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Trece

Stephen había de admitir que los sentidos despejados tenían una ventaja: todo sabía mejor. Incluso la sencilla comida que Brighid había preparado con ayuda del sirviente estaba compuesta de sabores deliciosos, y él se había detenido a saborear cada uno de ellos con un placer embriagador, más intenso de lo que podía recordar. Cuando finalmente quedó saciado, sus pensamientos se centraron en otros apetitos más intrigantes, y tuvo que levantarse de la mesa para huir de la lujuria que lo invadía siempre en presencia de Brighid.

Una vez fuera, caminó por los terrenos e inspeccionó la zona con el crepúsculo de fondo como sabía que harían sus hermanos, aunque no sabía qué tipo de defensa podía preparar sin nada más que su espada y un sirviente de poco fiar. Maldijo en silencio y deseó que, fueran cuales fueran las fuerzas que allí había, ya fueran rebeldes, ladrones o asesinos, mantuvieran la distancia al menos durante aquella noche. Y, aunque no le gustaba viajar, estaba deseando regresar a Campion al día siguiente.

Aún tenía la seguridad en la cabeza cuando regresó y encontró el salón vacío. Se vio entonces invadido por un pánico feroz por Brighid que escapaba a toda lógica. Aunque dudaba que algo pudiera haberle ocurrido mientras él no estaba, no confiaba en Cadwy, y seguía teniendo aquella sensación ominosa desde que llegaran a la hondonada. Con la mano en la empuñadura de la espada, corrió escaleras arriba y, cuando la encontró poniendo sábanas limpias en una cama, se sintió tremendamente aliviado.

Sintiéndose asombrado y un poco tonto, Stephen se sentó sobre un arcón cercano a la puerta, respiró profundamente y observó sus alrededores. Brighid había arreglado la habitación, aunque el colchón había sido rajado y los muebles volcados. Incluso habían arrancado las cortinas de la cama, observó mientras se fijaba en Brighid.

Estaba inclinada mientras estiraba una sábana, y mientras la veía, Stephen sintió algo que era más que lujuria; un deseo que implicaba algo más que su cuerpo.

Negó con la cabeza en un intento por olvidarlo. Había estado a solas en un dormitorio con una mujer incontables veces antes, ¿por qué iba a ser aquélla diferente? Y aun así el sentimiento permanecía, así como una sensación de perfección que hacía que le diese vueltas la cabeza. Sobresaltado, Stephen tomó aliento y se apartó de Brighid, a pesar de que el deseo lo atraía hacia ella.

Miró hacia la ventana, comprobó que ya era de noche y el corazón se le aceleró. En su apresuramiento por encontrar a Brighid había olvidado lo tarde que era, pero con aquella certeza llegó una tensión que fue acentuada por sus circunstancias. No podía retirarse a un salón cómodo con una buena provisión de vino, pues la sala de abajo apenas era habitable, y los dormitorios que había examinado estaban también en pésimas condiciones. Stephen sabía que jamás podría dormir en uno de ellos, solo y aislado.

—Me quedaré aquí esta noche —dijo de pronto.

—No creo que sea una buena idea —contestó Brighid.

¡Al diablo con las buenas ideas! Estaba consumido por la lujuria, a un paso de lanzarse sobre la cama y levantarle las faldas. ¿Ella se lo impediría? No estaba seguro. Había visto la pasión en sus ojos, aunque intentara ocultarla. Pero, al igual que aquel hermoso país, Brighid ya no era predecible, y Stephen se estremeció ante la idea de que pudiera rechazarlo. Y eso fue lo que le detuvo, pues más fuerte que el deseo por su cuerpo era su necesidad por su compañía.

No podía soportar estar solo, con la noche por delante, y menos cuando todos sus sentidos estaban despiertos sin la ayuda del vino. Con un gran esfuerzo, Stephen se colocó las manos en los muslos y se aclaró la garganta.

—Quería decir que me quedaría aquí, junto a la puerta —dijo.

