Doce
Cuando Brighid finalmente se detuvo, a Stephen le llevó unos segundos darse cuenta de que habían llegado a su destino. Y, al hacerlo, el sentimiento ominoso que había estado acompañándolo desde la hondonada floreció en su pecho. En lo alto de una colina se alzaba el legado de Brighid; un pequeño edificio de piedra, sombrío y solitario, situado tras un muro con grietas causadas por los años o por la dejadez.
Mientras Stephen contemplaba la mansión, las nubes oscuras que habían ido acumulándose pasaron por encima de sus cabezas y proyectaron sombras largas a su alrededor. Stephen sintió cómo el vello de la nuca se le erizaba, pues la mansión no se parecía en nada a las que poseían los miembros de su familia. Parecía un lugar desolador, que encajaba bien con su herencia sobrenatural.
Pero el enclave tenebroso no era lo que inquietaba a Stephen. Recordaba con recelo las historias de Brighid sobre brujas ahogadas y alquimistas asesinados. Mientras lo contemplaba, se dio cuenta de que no era el lugar, sino lo que escondía, lo que le hacía sospechar.
Rumenea parecía desierto. Las ovejas, siempre presentes desde que cruzaran la frontera, habían desaparecido, y no se veía por ninguna parte el ir y venir del personal que normalmente se encargaba de una mansión como aquélla. No se veía ni un alma, ni luz alguna en el interior del edificio.
¿Los habría llamado Llewelyn a todos para unirse a su ejército? Siempre cabía la posibilidad de que los bandidos hubieran asesinado a todos los residentes, o que hubieran sido víctimas de la peste. Escudriñó el terreno en busca de tumbas recientes, pero no vio nada, y su sentido del olfato no detectó el olor a muerte en el aire.
Aun así, algo no iba bien. Stephen lo sentía en sus huesos, y colocó una mano en las riendas de Brighid al pasar junto a ella.
—Quédate aquí —ordenó. Se bajó del caballo y se acercó cautelosamente al muro.
Se incorporó y trepó sobre las piedras hasta pasar al otro lado. Al caer al suelo sintió el impacto en la pierna y contuvo un grito de dolor mientras se llevaba la mano a la espada. Pero el interior parecía desierto. La maleza se agolpaba en torno a un pequeño estanque de agua negra y aspecto fétido.
Al oír un sonido a sus espaldas, Stephen se volvió apresuradamente, pero al ver aquel vestido tan familiar se relajó. Maldijo en voz baja cuando Brighid cayó al suelo.
—Te he dicho que te quedaras ahí —murmuró.
Brighid negó con la cabeza, sin ofrecer explicación alguna, pero a Stephen no le sorprendió. ¿Cuándo lo había escuchado? Frunció el ceño y se dirigió hacia la parte de atrás del edificio, con cuidado de evitar la entrada al salón. Tras abrirse paso por un laberinto de maleza, finalmente encontró una puerta baja que probablemente condujese a las cocinas, pero no se oía ningún sonido al otro lado.
Sacó su espada, le indicó a Brighid que se echase atrás y abrió la puerta. Entró preparado para cualquier cosa. Parpadeó durante unos segundos, hasta acostumbrarse a la oscuridad, y entonces vio un pequeño fuego ardiendo en uno de los fogones. Aunque no era lo suficientemente grande como para servir a los residentes de una mansión de aquel tamaño, indicaba la presencia de alguien, al igual que un súbito ruido más adelante. Alerta, Stephen caminó lentamente y salió de entre las sombras justo cuando una figura aparecía frente a él.
Con un grito ensordecedor, la persona levantó los brazos y lanzó algo al aire que produjo un gran estruendo. Stephen levantó un brazo para protegerse la cara mientras le lanzaba una advertencia a Brighid.
Pero, cuando se hizo el silencio una vez más, Stephen frunció el ceño y comprobó que la misteriosa persona que tenía delante no era más que un sirviente pobremente vestido, que llevaba un cargamento de leña. Los leños habían salido disparados en todas direcciones al ver a Stephen, y yacían dispersos por el suelo.
