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Quince

Stephen aún se preguntaba lo que estaba haciendo a la mañana siguiente, mientras seguía a Brighid, colina arriba y cada vez más lejos de cualquier señal de civilización. Si sus hermanos pudieran verlo en aquel momento, probablemente lo catalogarían de loco. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? El único modo de evitar que Brighid se fuera sería atándola a su cama y, aunque la idea tenía su atractivo, Stephen no creía que pudiera retenerla durante mucho tiempo.

No era que dudase de su habilidad para persuadirla, pero, conociéndola, esa testaruda mujer se iría a las colinas en cuanto él cerrara los ojos. Y parecían cerrarse regularmente, pues la noche anterior había vuelto a meterse en su catre frente a la puerta y había dormido como un bebé. Dos noches seguidas de auténtico descanso eran algo único, y Stephen tenía miedo de hacer algo que alterase ese patrón. De acuerdo, tal vez sólo tuviera miedo. Punto.

Su deseo hacia Brighid seguía allí, pero resultaba atemperado por algo más, algo que le impedía actuar. ¿Aquella funesta idea de destino? ¿El respeto creciente? ¿El afecto? Fuera lo que fuera, Stephen se descubría a sí mismo alejándose de Brighid incluso aunque se sintiese atraído por ella. Se dijo a sí mismo que seducirla implicaría problemas para los dos, e intentó dejarlo ahí.

De modo que allí estaba, observándola, deseándola y sin hacer nada al respecto. Sus hermanos se reirían de él; después de criticarlo por hacer lo que ella quisiera. Podía imaginarse lo que diría su padre, y pensar en aquel sermón hizo que apretara la mandíbula. Siguió hacia delante, alerta ante posibles animales salvajes, rufianes, ejércitos y asesinos misteriosos.

No se encontraron con nada de aquello; sólo mal tiempo cuanto más alto subían, donde la nieve y el hielo permanecían. Stephen pensaba que jamás había visto un invierno así, aunque ya nada podía sorprenderlo. O, al menos, eso es lo que pensaba hasta que llegaron al pueblo de Addfwyn, donde los habitantes los recibieron con el calor y el cariño reservado a leprosos y otros portadores de enfermedades. Aun así, les indicaron el camino hacia una cabañas donde podrían encontrar a la mujer, y Brighid les dio las gracias antes de conducir a su caballo hacia el borde del pueblo.

Stephen frunció el ceño, pues observaba que Brighid también estaba cansada. Lo veía en el movimiento constante de sus hombros, en la forma de su mandíbula y en el barrido de sus pestañas; y maldijo más aún aquel viaje. Sentía la necesidad de protegerla, junto con el deseo de abrazarla, no para tener sexo con ella, sino para calmarla. Era una mujer única, valiente y honrada, y se merecía estar bien; a salvo.

Stephen era consciente de su propia culpa. Y, cuando llegaron a la cabaña, la hizo a un lado. Si el asesino estaba dentro, no quería que Brighid entrara primero. Sacó su espada, abrió la puerta y se quedó mirando el interior en penumbra, que parecía peor que en la mansión; había paja, madera y prendas de ropa dispersas por todas partes. No era un hogar habitual, ni siquiera para los aldeanos, y Stephen mantuvo a Brighid atrás con un brazo, reticente a entrar.

—Han estado aquí —dijo ella—. ¿La han matado?

Stephen escudriñó el lugar, pero no vio nada parecido a un cuerpo entre aquel montón de basura y muebles: catres, una mesa volcada y un taburete roto, todo mezclado con cenizas de la chimenea.

—Nadie ha vivido aquí recientemente —contestó él mientras guardaba la espada—. Y no hay nadie dentro.

Oyó el suspiro de Brighid y casi pudo sentir su decepción ante la ausencia de la mujer, aunque él se sentía más aliviado que otra cosa. Dio un paso al frente, preguntándose si podrían encontrar alguna pista entre tanta basura, pero de pronto fue consciente de otra cosa; algo que le puso los pelos de punta.

