Capítulo 13
Septiembre 2011
—¡Qué suerte tenéis! ¡Lo que daría yo por acompañaros!
Victoria resopla contrariada, revolviéndose en el sillón turquesa. Un breve pantalón corto deja al descubierto sus largas piernas, una de ellas cubierta con una bota de yeso corta.
—Venga, Vicky —contesta Nacho mientras cierra una maleta de Spiderman—, no te quejes tanto. Antes de que te des cuenta ya te han quitado eso del tobillo.
—Claro, y entonces a comenzar la rehabilitación y todo ese rollo… —el ceño fruncido no la afea, pero la envejece.
Un mes y medio antes, justo cuando planeaba el viaje con Marcela para conocer a Olivia, el tacón interminable de una de sus sandalias Chloé la traicionó y sufrió una aparatosa torcedura en las escaleras de un centro comercial. El dolor, la hinchazón y los moretones que aparecieron como flores cárdenas alrededor del tobillo fueron poco comparados con el sofoco grana que la invadió cuando se vio desgreñada y retorcida sobre los peldaños. La fractura de peroné la ha obligado a llevar escayolada la parte inferior de su estupenda pierna derecha durante más de seis semanas, y durante todo este tiempo su queja ha sido continua.
—En fin…, de todos modos gracias por llevaros a Javier al viaje. Así se lo pasará bien y yo estaré aquí tranquilita —dice recalcando mucho las últimas sílabas, con un toque de acidez en la palabra.
—Bueno, ¡ya estamos listos! —exclama Marcela apareciendo con un niño pelirrojo y delgado hasta el extremo—. ¿No estarás quejándote otra vez, verdad?
—Noooo. Que va. Me encanta estar aquí con la pata en alto.
El pequeño corre hacia ella y la abraza estrechamente.
—Mami, no te preocupes, que volveremos en seguida y te traeré un regalito, ¿quieres?
Victoria acaricia al niño y sonríe mientras le retira el cabello rebelde de los ojos azules.
—Vale, peque, estupendo. ¿Has metido todo en la maleta? —pregunta dirigiéndose a Nacho.
—Creo que sí. Tú no te angusties por nada. Hasta la vista, Victoria —se despide dándole un beso en la mejilla—. ¡Vamos, Javier, despídete de mamá y nos bajamos ya al coche!
Mientras se escucha el golpe de la puerta al cerrarse, Marcela se acerca a su amiga y le coge la mano. Un puchero infantil desfigura su boca pequeña y maquillada, y Victoria la mira desde abajo emitiendo un nuevo suspiro exagerado.
—Sé que te hacía mucha ilusión venir, cariño, pero comprende que no podemos posponerlo por más tiempo. La investigación tiene que avanzar…
—¡Bueno! —interrumpe la pelirroja soltando una risotada sonora y jovial—. ¡Pero si hablas como una detective profesional!
—¡Anda y no te burles! —contesta riendo a su vez—. Pero en realidad, en cierto modo, es lo que queremos hacer, ¿no?
Un optimismo renovado y neófito se sienta junto a ellas jubiloso y alborozado, curioseando con infantil frescura en lo profundo de los ojos de Marcela, ciñendo el talle de Victoria.
—Además Alma parece que no se encuentra muy bien últimamente…
—¡Vicky! —Marcela suelta su mano y retrocede ofendida—. De veras que si empiezas con eso…
—¡Vale, vale, que me callo! —rectifica impaciente—. Chica, tampoco entiendo que te enfades. Sabes lo que yo la quiero, pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que…
—¡Te he dicho que ya es suficiente, Victoria! Hija, de verdad…
Durante unos segundos eternos las dos mujeres permanecen calladas. Finalmente Marcela recuerda a la criatura retorcida, acurrucada y encorvada que una vez descubrió tras el brillo de las pupilas azules y decide olvidar de nuevo esa parte fea y oscura de su amiga.
—Bueno Vicky, el caso es que no podemos esperar más, y tú lo sabes —la normalidad hace que el rostro de Victoria se relaje de nuevo y recupere su radiante frescura.— Olivia va a vender parte de las pertenencias de Sara, ya nos ha avisado dos veces, y no podemos arriesgarnos a que precisamente se deshaga del objeto que nosotras necesitamos.
—Ya, está claro. Pues nada, a ver si hay suerte. ¡Y cuéntamelo todo con pelos y señales!