—¡Tened piedad, señor! —gritó el sirviente poniéndose de rodillas—. ¡Yo no sé nada! Lo juro.
—Guarda la espada. Sólo es Cadwy —dijo Brighid.
Al oír su voz, el sirviente levantó la cabeza y se quedó mirándola.
—¿Milady l’Estrange? —preguntó por fin—. ¿Sois vos?
Cuando Brighid asintió, él se puso en pie.
—Es un asunto muy malo, señorita. Un asunto muy malo —agregó el sirviente.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó ella, señalando con la cabeza las paredes sucias, los hornos vacíos y el desorden general.
—Oh, milady, es un mal asunto —repitió Cadwy.
—¿Pero por qué está tan descuidada toda la hacienda? ¿Dónde están las ovejas y los aldeanos? ¿Por qué las cocinas están vacías y todo tan mal conservado?
Cadwy negó con la cabeza mientras se agachaba a recoger la leña.
—Vuestro padre siempre estaba demasiado ocupado con su trabajo y nunca le quedaba tiempo para la casa. Os echamos terriblemente de menos cuando os envió fuera, milady.
Mientras el sirviente hablaba, Stephen se dirigió hacia la despensa y el salón, por si acaso lo aguardaban allí otros habitantes menos bienintencionados. Espada en mano, entró en el salón, donde un pequeño fuego y los rayos de sol que se filtraban por las ventanas proyectaban suficiente luz para poder ver que no había amenazas allí.
Pero lo que vio le hizo contener la respiración. Aunque era más especial que el resto de sus hermanos, podía convivir con la suciedad, y Campion no era el lugar más limpio del mundo. Pero incluso él arrugó la nariz al ver el desastre de aquel salón. Los juncos nuevos del suelo se apilaban sobre los antiguos y formaban una gruesa capa que se movía al andar. Resultaba curioso; en algunas partes estaban apilados mientras que en otros la capa de juncos era tan fina que hasta las baldosas podían verse entre medias.
Le asaltaron olores a comida podrida, a perros muertos y a suciedad acumulada. Aun así el desastre iba más allá de un mal cuidado; los bancos estaban del revés, las mesas rotas, el armario hecho pedazos y las puertas fuera de sus bisagras. Era como si un fuerte viento hubiera azotado el lugar, y Stephen sintió que el vello de la nuca se le erizaba. ¿Sería aquello cosa del alquimista? ¿Habría creado una tormenta dentro de sus propias paredes?
Al mirar a dichas paredes, observó marcas extrañas en algunas partes. ¿Runas? Se acercó y pasó la mano por una de ellas. No. Más bien parecía como si alguien hubiese arañado las piedras en ciertos puntos. ¿Acaso la tempestad había producido piedras y granizo? Stephen se estremeció incluso mientras se aseguraba a sí mismo que tenía que haber una explicación racional para semejante destrucción.
Tal vez Brighid o el sirviente pudieran arrojar algo de luz sobre el asunto, pensó, aunque inmediatamente temió la reacción de Brighid al ver el desastre. Ojalá pudiera evitarle aquel momento, pero ya era demasiado tarde. En aquel instante Brighid entró de las cocinas y se quedó mirando la escena. Aunque su expresión no cambió, Stephen sabía que sentía mucho más de lo que estaba mostrando. Tras cierta reticencia, levantó una mano para colocarla sobre su hombro, aunque se sentía incapaz de calmar su angustia.
—Lo siento, milady, pero no he tenido oportunidad de hacer mucho —dijo el sirviente, Cadwy.
—Estoy segura de que has hecho lo que has podido —respondió Brighid—. Pero no habrá estado así desde que me marché.
—Oh, no, milady. Casi todo esto es reciente, aunque os echamos mucho de menos. Las ovejas, los aldeanos, la casa, poco a poco todo… Bueno, el administrador se marchó, se quejaba de que vuestro padre no hacía nada por… —sus mejillas se sonrojaron—. Y ya sabéis lo difícil que era para nosotros entender el trabajo de vuestro padre. A pesar de todo, estuvimos a salvo aquí y conseguimos mantenernos alejados de los altercados del setenta y siete. Fue después de la muerte de vuestro padre cuando… —Cadwy se detuvo una vez más y Brighid lo condujo a uno de los bancos que quedaban derechos. El sirviente se sentó y ella a su lado.