—Brighid —susurró mientras levantaba un brazo para protegerla y se daba la vuelta desenfundando de nuevo la espada. Por una vez se sintió agradecido de su nueva percepción de las cosas, pues justo cuando la empujó tras él, aparecieron por encima de la colina varios hombres con palos y armas improvisadas. Por un momento Stephen sintió que había viajado atrás en el tiempo, hasta una pesadilla celta.

Pero lo más probable era que se hubiesen encontrado con un grupo de rebeldes galeses demasiado entusiastas que no se molestaron en preguntar por la lealtad de un caballero inglés. Sin pararse a pensar que estaban en inferioridad numérica, Stephen soltó un grito de guerra que habría hecho que su hermano Simon estuviese orgulloso. De hecho, casi pareció como si allí, en aquella fría colina, estuviera convocando a sus seis hermanos con un solo grito. Y, si tenía que morir, sabía que ellos lo vengarían.

Con un brazo en alto, Stephen corrió hacia delante, dispuesto a derribar a dos de los atacantes de un solo golpe, pero Brighid lanzó un grito de advertencia. Se dio la vuelta y la vio de pie sobre una roca, con el pelo suelto y la barbilla levantada. La viva imagen de una diosa pagana; no se parecía en nada a la joven que había acompañado a Gales.

—¡No! —gritó ella de nuevo. Y entonces comenzó a hablar en gales, una entonación que le produjo escalofríos y pareció tener el mismo efecto en los aldeanos. Retrocedieron al tiempo que bajaban las armas y murmuraban entre sí. Algunos huyeron directamente. Otros parecieron temerosos, y unos cuantos, como el propio Stephen, se quedaron mirándola.

Si no hubiese sabido que era imposible, Stephen habría pensado que Brighid había conjurado a los elementos para que hicieran su voluntad pues, cuando levantó los brazos, se levantó un fuerte viento en las colinas que le apartó el pelo de la cara, levantó las capas de los aldeanos e hizo que la nieve comenzara a formar remolinos amenazadores.

Stephen no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero todos sus sentidos se pusieron alerta. Aquello era una mujer de verdad, más allá de las simples imitaciones que él hubiera conocido. Y, al tiempo que mantenía petrificados a los aldeanos, parecía reclamarlo a él con un poder que no podía explicar. La sangre le palpitaba en las venas, y sintió cierto orgullo, así como una necesidad de posesión, como si fuera suya.

Luego Brighid bajó los brazos y el viento se apaciguó. Todo volvió a la calma y Stephen agitó la cabeza como para recuperar la cordura. Se dio la vuelta, espada en mano, hacia los hombres, pero casi todos salieron corriendo. Los pocos que permanecieron dieron un paso atrás con actitud de humildad.

Uno habló y, cuando Brighid respondió, Stephen parpadeó al verla. Estaba de pie en el suelo otra vez, y no parecía más que una mujer normal.

Volvió a agitar la cabeza, preguntándose si se lo habría imaginado, pero aquellos hombres que los habían amenazado ahora le mostraban deferencia. Algo debía de haber ocurrido, pero Stephen no estaba seguro de qué.

Observaba sus caras a medida que avanzaba la conversación, frustrado por no poder comprender el idioma.

—¿Qué pasa? ¿Qué están diciendo? —preguntó finalmente.

—Estuvieron aquí, los hombres encapuchados a caballo —contestó Brighid—. Preguntaron por Addfwyn y luego destruyeron la casa de su familia. Este hombre de aquí es su tío. Dice que ella se marchó hace años y que no ha regresado, pero los hombres que vinieron asustaron a los que vivían aquí. Han tenido que alojarse con parientes. Cuando llegamos nosotros e hicimos las mismas preguntas, pensó que éramos aliados de los otros y veníamos a destruir el pueblo.

Stephen asintió en dirección al aldeano, aunque le costó trabajo sonreírle a alguien que acababa de amenazarlo con un palo. Y la historia de aquel hombre no le resultó satisfactoria. Había imaginado que aquel viaje a las colinas dejaría tranquila a Brighid, pero no había hecho más que despertar más dudas. ¿Quiénes eran esos hombres que devastaban todo a su paso? ¿Y por qué estarían tan interesados en una simple sirvienta?

