Capítulo 3

 

13 de diciembre 2010

 

 

“Esurientes implevit bonis: el divites dimisit inanes.”

Desde el salón, la voz de Hertha Töpper desgrana dulcemente las notas de una de las arias del Magníficat de Bach. El sonido de las flautas y el pizzicato del violonchelo y el contrabajo se cuelan disimuladamente por debajo de la puerta del dormitorio de Marcela, como huéspedes inoportunos caminando de puntillas junto a su lecho revuelto. Resignada, se sienta en el borde de la cama y comienza a buscar sus zapatillas con la mirada nublada, amparada por esa lentitud dolorosa de los que no tienen prisa por comenzar el nuevo día. Se levanta y estira todos los músculos de su pequeño cuerpo mientras sacude la cabeza hacia ambos lados bostezando con evidente dejadez y, cuando segundos después abre la puerta, la voz de la contralto invade su habitación inundando su espacio de las delicadas agilidades del padre de la armonía.

“A los hambrientos les llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos.”

Al fondo del pasillo una luz polvorienta de principio de diciembre resbala por el contorno difuso de los muebles del salón. Marcela cree entrever una sombra que se mueve de un lado a otro de la sala y sonríe para sí. En ese momento, una silueta familiar se dibuja en el vano de la puerta.

—Hola, cariño —saluda Nacho sin acercarse—. ¿Quieres desayunar?

—Solo un café, pero antes voy a ducharme —contesta Marcela, también sin separase del quicio de la puerta donde está apoyada—. ¿Lo preparas tú?

—Desde luego —Nacho vacila unos instantes y luego desaparece nuevamente en el interior del salón, desde el que se oye su voz, al menos medio tono más agudo de lo habitual—. No tardes.

Marcela se dirige al cuarto de baño que tiene reservado para los invitados, justo al lado de la habitación vacía. Huele a manzana, como siempre, y las toallas con florecitas bordadas y lazos rosas descansan pulcramente dobladas junto al lavabo impoluto. Abre la puerta del pequeño armario blanco y, como cada mañana hace ya dos meses, se siente mejor. Ícaro la mira con esos ojos oscuros de enormes pupilas, con una languidez cálida y silenciosa.

Vuelve a cerrar el armario y se encamina a su dormitorio. Allí abre el segundo cajón de la vieja cómoda tallada con motivos vegetales, herencia de sus padres, y elige un sencillo conjunto de ropa interior de algodón. Seguidamente recoge sus viejos vaqueros rotos y el jersey verde de Jaime de los pies de la cama, y entra en el baño cerrando la puerta tras de sí.

Sobre la mesa de la cocina, dos tazas de café humeantes desprenden un aroma intenso y evocador. Marcela se sienta frente a una de ellas y la rodea con sus manos, absorbiendo su calor y observando a su marido con semblante serio y meditabundo.

—¿Qué pasa, Marce? —pregunta Nacho con cara de evidente fastidio—. ¿Ya estás otra vez dándole vueltas a la cabeza?

—Es que me gustaría saber quién fue Laura. O quién es. No sé, siento muchísima curiosidad —los ojos de Marcela imploran silenciosos a su marido suplicando comprensión.

Nacho los ignora, pone los suyos en blanco y resopla malhumorado.

—¡Pero qué pelma eres, Marcela! —espeta, alargando en exceso con cruel premeditación la primera sílaba del calificativo dedicado a su mujer, quien, a su vez, permanece con la vista fija en las grecas azules del mantel en un intento por ocultar su mirada doliente y lastimada—. Es increíble que no te des cuenta de que todo eso son chorradas —le dice con desdén mientras se dirige hacia la puerta de la cocina. Su taza vacía permanece en la mesa, dejando un cerco marrón sobre el lino blanco—. El problema es el de siempre: que no tienes absolutamente nada que hacer. Eso es lo que te pasa. Si tuvieses alguna preocupación real, un trabajo… —durante una milésima de segundo su voz se quiebra de manera apenas audible, pero Marcela sabe inmediatamente en qué piensa su marido—, algo que ocupara tu tiempo, no malgastarías tus energías en tonterías de ese tipo —la taza de café continúa sobre la mesa. Una gota marrón resbala, lenta, imparable, obstinadamente tenaz, por la loza amarilla—. ¿Qué más te dará a ti quién era Laura? ¡Laura! ¡Pues cualquier amante de tu hermano! ¡Parece mentira! —la gota llega al mantel, formando un pequeño círculo oscuro junto al círculo ya seco. Marcela pestañea, despacio.