El viaje transcurre tranquilo y en silencio entre paisajes extensos y jirones de nubes. Súbitamente una calavera albugínea y tétrica se cruza con ellos montada sobre el lomo envejecido de una Harley Davidson. Javier duerme en el asiento trasero, con la cabeza ladeada en un ángulo casi imposible sujeta por el cinturón de seguridad. Marcela siente la burla de las cuencas vacías bajo el casco y la mandíbula tensa en una mueca sardónica.
—Es una máscara rígida para la moto, Marce, nada más —dice Nacho riendo.
—No he dicho nada.
—Ya —responde acariciando su pierna—. No hace falta. Parece que hayas visto un fantasma.
Unos kilómetros atrás han pasado junto a un pueblo pequeño y apiñado alrededor de su iglesia. Un zigzag blanco asciende orgulloso hacia lo alto de la pequeña montaña, coronada por un camposanto enverdecido por las malas hierbas y el olvido. Aunque dejado de lado, casi escondido, el camino resplandece como recordatorio de lo inevitable, de la certeza de una última morada ineludible y solitaria y quizá temible. Esa sensación de finitud la empequeñece hasta la devastación, extendiendo una permanente sombra de desasosiego que envejece sus ojos sin que exista retorno posible. Y ahora la muerte hasta se ríe en su cara.
Enclavada en el hermoso valle del Matarraña, La Fresneda se muestra bella y hospitalaria con el visitante. Es una villa de arquitectura armónica, sólida, rodeada de campos bañados por un sol cargado de una historia de vides y olivos, de tradiciones y pórticos. Se alojan en un encantador hotel ubicado en lo que antaño fuera la iglesia del convento de la orden de los Padres Mínimos, y el silencio impregnado en los muros y las confortables salas que rodean el patio central presagian unos días de serena claridad. Han pensado visitar los alrededores y que Javier disfrute de unos días en contacto con la naturaleza. El salto de la Portellada, el Parrizal de Beceite, Ráfales… Quieren comprobar si realmente esta comarca se merece el calificativo de “la Toscana española”, tal y como declaró doña Alma cuando le contaron sus planes. Pero antes deben visitar a Olivia. Y el anticipo de ese momento levanta embravecidas olas de confusión en las entrañas turbadas de Marcela.
Siguiendo las indicaciones de Olivia se adentran en una zona salpicada de olivos a través de una pista forestal sinuosa y polvorienta. Súbitamente les sorprenden unas columnas flanqueando el camino con una tabla de madera clavada en una de ellas. “Bienvenidos al Refugio de la Mariposa”, reza el letrero en toscas letras ennegrecidas.
—¡Madre mía! —exclama Nacho—. Esto es demasiado, hasta para ti.
—¿Qué quieres decir?
—No sé… Este sitio, una casa en medio de la nada, un apicultor y una fabricante de jabones artesanos, y este nombre…
—Pues a mí me gusta —interrumpe una vocecilla desde el asiento trasero.
Marcela y Nacho rompen a reír.
—¡Claro que sí, cariño! Es un nombre bien chulo.
—Pues sí… A mí me encantan las mariposas…
No hay nada ajeno a la naturaleza en ese hogar. Es tan distinto del piso en la ciudad donde ellos viven que Marcela siente una punzada de celos en la parte superior de los pulmones. Casi al instante su parte racional rechaza esa exuberancia incómoda y polvorienta del pozo de agua y las habitaciones frías, de los insectos y el desorden vivo y rebelde de la vegetación. Aún así encuentra vibrante, inconformista, decididamente consciente la elección de ese modo de vida tan poco convencional, y su atención se concentra en las finas arrugas que enmarcan los ojos grandes y despiertos de Olivia, en su piel bronceada y terrosa, salpicada de pecas y manchas que no la afean, sino que le confieren una belleza más real, asociada a la sabiduría y a la vida. Quizá ese sea el rasgo que más la distingue de Sara, su piel.
—¡Bienvenidos! —les tiende la mano y los examina sin disimulo.— Me alegro muchísimo de conoceros por fin.
—Igualmente. Tienes una casa preciosa.
Olivia revuelve los cabellos cortos de Javier.
—¿Y este caballerete? —le guiña el ojo en una mueca divertida—. ¿Es vuestro hijo?
—No —contesta Nacho evitando la mirada de Marcela—. Es nuestro sobrino.
Un joven rubio y sonrosado se acerca con torpeza y les saluda con la mano.
—Este es Kay. No sabe hablar muy bien castellano, pero sabe columpiar estupendamente —dice Olivia dirigiéndose a Javier con mirada cómplice.
