Siete
Stephen se sentía mejor de lo que se había sentido en días. Aunque habían pasado la mañana intentando regresar al camino a través de un terreno difícil, la sensación de fracaso que se había apoderado de él había desaparecido por alguna razón. Y en cuanto a la lujuria que lo atormentaba tan ferozmente, tenía la sensación de que no era tan poco correspondida como pensaba.
Al mirar hacia Brighid, que iba sentada sobre su caballo, con ese horrible griñón cubriéndole la melena, Stephen negó con la cabeza. ¿Por qué escondería una mujer una cabellera tan espléndida? ¿Y por qué cubría su cuerpo bajo prendas tan poco llamativas? Aunque no era voluptuosa, era suave en todas las partes donde debía serlo, mucho más de lo que él había imaginado.
Se excitaba sólo con pensar en el encuentro que habían tenido en el suelo, y controlaba su entusiasmo con gran esfuerzo. Había pasado muchas horas cabalgando, y no sobre Brighid, que se había empeñado en evitarlo desde aquel apasionado interludio. Tras abofetearlo, había corrido a su tienda junto a su sirvienta, y se había negado a hablar con él. Stephen entornó los ojos mientras la observaba.
De pronto, como si fuera consciente de su escrutinio, Brighid giró la cabeza y le dirigió una mirada de desprecio, aunque la mirada ya no poseía el poder que tenía anteriormente. Stephen no sintió el fuego en las entrañas, ni la necesidad de difuminar las realidades de su existencia. De hecho, se sentía revitalizado, pues por fin estaba en su elemento. Como casi todas las mujeres que había conocido en su vida, Brighid l’Estrange lo deseaba, y él disfrutaba con aquel triunfo. La situación que lo había sumido en aquella frustración por fin volvía a estar bajo su control.
Stephen odiaba pensar en lo cerca que había estado, al borde del abismo, como si un empujón de Brighid pudiera haberlo precipitado al vacío, pero ahora tenía la extraña sensación de que era ella la que lo había apartado del precipicio. Al menos durante unos instantes. Aquel pensamiento vagamente ominoso inundó su mente antes de que lo relegara al lugar destinado a aquellas cosas que era mejor no examinar. En vez de eso, centró toda su atención en Brighid y sonrió.
La reacción de Brighid hizo que se estremeciera de placer. Tal vez pudiera disfrutar de aquel viaje infernal después de todo. De hecho, no se le ocurría nada más entretenido que colocar a Brighid l’Estrange en su lugar. La excitación recorrió su cuerpo de manera desproporcionada, pero no le importó. Sólo sabía que sentía algo, y era algo bien recibido.
Con la anticipación encendiendo su sangre y su mente, Stephen detuvo al grupo para la primera comida del día. Disfrutó de la mirada de desaprobación de Brighid y, sin dejar de mirarla, bajó de su caballo y se acercó a ella.
—Señorita Brighid, parecéis cansada del viaje —dijo—. Por favor, dejad que os ayude —y, a pesar de las protestas de Brighid, Stephen estiró los brazos para ayudarla a bajar al suelo, y aprovechó la oportunidad de deslizarla contra su cuerpo. Era un movimiento que había realizado en el pasado con gran facilidad, y aun así, por alguna razón le pareció completamente nuevo y excitante. Tal vez porque los ojos verdes de Brighid brillaron con odio mientras se zafaba de sus manos.
Para él fue una experiencia diferente, un desafío que Stephen aceptó con una sonrisa que dejó claro que sabía la verdad, por mucho que ella se empeñara en negarla. Y, mientras Brighid se alejaba furiosa, él se quedó donde estaba, observándola con un placer que ya no le resultaba incómodo. Su postura era rígida, sin la más mínima insinuación de feminidad, y aun así se veía consumido por la necesidad de abrazarla.
Respiró profundamente e intentó recuperar el control antes de encogerse de hombros con resignación y seguirla. Aprovechó la oportunidad cuando vio a Brighid levantando los brazos hacia uno de los carromatos. Tenía las manos ocupadas, de modo que le resultó fácil colocarse tras ella y atraparla allí. Stephen levantó un brazo para ayudarla, pero en el procesó consiguió amoldar su cuerpo al de ella de modo que no dejara dudas sobre su propósito. Ella suspiró y él maldijo nuevamente la malla metálica que le impedía disfrutar plenamente de la suavidad que descubrió incluso quedándose quieto, disfrutando de su posición.