—Oye, cariño —dice, sin levantar tan apenas la voz.

Nacho, que a punto está de abandonar la cocina, se gira hacia ella. Y le sonríe.

—Tú has preparado el desayuno, ¿verdad?

—Sí.

—Y tú has puesto la mesa, ¿no es así?

Nacho se cruza de brazos y mira inquisitivo a su mujer.

—Sí, Marcela. Ya lo sabes.

“Menudo psicólogo de pacotilla. ¿Qué pasa? ¿Barreras a mí? ¿Es que no quiere hablar conmigo?”

—¿Y te hubiera costado mucho trabajo poner unos platitos bajo las tazas?

Una sombra oscurece la mirada de Nacho y su rostro se ensombrece. La dureza de su mandíbula se hace todavía más evidente, y Marcela lo ve acercarse y retirar las tazas con tensión controlada.

—Mira que eres gilipollas —las palabras golpean a Marcela como bofetadas a traición, no solo por el insulto en sí, sino por el tono inconmovible en el que son pronunciadas—. Si quieres decirme algo, me lo dices y punto; no das vueltas de ese modo tan estúpido.

Sus miradas se cruzan un instante y Nacho puede ver todo el dolor contenido en las pupilas temblorosas de su esposa.

—Lo siento, Marcela —se disculpa acercándose un poco, vacilante—. Siento lo de…

—Yo es que ya no sé cómo decirte las cosas —musita Marcela—. Como nunca me haces caso aunque te diga mil veces lo del mantel, pues pensaba… No sé…

 

A las diez y veintiocho minutos de la mañana, cuando Nacho ya lleva al menos una hora en su consulta de la calle León XIII ayudando a desconocidos a encontrar la felicidad, su esposa llora frente al espejo de su dormitorio mientras termina de abotonar su camisa rosa. Ha quedado con Victoria para desayunar, así que se limpia las mejillas con el dorso de la mano, sonríe a la mujer rubia que la mira con tristeza, y se pone el abrigo de paño negro dispuesta a pasar un buen rato con su mejor amiga.

En las calles rebosantes de vida, de historias con rostros anónimos que se cruzan sin tan siquiera llegar a atisbar un retazo de esas otras, las de otros –otros a los que rozan con la mirada, algunos otros con los que, tal vez, en una milésima de segundo, han comulgado en una íntima unión de pupilas, en algo infinito e ínfimo a la vez– el consumismo navideño se abre paso a empujones, amparado por las luces, la música y esa mano fría capaz de tensar la fibra más sensiblera, que no sensible, de nuestras almas. Cada año la Navidad se adelanta un poco más, por obra y gracia de los centros comerciales, las jugueterías, y esa especie de ansiedad extraña con la que el ser humano anhela adelantar el tiempo para después, paradójicamente, desear detenerlo.

Cuando llega a la chocolatería de la calle San Miguel, son-ríe contenta; hay una mesa vacía al fondo, junto a los servicios. Se abre paso demandando mecánicas disculpas entre la gente que se agolpa junto a la barra –parejas de edad avanzada, grupos de mujeres de diferentes generaciones– y llega hasta el sitio deseado. Se quita el abrigo y, mientras toma asiento, observa que las tres señoras encopetadas de la mesa contigua miran sin disimulo hacia la puerta y comienzan a cuchichear entre ellas. Victoria.

—¡Hola, cariño! —su amiga la abraza efusivamente y le planta dos sonoros e hidratados besos en las mejillas—. ¡Pero qué guapísima estás!

La mirada verde de Victoria brilla vivaz y descarada bajo el abanico oscuro de sus tupidas pestañas. Lleva el espeso cabello recogido en una especie de cascada perezosa y caótica de rizos pelirrojos, un romántico marco para su atractivo rostro marfileño. Las pequeñas arrugas que rodean sus ojos no ajan en modo alguno su piel de muñeca de porcelana, que rejuvenece con solo alzar altanera la pequeña nariz pecosa.

—¿Has visto cómo me miran esas marujas? —le pregunta divertida, bajando un poco el volumen mientras se quita el abrigo blanco de piel vuelta y lo deja caer descuidadamente sobre la silla—. Pura envidia.

