Capítulo 12

 

Julio 2011

 

 

Marcela se recuesta blandamente sobre el cojín mullido y acogedor del sofá del salón, níveo como el resto del mobiliario, como los blancos visillos bordados, como las cortinas blancas recogidas por hermosas abrazaderas, pequeñas cabezas de ángeles decapitados que adquirió junto a Nacho en su viaje a Venecia, como sus pantalones de lino, blancos, blanco como su sueño, albo, tal y como desearía que fuera su vida entera, que sin embargo la acoge oscura y empañada. En su mano se pierde una pequeña llave que gira entre sus dedos y se incrusta a su palma cuando Marcela cierra con fuerza el puño y lo deja caer sobre el brazo acolchado del sofá, donde su rubia cabeza reposa blandamente, con el cabello suelto, esparcido sobre la blancura suave y cómoda de ese apoyo mudo e impersonal.

—¿Qué haces? —pregunta Nacho sentándose a su lado y tomando sus pies descalzos en su regazo.

—Estaba pensando —contesta ella despacio, mirando su mano—. En esta llave.

Nacho advierte el pequeño alhajero abierto junto a la mesa baja. Sobresalen unas hojas de papel amarillentas bajo una pequeña caja de hojalata, también abierta.

—Y en lo injusto que es todo —prosigue Marcela con la mirada prendida en algún lugar inexistente—. Qué injusto, Nacho.

Qué injusto, piensa, qué inaceptable, qué iniquidad la de la existencia, que absurda proporción entre lo que se recibe y se da, entre lo que se merece y lo que se obtiene. Qué terrible desazón si analizas la vida.

—¿A qué te refieres, cariño?

—A Jaime. ¿No te das cuenta? Fue tan desgraciado…, y no pudo disfrutar ni siquiera de su hijo. Javier posiblemente ni lo recordará. Con lo bueno que era…

—También él causó mucho dolor, Marcela.

—Lo sé —la mirada se ha desprendido y ahora vaga desprovista de alma por la estancia—, y todo ese dolor, Nacho, todo ese dolor es el que me pone tan, pero tan triste…

Qué injusto, piensa. Hasta la tonta de Paula disfrutará de más vivencias con Javier que su hermano, el niño probablemente la apreciará más, a la muy estúpida. El desasosiego en su alma es ensordecedor, tanto que le impide aprehender su propia vida.

—¿Crees que Alma tendrá razón? —pregunta Marcela de pronto incorporándose levemente y mostrando a Nacho la llave—. ¿Será importante lo que abra?

—Puede ser. 

—Ya —mira a su marido a través de su flequillo despeinado y le entrega la pequeña llave—. Pero el problema es que no tengo ni idea de qué es lo que puede abrir. No sé qué hacer.

—Bueno —observa Nacho inspeccionándola detenidamente—, lo que sí te puedo asegurar es que esta no es la llave de ningún apartado postal ni nada por el estilo. Esas no tienen esta forma, ¿ves? Tampoco es de una puerta, es demasiado pequeña. Así que probablemente abra algún candado, una caja, un cajón… Algo así.

—Pues entonces, ya me dirás qué podemos hacer —suspira Marcela desanimada—. Todo lo de Sara está… ¡yo qué sé dónde estará ahora, o quién lo tendrá!

Nacho sonríe enigmático, de esa forma tan suya, curvando ligeramente la ceja derecha y acariciándose el fuerte mentón oscurecido por la barba de un par de días. Marcela siente un aleteo suave, leve como una caricia, pero dentro, en las tripas, o en las entrañas, o en una profundidad tan recóndita que hasta ella desconoce, tan intensa que la transforma, por un momento, por un instante, leve y suave. Sanador.

—¿Y qué me das si te lo digo?

—¿Lo sabes? —Marcela salta sobre él abrazándole, y de pronto él la ve como antes, como hace años, como de jovencita, vuelve a tener dieciocho años—. ¡Venga, dime!

—El que sin duda sabe todo es Paco. Recuerda que era su administrador, y el que llevaba todas sus cosas.

—¡Claro, Paco! Pero, ¿cómo no se me había ocurrido?

—¡Menuda detective, madre mía! Pues así mal vas…

Marcela le pega con el cojín simulando enfado, pero Nacho comienza a hacerle cosquillas y al poco rato ambos están riendo a carcajadas.

—Vale —dice Marcela recuperando el aliento y recogiendo los mechones despeinados en una coleta—. Entonces ahora lo que tengo que hacer es llamar a Paco y preguntarle.

—Eso ya lo he hecho yo, cariño.

—¿Y?

—Bueno, parece ser que Sara había hecho testamento hace un tiempo.

—¿Testamento? Vaya, es raro en alguien tan joven.

—Desde luego, pero lo tenía, aunque el pasado octubre volvió a acudir al notario para modificarlo.

—Después de morir Jaime…

—Exacto. Seguramente le habría dejado algo a él, o todo, no tengo ni idea, y al morir, lo cambió. El caso es que Sara le dejó la casa a Mariola.

—¿En serio? Vaya…

—Sí. Paco me dijo que la pobre no paraba de llorar cuando le dieron la noticia. Para ella ha sido muy importante. De hecho, ya vive allí. Se trasladó hace una semana.

—¡Fantástico! ¡Así que solo tengo que ir a ver a Mariola!

—Me temo que no es tan sencillo. Sara le dejó la casa, pero solo la casa: todo su contenido, así como el dinero y el negocio fue para otra persona.

Marcela tan apenas puede contener la impaciencia y le mira con los ojos cómicamente abiertos.

—A una tal señorita Alvarado.

—¿Alvarado? —pregunta Marcela alzando las cejas—. Pero, ¿quién es?