Aunque Stephen seguía sin creer en una piedra mágica que hiciera maravillas, era evidente que alguien sí creía en su existencia, lo suficiente para arrasar hogares y asustar a los residentes. ¿Lo suficiente como para matar? Se estremeció mientras Brighid concluía su conversación con el aldeano. Se volvió entonces hacia él con cara impasible.

—Nos ha indicado cómo llegar a la mansión de su señor, justo al otro lado de esa colina. Aunque han oído que el propio señor no está, pero que su gente nos dará cobijo.

Stephen la ayudó a subir al caballo y luego él hizo lo mismo.

—Al otro lado de la colina —murmuró—. Esperemos que no sean setenta kilómetros por estos riscos.

Pero el hombre del pueblo no exageraba. Nada más coronar la colina, Stephen divisó un pequeño edificio bien construido. Se entusiasmó al imaginarse una comida caliente y una cama bien hecha, pero la idea también le hizo detenerse. ¿Quién sabía qué tipo de hombres vivirían allí? Y, si el señor no vivía allí durante los meses de invierno, ¿dónde lo hacía? ¿Se habría ido para unirse al ejército que Llewelyn estuviera formando? Por mucho que le hubiera gustado bajar la guardia y disfrutar, Stephen sabía que no podía.

Y aquella certeza fue seguida de otra más inquietante: dormir. Stephen se agitó en su silla ante la idea de una noche solo en una casa extraña. Normalmente aprovecharía la oportunidad para beber hasta altas horas y acostarse al fin con una mujer dispuesta a hacerle olvidar los demonios que atormentaban su mente. Pero no podría hacer eso con Brighid cerca.

La idea de cualquier otra mujer le dejaba frío y, aunque no fuera así, no la insultaría. Tenía que estar con Brighid, tanto para protegerla como para sentirse bien. ¿Quién sabía algo de aquella gente? Él, que había pasado su vida apreciando a todo el mundo, ahora sospechaba de todos. Y, por la seguridad de Brighid, no correría riesgos.

—Debemos decirles a esas personas que estamos casados —dijo, sorprendido ante la facilidad con que salieron de su boca unas palabras que jamás había pensado pronunciar. Ignoró la mirada sobresaltada de Brighid y miró hacia el camino—. Es más seguro.

—¿Y qué ocurrirá cuando el conde de Campion se entere de que su hijo se ha casado? —preguntó ella.

—Me preocupa el ahora, no el después —contestó él. Aun así, por un instante no pudo evitar preguntarse cuál sería la reacción si realmente se casara. Una idea tentadora, aunque sólo fuera para sorprender a sus hermanos, lo cual tenía por costumbre.

Stephen observó la espalda rígida de Brighid y se preguntó qué contestaría ante una proposición así. Cualquier otra mujer lloraría de agradecimiento, pero Brighid no. Ella se reiría en su cara. Con el ceño fruncido, Stephen se dijo a sí mismo que Brighid debería ser consciente de su buena suerte. Aun así, no pudo ignorar la sospecha de que ella merecía algo mejor que lo que él podía darle.

 

 

Brighid se aposentó en un banco junto a Stephen y disfrutó del olor a cerdo asado, junto con otra variedad de platos deliciosos. La compañía era escasa, pero amistosa, y tras los acontecimientos de los últimos días, parecía un bálsamo para su alma atormentada. Le había alegrado la relativa normalidad del recibimiento: jóvenes que corrían a saludarlos, junto con unos pocos sirvientes sin armas y con sonrisas.

El apellido De Burgh hizo que les dieron cobijo de inmediato, y a Brighid le sorprendió la deferencia que recibió como esposa de Stephen. Entendía que una pudiera acostumbrarse fácilmente a semejante tratamiento. Era embriagador, aunque se sintió agradecida de que nadie allí hiciera comentarios sobre su reputación. Tal vez no hubiera llegado hasta allí.

