en muñecas y tobillos. Sus futuras dotes.

—Hay un montón de niños —dije.

—Y prácticamente ninguno —repuso Amrita en voz tan queda que era casi un susurro.

Me llevó tan sólo unos segundos darme cuenta de que tenía razón. Para la mayoría de los chiquillos que estábamos viendo la infancia había quedado ya atrás. Se enfrentaban a un futuro de cuidar de los retoños más pequeños, de trabajos duros, de matrimonios prematuros y de criar a sus propios vástagos. Muchos de los niños que podíamos ver corriendo desnudos por el barro no sobrevivirían muchos años. Quienes llegaran a nuestra edad recibirían un nuevo siglo en una nación con mil millones de habitantes afrontando el hambre y el caos social.

—Sé que las escuelas elementales americanas no enseñan muy en serio las matemáticas, Bobby, pero en secundaria tuvisteis geometría euclidiana básica, ¿no es así, Bobby?

—Sí, incluso en las escuelas de secundaria americanas enseñan eso, pequeña.

—Entonces sabrás que hay geometrías no euclidianas, ¿verdad?

—He oído malévolos rumores al respecto.

—Hablo en serio, Bobby. Estoy intentando comprender algo aquí.

—Adelante.

—Bien, empecé a pensar en ello después de mencionarle a Chatterjee lo de las series alternativas y los experimentos.

—Huumm.

—Si la cultura india fuera un experimento, entonces mis prejuicios occidentales me dicen que es un fracaso. Al menos en lo que se refiere a su capacidad para adaptar y proteger a su gente.

—Nada que objetar.

—Si pensamos en términos de serie teórica, entonces estoy convencida de que mis dos tipos de culturas son incompatibles de por vida. Y yo soy el producto de esas dos culturas. En definitiva, el elemento común en dos series sin elementos comunes.

—El este es el este y el oeste es el oeste y nunca se encontrarán, ¿no?

—¿Comprendes mi problema, verdad, Bobby?

—Tal vez un buen consejero matrimonial podría.

—Cállate, por favor. La metáfora me hizo pensar en una analogía todavía más aterradora. ¿Y qué hay si las diferencias ante las que reaccionamos en Calcuta se deben a que la cultura no fuera otra «serie» sino una «geometría» diferente?

—¿Cuál es la diferencia?

—Pensé que conocías a Euclides.

—Nos presentaron, pero nunca llegué a tutearle.

Amrita suspiró, y miró por la ventanilla hacia la pesadilla industrial que estábamos atravesando. Se me ocurrió que era la viva imagen de la desolación industrial que Fitzgerald describiera en Gatsby elevada a la décima potencia. También se me ocurrió que mis propias referencias literarias empezaban a contaminarse de las metáforas matemáticas de Amrita.

Vi a un hombre en cuclillas, a un lado de la calle, dispuesto a defecar. Se levantó la camisa sobre la cabeza y preparó un pequeño bol de bronce con agua para los dedos de la mano izquierda.

—Las teorías de series y números se superponen —continuó Amrita. De repente me di cuenta, por la tensión en su voz, de que hablaba muy en serio—. Las geometrías no. Las geometrías diferentes se basan en teoremas diferentes, en postulados de axiomas diferentes que dan lugar a realidades diferentes.

—¿Realidades diferentes? —repetí—. ¿Cómo puedes tener realidades diferentes?

—Tal vez tú no puedas —dijo Amrita—. Acaso sólo una sea «real». Tal vez únicamente una geometría sea auténtica. Pero la pregunta es ¿qué me pasará a mí… a todos nosotros… si elegimos la equivocada?

Cuando regresamos al hotel la policía nos estaba esperando.

—Un caballero le espera, señor —dijo el ayudante del gerente al entregarme la llave de la habitación. Volví al vestíbulo esperando encontrar a Krishna, pero el hombre que se levantó del sofá color ciruela era alto, llevaba turbante y tenía barba. Un sij a todas luces.

—¿El señor Luck-zak?

—Luczak. Sí.

—Soy el inspector Singh de la policía metropolitana de Calcuta. —Me mostró una placa y una desvaída foto identificatoria dentro de un plástico amarillento.

—¿Inspector? —No le ofrecí la mano.

—Me gustaría hablar con usted sobre un caso que nuestro departamento está investigando, señor Luczak.