Una veleta en forma de elfo burlón gira sobre el tejado, muy cerca del enorme cañón de chimenea coronado por un curioso bonete que ahora permanece inactivo pero Marcela adivina humeante la mayor parte del año. Junto al muro trasero se apila un enorme montón de leña desordenada, tan maciza que contrasta con la fragilidad viva y frondosa de la yedra que cubre la pared en un sinfín de giros y revueltas de las hojas, tan sin planificar, tan libres. Marcela piensa en todos los pequeños seres vivos que se moverán dentro de ese espeso bosque diminuto, palpitante de insectos, y siente un rechazo infantil y primario hacia ellos. En casa tan apenas tiene alguna planta desde que encontró una pequeña lombriz en el centro de su hermoso salón, huésped de una maceta de margaritas amarillas que Nacho le había regalado meses antes.
—¿Qué os apetece? He hecho limonada, y los limones los cultivamos nosotros —les ofrece indicándoles que se sienten en unas sillas blancas de forja dispuestas en el porche alrededor de una pequeña mesa redonda.
—Perfecto —contesta Nacho sonriendo.
Olivia entra en la casa haciendo oscilar con su paso diversos cilindros colgados sobre la puerta. Oscilan como su falda blanca, como los cascabeles que rodean sus tobillos, como su largo cabello trenzado. El tintineo claro permanece prendido en el aire limpio, como el parpadeo de la vida.
—Bueno, aquí estoy.
—¿Qué es eso, Olivia? —pregunta Marcela refiriéndose al móvil de la puerta—. Es muy bonito.
—Un llamador de ángeles —el sonido decora sus palabras—. Quizá lo escuche Sara.
El comentario produce un estremecimiento en Marcela, el amargor de una ligera envidia teñida de asombro. No son las palabras, es la actitud de Olivia, su mirada serena, su convicción. No hay dolor, no hay desesperación, no hay rebelión. No hay duda. Al agacharse ligeramente para servir la limonada, percibe un leve abultamiento en el vientre de la muchacha. Ella parece estar concentrada en las copas de cristal grueso, pero su consciencia abarca todo su entorno circundante.
—Estoy embarazada —comenta sonriente.
Se sienta tranquila, acariciando su tripa ligeramente redonda. Sus muñecas desbordan color, multitud de pulseras que no son otra cosa que hilos trenzados, restos de algodón ya algo deshilachado. Olivia es como su casa, una amalgama de estímulos, un lugar sin atisbo de artificio que no sea una cierta obsesión tranquila por la semejanza con la naturaleza, por mimetizarse con ella. Marcela lo descubre fascinante y envidiable desde la distancia, pero cuando mira a su marido, le desconcierta encontrar un asombro distinto en su gesto, y es entonces cuando ve las grietas en la pared del porche, la huella prematura que los años han hollado en el rostro de su anfitriona, sus manos estropeadas, su pelo enmarañado donde clarean algunas canas endurecidas. Y sabe lo que piensa Nacho. Sabe que adivina a Olivia con veinte años más, ajada y conservando esa estética que ahora la embellece, pero que en la madurez descarnada e impenitente la convertirá en una caricatura de la juventud.
—Enhorabuena —dicen al unísono. Marcela pregunta—. ¿De cuánto estás?
—De casi cinco meses —contesta sin dejar de sonreír—. Casi no se me nota, ¿verdad?
—Desde luego —contesta Nacho—. Estás estupenda.
El engendro de la envidia le retuerce ahora las entrañas. Afortunadamente Marcela repasa rápidamente el pasado de Olivia, con toda su desgarradora realidad, y escucha la carcajada enérgica de Javier, al que Kay columpia elevándolo hasta un cielo infinito, y el monstruo se encoge hasta desaparecer.
—Ya era hora de encargar un pequeño —prosigue Olivia llevándose la copa a los labios y retirándola al instante—. Bueno, quiero decir que Kay y yo lo llevábamos pensando varios inviernos —la expresión sorprende a la pareja, que sin embargo asiente interesada—, pero ahora era el momento —se interrumpe sin brusquedad y mira a su alrededor como esperando el asentimiento del mundo que la rodea apacible, y también exigente—. Nacerá con el nuevo año, y será una bendición.
Marcela piensa en el tipo de vida que tendrá ese bebé, y se pregunta si la casa dispondrá de calefacción. Posiblemente no, y los inviernos deben de ser duros. Evoca a Javier viendo dibujos animados mañanas enteras. Duda mucho que en esta casa haya televisión.