Miró a su alrededor en busca de un catre destinado a un sirviente o a un escudero, hasta que vio uno en una esquina, rajado y con el relleno de paja esparcido por el suelo. Sin esperar la respuesta de Brighid, se levantó, se acercó a él y comenzó a rellenarlo de nuevo. Después, y de espaldas a Brighid, lo arrastró hasta la puerta.

Apretó los labios al darse cuenta de lo bajo que había caído: el famoso seductor temeroso de mirar a una mujer, por miedo a que ella lo rechazase. Contuvo un soplido irónico y colocó una piel sobre su cama improvisada antes de volver a hablar.

—Dado que soy el responsable de tu seguridad, me quedaré aquí, por si acaso regresaran los bandidos que saquearon este lugar —explicó mientras se daba la vuelta para cerrar la puerta. Ni siquiera Brighid podría discutir aquella lógica, pensó, hasta que oyó su respuesta.

—No fueron bandidos —dijo ella, con una seguridad que hizo que Stephen se volviera para mirarla—. Fueran quienes fueran no buscaban dinero ni objetos de valor. Buscaban el descubrimiento de mi padre.

—Un momento…

—Si hubieran querido objetos de valor, se habrían llevado las especias o la plata.

—Bueno, tal vez no eran conscientes del alto valor del jengibre —respondió Stephen, pero en el fondo sabía que Brighid tenía razón. Incluso a él le había parecido extraño—. Esas marcas en las paredes…

—Tal vez pensaran encontrar algún elixir o escrituras ocultas tras las piedras sueltas o algo así —sugirió Brighid.

Stephen volvió a sentarse en el arcón.

—¿Pero cómo sabemos que eran extraños? —preguntó—. Sólo tenemos la palabra del sirviente para explicar lo ocurrido. Él mismo podría haber matado a tu padre y haberse tomado su tiempo para buscar cualquier cosa que deseara, mientras acumulaba las cosas valiosas, incluyendo las especias.

—No, no fue Cadwy —aseguró ella mientras colocaba la manta sobre la cama.

—¿Cómo puedes estar tan segura de que no fue el sirviente?

—Cadwy es un criado fiel. Lo conozco desde que era pequeña.

—¡Y no lo habías visto desde entonces! Tal vez haya cambiado con los años. La gente cambia. ¿Cómo sabes que no se ha vuelto loco o algo así?

Brighid giró la cabeza para mirarlo con expresión implacable.

—Simplemente lo sé.

Stephen se quedó mirándola; la convicción de las palabras de Brighid le ponía el vello de punta. Estaba segura, de acuerdo, pero él no sabía por qué y de pronto todo aquel asunto comenzó a ponerle nervioso, incluyendo la propia Brighid, que nunca había negado estar implicada en ello. Por lo que él sabía, podría ser una especie de bruja o alquimista. Aunque, de ser así, haría algo para mejorar su situación, pensó después.

Se frotó el cuello con la mano y olvidó esas tonterías. Era tarde. Todas aquellas especulaciones sobre asesinato y caos eran suficientes para poner nervioso a cualquiera. Y fuera se había desatado un fuerte viento que golpeaba los postigos y aumentaba la atmósfera tenebrosa del lugar. Un hombre podía creer cualquier cosa…

Stephen tomó aire. Lo único que tenía que hacer era pasar la noche. Luego, por la mañana, recogerían las provisiones, tal vez incluso encontraran un carro, y partirían de vuelta a Campion, con suerte antes de que el problema que parecía estar fraguándose en Gales explotase en todo su esplendor. Apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos y se imaginó su propio tonel de vino, su propia habitación y su propia cama, preferiblemente con compañía.

Por desgracia, su contemplación de las comodidades que había dado por hechas fue interrumpida por Brighid, que por alguna razón siempre conseguía ahuyentar los buenos pensamientos de su mente.

—Sabremos más cuando hablemos con la mujer —dijo.