Las últimas palabras las pronuncia en alto, ahuecando la voz, con un tonillo de maliciosa satisfacción. En realidad, es más que posible que Victoria esté en lo cierto, piensa Marcela. Con ese cuerpazo, esculpido a base de gimnasio, masajes, dietas y, desde luego, una estupenda genética, parece una modelo de veinte años. Ella lo sabe y lo potencia: pantalones ajustados de micro pana en color berenjena, botas blancas de tacón imposible, y jersey de angorina con un impresionante escote en pico.

Con media docena de churros, que Victoria no probará tan siquiera, y dos tazas de chocolate caliente delante, Marcela respira hondo y siente que se relaja.

—No sabes lo harta que estoy de esas que van por la vida de buenecitas, y luego resulta que son unas auténticas brujas. ¡No lo soporto! ¡Qué falsas! Al menos a las que se les ve venir, pues ya se sabe —dice Victoria mientras da vueltas a su chocolate. Marcela se fija en el impresionante diamante que reluce en el dedo anular de su amiga—. Mira, por ejemplo, lo que ha pasado ahora con Sofía. ¿Te has enterado?

—No. Cuenta, anda, que lo estás deseando.

—¡Marcela, corazón, no te enteras de nada! Si no fuera por mí no estarías al día, querida… En fin, pues resulta que Sofía, ya sabes, que está casada con ese médico tan horrible, la que decía que el amor era eterno, y que si la moral, y que si la tradición… Bueno, pues esa misma Sofía, mojigata y tan sumamente hortera… —Victoria alarga las vocales para crear un clima de expectación que se malogra por el ritmo atropellado de su discurso— ¡ha dejado a su maridito por el profesor fortachón de Pilates!

—¡Vaya, vaya! Bueno, al menos no tenían hijos…

—¿No tenían hijos? ¿Y ese crío que la seguía por todas partes no era suyo?

—Pues no… Ellos no tenían niños…

Continúan conversando animadamente sobre las idas y venidas de las vidas ajenas, mientras dan buena cuenta de sus respectivos chocolates. Es reconfortante indagar en las miserias de otros, olvidando por un momento las propias, piensa Marcela.

Esto le produce una especie de satisfacción enajenante, desprovista de todo atisbo de culpabilidad; en cierto modo, las personas objeto de sus comadreos pierden su identidad real y se truecan en meros personajes imaginarios de unos relatos folletinescos y entretenidos. Sabe que, irremediablemente, también ella protagonizará alguna conversación que amenizará a su costa un encuentro en cualquier café, pero lo cierto es que eso es algo que no le importa lo más mínimo.

—Por cierto, Marcela… —Victoria titubea unos segundos.

—Dime —la anima su amiga apoyando los codos sobre la mesa. Vaya…, una mancha de chocolate en la manga rosa.

—¿Cómo anda el tema del apartamento de Jaime?

Marcela suspira al tiempo que apoya la espalda en el respaldo de la silla y una punzada de acerbo dolor le produce una mueca de amargura. Inmediatamente el lancinante sentimiento le revuelve el estómago. Respira profundamente un par de veces intentando que Victoria no advierta su desazón, y consigue soltar las amarras de sus recuerdos.

—Bueno. Todavía no hemos decidido qué hacer con él. Hay, como te diría…, discrepancia de opiniones. Nacho, porque él es el que discrepa, claro, está absolutamente empeñado en alquilarlo.

—Vaya, un hombre de negocios.

—¿De negocios? —ríe Marcela—. Sí, bueno, supongo que algo así es lo que piensa. Pero yo no lo tengo tan claro. No sé si me apetece meterme en todo ese follón de tener inquilinos, reformas, de que alguien extraño viva allí… No lo sé, la verdad.

—¿Preferirías venderlo en lugar de alquilarlo? Porque si es así, yo te podría hacer una buena oferta, encanto —propone Victoria con ilusión adolescente—. Ya sabes que no voy precisamente escasa de liquidez, querida, y en realidad últimamente estoy planteándome vender el piso de Barcelona, porque, te lo juro, es que no soporto al cretino del piso de arriba, siempre con su perrito ridículo y ruidoso, así que…

—¿Tú? —interrumpe Marcela con evidente sorpresa—. ¿Y se puede saber para qué quieres tú un estudio como ese, Victoria?