—Todo lo de Sara está en el almacén —comenta señalando una pequeña edificación de teja rojiza—. Bueno, me he quedado algunas cosas, pero prácticamente todo está allí. Me da pena deshacerme de todo eso, pero los muebles no me caben en la casa, así que… Alguien les dará utilidad, son muy bonitos. De todos modos, si queréis llevaros algo, no hay problema, podéis coger lo que os apetezca.
—Gracias —se apresura a contestar Nacho—, pero no es necesario, simplemente queremos intentar averiguar qué es lo que abre esta llave.
—Claro. No hay muchas cerraduras, así que os será fácil. ¿Y puedo preguntar qué buscáis exactamente?
—Bueno… —titubea Marcela—, en realidad buscamos a una mujer, una amiga de Jaime y de Sara. Cuando mi hermano murió encontré algo entre sus pertenencias que creo que era para ella, un cuadro, así que me gustaría entregárselo.
—¿Y qué tiene que ver la llave? —pregunta interesada.
—No lo sabemos con exactitud —responde Nacho—, Sara lo tenía en una caja y pensamos que tal vez…
El silencio resulta incómodo para Nacho y Marcela. No parece importar a Olivia.
—Ya, bueno, supongo que será algo más complicado, ¿no? No importa.
—No es eso —se precipita Marcela—, es que, no sé, no sabemos cómo encontrarla. Nosotros no sabíamos nada de ella, de hecho no conocíamos a ningún amigo de Sara o de mi hermano, salvo a Paco.
—¡Ah, sí, Paco! Supongo que os referís al gestor de Sara —ellos asienten—. Ahora que lo decís, yo sí recuerdo algo sobre una amiga común de ambos…
—¿En serio?
—Sí. Hace tiempo, Sara pidió ayuda a mi madre para que la pusiera en contacto con la asistenta social que había participado en mi adopción —habla de ello con una naturalidad aplastante, sin pararse a dar ninguna explicación sobre nada de su vida—. Creo recordar que querían ayudar a una amiga que era adoptada a conocer algo sobre sus padres biológicos. No sé en qué quedó la cosa.
—¿Te acuerdas de cómo se llamaba esa chica? —pregunta Marcela con la esperanza prendida de sus ojos.
—No, lo siento, hace muchísimo tiempo, yo era una cría.
—¿Te suena que pudiera llamarse Laura? —insiste Nacho mirándola con fijeza.
Olivia calla. Parece pensar, tratar de rebuscar en sus recuerdos algo que en realidad le es indiferente. Marcela vuelve a sentir esa admiración confusa hacia la muchacha que, a diferencia de la gran mayoría de la gente que conoce, dedica tiempo y atención a aquello que nada le aporta.
—No, lo siento —dice finalmente negando con la cabeza—. No recuerdo su nombre, pero seguro que no era Laura.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunta Marcela, arrepintiéndose al instante. Su anhelo puede parecer impertinencia.
—Porque de lo que sí me acuerdo es de que su nombre me llamaba la atención. Creo que tenía algo que ver con unos dibujos animados que yo veía de pequeña.
Se encaminan al almacén sorteando macizos de flores y esculturas descoloridas. El zumbido de las abejas se adivina en la lejanía, y Olivia les cuenta la historia de ese lugar, de cómo una foto del hermano ahora muerto había cambiado el rumbo de su vida, del tiempo pasado con doña Soledad que ahora tejía patucos para su futuro hijo, de Kay y de sus abejas, del olor de los jabones que ella elaboraba sin prisas, del diseño confuso pero bello del jardín, de la elección de los árboles, del trayecto apacible de su vida. Les habla del mundo mágico que Jaime y Sara tejían alrededor de ella, de la deuda impagable con Noelia y Pablo. Y sonríe.
El almacén es un lugar abarrotado y oscuro, una realidad distinta a la casa luminosa y alegre que acaban de abandonar. Entorpecen la entrada ocho bicicletas viejas y herrumbrosas, unas sin sillín, otras sin ruedas, ninguna con cambio de marchas, todas ellas herederas de un pasado de pedaleos polvorientos y faldas anudadas sobre la barra. De las vigas cuelgan bolsas y redes llenas de hierbas, de tomillo, romero, flores secas, cintas de colores y cuerdas, que Marcela supone que Olivia utilizará en la decoración de sus jabones. Por todas partes se apilan colmenas de madera o de corcho, alzacuadros, espátulas y alambres. Sobre la cómoda de flores de Sara descansa una careta sucia y unos guantes. Olivia los coge y los deja sobre un pequeño banco junto a un cuchillo de desopercular.