Bruscamente Brighid se dio la vuelta para mirarlo y, por una vez, no parecía sombría. De hecho, su rostro brillaba con rabia, y Stephen se preguntó cómo había podido considerarla fría. Desde luego, sus ojos verdes eran engañosos. Fríos como la lluvia, y aun así vibraban con la fuerza de un río enfurecido que escondía corrientes secretas. Como si se hubiese quitado una venda de los ojos, Stephen pudo ver que, bajo el comportamiento estoico que ella cultivaba con esmero, se escondía un sinfín de emociones, y sintió la necesidad de saborearlas. De poseerlas.
Por un instante le permitió a Brighid ver su deseo, mientras se miraban el uno al otro, atrapados por una fuerza tan fuerte que parecía escapar a su control. Agitado, Stephen parpadeó, y vio en aquellos ojos verdes una mezcla de horror y algo más que no logró identificar antes de que desapareciera.
—Si no os importa —dijo ella. Habló con su frialdad habitual, pero estaban demasiado cerca como para poder engañarlo. Stephen sentía su corazón palpitando y advirtió el escalofrío que recorrió su cuerpo. Adquirió entonces su expresión más inocente y agarró la capa, que estaba fuera de su alcance.
Se apartó con reticencia y se la entregó.
—Sólo intentaba ayudaros, señorita.
—Estoy segura —murmuró ella mientras se apartaba, y Stephen tuvo que contener una risotada. Su expresión ultrajada parecía avivar su excitación. Se sentía bien, mejor de lo que recordaba haberse sentido en mucho tiempo.
Mientras Brighid se alejaba de él, Stephen volvió a mirarla, aquella vez con una apreciación renovada, pues había descubierto que su trasero, aunque no abundante, tenía curvas.
Tal vez se hubiera cansado de sus otras mujeres, pues de pronto todas le parecían demasiado voluptuosas, mientras que Brighid le resultaba mucho más intrigante. Cerró los ojos y se imaginó tomándola por detrás, sometiéndola a su voluntad, y la fantasía fue tan poderosa que le hizo estremecer.
Abrió los ojos, sonrió con perversión y siguió a su presa, ansioso por una comida. Los alimentos no le atraían particularmente, aunque Oswin podía hacer maravillas con el arenque ahumado, el queso y otras provisiones; de lo que disfrutó fue de la oportunidad de atormentar a la señorita Brighid.
Esperó a que se sentara y a que tuviera la comida delante para acercarse. Se detuvo frente a ella y le dirigió una de sus mejores sonrisas a la sirvienta que estaba a su lado.
—Disculpa, te llamas Eda, ¿verdad? —preguntó Stephen—. Me preguntaba si podría hablar un momento con tu señora.
—¡Eda, no! —exclamó Brighid.
Pero Eda ya estaba apartándose al otro lado del fuego.
—Desde luego, milord —dijo con un guiño que dejaba clara su lealtad.
Complacido, Stephen le devolvió el guiño y se sentó en un leño caído junto a Brighid.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras su ayudante le colocaba una tajada entre las manos. Agarró un pedazo de queso y cortó una pequeña porción con su cuchillo—. Probad —era un juego al que había jugado muchas veces, y había seducido a muchas damas de esa manera, pero Brighid, como de costumbre, no se mostró cooperativa.
—No, gracias.
—¿No, gracias? —repitió él.
—No, gracias. Tengo mi propio queso —dijo ella mientras se deslizaba hacia el otro extremo del leño.
—¿Me estáis hablando a mí?
—No, gracias, milord —repitió ella con los dientes apretados, y Stephen se preguntó cómo podría comer con la mandíbula tan tensa. Pensó inmediatamente en otros músculos tensándose y destensándose, y respiró profundamente. Haría bien en recordar que la idea era atormentar a Brighid, no a sí mismo.
Deliberadamente, Stephen se detuvo y fingió contemplar su comida antes de decantarse por un pedazo de arenque.
—¿Y qué os parece esto? —preguntó mientras se lo ofrecía a Brighid.
—No, milord. También tengo —insistió ella, y agarró su propia porción de queso—. ¿Veis? —entonces, como para demostrar sus palabras, se llevó el queso a la boca y lo mordió.
Si esperaba silenciarlo, lo consiguió, pues Stephen se quedó sin palabras. Sin embargo, si su intención era la de desalentarlo, fracasó estrepitosamente, pues se sintió excitado al ver sus dientes blancos. Recordó aquella lengua batallando con la suya mientras la saboreaba; caliente, apasionada y húmeda. Y pudo imaginársela mordisqueándole el hombro… o cualquier otra parte. Stephen contuvo un gemido de deseo. ¿Sabría ella en lo que estaba pensando? Tal vez debería darle una pista.
—Hacedlo de nuevo —susurró él mientras se inclinaba hacia ella.
Brighid se apartó y masticó la comida sin borrar de su rostro la expresión de desprecio.
—¿Qué? —preguntó.
—Hacedlo de nuevo —repitió él.