—Pues no sé por qué te extraña tanto, la verdad, chica. Podría ser una inversión interesante —Marcela la escucha con la boca abierta—. O quizá podría utilizarlo como mi refugio personal, un sitio donde relajarme, donde meditar… ¡Sería perfecto para practicar yoga! Con una gran alfombra india o persa o lo que sea, y música chill-out sonando en el equipo de música. Podría decorarlo de un modo muy especial —Victoria gesticula mientras sus ojos brillan—. Ya lo estoy viendo: velas, centenares de flores, magnolias, ya sabes lo que me gustan… O a lo mejor olor a incienso, sí, quizá mejor, así en plan espiritual… 

—Ya —espeta Marcela entre molesta y divertida—, y una cama redonda, y espejo en el techo por ejemplo, ¿no?

—¡Marcela! —exclama Victoria con gesto ofendido. Teatral, pero ofendido.

—Bueno mira, te aseguro que en el caso de decidir venderlo, tú serías la primera en enterarte.

—Opción preferente, cariño. Tendría opción preferente de compra —indica, alzando la ceja y moviendo el dedo índice de un modo un tanto cómico.

—Como quieras, Vicky —le contesta su amiga sonriendo mientras menea la cabeza con aire condescendiente—. De veras, te lo diré antes que a nadie, pero, de momento no tengo tampoco esa intención. En realidad no he sido capaz de tocar absolutamente nada, todo sigue exactamente igual que cuando entré por primera vez.

—Igual que lo dejó Jaime.

Las dos amigas se miran a los ojos. Después de tantos años, ambas se reconocen en la mirada de la otra, y en ese reconocimiento mutuo encuentran consuelo y compañía. Se encuentran completas.

—Igual —asevera Marcela sonriendo.

—¿Y ya has averiguado algo de la misteriosa dama?

Victoria rebusca en su bolso de Vuitton, aunque en realidad parece solo descargar en él centenares de lágrimas invisibles.

—¿De Laura?

—Sí —contesta alzando la vista, y su rostro está seco, sin rastro de ese agua que las inunda a ambas—, de Laura.

—Nada.

 

 

El asombro en los ojos de Nacho pugnaba en franca contradicción con su voz pausada y serena, demasiado pausada, pensó Marcela, para ser natural.

—No sé, cariño, lo cierto es que sí es raro, pero bueno, mañana la llamaré y a ver qué nos dice.

—No, Nacho. La llamas ahora. Ahora mismo.

—¡Pero si son las cuatro! Estará durmiendo la siesta…

—¡Pues que se levante de su bendita siesta, Nacho! —Marcela deseaba conservar la calma, pues sabía que era el único medio de conseguir lo que quería. Jugaba con la baza de la curiosidad que, estaba segura, su marido también sentía, pero al mismo tiempo era consciente de que si su violencia verbal excedía la eterna y dolorosa frontera que delimitaba su privacidad, Nacho se convertiría de inmediato en su enemigo. En el caballero de la armadura oxidada de Paula.

—Está bien…

Nacho se encaminó a la cocina y cerró la puerta tras de sí. Hacía muchos años que nunca hablaba con su prima en presencia de su esposa, a no ser que no tuviera otra elección. Pues bien, pensó Marcela, hoy no la tienes.

Abrió la puerta con un movimiento decidido y, cuando los ojos de Nacho se clavaron en los suyos con una leve interrogación en sus pupilas, ella se limitó a sentarse frente a él sosteniendo con gesto impasible su mirada.

—Sí, sí… Que ya te digo que lo siento, Paula. Es importante… Sí, Paula… venga, vamos… Bueno, escucha… ¡Escucha!

Ante la leve malicia en la sonrisa de Marcela, Nacho bajó la vista y se concentró en la conversación.

—Mira, Paula, ¿dónde tienes tu móvil? ¿Qué dices? ¡Ah! Así que lo has perdido… —Nacho miró a Marcela abriendo mucho los ojos. Ella garabateó unas líneas en la libreta de la compra—. ¿Y cuándo fue eso? Ya, ayer… —Marcela volvió a escribir algo con trazo grande y nervioso—. ¿Y no lo has dado de baja? Ya, ya…

Marcela se levantó de golpe. La impaciencia y la rabia se desbordaban por su contorno hasta salpicar los muebles de la cocina formando un gran charco de odio líquido e invisible.