—Siento el desorden. Este Kay es tremendo —sonríe moviendo la cabeza—. Mira que le dije que tuviera cuidado con las cosas de Sara.
Marcela pasa la mano sobre los muebles y su alma se estremece al sentir el contacto de la madera fría, falta de las manos de su dueña, de las manos de Sara, y no entiende cómo Olivia puede pasear entre todos esos pedazos de la vida de su hermana muerta sin temblar, sin romper a llorar ante tanta desolación, toda una vida amontonada en un granero, toda una vida, sin rastro, sin nada. Solo queda el recuerdo de alguien que fue y que ya no es. Levanta la vista y descubre a Olivia observándola con una ligera sonrisa en los labios; se siente turbada, como cogida en falta.
—He guardado todas sus fotos. Quizá después os apetezca echar un vistazo.
—Eso sería estupendo, muchas gracias —contesta Nacho. Marcela calla, asiente y continúa acariciando los objetos, los contornos de las cosas, las aristas de las cómodas de flores, los marcos dorados de los cuadros. Recuerda que Sara lo hizo cuando fueron a visitarla a su casa. Olivia continúa observándola, de pie junto a ellos, con las manos reposando mansamente sobre su falda.
—Ella no era todo esto, ¿sabes?
Marcela levanta la cabeza y la mira con una interrogación prendida en sus ojos.
—Todo esto —prosigue Olivia señalando a su alrededor— no son más que cosas. Eran de Sara, por supuesto, de modo que para ella tendrían valor, pero en realidad son solo cosas, ¿entiendes?
Marcela se siente tan violenta que enrojece y titubea. ¿Cómo es posible que esta mujer sea capaz de percibir todos sus pensamientos?
—Ella era mucho más que los objetos de los que se rodeaba. Era mucho más que una imagen delicada y bonita. Sara era amor. Era energía —calla de pronto y luego prosigue como si hubiera necesitado un inmenso segundo para meditar—. También era tristeza. Pero tan intensa que te contagiaba la vida. Porque Sara, por encima de todo, fue la que me ayudó a vivir. Posiblemente no podréis entenderlo, pero lo que Sara ha dejado en este mundo no tiene nada que ver con herencias materiales. Me ha dejado a mí, y mientras yo siga viviendo ella también lo hará. Y por eso no me tiemblan las piernas cuando entro aquí —Marcela enrojece toda-vía más y se siente pequeña, como una niña a la que reprende la maestra—, por eso no me pesa vender estos muebles; porque yo soy la que me quedo con Sara. Porque nadie me la puede quitar.
Un haz de luz polvorienta envuelve unas sillas apiladas. Se escuchan leves aleteos vergonzosos. Marcela no puede apartar la mirada de Olivia que permanece de pie, junto a ellos, con las manos reposando blandamente sobre su falda.
—Eso que dices es precioso —dice Nacho rompiendo el silencio—. Y es muy cierto.
—Y reconfortante —añade Marcela.
Olivia ríe abiertamente.
—No lo pienso para buscar consuelo. No necesito consuelo. He aprendido a vivir con mis cicatrices.
Nacho saca la pequeña llave del bolsillo y la muestra a su anfitriona con una interrogación en el gesto.
—Solo he encontrado una cerradura —dice Olivia acercándose a un pequeño escritorio—, así que espero que funcione.
El clic del pestillo hace que Marcela contenga la respiración.
—Funciona… —musita Nacho abriendo despacio el cajoncito.
En el interior del mismo reposa un pequeño paquete de papel de seda purpúreo y arrugado. Quizá…
—¡Vaya! —exclama Olivia sonriendo—. ¡Si son los pendientes que le regalé!
En el interior del paquete brillan dos hermosos aretes de color violáceo. Marcela nota que el pequeño balón de helio que le aprisionaba el pecho se desinfla en un mantenido siseo; no obstante, no se siente angustiada por la pérdida de la esperanza, sino que, sorprendentemente, el alivio de poder respirar sin peso la invade de una etérea y bendita ligereza.
—¿Decepcionados?
Olivia los observa con un leve brillo de condescendencia en sus ojos inmensos. Marcela siente un súbito rechazo por ella e, inmediatamente, la culpa, obstinada y lacerante como una carcoma implacable, comienza a hacer mella en su interior. Quiere pararla; desea detenerla y esta vez lo consigue. Solo le pone nerviosa esa desquiciante serenidad. Nada más.
