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Dieciséis

Stephen se despertó lentamente, con la sensación de paz que seguía a una buena noche de sueño. Estiró el brazo automáticamente para buscar a su compañera de cama, pero no descubrió nada más que la superficie gastada de una puerta de madera. Parpadeó y se dio cuenta de dónde estaba, así como de algo más importante.

Brighid tenía razón. No necesitaba el vino.

Aquella certeza se abrió paso en su interior como el lento calor de la victoria tras una larga batalla. Aunque no le iría mal un baño, se sentía limpio. Libre. Fuerte. No sentía pánico, sino triunfo.

Cerró los ojos y recordó claramente la tentación. Habría sido muy fácil aceptar la oferta del sirviente, perderse en el mundo neblinoso que había echado de menos. Pero sabía que no podría proteger a Brighid de ese modo, así que se dijo a sí mismo que simplemente daría un sorbo, para saborear lo que le había sido negado durante tanto tiempo. Pero algo se lo impidió.

Aunque el deseo había sido grande, más grande era la certeza de tener a Brighid a su lado. Podía sentirla, rígida y tensa, mientras aguardaba su respuesta. Si le hubiera dicho algo, si lo hubiera amenazado o reprendido, tal vez hubiera actuado de otra forma, pero no dijo nada. Confió en él para tomar la decisión adecuada, y junto con la confianza iba implícito un respeto que él jamás había recibido de nadie, y mucho menos de Brighid l’Estrange.

Y eso, al fin y al cabo, era más embriagador que cualquier bebida.

Tomó aliento, abrió los ojos y captó su esencia en la habitación. Con ello vino un torrente de deseo tan poderoso que tuvo que luchar para contenerlo. Miró hacia la cama, que ocupaba casi toda la habitación, y no deseó nada más que acostarse con ella allí, no especialmente para seducirla, sino para expresar de algún modo los sentimientos que tenía por ella, sentimientos que eran incluso más agudos y brillantes que cualquier otra cosa en su nuevo mundo.

La noche anterior había entrado en la habitación cuando ella ya estaba dormida, y le había costado un gran esfuerzo no meterse con ella bajo la manta. Pero había mantenido su determinación y se había quedado dormido sorprendentemente rápido, disfrutando de una paz recién descubierta que parecía espantar a las sombras de la noche. Pero ahora estaba despierto y era consciente de su cercanía.

Stephen suspiró amargamente pues, aun imaginando el placer que encontraría en su cama, otras consideraciones le hicieron no ir a buscarla. No sólo le había dado su palabra, sino que el respeto de Brighid había inspirado en él una respuesta.

Brighid era única y su admiración por ella había crecido tanto que se preguntaba cómo podría alguna vez arrebatarle su inocencia. No podía dejar de pensar que ella merecía algo mejor. No podía ser despojada de su inocencia por un seductor infame conocido como Stephen de Burgh. Simplemente no podía hacerlo.

Stephen gruñó mientras su cuerpo se rebelaba contra la conclusión de su mente, pero estaba decidido a levantarse del catre frente a la puerta y abandonar la habitación sin mirar hacia la cama. Oyó movimiento entre las sábanas y volvió a cerrar los ojos.

—¿Stephen?

—¿Mmm?

—Me pareció que estabas despierto. ¿Descubriste algo anoche?

«Sólo que te valoro más que a nada en mi vida», pensó él, seguro de que Brighid no se dejaría impresionar por esa admisión. «Que puedo descansar por primera vez en años porque estás en la misma habitación. Que tenías razón… no necesito el vino…». Stephen tomó aire, sabiendo que Brighid estaba hablando de la investigación que había planeado hacer después de que ella se fuera a la cama, y no de la miríada de revelaciones con que se había encontrado durante la noche.

—Hablé con algunos de los soldados, pero no dijeron gran cosa, probablemente porque saben bien que mi familia es aliada de Eduardo. Y quién puede culparlos, teniendo en cuenta los rumores de guerra.

—¿Y?

—Me dijo que tres hombres estuvieron aquí hace pocos días preguntando por una mujer llamada Addfwyn —admitió Stephen.

Al oír que salía de la cama pensó que debería haberse mordido la lengua. ¿Llevaría ropa puesta? Conociendo a Brighid, probablemente estuviese completamente vestida, pero aun así se imaginó cada curva de su cuerpo.