—Dime. Dime lo que ocurrió. Mi padre fue asesinado, ¿verdad?
—¿Entonces lo sabéis? —preguntó el sirviente.
—Cuéntamelo.
—Vino una mujer del pueblo. Addfwyn, se llamaba. Nosotros siempre necesitábamos ayuda, pues la gente siempre se marchaba, ya fuese por… el estado en que estaban las cosas o llamados por nuestro señor para unirse a luchar. En cualquier caso, la acogimos amablemente y se hizo muy íntima de vuestro padre. Algunos dicen que demasiado íntima. Algunos dicen que fue ella quien lo mató en un ataque de celos. Lo único que sabemos es que se mostró muy misterioso aquella noche, incluso más de lo normal, y nos dijo que lo dejáramos en paz con su trabajo. Nadie lo vio durante la noche y, cuando uno de los sirvientes fue a buscarlo por la mañana, estaba muerto.
Stephen miró con desconfianza al sirviente, que parecía muy dispuesto a especular sin pruebas.
—¿Cómo sabes que no estaba enfermo o que tuvo un accidente? —preguntó.
Cadwy lo miró sorprendido.
—Bueno, la daga que tenía clavada en la espalda nos hizo creer que no se había suicidado —contestó el sirviente—. El resto de empleados huyó al pueblo y más allá, llevados por sus miedos ignorantes.
—¿Quieres decir que no todos pensaban que había sido obra de la mujer? —preguntó Stephen.
—Oh, sí, supongo que algunos de ellos… —Cadwy se aclaró la garganta—. Aquellos que erróneamente pensaban que el señor estaba implicado en las artes oscuras hablaban sobre castigo divino o sobre poderes más allá de su control. Temían que, si se quedaban, tendrían un final diabólico. Todo tonterías, claro.
—Sí, tonterías —murmuró Stephen—. ¿Pero qué hay de todo este desastre? ¿Acaso los sirvientes saquearon el lugar antes de marcharse?
—No —contestó Cadwy—. Fue un grupo de bandidos que querían robar cualquier cosa de valor. Tal vez pasaron por la mansión y pensaron que estaba abandonada, o quizá se enteraron de nuestros problemas y vinieron a recoger los restos de Rumenea.
—¿Y dónde estabas tú cuando esos ladrones llegaron aquí? —preguntó Stephen.
Cadwy lo miró sorprendido.
—Estaba ordeñando a las vacas. Oí un ruido y me asomé entre las vigas rotas. Entonces vi a un grupo de hombres a caballo y, por su comportamiento, no eran buena gente. Tal vez debería haber intentado detenerlos, pero…
—No —dijo Brighid—. Entonces tú también habrías muerto y no quedaría nadie para contar la historia.
«Qué conveniente», pensó Stephen. «Y lo único que tenemos es la palabra de este hombre».
—¿Así que nadie más vio a los bandidos? —preguntó.
—No —contestó el sirviente—. Los demás se habían ido y, por supuesto, los aldeanos se mantienen lo más alejados posible de nosotros.
Aunque Brighid asintió ante su explicación, Stephen no se sentía tan optimista. Claro que existían bandas de ladrones, y él lo sabía bien. Y Rumenea no sería la primera mansión en ser abandonada, pues el paisaje estaba lleno de edificios antiguos medio derruidos. Pero había algo muy extraño en la destrucción de aquel lugar. ¿Por qué levantar los juncos del suelo? ¿Y aquellas marcas en la pared? ¿Qué significaban?
Stephen negó con la cabeza. Fueran cuales fueran las respuestas, no pensaba quedarse allí el tiempo suficiente para indagar demasiado. Parecía que estaban a salvo por el momento, pero ahora que conocía el estado del legado de Brighid, deseaba volver a casa lo antes posible. Por supuesto, tendría que estar con Brighid durante el viaje de vuelta, algo inesperado, pero la idea de pasar más tiempo con ella no resultaba tan odiosa como lo habría sido al principio.