Cuando Stephen le había sugerido su plan, ella no había pensado en su infamia. Había sentido como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies y ella hubiera caído al vacío. Qué indulgencia tan tentadora hacerse pasar por su esposa. Ser su esposa. Se reprendió a sí misma por tales fantasías.

Aquel De Burgh nunca se casaría y, si lo hiciera, su esposa tendría mucho que hacer. No era un simple beodo, como había sospechado, sino un hombre muy complicado que necesitaba apoyo, fuerza, cariño y amor a partes iguales. Y ella podía darle todo eso. Brighid tomó aliento y se dijo a sí misma que estaba viviendo en un sueño, pero nada más.

—¿Vino, milord? —la pregunta de aquel sirviente sacó de su ensimismamiento a Brighid, que se tensó al instante. Miró a Stephen y vio que él también estaba tenso. Tenía el brazo sobre la mesa y la cabeza agachada.

Brighid abrió la boca para hablar, ¿pero qué podía decir? Aquello no era Rumenea, donde ella era la señora y podía ordenar a sus sirvientes que aguaran el vino. ¿Por qué no habría pensado en ello? ¿Por qué había accedido a ir allí? Sintió una desolación mayor que la que había sentido al ver la cabaña de Addfwyn. Fue un golpe directo al corazón, y en ese instante supo la verdad.

Estaba enamorada de Stephen de Burgh.

Brighid se quedó sin aliento, atónita ante aquella certeza, pero no podía negarlo. Amaba al hombre que tenía al lado: caballero, beodo, arrogante y seductor, con su lengua sarcástica y sus secretos oscuros. Encantador y rudo, armado, pero vulnerable, cegado ante sus puntos fuertes y demasiado consciente de sus debilidades. Aquel hombre se había ganado su corazón. Y ahora ella aguantaba la respiración mientras esperaba su respuesta, como si su corazón pendiera de un hilo.

—No —contestó por fin—. Sólo un poco de cerveza.

Brighid dejó escapar el aire y quiso abrazarlo, pero no confiaba en su propia compostura allí, ante tanta gente. De modo que simplemente miró hacia otro lado y trató de disimular las lágrimas.

Durante toda la comida Brighid se sintió rara, más ligera, como si su amor fuese una bendición y no, como sospechaba, una maldición. Sonreía y conversaba con aquéllos que tenía alrededor. Escuchó cuando el administrador le habló a Stephen en inglés, y aun así no asimilando nada, flotando como estaba en su propia burbuja, como si estuviese ebria. Para alguien que había creído en tan poco durante tanto tiempo, el descubrimiento del amor resultaba asombroso.

Era casi como magia.

Y cuando la cena terminó, Brighid se sintió decepcionada al ver que Stephen se alejaba para hablar con los soldados que protegían la mansión. Estaba buscando información para ella, y aun así lo echaba de menos. Se dijo a sí misma que no era una buena señal, pero aquella certeza no enturbió su buen humor. Y el sirviente que la condujo a su cámara no ayudó al dirigirse a ella como lady De Burgh.

Aunque Brighid tenía sus dudas sobre perpetuar aquella mentira, se puso a temblar cuando entró en la habitación en la que dormiría con su supuesto marido. Ya había compartido alojamiento con Stephen durante tres noches, pero aquello era diferente. La cámara era más espaciosa, había fuego en la chimenea y la cama, increíblemente grande, ocupaba casi todo el espacio.

Con unas pocas palabras, Brighid despidió al sirviente y se quedó sola, mirando la cama, preguntándose qué pasaría si la mentira fuese verdad. Por mucho que hubiera querido ignorarla, la idea se le quedó en la cabeza y despertó fantasías que sabía que le impedirían dormir. De modo que se quedó despierta, sola en aquella cama grande, diciéndose a sí misma que no estaba esperando a Stephen.

Aun así supo cuándo él regresó. Oyó cómo la puerta se cerraba y cómo caminaba hacia el fuego. Incluso lo observó mientras se quitaba las botas y las medias. Se desnudó con eficiencia masculina y dejó al descubierto unos brazos fuertes y un pecho que brillaba con la luz del fuego. Era ancho y fuerte, cubierto por una fina capa de vello sobre un estómago plano.