—Un poco —contesta con sinceridad—. Teníamos la esperanza de encontrar alguna pista, la verdad.
—Bueno, no me gustaría que os fuerais de aquí pensando que el viaje ha sido una pérdida de tiempo.
—¡Claro que no! Ha sido estupendo conocerte, y este lugar es precioso.
—De todos modos, dejad que os enseñe las fotos de Sara. Quizá os sirva para algo.
—Claro, por supuesto. Nos encantará.
Pasan la tarde ojeando álbumes de fotos mientras la luz se va apagando y el murmullo de la fuente arrulla la voz cantarina de Olivia. Sara en sesiones de fotos; los ojos de Sara; las pecas de Sara; sus blancas y pequeñas manos cayendo abandonadas sobre sus piernas; Sara de pie, tumbada, en cuclillas; Sara pensativa, reflexiva, triste. Sara como una afligida impenitente, invariablemente triste, decididamente triste, definitivamente triste. Marcela levanta la vista y sus ojos se encuentran con los de Olivia. Descubre con pesar que un pequeño brote de la universal tristeza de su hermana asoma tímidamente en sus pupilas, aunque ella consigue contenerla con ese sosiego firme e imperturbable que a veces la torna tan extraña. Solitaria también, como Sara en las fotos, en todas las de los álbumes de tapas rojas. Por eso es un alivio abrir los verdes, donde una niña de trenzas enredadas abraza a Sara, y esa niña crece en las fotos junto a la hermana ahora muerta, las dos sonrientes, las dos enlazadas, las dos tan parecidas, tan diferentes. Y en algunas imágenes Jaime. La mayoría solo, saludando a la cámara, feliz, desenfocado en muchas de ellas. En unas pocas, los dos. Marcela identifica una de ellas en la que Sara y Jaime sonríen abrazados, posando felices en una calle turolense.
—Era muy guapo —comenta Olivia—. Tu hermano.
—Sí, lo era.
—Pues os parecéis mucho.
Marcela le dedica una mirada agradecida.
El último álbum es marrón, de una piel desgastada y suave. Desde la primera hoja le sonríe un joven atractivo y moreno, de rasgos marcados y fuerte mentón, sentado en un banco de espaldas al mar. En el resto de las fotos, el mismo hombre junto a Sara. Abrazado a Sara. Besando a Sara. Sosteniendo a Sara. Una pareja en el espigón de una playa con las olas rompiendo junto a ellos, en un faro solitario rodeados de mar y pinos, en una calle transitada junto a un mimo impregnado de purpurina dorada. Una pareja enamorada.
—¿Quién es él? —se adelanta a preguntar Nacho.
Olivia sonríe y sus rasgos se suavizan.
—Roberto —un gesto de vaga sorpresa le marca una arruga en la frente—. ¿No sabéis…?
—Ni idea.
—Vaya. Pues fue novio de Sara durante, no sé, puede que unos tres años.
—¿En serio?
—Veo que os sorprende —contesta divertida—. Creo que había muchas cosas de mi hermana que desconocíais, ¿me equivoco?
—Mucho me temo que estás en lo cierto, Olivia. Creo que teníamos un concepto un tanto… simple de tu hermana.
—Además es que Jaime nunca me dijo nada…
—Bueno, por lo que me contaba Sara ellos no se llevaban demasiado bien.
Desde una de las fotos los tres les sonríen sentados a la mesa de un restaurante alumbrado por las velas. Aunque la expresión de sus caras es risueña, Marcela se fija en las manos de su hermano, que permanecen rígidas sobre el mantel. Sara y Roberto mantienen las suyas enlazadas, aunque ella mira de soslayo hacia Jaime.
—¿Y puedo preguntar qué paso?
—¡Hombre, Marcela, ya lo estás preguntando! —exclama Nacho entre divertido y avergonzado.
—Tranquilo, no pasa nada —contesta Olivia desde su imperturbable benignidad—. Rober era publicista cuando Sara comenzó a trabajar como modelo. Coincidieron en un par de ocasiones y comenzaron a salir. Al principio ella era muy feliz…, a su manera, claro. Lo único que le preocupaba era precisamente la falta de aceptación por parte de Jaime.
—Pero, ¿por qué?
—Precisamente por el mismo motivo por el que al final esa relación terminó. No es que le cayera antipático ni que tuviera algo contra él; simplemente sabía que con él Sara no sería feliz.