—¿Y?

—Y nada —murmuró—. Nadie en este lugar había oído nunca hablar de ella, así que los jinetes se marcharon. El guardia sin embargo sospechaba y los observó bien, pues no eran los típicos viajeros. Se dirigieron hacia el sur.

Cuando la oyó avivando las ascuas de la chimenea, Stephen por fin se atrevió a incorporarse. Aunque llevaba puesto uno de esos horribles vestidos suyos, tenía el pelo suelto, y él tuvo que respirar profundamente para controlar la respuesta instantánea de su cuerpo. Entonces recordó la imagen de Brighid, subida a la roca, convocando a los vientos. Al menos eso le había parecido a él.

—¿Qué le dijiste al tío de aquella mujer y a aquellos hombres para que huyeran? —preguntó, y se apoyó contra la puerta para estirar su pierna herida. Era una pregunta que le había acompañado durante todo el día, pero que no había podido hacerle en compañía de otros.

—¿Qué? Ah —la voz de Brighid sonaba extraña— . Sólo les advertí que no sería muy sabio atacar a desconocidos.

—A mí me pareció algo más significativo que eso —contestó él.

—Bueno, no mucho. Sólo entoné alguna maldición y advertencia. Vi que los aldeanos eran gente sencilla y supersticiosa, que se asusta con facilidad —dijo Brighid. Estaba empleando un tono que él recordaba de sus primeras conversaciones; un tono que le advertía que se estuviese callado y se apartara.

Pero en esa ocasión Stephen no iba a achantarse.

—¿Y cómo llegaste a conocer esas maldiciones y advertencias? —preguntó.

Brighid dejó caer el utensilio que estaba utilizando y se volvió para mirarlo.

—¡Las aprendí sentada en el regazo de mi abuela! ¿Es eso lo que quieres oír? ¿O que vinieron a mí mientras bailaba desnuda bajo la luna durante el Beltane?

Sin dejarse afectar por su mirada furiosa, Stephen sonrió.

—Ojalá pudiera haber visto eso —dijo. Aunque sabía que estaba siendo sarcástica, su cuerpo reaccionó inmediatamente a la idea de Brighid bailando desnuda a la luz de la luna. De hecho, la imagen fue más provocativa que nada de lo que pudiera conjurar, y se dio cuenta de que había algo vitalmente atractivo en semejante escena: poderes milenarios, misterio y cierta oscuridad combinada con una sexualidad exótica.

Por alguna razón no era lo que había asociado a Brighid, pero no podía negar que estaba resultando ser mucho más diferente de lo que había pensado al principio.

—Mira, no finjo creer en todas esas cosas de brujas, alquimia y maldiciones celtas, pero tengo que decirte, Brighid… —Stephen hizo una pausa y sonrió amargamente por lo que estaba a punto de decir—… que lo que hiciste ahí fuera fue asombroso.

Se hizo el silencio y Stephen la miró con cautela, peor Brighid estaba contemplando el fuego una vez más.

—No fue magia —dijo finalmente.

—No, claro que no —contestó él. Aunque, si no era magia, ¿qué otra cosa podría ser?

—La magia no existe.

Era evidente que Stephen había tocado un punto delicado, pero incluso él, que no creía en casi nada, podía ver que Brighid había hecho algo; algo que él no podía explicar. Y tampoco podía aceptar sin más su sencillo razonamiento. Cerró los ojos en busca de inspiración, y entonces los abrió de golpe.

—¿Por tu padre? —preguntó.

—Quizá —respondió ella con reticencia evidente—. Pasó toda su vida inmerso en el trabajo, en intangibles, mientras descuidaba todo lo demás. Yo intenté entrar en todo aquello, pero nada le importaba salvo la alquimia. Y cuando decidió que yo no era adepta, me envió lejos. Créeme, si yo hubiera poseído alguna habilidad asombrosa, la habría utilizado para ser su aprendiz, o al menos para quedarme en el único hogar que conocía.

—¿Pero habrías sido más feliz aquí que con tus tías? —preguntó Stephen suavemente. De pronto sólo deseaba aliviar su dolor, fuera cual fuera la causa.

—Supongo que no —contestó Brighid tras varios segundos de silencio—. Me hice cargo del hogar de mis tías porque era necesario, pero al menos ellas me apreciaban. Tal vez mi padre hiciera lo correcto, aunque me hubiera gustado ver alguna señal de aprobación por su parte, en vez de ser despreciada.