—De acuerdo —murmuró Stephen, aunque accedió sólo para que se callara. Luego se dio cuenta de lo que acababa de decir y abrió los ojos—. ¿Qué mujer?

—La sirvienta, Addfwyn, claro —contestó Brighid con aquel tono de superioridad que él detestaba—. La que llegó de pronto y desapareció tras la muerte de mi padre.

Stephen volvió a cerrar los ojos. Estaba tan cansado después de aquel día que creía que podría quedarse dormido así.

—Todos desaparecieron tras la muerte de tu padre. Todos excepto Cadwy, que sigue pareciéndome muy sospechoso —murmuró—. Y ella hace mucho que se fue, así que no puedes hablar con ella.

—Pero debo hacerlo. Por tanto, tengo que encontrarla.

Aquello llamó su atención, y Stephen se apartó de la pared para mirarla.

—¿Qué quieres decir con encontrarla? —preguntó—. Mañana nos vamos a casa.

Tras terminar de hacer la cama, Brighid se sentó en el borde y miró a Stephen con resolución.

—Vine aquí para averiguar qué le había sucedido a mi padre, y no me marcharé hasta conseguirlo. Aunque tú eres libre de irte. Has cumplido con tu deber, y estaré encantada de darte un mensaje para tu padre que te absuelva de mayor responsabilidad.

Stephen se quedó boquiabierto con sus palabras. ¿Pensaba quedarse allí? No podía creerlo.

Brighid había hecho algunas cosas sin sentido desde que la conocía, pero aquélla era la peor. Y no sólo eso, sino que además pretendía mandarlo a él de vuelta sin la menor vacilación. De pronto se sintió ultrajado. ¡Ninguna mujer lo echaba!

Y lo peor de todo era su oferta de tranquilizar a Campion. Resultaba insultante. Podía imaginarse a sí mismo regresando al castillo con su misiva en la mano, y diciéndole a su padre: «Bueno, sí, padre. La dejé allí sola, en una mansión destrozada con nada salvo un viejo sirviente que la protegiera de los bandidos, asesinos y la amenaza de la guerra. Pero dijo que no había problema».

Aquello pondría fin a la relación con su padre para siempre. ¿Tan tonto creía Brighid que era? Stephen se puso en pie y, sin saber qué hacer, caminó hacia delante y sintió el dolor en la pierna al tropezar. Al instante, Brighid corrió hacia él y volvió a sentarlo.

—¡Stephen, tu lesión! —gritó. Como si le importara, pensó él, cuando estaba dispuesta a despedirlo como si de un sirviente se tratara. Aun así, se arrodilló ante él y Stephen volvió a apoyarse en la pared.

—Ayúdame a quitarme esta malla —le dijo con un gruñido.

—Oh, sí, claro —contestó ella. Stephen se levantó una vez más, se aflojó la espada y se levantó la túnica. Echaba de menos a su escudero, pues Brighid apenas le servía de ayuda, ya que sus pequeños dedos temblaban sin parar. Aun así había algo en su tacto que excitó su cuerpo cansado y, cuando le quitó la prenda, Stephen se inclinó hacia ella.

Pero Brighid volvió a sentarlo y comenzó a desenrollarle la venda. Sin embargo, el interés de Stephen aumentó, y observó sus manos con anticipación. Mientras la miraba, cada vez más excitado, ella sacó un frasco de algo y comenzó a lavarle la herida.

—¿Qué es eso? —preguntó él.

—Agraz —respondió ella.

—Claro, tienen agraz, pero no vino —añadió él. Tal vez pudiera beber suficiente zumo fermentado para nublar sus sentidos, o al menos para calmar el dolor.

—Está asqueroso si se bebe y sólo se usa para cocinar —comentó Brighid como si le hubiera leído el pensamiento.

—No puedes quedarte aquí sola —dijo Stephen, y agachó la cabeza para mirarla. Brighid tenía una mano en su rodilla y con la otra le curaba la herida. Tenía la cabeza agachada y el pelo por la cara, suelto y hermoso. Stephen tomó aire. Si simplemente deslizara la mano hacia arriba por el muslo… Observó sus dedos y le pareció que temblaban.