Marcela y Nacho esperan. Y Olivia sigue ojeando las fotos, aparentemente ajena a la ávida curiosidad de sus huéspedes. De pronto, sin estímulo alguno que la incite, continúa.
—Hay muchas formas distintas de afrontar la vida, ¿sabéis? Muchos modos de vivirla, de estar, de existir. Algunos de esos proyectos vitales son parecidos, otros radicalmente opuestos. Posiblemente todos sean válidos, y no tiene por qué haber conflicto en la coexistencia de unos y otros. La única excepción se produce con la persona que eliges para compartir tu vida, porque en ese caso las visiones deben ser iguales o parecidas en lo esencial. Si las diferencias son pequeñas o intrascendentes —Olivia coge entre sus manos la careta de Kay y sonríe— los proyectos se complementan, se completan, y surge el milagro de la unidad. Pero si son totalmente antagónicos… —suspira y prosigue— la relación es sencillamente imposible, solo puede generar dolor. Eso es lo que les pasó.
—Así que eran muy diferentes…
—No se trata exactamente de eso. Bueno, lo eran, desde luego, pero yo me refiero a algo más complejo. Roberto vivía hacia el exterior. No quiero decir con esto que fuera una persona superficial; en realidad era un encanto, de veras. Simplemente, su vida se expandía hacia fuera, mientras que Sara vivía… más hacia dentro, ¿me comprendéis?
—Creo que sí —contesta Marcela recordando a la pequeña pelirroja ovillada en su sofá.
—Cuando Roberto le propuso que se casaran, Sara se pasó dos días sin salir de casa, pensando. La respuesta fue una negativa y una ruptura, aunque en el fondo Rober lo sabía, estoy segura. Él también entendía que, aunque se amaran, la relación no podía continuar.
—Pero no lo entiendo —dice Marcela con el ceño fruncido—. Si lo quería, como tú dices, no puedo comprender cómo tomó esa decisión. Cuando hay amor…
—El amor no es suficiente —la interrumpe Olivia con firmeza pero sin un ápice de agresividad. “¿Cómo lo hace?”, piensa Marcela. “Lo que le tengo es envidia”—. Eso es lo que nos dicen cuando somos pequeños, lo que nos transmiten los cuentos y las películas románticas, pero no es cierto. Cuando en la pantalla se emite el “Fin”, en un porcentaje mucho más alto de lo deseable, el término se podría aplicar literalmente a esa relación; en la vida real allí comenzaría el camino hacia la separación. Seguro. Y si no, mirad a vuestro alrededor. El amor no lo puede todo. No podría lograr que Kay y yo fuéramos felices si yo solo pudiera conseguir esa felicidad viviendo en una ciudad, saliendo de copas y vistiendo de marca, y él necesitara estos paisajes, los árboles, la vida casi sin electricidad. Al final, cuando yo estuviera aquí en invierno, pasando frío bajo mantas desgastadas, levantándome a las seis de la mañana y olvidando los zapatos de tacón, la actividad social, ese tipo de cosas, acabaría generando odio contra Kay, haciéndole culpable de mi infelicidad. Al final, acabaría trasladándome a la ciudad, y él se quedaría aquí. Y si hubiéramos tenido un hijo, el pobre pequeño estaría siempre en medio, entre nuestros dos proyectos de vida, confuso y desorientado, posiblemente para siempre.
—Hombre… —el gesto de Nacho es inconfundible, las cejas alzadas, los ojos muy abiertos. “Menuda exageración…”
—Jaime también vivía más… hacia el interior —aventura Marcela.
Olivia la mira directamente, con esos ojos inabarcables y de una quietud imperturbable que no obstante perturban.
—Sí —contesta sonriendo—, parece que ellos sí tenían una visión de las cosas muy similar, pero si estás pensando en algo romántico —mueve la cabeza en señal de negación—, estás equivocada. ¡Y que conste que a mí me hubiera encantado, en primer lugar para conocerlo personalmente, ya que nunca llegué a verlo en persona! —Marcela siente un escalofrío. Recuerda que Olivia sí vio a su hermano. Hace muchos años—. Pero no. Sara amaba a Roberto; a Jaime lo quería, pero no de ese modo, Y, por lo que yo sé, él tampoco.
—¿No? —arriesga Nacho.
Por primera vez Olivia parece sorprendida. Un destello argénteo desdibuja sus pupilas y una ligera línea se forma en su entrecejo.