Al contrario, Stephen se sentía contento y deseoso. ¿Cuándo dejaría aquella lujuria de atormentarlo tan violentamente? Apretó la mandíbula con frustración mientras intentaba que su cuerpo se relajara. Necesitaba beber.
—¿Dónde están los almacenes? —le preguntó al sirviente—. ¿Tienes vino? —se negó a mirar a Brighid. Se dijo a sí mismo que no le importaba lo que ella pensara, que sus hábitos no eran asunto suyo, aunque sintió cierta angustia en las entrañas.
—No, señor. Hace tiempo que no tenemos vino —respondió Cadwy, y el sentimiento de euforia de Stephen desapareció al instante. ¿Acaso no se podía tomar una bebida decente en todo Gales?
—Entonces cerveza. Estamos sedientos después del largo viaje —dijo Stephen. Sin mirar a Brighid, volteó una de las mesas y luego un banco. Se sentó y miró expectante al sirviente.
Cadwy se levantó, al igual que Brighid.
—Iré contigo. Me gustaría ver los almacenes. Necesitamos comida. Comida más que cerveza —dijo ella con un tono censurador que no pasó inadvertido para Stephen. Aunque no lo había oído en algún tiempo, recordaba perfectamente lo mucho que lo detestaba, y ni siquiera se molestó en comprobar si su expresión correspondía con su voz. No creía que pudiera soportar ver esa cara otra vez, sobre todo después de que lo hubiera llamado «magnífico».
Stephen gruñó al sentir de nuevo el ardor en el estómago. Y, aunque se dijo a sí mismo que no necesitaba su aprobación, que Brighid no tenía derecho a exigirle nada, recordó su admiración y lo mucho que la deseaba. La necesitaba. Aquella certeza lo enojó más aún, y juró beberse cualquier cosa que hubiera en la mansión.
Pero no podía. Por mucho que anhelara aquella sensación de olvido que había sido una vez su existencia, Stephen sabía que debía permanecer despejado mientras estuvieran allí, sin guardias, sin sirvientes y sin protección de ningún tipo. El campo parecía estar plagado de rufianes y él ni siquiera estaba muy seguro del propio Cadwy.
Tal vez la ausencia de vino fuese mejor que un cargamento entero, por el momento. Saciaría su sed con un poco de cerveza, pero permanecería alerta a cualquier peligro. Y tal vez así conservaría la simpatía de Brighid durante un poco más, aunque se dijo a sí mismo que semejante consideración no afectaba a su decisión.
Se recostó y cerró los ojos. Si pudiera cerrar la nariz con la misma facilidad. Respiró profundamente por la boca y se sintió algo aliviado, pero la pierna le dolía y la colocó sobre la mesa. Se relajó contra la pared que tenía detrás y, en pocos segundos, se había quedado dormido.
Brighid regresó al salón y se detuvo en seco. Entre los restos dispersos de las posesiones de su padre, Stephen de Burgh, el más famoso seductor del reino, se encontraba apoyado contra la pared sucia del salón, con su elegante atuendo manchado. Su pierna, envuelta en un paño ensangrentado, estaba colocada sobre la mesa, su pelo perfecto estaba revuelto y sus hermosos rasgos manchados. Tenía los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta, y Brighid pensó que no había visto nada tan hermoso en su vida.
Estaba dormido, aquel hombre que parecía no descansar nunca como el resto de la gente, y a Brighid le alegró verlo. Mientras lo observaba, sintió una gran ternura que jamás había experimentado. Nuevos sentimientos, extraños y maravillosos, se abrieron paso en su interior, más peligrosos que cualquier deseo momentáneo. Brighid trató de ignorarlos, pero permanecieron, y parecieron unirla más al hombre que tenía ante ella de un modo más fuerte que el deber o el compañerismo.
Aquel sentimiento pedía ser examinado y explorado, pero Brighid se dijo a sí misma que no podía permitirse distraerse en aquel momento, no cuando necesitaba resolver el misterio del asesinato de su padre. Más tarde tendría tiempo de considerar sus sentimientos por Stephen de Burgh, así como por un padre al que creía olvidado. Pues más allá de la belleza que representaba Stephen yacía la destrucción del hogar de su infancia, que le recordaba el peligro amenazante.