Brighid dejó caer el paño que estaba utilizando y susurró algo poco delicado. El corazón de Stephen comenzó a acelerarse. Reconocía las señales, y con cualquier otra mujer habría sonreído, le habría dado la mano y habría dejado que las cosas progresaran desde ahí. Pero aquélla era Brighid, y no sabía qué hacer.

—No está tan mal. La sangre se ha secado y esto la limpiará. Aún me queda algo de la cataplasma —dijo ella mientras alcanzaba su bolsa—. Se te curará en poco tiempo. Tenía algo de betónica aquí, que siempre viene bien, si conoces la historia de las hierbas.

Si no hubiera estado tan asombrado, Stephen se habría carcajeado. La rígida Brighid estaba divagando como una novia nerviosa. Le aplicó el ungüento sobre la herida y se la vendó con una gasa nueva. Y aun así él se quedó donde estaba, excitado e incapaz de respirar.

—Ya está —dijo ella finalmente, sin apartar las manos de su pierna. Entonces lo miró, y allí estaba, en sus ojos. Calor. Deseo. Con un gemido, Stephen le agarró la cara con ambas manos y la besó.

Fue una revelación.

En su arrogancia, Stephen creía que conocía todos los tipos de beso. Lo había hecho muchas veces con muchas mujeres, incluyendo aquélla. Pero aquellos primeros besos habían sido para atormentarla, para demostrarle algo a ella y a sí mismo, mientras que aquello era algo completamente diferente.

Los sentidos de Stephen explotaron en mil pedazos. Su aroma, su sabor y el sonido de sus jadeos estuvieron a punto de sobrepasarlo. ¡Y su tacto! Excitante y misterioso, pero, a la vez, familiar y reconfortante. Brighid parecía la combinación perfecta de todo lo que podía desear mientras le rodeaba el cuello con los brazos. Stephen se colocó sobre ella y la aprisionó contra el catre que había colocado frente a la puerta.

Volvió a gemir al sentir cada centímetro de su cuerpo contra él. Fue como si hubiera estado caminando sonámbulo toda su vida hasta ese momento. Los sentidos despejados que habían estado atormentándolo durante el día ahora le parecían una bendición, pues era capaz de disfrutar de cada sensación. Incapaz de apartar la boca de ella, Stephen disfrutó de su respuesta enfebrecida mientras deslizaba las manos por su cuerpo.

Al presionar su sexo entre sus muslos sintió una espiral de deseo que le dejó jadeante. Se dijo a sí mismo que él nunca jadeaba, nunca se apresuraba, y aun así sentía que, si pudiera introducirse en ella en aquel preciso instante, volvería a tener ganas de vivir.

Le dio un miedo terrible.

El dormitorio siempre había sido el único lugar en el que tenía todo el control y se sentía seguro de sí mismo, y aun así en aquel momento se sentía esclavo de su necesidad.

Con el poco sentido común que le quedaba, Stephen se dio cuenta de que aquél no era el típico encuentro entre las sábanas. No tenía nada que ver con la seducción, ni con pasar la noche, ni con la simple lujuria. Era mucho más complejo y mucho más necesario, como si Brighid l’Estrange hubiera invadido cada fibra de su ser y sólo pudiera sentirse completo uniéndose a ella.

Aquella idea hizo que se detuviera y se estremeciera mientras libraba una batalla interna con su razón. Fue una batalla tan feroz, y la sangre le latía con tanta fuerza, que podía oírla golpeando en su cerebro, como un puño golpeando la madera.

—¡Stephen! —dijo Brighid—. ¡La puerta! —lo echó a un lado e intentó levantarse, pero se tropezó con el vestido al hacerlo.