Ajeno a su escrutinio, Stephen continuó, y se dio la vuelta levemente mientras se bajaba los pantalones. Brighid contuvo la respiración al ver sus nalgas duras, ligeramente más pálidas que su espalda y sus brazos.

Cuando Stephen se volvió hacia ella, Brighid quiso cerrar los ojos, pero los mantuvo abiertos y contempló la visión más gloriosa que jamás hubiera esperado ver: Stephen de Burgh totalmente desnudo. Sus brazos y sus piernas estaban cubiertos de músculo; su pecho era ancho, su vientre plano y su sexo enorme, aunque yacía fláccido sobre el vello oscuro. Incapaz de controlarlo, Brighid soltó un sonido ahogado y Stephen levantó la cabeza, con la mirada alerta como un depredador.

Y entonces sonrió.

Fue la cosa más perversa y seductora que Brighid había visto jamás. Alto, guapo, seguro de sí mismo; aquel hombre no se avergonzaba de su desnudez, sino que parecía disfrutar de ella, haciéndose más alto y fuerte bajo su mirada. De hecho, Brighid se dio cuenta de que al menos una parte de él sí estaba creciendo. Ella sólo pudo quedarse mirando sorprendida mientras aquello que colgaba entre sus piernas se alargaba y comenzaba a subir, como si tuviera vida propia. Y, si antes lo había creído grande, ahora era enorme.

Brighid lo miró a la cara, pero no vio seguridad allí. Stephen aún mostraba su expresión más perversa, con las cejas ligeramente arqueadas, como si estuviera preguntándole algo. Y, aunque Brighid negó con la cabeza, él se acercó.

Era el momento de protestar ante sus intenciones, de decirle que durmiera en un catre, pensó Brighid, pero cuando abrió la boca lo único que le salió fue su nombre. Stephen. Y sólo pudo contemplar excitada y horrorizada cómo se acercaba a la cama, donde se detuvo ante ella, increíblemente grande y masculino.

Se detuvo para estudiar su rostro durante unos segundos, como si quisiera encontrar allí la verdad, y Brighid no tuvo fuerza para esconderla. ¿Cuántas mujeres le habrían entregado sus corazones así como sus cuerpos? Aunque Brighid decía conocer a un hombre que ellas no conocían, al final ella no era distinta al resto, y sucumbió a un hechizo más potente que cualquiera lanzado por algún miembro de su familia.

De modo que no protestó cuando Stephen levantó una mano hacia la piel que la cubría y lentamente, muy lentamente, la apartó. Hasta entonces Brighid había dormido con ropa, tanto para no pasar frío como por su propia tranquilidad, pero allí, en aquella habitación elegante, el fuego ardía con fuerza y llevaba sólo la ropa interior. Y vio la aprobación en los ojos de Stephen cuando advirtió el cambio.

En cuanto a ella, Brighid estaba petrificada, incapaz de moverse bajo el fuego de su mirada mientras la manta se deslizaba por su cuerpo.

Aun así no pudo moverse, ni dejar de mirar a Stephen mientras gradualmente iba bajando la manta por su vientre, por sus muslos y sus piernas hasta llegar a donde acababa su camisón. Finalmente quitó la manta por completo y la observó intensamente.

Y ella permaneció quieta, incluso mientras Stephen deslizaba las manos hacia el dobladillo del camisón y comenzaba a acariciarle las rodillas y a subir lentamente, igual que había quitado la manta. Centímetro a centímetro fue descubriendo su cuerpo y Brighid se estremeció mientras aquel hombre veía lo que nadie había visto antes: la piel de sus muslos, el vello dorado entre ellos, su vientre, su ombligo y sus pechos. Y, aunque Brighid nunca se había considerado atractiva, cuando Stephen finalmente le levantó la prenda, sonriendo con placer, se sintió más hermosa que ninguna.

Tal vez eso también fuese parte de su encanto, de su atractivo: que pudiera transformar a una mujer sencilla como ella en una belleza sólo con sus atenciones. Pero, incluso aunque Brighid sospechara de su truco, no podía refutarlo. Stephen ya estaba logrando que se olvidara de las otras mientras estiraba una mano para acariciar su cuerpo.