«Krishna me ha metido en algo turbio».

—¿De qué se trata, inspector?

—De la desaparición de M. Das.

—¡Ah! —dije al tiempo que daba a Amrita la llave de la habitación. No tenía intención de invitar a subir a aquel policía—. ¿Necesita hablar con mi mujer, inspector? Es hora de dar de cenar a nuestra pequeña.

—No. Sólo será un minuto, señor Luczak. Siento molestarle.

Amrita fue hasta el ascensor con Victoria y yo miré en derredor. El ayudante del gerente y varios mozos nos miraban curiosos.

—¿Qué le parece si vamos al Salón License, inspector?

Era el eufemismo del hotel indio para el bar.

—Muy bien.

El bar estaba oscuro, pero yo pedí un gin-tonic y el inspector tan sólo tónica. Entretanto tuve tiempo para observar al alto sij.

El inspector Singh se comportaba con la autoridad natural de un hombre acostumbrado a ser obedecido. En su voz se advertía el eco de años pasados en Inglaterra, no la enunciación lenta de Oxbridge sino la precisión cortante de Sandhurst o alguna de las otras academias. Vestía un traje de color tostado, bien cortado, que casi daba la impresión de uniforme. El turbante era rojo burdeos.

Su aspecto vino a confirmar lo poco que yo sabía sobre los sijs. Siendo un grupo religioso minoritario, se habían convertido posiblemente en el sector más productivo y agresivo de la sociedad india. Como pueblo parecían estar especialmente dotados para las máquinas y, si bien la mayoría de los sijs vivían en el Punjab, podía encontrárselos conduciendo taxis u operando con maquinaria pesada por todo el país. El padre de Amrita había dicho que el noventa por cien de sus operadores de excavadora habían sido sijs. También eran ellos quienes escalaban los más altos grados en las fuerzas militares y policiales. Por lo que Amrita me había contado, únicamente sijs habían capitalizado la «Revolución Verde» y la moderna tecnología agrícola para dar impulso a sus extensas granjas en cooperativa al norte de India.

Como también los sijs fueron responsables de muchas de las matanzas de civiles musulmanes durante los disturbios de la partición.

—Salud —dijo el inspector Singh, y tomó un sorbo de su tónica.

Un brazalete de acero tintineó al chocar con la gruesa cadena de su reloj. El brazalete era un signo constante de su fe al igual que la barba y una pequeña daga de ritual que seguramente llevaría consigo. El jueves, en el aeropuerto de Bombay, un guardia de seguridad había preguntado a un sij que estaba en la cola delante de nosotros: «¿Lleva más armas aparte de su sable?». Todos hubimos de someternos a un registro corporal, pero el sij pasó sin más después de gruñir una negativa.

—¿En qué puedo ayudarle, inspector?

—Puede comunicarme cualquier información que tenga sobre el paradero del poeta M. Das.

—M. Das desapareció hace ya mucho tiempo, inspector. Me sorprende que aún siga interesado en él.

—El expediente de M. Das sigue abierto, señor. La investigación llevada a cabo en 1969 llegó a la conclusión de que, probablemente, había sido víctima de algún acto criminal. ¿Tienen en su país alguna ley de prescripción del asesinato?

—No, no lo creo —dije—. Pero en Estados Unidos ha de aparecer el cuerpo para que pueda considerarse el asesinato.

—Exactamente. Ése es el motivo de que le agradezcamos que comparta con nosotros cualquier información de la que pueda disponer. M. Das ha dejado muchos amigos influyentes, señor Luczak. Muchas de esas personas ocupan ahora puestos todavía más respetados, ocho años después de la desaparición del poeta. Todos nos sentiríamos muy aliviados de poder cerrar esta investigación.

—Muy bien —repuse, y procedí a hablarle de mi relación con Harper’s y el acuerdo con el Sindicato de Escritores Bengalíes. Estuve a punto de hablarle de Krishna y Muktanandaji, pero finalmente llegué a la conclusión de que una historia tan fantástica sólo podría traer complicaciones con la policía.

—¿Así que no tiene más confirmación de que M. Das viva que el poema que no sabe si recibirá o no a través del Sindicato de Escritores? —preguntó Singh.

—Eso y la carta que Michael Leonard Chatterjee leyó durante la reunión del consejo ejecutivo —contesté.

Singh asintió como si estuviera al corriente de la correspondencia del sindicato.