—¿Milady? —Stephen reconoció la voz del sirviente, Cadwy, y se dio cuenta de que estaba llamando de verdad a la puerta. Se incorporó y se llevó una mano a la cabeza. ¿Cómo podía haberlo confundido? Siempre se había enorgullecido de su rendimiento en la cama, que incluía estar atento al más mínimo sonido, al más mínimo gesto de su acompañante. En vez de eso, había estado tan consumido por la necesidad que alguien podía haberle golpeado en la cabeza y no haberse dado cuenta.

Tomó aire y se puso en pie justo cuando Brighid abrió la puerta.

—¿Señorita Brighid, estáis bien? —preguntó el sirviente.

—Sí, estoy bien —respondió Brighid—. No te necesitaré esta noche, así que puedes retirarte.

—¿Habéis visto al caballero? Le he preparado una habitación, pero no lo encuentro —dijo Cadwy.

—Lord De Burgh está aquí conmigo y dormirá delante de la puerta para protegerme, dado que la mansión está desierta —respondió Brighid, y Stephen tuvo que admirar su aplomo. Al mismo tiempo, pudo imaginarse la reacción del sirviente ante aquella noticia.

De pronto se dio cuenta de cómo le sonaría aquello a cualquiera que escuchara la historia: la señorita l’Estrange, una doncella soltera, pasando días y noches a solas con un famoso seductor. En algún punto del viaje, nada le habría gustado más que arruinar el buen nombre de aquella mujer. Pero las cosas habían cambiado y, por alguna razón, era importante que Brighid mantuviese su reputación.

Stephen apenas oyó la respuesta de Cadwy, pero, cuando Brighid cerró la puerta y se quedó apoyada en ella, vio su expresión recelosa.

—Si vas a quedarte, debes jurarme, Stephen, que te quedarás aquí —dijo señalando el catre con la cabeza—. Solo.

Stephen asintió a pesar de todas las contradicciones, pues no había manera de acostarse con ella y que siguiese siendo casta al mismo tiempo. Ante su gesto de aceptación, Brighid estiró los hombros y prácticamente corrió hacia la cama.

Incapaz de mirar en esa dirección, Stephen volvió a colocar el catre delante de la puerta. Por desgracia, el aroma de Brighid seguía impregnado en la piel, y al respirar estuvo a punto de olvidarse de su resolución. Pero fue más que eso lo que le mantuvo alejado, más que la mirada de aquellos ojos verdes. En realidad, Stephen tenía miedo de tocarla.

No era un miedo aterrador como el que había sentido al ser atacado, sino un temor insidioso. Por primera vez en su vida, sentía una conexión con una mujer que iba más allá de lo físico, y aunque se decía a sí mismo que se debía al poderoso efecto del ambiente, Stephen seguía receloso. Aquel último encuentro había demostrado que el sexo con Brighid no sería algo simple. Sería un acontecimiento que cambiaría su vida. Y no estaba seguro de querer cambiarla.

Se tumbó en el catre completamente vestido. No era el tipo de cama al que estaba acostumbrado, ni vestía así normalmente. Deseaba poder darse un baño caliente y tener una cama suave para disfrutar de la desnudez contra las sábanas.

Pero desear llevar menos ropa le hacía pensar en Brighid y su deseo entonces aumentaba. Aunque no quería examinar sus sentimientos hacia ella, Stephen sabía que no había nada resuelto; ni lo que había entre ellos, ni lo que harían por la mañana, cuando tendría que convencerla para abandonar su misión y regresar a Campion.

No iba a abandonarla, de eso estaba seguro. Respiró profundamente y comenzó a dar vueltas en el catre hasta que sintió algo duro. Frunció el ceño y palpó hasta descubrir una piedra en el dobladillo de su túnica. Su forma le resultaba vagamente familiar, y Stephen se dio cuenta de que era la piedra que Brighid le había dado la noche anterior.

Conjuros y tonterías, pensó, con la intención de tirarla, pero se sentía demasiado cansado. En vez de eso, acarició la superficie de la piedra y cerró los ojos mientras una extraña paz se apoderaba de él. Y entonces se durmió.