—Díselo —espetó en voz alta, y salió de la cocina para evitar ahogarse.

 

 

—De todos modos, creo que quizá Laura no sea alguien real. Me resulta casi imposible creer que amara tanto a una mujer y nunca diera ninguna señal de ello, nada…

—Si alguien lo sabe, ese alguien es la rara esa, Marcela —dice Victoria torciendo el gesto.

—¿Sara?

—Claro —frunce el ceño con franco disgusto—. ¿No te das cuenta de que siempre estaban juntos?

El interrogante final no es una pregunta sino una afirmación que Victoria mantiene separando mucho las palabras y recalcando las tres últimas.

—Se querían mucho, sí… —admite Marcela.

—Y sin embargo, ni siquiera se dignó a asistir al funeral. ¡Qué asco de mujer!

El desprecio que destilan las palabras de su amiga hace reaccionar a Marcela como si un resorte oculto la obligara a defender esa extraña e intensa amistad de su hermano muerto que, pese a todo, intuye que seguirá latiendo mientras Sara viva.

—Sara sufrió un ataque de ansiedad al enterarse de la noticia —su tono serio y firme hace que Victoria baje los ojos y comience a juguetear con la servilleta de papel—, y tú sabes perfectamente que fue así. Es verdad que es muy…

—Rara —Victoria concluye sonriendo levemente. Parece una niña traviesa recibiendo una reprimenda.

—Rara, sí —continua Marcela haciendo caso omiso de la ironía maliciosa en el tono de la pelirroja—, pero hay que comprender que con sus problemas… —Victoria arquea una ceja con un sarcasmo que a Marcela le parece insultante—, es normal que al enterarse de lo que había pasado no pudiera encajarlo. Nacho me dijo que tardó cinco minutos en reaccionar. ¡Cinco minutos! No contestaba, no decía nada…, únicamente la oía respirar al otro lado de la línea y, de repente, comenzó a llorar y a jadear. No podía respirar, Victoria. ¡Se ahogaba!

—¡Venga ya, Marcela!

—¡En serio! Está claro que era ella la que sentía que no le llegaba el oxígeno, pero ese síntoma es parte de un ataque de ansiedad, y para ella fue tan real y angustioso como si alguien la estuviera asfixiando —Marcela hace una breve pausa, y bajando la voz con tristeza, concluye—. No tenía a nadie más, Victoria. No tiene a nadie más.

—Bueno, que sí, que sí… —replica con un ademán de impaciencia—, pero lo que te digo, que si alguien sabe quién es Laura, ese alguien tiene que ser ella. Seguro.

—Puede ser.

Marcela rebaña su taza y suspira ruidosamente, lo que provoca una sonora carcajada de la pelirroja.

—¿Agotada de hacer de detective, o qué? —le pregunta sin dejar de reír.

—Pues… ¡Hacer de detective! ¡Qué ocurrencias tienes, Victoria!

Las dos ríen juntas. En la carcajada de Marcela hay un velo de profunda tristeza.

—No te creas que no me he planteado investigar en serio. La verdad es que no me quito el asunto de la cabeza. Encontrarla sería como, no sé, como recuperar un poco de él.

—Pues cuenta conmigo. ¿Te imaginas el equipo que po-dríamos formar? —sus ojos despiden destellos emocionados—. ¡Hasta podríamos abrir una agencia…!

—¡Anda, anda! —Marcela ríe con una franqueza gastada por los años que parece recuperar solo en contadas ocasiones, normalmente cuando está con su amiga—. Mira que eres peliculera…

—Por cierto, me dijiste que me contarías… ¿Qué pasó con lo del móvil de Paula?

—No te lo vas a creer. La muy boba dice que se le perdió.

—¿Pero cómo que se le perdió? ¿Y no lo dio de baja, o lo bloqueó, o lo que sea que se hace cuando no sabes dónde está tu teléfono y no quieres que cualquiera lo use y te haga una llamada a Honolulu o donde sea y te claven luego una factura millonaria y…?

—Ya, ya, para el carro. Madre mía, ¡cualquiera diría que soy yo la que le tiene manía!

—Mujer…

—Ni mujer ni nada, que tú bien que la llamas cuando te interesa —dice Marcela con clara recriminación en la voz.

—Cuando no tengo con quién dejarlo, mujer. Ya lo sabes.