—No es fácil estar a la altura de las expectativas de tu padre. Créeme, lo sé mejor que nadie —dijo él.

—Pero no es como si Campion esperase que poseyeras una habilidad indefinible, ¡Una habilidad imposible y absurda para transmutar materia! —exclamó Brighid con exasperación.

—No, sólo espera que sea perfecto. ¿Cómo puedes estar a la altura cuando él es una especie de dios entre los hombres?

Para su sorpresa, Brighid se rió, un sonido delicioso que inmediatamente alivió la tensión.

—No —dijo después, y se puso de cuclillas para mirarlo—. Campion no es perfecto. Ni es un dios. Se mueve por las mismas necesidades y miedos que cualquier humano. ¿Acaso no volvió a casarse? ¿Por qué? Porque quiere amor y deseo en su vida. Y aun así he oído que su nueva esposa huyó antes que casarse con él al principio.

—Una estratagema, nada más —dijo Stephen.

—¿De verdad? ¿Estás al corriente de sus momentos más íntimos? Yo sólo puedo imaginarme lo que ocurrió, pero sé que no me gustaría casarme con alguien de quien se espera que sea sabio, cariñoso, fuerte… que sea todas las cosas para toda su gente. ¿Puedes imaginar las responsabilidades que eso conlleva? ¿Con el peso de sus tierras, de su gente, y de los destinos de sus hijos? Ha pasado de ser un hombre a ser un mito. Desde luego, no debe de ser fácil ser hijo suyo, pero debe de ser mucho más difícil ser él —dijo Brighid.

Sorprendido por sus palabras, Stephen se quedó mirándola. Siempre se había imaginado a Campion totalmente preparado para afrontar cualquier crisis sin parpadear, y aun así recordaba un tiempo en que su padre no había sido nada. Mientras él observaba, su padre había sufrido una pena larga y dolorosa tras la muerte de Anne.

Tal vez fuera eso lo que tanto le había molestado sobre la nueva esposa de Campion. Una esposa hacía que el conde fuera peligrosamente vulnerable, y Stephen no quería volver a verlo como un humano. Negó con la cabeza, asombrado por su propia perversidad, pues por mucho que despreciaba la apariencia divina de su padre, realmente no deseaba que Campion fuese otra cosa.

—Su esposa me pareció lo suficientemente fuerte para estar a la altura, pero yo prefiero a un hombre que sea más complicado. Más interesante. Porque, como tú mismo has descubierto, yo también soy imperfecta.

Absorto en sus pensamientos, Stephen se tomó unos instantes para reflexionar sobre las palabras de Brighid y, cuando lo hizo, se sobresaltó aún más. ¿Brighid l’Estrange imperfecta? Realmente debía de sentirse despreciada. Stephen maldijo en silencio al padre que no sólo la había hecho sentir mal, sino que la había llevado allí y había puesto a su única hija en peligro con su descabellada búsqueda de quimeras.

Aunque Stephen había accedido a regañadientes a ser el escolta de Brighid, ahora la protegía con su vida. Era una carga que aceptaba de buena gana, pero algo que no podía seguir haciendo solo en el lejano Gales. Debían regresar a Campion. Allí, rodeados del poder del conde, Brighid estaría a salvo, por fin y para siempre.

—Es hora de volver a casa, Brighid —dijo suavemente.

—Sí, lo sé —respondió ella.

—Tendrás todas las comodidades en Campion. Sea quien sea el que va detrás de esa piedra mágica no te seguirá hasta allí, y no se atreverían a acercarse a ti en los territorios de los De Burgh —añadió Stephen para apaciguar todas sus preocupaciones.

—¿Campion? ¿Por qué iba a ir allí? —preguntó Brighid.

—Porque allí estarás a salvo.

—Tú puedes regresar a tu casa, claro, pero yo tengo asuntos no resueltos aquí.

Stephen cerró los ojos y apoyó la cabeza en la puerta. Después de lo ocurrido, ¿cómo podía Brighid pensar en seguir buscando a los asesinos?

—Brighid, no tenemos idea de dónde se esconde tu misteriosa sirvienta —murmuró—. ¡Por lo que sabemos podría estar muerta!