—¿Y usted piensa recoger el manuscrito mañana? —pregunto.

—Sí.

—¿Dónde ocurrirá eso?

—No lo sé. Aún no me lo han dicho.

—¿A qué hora?

—Tampoco me la han dicho.

—¿Se reunirá en esta ocasión con Das?

—No. Al menos no lo creo. No, estoy seguro de que no.

—¿Y por qué no?

—Bueno, todas las peticiones de reunirme con el gran hombre y así confirmar definitivamente su existencia, han tropezado con un muro de piedra.

—¿Un muro de piedra?

—Una respuesta negativa. Un rechazo sin contemplaciones.

—¡Ah! ¿Y no tiene usted otros planes para verlo más adelante?

—No. Yo así lo esperaba. No hay duda de que mi artículo necesitaría una entrevista. Pero, a decir verdad, inspector, estoy deseando recoger ese condenado manuscrito y abandonar Calcuta con mi mujer y mi hija mañana por la mañana, dejando que los expertos literarios diluciden si M. Das escribió el poema o no.

Singh hizo un ademán de asentimiento como si se tratara de una actitud del todo razonable. Luego garrapateó algo en un pequeño cuaderno de notas y apuró su tónica.

—Gracias, señor Luczak. Me ha ayudado usted mucho. Quiero excusarme de nuevo por haber interrumpido su tarde del sábado.

—No tiene importancia.

—¡Ah! —dijo—. Queda otra cosa.

—¿Sí?

—¿Le importaría que mañana, cuando vaya a recoger el supuesto manuscrito de Das, le sigan discretamente agentes de policía de las fuerzas metropolitanas? Tal vez ello podría ayudarnos en nuestra investigación.

—¿Vigilancia? —pregunté. Apuré el resto de mi vaso. Si ponía objeciones tal vez me perjudicara, y era casi seguro que de todas formas los policías me seguirían. Además, tener cerca a un policía contribuiría a calmar en parte la ansiedad que sentía ante aquella cita.

—Sus asociados no tienen por qué enterarse —agregó Singh.

Asentí. Personalmente me importaba un bledo si Chatterjee, Gupta y el sindicato en pleno se veían implicados.

—Muy bien —contesté—. Estoy de acuerdo si ello ha de ayudarle en su investigación. Yo, por mi parte, no tengo la menor idea de si Das está realmente vivo. Será para mí una satisfacción servir de alguna ayuda.

—¡Ah! Excelente. —El inspector Singh se levantó y, finalmente, nos estrechamos las manos—. Que tenga un buen viaje, señor Luczak. Le deseo suerte en su trabajo.

—Gracias, inspector.

La lluvia siguió cayendo durante todo el resto de la velada. Cualquier idea festiva que Amrita y yo hubiéramos podido tener sobre salir la noche del sábado se disipó a la vista de la miseria encenagada, monzónica e invasora que divisamos al correr las cortinas. El crepúsculo tropical fue una breve transición entre el día gris y lluvioso y la noche negra y lluviosa. Al otro lado de la plaza inundada podían verse algunas linternas encendidas bajo las lonas.

Victoria estaba cansada y un tanto pesada, de manera que muy pronto la acostamos en su cuna. Llamamos al servicio de habitaciones y esperamos una hora antes de que llegara la cena. Cuando finalmente apareció, constituyó en gran parte una lección para que en la vida volviera a pedir emparedados de rosbif frío en un país hindú. Supliqué a Amrita un poco de su excelente cena china.

A las nueve de la noche, mientras Amrita se duchaba antes de acostarse, llamaron a la puerta. Era un muchacho con las telas de la tienda de saris. El muchacho estaba empapado, pero el material se encontraba a salvo envuelto en una gran bolsa de plástico. Le di diez rupias, pero él insistió en que le cambiara el billete por otros dos de cinco rupias cada uno. El de diez rupias estaba ligeramente roto y por lo visto la moneda india perdía su valor cuando tenía algún defecto. Aquel intercambio me puso más bien de mal humor, y al aparecer Amrita con su bata de seda y anunciar, después de echar un vistazo al paquete, que se habían equivocado de tela, la gota colmó el vaso. La tienda le había enviado lo comprado por Kamakhya. Entonces pasamos veinte minutos largos intentando encontrar en la guía telefónica a nuestra Bharati, pero el nombre era tan común como el de Jones en Nueva York, y Amrita pensó que, después de todo, era posible que la familia de Kamakhya no tuviera teléfono.