Sus dedos eran ásperos y callosos, las manos de un guerrero, y aun así Brighid no pudo contener la alegría de su roce. Cuando Stephen colocó la palma la mano contra su garganta, ella gimió de placer. Deslizó la mano lentamente por su cuello, con paciencia exquisita, como si saboreara cada parte de su piel. Se inclinó sobre ella, colocó las manos en sus hombros y comenzó a deslizarlas por sus brazos, abajo y arriba, para viajar después a sus pechos. Brighid gimió al sentirlo, y Stephen los apretó y los juntó mientras agachaba la cabeza para besarlos.

El calor la inundó; un calor lánguido y abrasador que hizo que la cabeza le diera vueltas. Aquello era deseo, exótico e incuestionable, pensó con un jadeo mientras Stephen le acariciaba los pezones y dibujaba círculos con la lengua sobre su piel, antes de elevar su cuerpo sobre ella. Se acomodó sobre su cuerpo y Brighid advirtió el roce de su pierna contra las suyas, separándolas. Ella simplemente obedeció y se vio consumida por el placer que invadió su cuerpo cuando Stephen presionó el muslo contra sus partes bajas.

Jadeó y se tragó un gemido al sentir su boca en el pezón. Las sensaciones la bombardeaban; sensaciones de calor y de humedad antes de que Stephen absorbiera, como si fuera un bebé al que amamantaba. Brighid levantó las manos para apartarlo, pero, en vez de eso, las enredó en su pelo, suave y grueso.

Stephen la rodeó, con la longitud de su cuerpo de guerrero sobre su esbelta figura, mientras estimulaba sus pezones con la lengua y presionaba con el muslo entre sus piernas, un movimiento rítmico y suave que continuó hasta que Brighid se sintió completamente absorbida por él, consumida por sus deseos.

El corazón se le aceleró y la respiración se le entrecortó mientras se aferraba a él, descubriendo sensaciones que iban más allá de lo que jamás había imaginado. Aumentaba cada vez más; el calor, la presión y la pasión, hasta que no pudo contener los gemidos y rogó sin saber bien qué.

—¡Stephen!

El sonido de su propio grito retumbó en sus oídos y Brighid se incorporó de golpe, bañada en sudor, sin poder apenas respirar. Durante unos segundos no pudo ver, y el corazón le latía con tanta violencia que pensaba que iba a morir. Pero finalmente parpadeó, sorprendida por la quietud que reinaba a su alrededor, rota sólo por el crepitar del fuego.

Aturdida, Brighid estiró el brazo en busca de algo a lo que aferrarse, pero su mano no encontró nada. Y, cuando miró a su alrededor, la cama estaba vacía. De hecho, no había nadie más en la habitación; ni Stephen, ni su ropa ni nada que evidenciara el tumulto que había tenido lugar en aquella cama. No podía haber sido un sueño.

Brighid se quedó mirando a la oscuridad, incrédula. Había sido demasiado real para tratarse de una visión. Su cuerpo y su mente se rebelaban contra la verdad, pero poco a poco tuvo que aceptar el hecho de que había estado sola y seguía sola, pues Stephen no había regresado aún. Se llevó los dedos a la cara y se dio cuenta de que debía de haberse quedado dormida, y aun así…

Negó con la cabeza, atónita y perpleja por algo que nunca había tenido lugar, aunque sabía que debía sentirse agradecida porque no hubiese ocurrido nada realmente. Tal vez no fuera una premonición lo que había tenido esa noche, sino una advertencia a la que debería hacer caso al tratar con Stephen de Burgh. Obviamente su amor por él la había hecho vulnerable a sus encantos, y debía armarse contra ellos.

Se dijo a sí misma que debía ser sensata, aunque seguía invadida por las sensaciones que había provocado el sueño. Y, aunque intentó ignorarlas, una en especial se mantuvo con ella cuando se recostó en la cama, sola: una sensación de pérdida tan intensa que estuvo a punto de echarse a llorar.