—Está viva.

Pronunció las palabras con tanta convicción que Stephen abrió los ojos y la miró, pero ella evitó su mirada y caminó hacia la ventana para contemplar el paisaje.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él.

—Simplemente lo sé, eso es todo.

—De acuerdo, está viva, ¿pero dónde? ¿Cómo piensas encontrarla?

Se hizo el silencio en la habitación. Brighid se quedó quieta, con la espalda rígida, como si con su voluntad pudiera descubrir las respuestas que buscaba. Y en ese preciso instante, Stephen tuvo la sensación de que podría. Se levantó del camastro mientras ella se daba la vuelta para mirarlo.

—No lo sé —dijo sin más.

Se quedó mirándolo y Stephen levantó las manos, pero las dejó caer de nuevo, pues se sentía incapaz de proporcionarle ayuda y consuelo. Por primera vez en su vida, su apellido y su poder no le servían de nada. Incluso aunque pudiera convocar a un ejército de Campion, cosa imposible dado el clima político, no estaba seguro de que una horda de rastreadores pudiera encontrar a una mujer que no quería ser encontrada.

Stephen sabía que, si ella se lo pedía, levantaría cada piedra de Gales por ella y preguntaría a cada residente, pero sentía que no sería suficiente. Y de pronto oyó una voz en su cabeza. «Conseguid que vea en el agua».

Con un escalofrío, despreció las palabras de Cadwy, pero ya no le parecían tan descabelladas. Tal vez fuese la desesperación que había en los ojos de Brighid la que le hizo salir por la puerta, o el recuerdo de la insistencia de Cadwy, o quizá la imagen de Brighid sobre la roca el día anterior, conjurando a los vientos. Apartó el catre de la puerta y salió al pasillo, donde llamó a un sirviente que pasaba.

Luego volvió a cerrar la puerta, se apoyó en ella y miró a Brighid sobriamente.

—Si estás decidida a encontrarla, entonces tal vez debas ver en el agua —habló con suavidad, sin saber qué esperar, y le sorprendió cuando, en vez de responder, Brighid palideció.

Corrió hacia ella y la ayudó a sentarse al borde de la cama.

—¿De qué estás hablando? —preguntó ella. Parecía tan recelosa y acusadora que Stephen comenzó a preguntarse por qué habría hablado.

Se pasó una mano por el pelo y se dijo a sí mismo que él no creía en nada de eso. De verdad. De acuerdo, tal vez el episodio del día anterior hubiera resultado bastante convincente, pero… pero nada. Ya no tenía idea de en qué creer.

Sí. Sí tenía idea. Creía en Brighid. Y tenía la sensación de que ella podría hacer cualquier cosa que se propusiera. Si había logrado que dejase de beber, que durmiese por las noches, que aceptase un mundo al que hacía tiempo que le había dado la espalda, entonces debía de tener habilidades poderosas.

Mucha gente lo llamaría magia, pensó Stephen, sobre todo su padre. Incluso el padre de Brighid, de estar vivo, haría bien en tomar nota, ¿pues no había acogido Brighid a un hombre desesperado al borde del abismo y lo había transformado en otra persona? Una magia muy poderosa.

Stephen buscó la manera de expresar en palabras lo que sentía, pero había pasado demasiados años halagando a mujeres que no significaban nada para él. Y ya no le quedaban palabras. Caminó hasta la ventana, regresó y finalmente abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, cuando ella habló.

—Pensaba que no creías en nada que no pudieras ver, oír u oler —dijo.

—Bueno, ayer te vi hacer cosas bastante impresionantes —respondió Stephen, y Brighid se le quedó mirando fijamente—. De acuerdo, quizá sea una simple sospecha. No estoy diciendo que crea en todas esas cosas, en una piedra que no es una piedra, ni en brujas de las que se ahogan, ni de las que bailan desnudas bajo la lluvia. Pero estoy dispuesto a admitir que puede que haya más cosas en la vida de las que son aceptadas comúnmente. Creciendo con Campion como padre es difícil no imaginarse alguna habilidad especial. Quiero decir que no hay más que mirarlo. Juro que lo sabe todo, casi siempre antes de que ocurra —Stephen se aclaró la garganta, sintiéndose tonto por admitir algo que jamás le había contado a nadie, ni siquiera a sus hermanos.