—Bueno, bueno.

—Pero de todas formas —continúa Victoria cerrando con presteza el delicado tema—, eso no explica cómo acabó en el estudio de Jaime.

—Pues no. Y ella tampoco explica nada. Sostiene que jamás ha pisado ese estudio. No sé, no tiene ningún sentido.

—Hablando de cosas sin sentido —comenta la pelirroja bajando un poco la voz—. ¿Qué pintaba Clara en el velatorio de Jaime?

—¿La reconociste? —pregunta Marcela extrañada—. Como no hiciste ningún comentario de los tuyos…

—¿Insidiosos, quieres decir? —interrumpe divertida, arqueando las cejas de un modo tan exagerado que resulta cómica—. O quizá mordaz… ¿inteligente?

—¡Venga, venga! —Marcela ríe divertida—. No seas tonta, ya sabes lo que quiero decir. ¡Si no la podías ni ver!

—Cariño, tanto como eso…, no era tan importante para mí como para producirme ese sentimiento.

—¡Eso lo dirás ahora! —Marcela sigue riendo y siente un revoloteo en el estómago—. Lo que verdaderamente me extraña es que todavía te acuerdes de ella, pero no me vayas a decir que no le tenías manía, Vicky, que estás hablando conmigo, ¿recuerdas?

—Bueno, vale —resuelve impaciente—, pero, ¿qué demonios hacía allí?

—Me dijo que se enteró por Sara. Y vino, todo un detalle.

La mueca de Victoria no deja lugar a dudas.

—Si tú lo dices. Supongo que sí, es verdad que a los entierros acude hasta el que solo ha conocido al difunto de subir con él en el ascensor.

—¡Bueno! No es que fuera exactamente esa su relación…

—Ya —tan seca, tan seria, tan inusual—. Pero de todos modos, fíjate tú, Dios las cría y ellas se juntan. Sara y Clara, las dos tías más raras que conozco. Que, por cierto, no sabía que siguieran teniendo relación.

Una musiquilla infantil comienza a sonar en el bolso de Marcela.

—Es la alarma —explica esta mientras rebusca nerviosa—. Me tengo que ir; cita con el ginecólogo.

—¿Por la mañana? —inquiere Victoria sorprendida.

—Sí… Es que esperaba unos resultados y ya los tiene. Pablo me ha dicho que pase por la mañana y podremos hablar con más tranquilidad.

—¿Es lo de…?

—Sí.

Un aleteo de pestañas en los ojos verdes.

—Tranquila —las manos de las amigas se entrelazan sobre la mesa—. ¿Te acompaño?

—¿No tenías que ir hoy a comprarle unas zapatillas de deporte a Javier?

—Sí, pero eso puede esperar.

—No, Victoria —dice Marcela sonriendo con ternura—. Tu hijo es lo primero.

 

 

Cuando Victoria se quedó embarazada, llevaba ya tres años casada con Pelayo Del Río, el cual a su vez ya había entrado con holgura en los setenta y tres, por lo que el feliz esposo exhibía su paternidad como prueba de su juventud de espíritu y vigor masculino. Los hijos –y nietos– del futuro padre-abuelo, fruto de matrimonios anteriores con nobles señoras que por aquel entonces ya usaban bastón y peinaban infinitas canas, habían puesto en duda esa potente masculinidad de la que el susodicho hacía gala entre achaques propios del septuagenario que realmente era, pero comoquiera que este les amenazara con excluirlos de la herencia –en la medida que los límites legales lo permitieran, por supuesto–, si continuaban alimentando tamaño bulo y mancillando de esa forma su nombre y el de su joven aunque pudorosa esposa, los rumores se acallaron a la velocidad de la luz.

A pesar de la firme amistad que unía a Victoria y Marcela, esta última no se había atrevido a plantear a la embarazada las dudas, más que comentadas por todos, que suscitaba su repentina maternidad.

—Pero, Victoria, yo pensaba que no querías hijos —se aventuró a comentarle cierto día mientras paseaban a la búsqueda de tiendas de ropa infantil.

—Ya… Pero mira, ha pasado.