—Bueno, eso deberíais saberlo vosotros mejor que yo, ¿no crees? —se dirige a Marcela entornando levemente los ojos—. Tú eras su hermana.
—Por supuesto —se apresura esta a contestar—. Claro que sí. Jaime quería a Sara muchísimo, pero como una amiga.
—Como una amiga muy especial, sin duda —y la melancolía se cuela entre las sílabas, las traspasa, las vuelve porosas a esa tristeza densa y honda de las lágrimas, de la ausencia, de la pérdida—. De eso no hay duda.
Y los recuerdan. En el silencio de ese lugar, rodeados de sus cosas, de los restos de su vida, de lo único tangible que de ella queda. Los recuerdan juntos. Siempre.
—¿Y Roberto? —las palabras nacen resquebrajadas, huidizas, temerosas por haber perturbado ese silencio que suena a santuario—. ¿Sabe que Sara murió?
—Sí —contesta Olivia—. Yo se lo dije cuando me enteré. Le afectó mucho y le dolió no haber podido ir al funeral. Como a mí. Pero era previsible —de nuevo el silencio. Sosegado, teñido de nostalgia, espeso—. El universo de mi hermana era tan pequeño… Ella solo mantenía contacto con Jaime y conmigo. Con Mariola, claro. Y con Paco, que era su administrador. Supongo que él fue quien os avisó, ¿no?
Nacho y Marcela asienten.
—Él no me conocía, así que… Yo estuve cuatro o cinco días llamando a Sara sin que nadie me respondiera. Estaba preocupada, pero pensé que quizá no quería hablar con nadie, o que se habría ido de viaje a algún sitio… Desde la muerte de Jaime a veces hacía esas cosas. Al final, Mariola me cogió el teléfono y me contó lo ocurrido.
—Lo sentimos mucho, Olivia —dice Nacho con amabilidad—. También asistió al funeral Lluvia con otra persona, una religiosa.
—¿En serio? —les sorprende la falta de curiosidad que transmite su gesto—. Ni idea. No creo que tuvieran mucha relación…
—¿Y la seguía teniendo con Roberto?
—Habían perdido el contacto desde que él se casó. Sin embargo, yo sabía cómo localizarlo y lo llamé. Me dijo que hubiera querido despedirse de ella.
—Así que él sí se casó más adelante… ¿Tú crees que hubiera asistido al funeral de haberse enterado a tiempo? ¿Crees que te dijo la verdad?
—La verdad es un término muy complejo, Marcela —contesta Olivia pensativa—. Pero sí, lo creo. Hubiera ido a despedirse de ella.
A aproximadamente seis kilómetros de la Fresneda se alzan los restos del Santuario de la Virgen de Gracia, antaño convento de la orden de los Mínimos de San Francisco de Paula. El descubrimiento de la impresionante fachada tras transitar un camino forestal a través del valle del silencio resulta abrumador por lo sorprendente. Javier y Nacho inspeccionan las ruinas que se alzan orgullosas, recorren los muros perimetrales de la iglesia, admiran el frontón triangular que se yergue devoto, guardián de un interior invadido por la vegetación. Marcela se sienta sobre una piedra en el exterior, su mirada prendida en la cabeza de un angelote tallada en piedra, y se deja embargar por todas las sensaciones que sobrevuelan ese lugar cargado de historia y de fervor, de romerías, de oraciones y cánticos, mientras recuerda a Olivia caminando entre los macizos de flores, casi revoloteando con sus ropas de algodón blanco ondeando al compás de sus cabellos, y de pronto lo sabe, lo ve: ella es la mariposa. Sonríe al evocar un letrero que colgaba de la puerta del refugio de Olivia: “El que tenga, que dé; el que necesite, que pida”. Nacho se acordaba de haber visto la misma frase en un limosnero junto a la entrada de la cripta de la iglesia de Aínsa.
De vuelta a la Fresneda, en un recodo del camino el teléfono móvil recupera la cobertura, comienza a sonar y Marcela contesta.
—Hola. Soy Olivia. He recordado algo que quizá pueda interesaros. Ya sé cómo se llamaba esa amiga de Sara y Jaime a la que querían ayudar en la búsqueda de sus padres biológicos.
—¿En serio? ¡Vaya!
—Se llamaba como ese personaje de los dibujos animados, los de la niña de los Alpes…
—¿Heidi? —se adelanta Marcela entre expectante y sorprendida.
—No. Se llamaba como su amiga, como la niña rubia de la silla de ruedas de esa serie infantil. Clara.