Pero Brighid no se rió, simplemente asintió.

—Yo también pensaba eso sobre tu padre. Sus ojos albergan mucha sabiduría, y más cosas.

Stephen no sabía si sentirse aliviado o sorprendido de ver que ella confirmaba sin más sus descabelladas sospechas.

—¿Crees que por eso me envió contigo? Tal vez él sabía algo —murmuró.

Cuando Brighid no contestó, la miró y vio que estaba observándolo pensativa, como si él también compartiese los talentos especiales de su padre. Alarmado, Stephen levantó las manos para protestar.

—No me mires. Apenas puedo pensar con normalidad.

—Yo no estoy tan segura —dijo ella—. Tal vez nos unimos por alguna razón.

Otra vez el destino. Stephen frunció el ceño.

Pero se libró de tener que decir más cuando entró un sirviente con un cuenco, que dejó junto a la cama.

—Gracias —dijo Stephen.

Aguardó a que el sirviente se hubiera marchado antes de mirar a Brighid. Cuando lo hizo, se quedó desconcertado, pues parecía como si acabara de ver un fantasma. Su cara estaba pálida, tenía las manos apretadas tan fuerte sobre su regazo que los nudillos habían perdido su color.

—¿Tienes miedo?

—No. No siento nada —respondió Brighid—. Toda mi vida he intentado huir de la mancha de los l’Estrange. No quería que me quemasen como a una bruja, o que los aldeanos me temieran; que la gente que buscara mis artes de curación me acusara. Sólo quería ser como los demás.

—Bueno, nadie te va a quemar mientras yo esté vivo —contestó él—. Y nadie se volverá contra ti. Si es eso lo que te preocupa, entonces haces bien en guardarte tus habilidades —no quería obligarla a hacer algo que no deseara hacer.

—¿No te repulsa todo eso? ¿La rareza de los l’Estrange? —preguntó ella, mirándolo directamente.

—Realmente estoy más impresionado que otra cosa —«y excitado», pensó. Pero no lo dijo. Estaba intentando olvidar esa parte.

Brighid permaneció escéptica.

—¿No tienes miedo de que te eche una maldición o te lance un hechizo?

Stephen se rió y se pasó una mano por el pelo. De pronto se sentía extraño, pero le mantuvo la mirada lo mejor que pudo.

—Creo que ya estaba maldito, y tú has levantado esa maldición —Brighid se quedó con la boca abierta por su admisión, y Stephen quiso aclararlo mientras caminaba hacia la ventana—. Si fueras a hacer algo, lo habrías hecho hace tiempo, como evitar que te escoltara en un primer momento. Y, por mucho que me odiabas, nunca levantaste un solo dedo para hacerme daño. No creo que seas capaz de hacerle daño a nadie.

—Yo nunca te he odiado —dijo Brighid.

—Creo que me desharé de esto —añadió él mientras alcanzaba el cuenco con agua.

—No —Brighid estiró el brazo para impedírselo y Stephen se estremeció bajo la presión de sus dedos. Durante mucho tiempo había deseado sentir su tacto, pero ahora era algo que no deseaba, una tentación que amenazaba todas sus buenas intenciones. Se apartó de ella y depositó el cuenco de nuevo en el suelo.

Brighid se arrodilló a su lado, aunque con expresión escéptica.

—Lo intentaré, pero dudo que vea algo salvo agua —dijo.

Se inclinó hacia delante, fijó la mirada en el agua y Stephen se sorprendió haciendo lo mismo. Al principio lo único que podía ver era la superficie del agua, pero entonces pareció cambiar, agitada por alguna brisa procedente de la ventana, sin duda. Se quedó mirando durante tanto tiempo que incluso imaginó que las sombras tomaban forma. Sacudió la cabeza para despejarse y, cuando volvió a mirar, no vio nada salvo la superficie del agua.

—Veo una capilla —susurró Brighid de pronto—. Me resulta familiar, pero es difícil ubicarla en mi memoria. ¡Lo tengo! Es una capilla vieja, no lejos de aquí —cuando levantó la cara, Stephen vio su expresión de fascinación y también él sintió asombro. Así como otras emociones embriagadoras que no podía nombrar, y mucho menos expresar.

—¿Ves? —dijo cuando logró encontrar la voz—. Eres una mujer asombrosa, Brighid.