—Al diablo con todo —exclamé.

—Para ti es fácil. No te pasaste una hora eligiendo las telas.

—Kamakhya te traerá probablemente lo tuyo.

—Bueno, tendrá que hacerlo mañana si nos vamos el lunes a primera hora.

Apagamos la luz en seguida. Victoria se despertó una vez con unos ligeros sollozos, en uno de esos sueños de bebé en los que agitaba desesperada las piernas y los brazos, y la paseé durante un rato por la habitación, hasta que se quedó dormida, babeándome satisfecha sobre el hombro. Durante el par de horas que siguieron la habitación parecía alternativamente muy calurosa y luego helada. Las paredes resonaban debido a diversos ruidos mecánicos. Parecía como si en aquel lugar hubiera un sinfín de montaplatos subiendo trabajosamente con cadenas y poleas. Dos puertas más allá, en el corredor, un grupo árabe voceaba y reía, sin pensar por un instante en entrar en su habitación y cerrar la puerta.

Hacia las once y media abandoné las húmedas sábanas y me acerqué a la ventana. En la calle oscura seguía cayendo la lluvia. No había circulación.

Abrí mi maleta. Sólo había traído conmigo dos libros. Un ejemplar encuadernado de mi más reciente publicación y un Penguin en rústica de poesía de M. Das que comprara en una librería de Londres. Tomé asiento en una butaca cerca de la puerta y encendí la lámpara de lectura.

Confieso que fue mi libro el primero que abrí. Se abrió por el poema que le daba título, Winter Spirits. Intenté evocar sus imágenes, pero la figura, en su día diáfana, de la anciana deambulando por su granja de Vermont y contactando con los fantasmas familiares en unos parajes en los que la nieve se amontonaba en los campos, no sintonizaba con la sofocante noche de Calcuta y el ruido de la inmisericorde lluvia monzónica golpeando contra los cristales. Cogí el otro libro.

Al punto quedé cautivado por la poesía de Das. Con el trabajo corto que más disfruté al principio del libro fue «Family Picnic», con su festiva, aunque nunca condescendiente, percepción de la necesidad de soportar con paciencia las excentricidades de los familiares de uno. Únicamente una referencia de pasada a «… las aguas azules infestadas de tiburones de la bahía de Bengala / limpias de velamen o humo de lejanos vapores» y una rápida descripción de un «… templo Mahabalipuram / su piedra arenisca desgastada por los años y los rezos / ahora ya un lugar de juego de esquinas suavizadas / para las rodillas trepadoras de niños y las fotos instantáneas del tío Nani» situaban el escenario en la India oriental.

Llegué a «El canto de la madre Teresa» con un nuevo enfoque. Ahora ya resultaban menos patentes para mí los ecos académicos de la influencia de Tagore sobre el prometedor tema, y en cambio más evidentes las referencias directas, tales como «… muerte en la calle / muerte en la acera / el desesperanzado desamparo entre el que ella se movía / el lamento de un cálido infante pidiendo ayuda / contra el aliento helado de una ciudad que se ha quedado seca». Me pregunté si el relato épico de Das sobre la joven monja que había oído la llamada mientras viajaba hacia otra misión, que había acudido a Calcuta para ayudar a la multitud sufriente, aunque sólo fuera para facilitarles un lugar en el que morir en paz, sería alguna vez reconocido como el clásico de la compasión que a mi juicio era.

Di vuelta al libro para ver la fotografía de M. Das.

Me tranquilizó. La despejada frente y los ojos tristes y límpidos me recordaban a las fotos de Jawaharlal Nehru. El rostro de Das tenía la misma elegancia y dignidad patriarcales. Tan sólo la boca, con aquellos labios tal vez demasiado gruesos, de comisuras curvadas hacia arriba, sugerían la sensualidad y el leve egocentrismo tan necesarios en un poeta. Fantaseé diciéndome que ahora entendía de quién había heredado Kamakhya Bharati su sensual belleza.

Cuando apagué la luz y me acosté de nuevo junto a Amrita, me sentía capaz de afrontar mejor el día que se avecinaba. Afuera la lluvia seguía descargándose furiosa sobre la arrebujada ciudad.