Durante los nueve meses de gestación, la sempiterna vitalidad de Victoria pareció desaparecer agazapada entre los vaporosos jirones de una melancólica y triste actitud que ella achacaba con excesiva frecuencia a las molestias propias de su estado. Sin embargo, Marcela la observaba con los ojos entrecerrados, como hacía siempre que analizaba algo con gran intensidad, y en bastantes ocasiones advirtió una amargura sorda y profunda en el pliegue de la sonrisa forzada de su amiga. Cuando el pequeño nació, Victoria atravesó una terrible depresión post-parto que la sumergió en la más amarga de las noches sin fin, donde las lágrimas no cesaban de surcar su rostro azulado. Durante días, los rizos dieron paso a nudos y hebras sangrantes entre las que ella escondía sus ojos enrojecidos, y la primera vez que cogió a Javier entre sus brazos, el niño ya tenía dieciséis días. Necesitó ayuda especializada para salir de aquello, pero lo hizo, y a partir de entonces, nunca jamás volvió a necesitarla.

 

 

Cuando Marcela abre la puerta de su casa, toma aire y esboza su sonrisa más falsa. Ha estado llorando durante todo el día, caminando por las calles de Zaragoza protegida bajo el cuello de su abrigo y una enorme bufanda color lavanda. Ha parado en la cafetería El Real donde ha pasado dos horas delante de una taza de café que ha terminado abandonada sin probar sobre la mesa, tras haber derramado dentro de ella parte de la amargura ardiente que la invade. Finalmente ha acabado en el Pilar, postrada de rodillas en un reclinatorio del camarín de la Virgen, con la mente en blanco y los ojos empañados, fija la mirada en el manto, y el alma tintineando como las llamas de las velas votivas. Sin casi darse cuenta, se ha hecho de noche y ha encaminado sus pasos hacia su hogar, casi como una sonámbula deambulando entre luces de colores confusos, volviendo a llorar con lágrimas que creía ya extinguidas.

Marcela sabe que su rostro está marcado por una tristeza profunda y fea como una cicatriz; el espejo del ascensor ha confirmado su sospecha, y su piel y sus ojos enrojecidos no dejan lugar a dudas. No quiere hablar, no tiene fuerzas para explicar lo inaceptable, por eso por esta vez, solo por esta vez, se siente afortunada porque no tendrá la necesidad de hacerlo. Su semblante no será un problema. Cualquiera notaría que ha estado llorando. Cualquiera, menos Nacho.

—¡Hola! —grita al entrar, con un tono tan falso que hasta ella se sobresalta.

La luz del estudio está encendida al fondo del pasillo, y música de Enya suena suave y envolvente. En el salón, el árbol de navidad brilla reconfortante. Pero nadie le contesta.

—¡Hola! Ya he vuelto… —repite mientras cierra la puerta.

Nacho está sentado frente al escritorio del despacho, ensimismado en la pantalla del ordenador. Huele a cerrado y a flexo encendido, y Marcela se queda observando a su marido desde el vano de la puerta.

—Hola, ya estoy aquí… —repite por tercera vez. Su tono es de una derrota tan quebradiza que Nacho gira la cabeza.

—Hola, cariño. ¿Qué tal el día?

—Bien… —responde. Él ya no la mira, sino que teclea con el ceño fruncido por la concentración—. ¿Y tú qué tal?

Él no le contesta.

—¡Te estoy preguntando por lo que has hecho, por amor de Dios!

Nacho queda paralizado con el dedo índice sobre el teclado, pero no desvía la vista de la pantalla, sino que permanece quieto, erguido en la silla y con una expresión retadora en el perfil ensombrecido. Después de unos segundos eternos, se gira lentamente hacia ella y la mira a los ojos con una frialdad ciega.

—Marcela, estás histérica. ¿Qué diablos te pasa? ¿Cómo puedes venir gritando de esta manera después de todo el día sin vernos? ¿Es que no ves que estoy trabajando?

Ella invocando a Dios; él, al diablo. En ese preciso instante, algo se rompe en su interior anegado. Esas palabras abren las compuertas de su dolor, desbordan ríos, encabrillan sus mares. Y, sencillamente, como si fuera imposible cualquier otra consecuencia, deja de sentir. Deja casi de existir. Deja de pensar. Y con la máscara quebrada de quien no sabe liberar su rostro a la verdad se retira derrotada hasta su dormitorio, donde se deja caer sobre la cama como un cuerpo inerte y muerto en un blanco, mullido, solitario, silencioso ataúd.