—¿Hacer qué?
Stephen deslizó la mano hacia su comida, agarró el pedazo de queso y lo levantó hacia sus labios.
—Morded otra vez —respondió para dejar claro su deseo.
Brighid se atragantó mientras se ponía en pie, lo que hizo que el resto de su comida cayera al suelo. Se giró hacia él y, por un momento, Stephen disfrutó de aquella imagen, con su pecho subiendo y bajando y sus puños apretados. Era como si hubiera desatado a la bestia y ya no pudiera contenerla. Y lo único que él tenía que hacer era quedarse sentado y observar.
—Exijo que dejéis de atormentarme de una vez, milord —dijo ella.
—¿Yo? ¿Qué he hecho yo? —preguntó él con fingida inocencia—. Sois vos la que coméis provocativamente —por un instante pensó que iba a explotar, pero Brighid pareció recomponerse con aparente esfuerzo.
—Disculpad, milord —dijo con su rigidez habitual, antes de darse la vuelta para alejarse.
Stephen sonrió mientras la veía marcharse. «Corre si quieres», pensó, pero sabía que no podían escapar el uno del otro, confinados como estaban a la pequeña caravana. Y él acababa de comenzar su campaña.
Brighid había llegado al límite de su paciencia. Desde que aquel borracho de Stephen de Burgh la forzara, no dejaba de dirigirle sonrisas seductoras. Lo peor era que parecía intentar atormentarla, pues aprovechaba cualquier excusa para tocarla de manera íntima y poco apropiada. Insultante incluso.
Y eso era lo que sospechaba que pretendía. Un hombre como Stephen de Burgh no tenía interés real en ella. Simplemente estaría furioso por tener que servirle de escolta y querría castigarla de cualquier manera posible. El ritmo lento y los retrasos constantes ya habían sido suficientemente malos, pero aquella atención no deseada era aún peor.
Ajena a sus lujosos alrededores, Brighid contemplaba un elegante tapiz, pero no veía nada salvo la cara de su némesis. Estaban pasando la noche con uno de los lores de la frontera. El apellido De Burgh les garantizaba un recibimiento grandioso y, por una vez, había albergado la esperanza de que Stephen se distrajese con el vino y las mujeres, pero sus ojos la seguían a todas partes. No sabía si realmente intentaba seducirla o sólo atormentarla, pero no le interesaban ninguna de las dos cosas.
Se había retirado a su dormitorio temprano, llevándose su cena consigo, sólo para alejarse de él, pues parecía estar siempre demasiado cerca. Allá donde ella iba, ahí estaba él, con su presencia seductora, sus ojos oscuros y aquella voz que la acariciaba con sus susurros hasta hacerle temer que acabaría abandonándose al placer, como había hecho en el campo…
Brighid se estremeció y trató de olvidar aquel recuerdo como si del mismo demonio se tratara.
No pensaría en aquel terrible momento de debilidad. Jamás. Respiró profundamente y apartó el plato, incapaz de seguir comiendo. Se acercó a la ventana, la abrió y dejó que entrara el aire fresco. Había lluvia en el viento, y temía estar atrapada allí durante días, mientras que Stephen bebía y la acosaba.
Frunció el ceño. Tenía que hacer algo. Le entraba pánico sólo con pensar en las atenciones de Stephen, un miedo que tenía menos que ver con lo que podría hacer él que con cómo reaccionaría ella. Aunque siempre se había considerado una mujer sensata y pragmática, aquel hombre tenía el poder de desesperarla, de pasar por encima de sus defensas, de convertirla en otra persona.
Brighid intentó concentrarse en otros asuntos más serios. Aún tenía un objetivo que cumplir, y sentía la urgencia de su misión más que nunca, sobre todo desde que habían llegado a la frontera. Probablemente pudiera llegar a Rumenea, la mansión de su padre, en pocos días, si el tiempo no empeoraba, pero no si Stephen planeaba quedarse allí. Se estremeció ante esa idea. Stephen acorralándola contra una pared, inclinándose hacia ella, deslizando las manos por sus brazos.
Brighid negó con la cabeza. Aquello eran tonterías, un puñado de imágenes mezcladas conjuradas por su propia inquietud. Aun así la ansiedad siguió aumentando hasta que le entraron ganas de huir de su habitación, de aquel lugar, de su propio ser… Tomó aliento para recuperar el control. Podría seguir sola, por supuesto. Estaba bastante segura de que podría encontrar el camino, pero sería peligroso, y ya había oído rumores de revueltas políticas entre los residentes del castillo. Preferiría un escolta. Si al menos no fuese Stephen.