Estiró los hombros y se acercó a la mesa. Para descubrir los secretos que se ocultaban allí tenía que estar bien despierta, y Stephen también. Para eso tenía que alimentarlo, curar su herida convenientemente y encontrar un lugar decente para dormir.
Ante aquella idea, Brighid volvió a mirar a Stephen, sin saber si despertarlo o no. Consciente como era de su necesidad de descanso, quiso dejarlo dormir, pero sabía que estaba acostumbrado a las comodidades. Aunque lo que le había preparado no era nada exótico, Brighid sabía que Stephen preferiría que su comida estuviese caliente.
Colocó los platos suavemente sobre la mesa, pero Cadwy, ajeno al sueño de Stephen, entró en la sala hablando en voz alta. Stephen se incorporó de un respingo y se llevó la mano a la espada inmediatamente.
—No es un festín elaborado, pero tenemos que apañarnos con lo que tenemos —dijo Brighid mientras Cadwy colocaba la comida sobre la mesa. Los almacenes, aunque no eran grandes, aún estaban bien provistos, dado que sólo Cadwy los había estado utilizando. Había encontrado pescadilla, arenque y anguila en salazón, así como higos, dátiles, frutos secos, quesos y una gran cantidad de cereales. Cadwy había matado un pollo y Brighid había recogido unos huevos; y, entre los dos, consiguieron preparar lo que parecía ser una comida copiosa tras las penurias de los últimos días.
Stephen se inclinó hacia delante y parpadeó, como si le costara creer que se hubiese quedado dormido. Como Brighid sospechaba, dirigió la mano no a su plato, sino a la jarra de cerveza que Cadwy le colocó delante. Observó cómo se llevaba la jarra a los labios y escupía después el líquido.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Stephen.
—Es cerveza —respondió Brighid mientras Cadwy se retiraba a las cocinas.
—¡No! ¡Es un brebaje asqueroso sólo para los puercos! —estampó la jarra contra la mesa y derramó el contenido.
Brighid contuvo una sonrisa y apartó la cara. Cierto, la cerveza tenía un sabor agrio, y no había mejorado con el agua que le había añadido. Pero Stephen no encontraría otra mejor. Ella le había ordenado a Cadwy que aguara todos los odres que encontrara. Era mejor que la bebida supiera mal antes de que a Stephen le gustase demasiado. Brighid ignoró su mirada de odio y colocó los platos frente a él en un esfuerzo por conseguir que comiera. Y lo consiguió, pues pronto Stephen sacó su cuchillo y empezó a comer pedazos de pollo y de pescado.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó.
Ella asintió y dijo:
—Estoy acostumbrada a supervisar los guisos y conozco muchas recetas. Al crecer en una familia de místicos, una se ve obligada a madurar deprisa o a pasar hambre. Aprendí enseguida que, si no me ocupaba yo, normalmente no se hacía.
—Y por eso eres tan capaz… y se te da tan bien dar órdenes —dijo él.
Brighid sabía que debería ofenderse, pero la mirada que vio en sus ojos hizo que no le importara. Ya no era una mirada acusadora o condenatoria, ni siquiera lujuriosa, sino de aprobación.
Stephen apenas dijo nada más, pero ella estuvo contenta de verlo comer. Cuando finalmente él se puso en pie, dijo:
—Voy a echar un vistazo a los alrededores para hacerme una idea de dónde estamos y de lo que hay fuera.
Obviamente pensaba que podrían aparecer más bandidos y, aunque ella emplearía otro nombre para aquéllos que habían saqueado la mansión, Brighid sabía que podrían regresar. Asintió y lo vio marchar; una figura alta y hermosa cuya elegancia y poder ensombrecían sus alrededores. Entonces frunció el ceño, cuando un pensamiento cruzó su mente.
Negó con la cabeza ante sus propias sospechas. Aun así, Brighid esperaba que no fuese a buscar vino. Sin su bebida, era una persona diferente y, por mucho que odiase admitirlo, a ella le gustaba mucho aquel nuevo Stephen de Burgh. Le gustaba demasiado.