 

 

—Lo siento, Marcela. Pero sabes que existen otras opciones. Quizá pudierais considerar el tema de la adopción…

Las palabras la golpearon.

—Lo sabía… —musitó ella mientras su rostro perdía el color—, sabía que algo pasaba. Que no era cuestión de esperar. Que no podría tener hijos. Que yo…

—No debes pensar de ese modo. No hay que buscar culpables.

—Madre mía, cuando se entere Nacho…

El doctor Pablo Sierra, amigo íntimo de Nacho desde la facultad, se revolvió incómodo en su butaca mientras se frotaba las manos.

—Mira, Marcela, Nacho sabe que ya están los resultados de las pruebas que le hicimos y no ha querido venir. Me ha dicho que te lo diga a ti. Ya sabes cómo es… Este tema le bloquea. De hecho —pasó las hojas de los informes distraídamente—, sabes que es bastante irregular que esto te lo diga a ti sin estar él delante.

—Ya, ya…

—Pero son las instrucciones que él me dio por teléfono, que cuando estuvieran los resultados te informara a ti. Y de veras que lo siento, porque lo cierto es que…, ha sido mala suerte. Las posibilidades de que se tratara de azoospermia secretora eran bajas, pero no hay duda, Nacho no produce espermatozoides. No obstante, se podría…

—No, no, Pablo —Marcela había comenzado a llorar e intentaba contener el hipo—, ya sabes que no queremos hacer nada de esas cosas.

—Lo sé, pero mi obligación es informaros. El porcentaje de éxito no es más del cincuenta por ciento, pero no está mal. Po-dríamos intentar una variante más compleja de la fecundación in vitro, una ICSI. Para ello habría que realizar pequeñas biopsias testiculares…

—Déjalo, Pablo —lo interrumpió Marcela levantándose con torpeza y aproximándose a la puerta—. De verdad, déjalo. Muchas gracias. Ya hablaremos.

 

             

Cuando Nacho se acuesta junto a ella todavía está despierta, aunque permanece quieta sin apenas respirar. Él sabe que no duerme, pero tampoco le dice nada, ni siquiera la roza. En la oscuridad del dormitorio, el frío exterior parece condensarse entre ellos como una nívea cortina helada. Marcela sabe que tendrá que contar a su marido lo que el doctor Pablo Sierra le ha comunicado esa terrible mañana. Pero no será esta noche. Esta noche lo único que quiere es desaparecer. Y, realmente, se siente nada. La tristeza es tan sólida, que la aplasta hasta convertirla en una sombra plana y maltrecha. Lo peor de todo es no sentir nada; esa carencia de sensaciones, esa frialdad en el alma, esa oquedad sin tan siquiera ecos. Esa imposibilidad de llorar. Eso es lo que verdaderamente la asusta hasta el insomnio.

Como no puede dormir, comienza a pensar en su hermano. Jaime. Cómo lo echa de menos. Jaime y Laura. Laura. Debió de haberla amado mucho, muchísimo, con ese amor tierno y apasionado con vocación de eternidad. Son tantos los esbozos de ella en su vida, que a partir del descubrimiento en su estudio, Marcela piensa en la misteriosa mujer como una prolongación del pintor. No era solo su musa; era su anhelo, su motivo de felicidad, su inspiración última. Un amor así lacera, desgarra, pero ata de un modo tan animal a la vida, que vivir se convierte en milagro. Un amor así es mágico. Un amor así…

Las lágrimas comienzan a rodar por su rostro como lentos ríos fluyendo en remolinos transparentes, con una fuerza violenta y liberadora. No vienen acompañadas de espasmos ni hipos ruidosos como las suyas; y no lo hacen porque no son suyas. Son de ellos. De Jaime y Laura y de su amor truncado, o vencido, o desgarrado, o traicionado. No lo sabe. Pero lo sabrá. La buscará. Y la encontrará. Marcela penetrará en ese último recoveco desconocido del corazón de su hermano a través de Laura, y su historia conseguirá liberarla de esa herrumbre emocional que la oxida por dentro. Porque a él le hubiera gustado. Y porque ella necesita recuperar la fe en ese amor que siempre la ha sujetado a esta vida, una vida que permanentemente la supera y le hace sentir tan huérfana y despojada como una niña perdida, ahogada entre una muchedumbre furiosa en la que el vacío la engulle para la eternidad.