Por desgracia, no podía contratar a nadie más, no con el apellido De Burgh unido a su caravana. Debía viajar con él o ir sola. Brighid tomó aliento. En cualquier caso, ocultándose en su habitación no conseguiría su objetivo. Ni ahuyentaría a su escolta. Por mucho que deseara que él perdiera el interés, sospechaba que un hombre como Stephen se aprovecharía de cualquier debilidad. Tenía que ser firme con él.
Dejó a un lado las demás formas de tratar con él, por tentadoras que resultaran, estiró los hombros y reunió toda su energía. Decidió que, si no la llevaba a casa inmediatamente y con sus condiciones, entonces tendría que hacerlo ella sola. Era una situación a la que se había enfrentado muchas veces antes, pues había crecido siendo la única persona responsable entre aquéllas cuyas cabezas estaban en las nubes la mayor parte del tiempo.
Decidida, Brighid recuperó su plato, sabiendo que normalmente les daban las sobras a los pobres a las puertas del castillo. Abrió la puerta y se apresuró fuera, pero se dio de bruces con el hombre que atormentaba sus pensamientos. Sobresaltada, Brighid observó su rostro y se obligó a mantener la respiración para contrarrestar el efecto.
Su atractivo era tan fuerte que, por un momento, se preguntó de nuevo si los De Burgh poseían alguna habilidad más allá de las de los hombres normales. Pero su olor, a hombre, a caballos, a cuero y a vino, hacía que Stephen fuese demasiado humano. Con el ceño fruncido, intentó apartar las manos que se habían apresurado a estabilizarla. No quería que la tocara en la semioscuridad de la torre. Ni nunca. Era demasiado peligroso.
Él era demasiado peligroso. Y lo demostró al no soltarla pese a sus protestas, como de costumbre. Tratando de controlar el pánico, Brighid lo miró con odio e intentó aparentar una calma que no sentía. Pero su intento por recuperar la compostura se vio frustrado por la mirada de aquel rostro, que fue acompañada por una sonrisa deslumbrante.
—Dejad de mirarme así —exigió.
—¿Cómo? —preguntó él arqueando las cejas como si fuera inocente—. ¿Qué sucede, Brighid?
—Sabéis exactamente a qué me refiero, milord —respondió ella—. La mirada que habéis usado con innumerables mujeres. La mirada que sin duda practicáis ante el espejo mientras os admiráis. ¡La mirada que a mí no me hace efecto! Ya os lo he dicho, no me interesan vuestros encantos.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—¿Entonces cómo explicas el beso?
—¿Es así como lo llamáis? Yo lo llamo ataque, y pienso decirle a vuestro padre cómo…
Sus palabras se vieron interrumpidas al sentir sus manos deslizándose por sus brazos.
—No es así como yo lo recuerdo. Yo te recuerdo ardiente, deseosa —dijo él, y su voz sonó como una caricia.
Brighid no reveló ni una de las emociones que sintió al recordar el beso que le gustaría olvidar. En lugar de eso, habló con toda la frialdad que le fue posible.
—Estaba fingiendo complacencia para lograr mi libertad, y si pensáis…
—¿Quieres que te ponga a prueba? —preguntó él carcajeándose con toda su arrogancia.
—No —respondió Brighid, e intentó apartarse. Pero él la apretó más y ella sintió miedo. A pesar de sus mentiras ensayadas y su pereza, aquel hombre era una amenaza para ella, y tenía que apartarse de él—. ¡No os deseo!
—Yo tampoco te deseo a ti —murmuró él, pero sus ojos se oscurecieron. Durante unos segundos, Brighid temió estar a punto de perder el control, pero Stephen había olvidado algo, al igual que ella. Cuando tiró de ella para abrazarla, el plato de comida, que seguía entre sus manos, se inclinó y se volcó sobre su pecho. Stephen se echó atrás de un brinco cuando los restos grasientos de comida se adhirieron a su túnica.
Al contemplar el desastre, Brighid no dudó. Cuando la soltó, se dio la vuelta y huyó a su habitación. Una vez allí, cerró la puerta y se quedó apoyada contra la madera, dividida entre el alivio y la necesidad de reírse, al recordar su cara tras comprobar que su elegante atuendo había quedado cubierto de comida. Y allí esperó, sin respirar, hasta que lo oyó alejarse.
¿Dónde había quedado su determinación de hablar con él? Pero Brighid sabía que habrían hablado poco aquella noche. Se dijo a sí misma que lo haría al día siguiente. Partiría por la mañana, con o sin él. Cuando se pusieran en camino, llegarían pronto a su antiguo hogar, y quedaría libre de él para siempre. Brighid respiró profundamente ante la idea.
Hasta entonces, confiaría en el civismo de Stephen y en el poco honor que le quedase para mantenerse alejado de ella.