—Quizá lo sepas si te digo el nombre. Olivia.

Durante una milésima de segundo Marcela parpadea confundida. Pero solo esa milésima.

—¿Olivia?

—Olivia Alvarado. Que debe de ser, ni más ni menos…

—Su hermana.

Marcela se levanta y comienza a dar vueltas por la habitación, como siempre que piensa, como siempre que su cerebro bulle. Nacho considera que su mujer necesita acomodar su exterior a su interior y que no cabe en ella el reposo físico cuando su mente se agita, ávida y extrema, como todo en ella.

—Claro. Dimos por hecho que lo que nos dijo Lluvia de su escasa relación era verdad, que estaba en lo cierto. Pero puede ser que no fuera así…

—O que sí lo fuera. Y que, sin embargo, le dejara todo al morir. Al fin y al cabo, tampoco tenía a nadie más.

—En todo caso —se gira hacia su marido y le tiende las manos con las palmas hacia arriba—, ¿qué hago ahora, Nacho? ¿Cómo la localizo? No sé…

—¡Marcela, por Dios, piensa un poco, que no eres tonta!

Nacho se levanta y toma su maletín que yace aparentemente abandonado junto a la blanca puerta lacada. Marcela clava la vista en la hermosa vidriera de flores y estaño que baña de una claridad engañosa y polvorienta sus ojos azules.

—Llama a Paco, cariño —le dice él dándole un suave beso en los labios—. Él era el administrador de todo, recuerda. Y ahora —le desordena el cabello sonriente—, me voy a trabajar.

Marcela es consciente de vivir en una burbuja esplendente y cegadora desde su vuelta a casa. Sabe, sin el menor atisbo de duda, que las contestaciones impacientes y desabridas reaparecerán. Pero es normal. También entiende que es inevitable. E inocuo. Para cualquiera excepto para ella. Está decidida a evitar cualquier tipo de nueva separación, tanto física como emocional, a poner remedio a tiempo, a contestar a tiempo, a reaccionar a tiempo. Pero sabe, con qué incisiva amargura lo sabe, que ocurrirá. Y que es lógico y natural y saludable. No se puede tratar a nadie como si fuera de papel, de mantequilla, como si fuera a desprenderse de la felicidad con solo rozarle, como a un niño, no como a un niño, a un niño se le educa, se le reprende, se le amonesta, ni siquiera como a un niño, sino como a un ser enfermizo e irreal y débil y absurdo. Quebradizo. No como a un igual. Solo un torpe y ridículo y desmañado aprendiz de ser humano. Y esa nimiedad es ella cuando cualquier contestación ordinaria y común le afecta de ese modo. Qué desatinada. Qué fatua, qué dentro de la nada. Dios, qué desgarro el de la nada. Y a veces no es la nada; es el miedo. El terror de sentir que se muere, que cada segundo está más cerca de volverse realmente nada, ya nadie. Y que ese segundo agonizante y único, irrecuperable, no lo absorbe, no lo aprehende, no lo logra retener, sino que se desliza, resbala sobre ella, ni siquiera dentro de ella, se escurre como un aguacero sobre la piel impermeabilizada.

Suspira ruidosamente y vuelve a estirarse sobre el sofá con el teléfono en la mano. Marca el número y espera un par de tonos.

—Hola, Nacho. ¿Cómo va todo?

—Buenos días, Paco —un leve titubeo—. No soy Nacho, soy Marcela.

—¡Vaya, qué sorpresa! He visto el número de teléfono, y pensaba que era tu marido.

—Pues ya ves… En realidad necesitaba consultarte algo, Paco. Es referente a las cosas de Sara…

—¡Ah! A la herencia… —el ruido de fondo es ensordecedor. Se escuchan bocinas y coches, mucho tráfico—. Mira, perdona, pero ahora mismo tengo que coger el coche porque llego tarde a una cita de negocios, así que dispara y si puedo, te contesto.

—Sí, sí, perdona. ¿Tú sabes dónde puedo encontrar a Olivia Alvarado?

—¿Olivia Alvarado? —pregunta a gritos, intentando alzar la voz por encima del bullicio de la calle—. ¡Ah, sí! La joven a la que Sara dejó todo excepto la casa… Ya le dije a Nacho que no lo entiendo, no sé qué tipo de relación tenían, jamás había oído hablar de ella. Si ya te digo yo que nunca llegas a conocer a alguien… En fin, Marcela, que tanta historia con la relación de Sara con tu hermano, y al final resulta que igual la chica se entendía con…

—Oye, Paco, ¿no tenías mucha prisa? —lo interrumpe impaciente y un tanto molesta por la insinuación.

—Sí, sí, claro… —una nota de fastidio, pero leve—. Bueno, el caso es que la chica no tiene ni idea de negocios ni de nada por el estilo, así que de momento, la perfumería de Sara seguirá como hasta ahora, y yo seguiré gestionando todo, así que se podría decir que es una nueva clienta. Te doy sus señas, si lo deseas.

—Claro, por favor.

—Bueno, permíteme que busque en la agenda… —se oye el rumor de papeles mezclado con el ruido de alrededor—. Aquí está. ¿Apuntas?

—Sí, sí —contesta Marcela tomando una pequeña libreta y un bolígrafo—, dime.

Paco le dicta un número de teléfono que ella anota a toda prisa.

—Vive en un pequeño pueblo, La Fresneda. Tiene una casa a las afueras y cultiva plantas o algo de eso, todo muy alternativo, ya sabes a lo que me refiero. Bueno, Marcela, tengo que dejarte. A ver si un día de estos quedamos los tres a cenar o a tomar unas cervezas.

—Claro, Paco, desde luego. Muchas gracias y que pases un buen día.

—Igualmente, Marcela. Saluda a Nacho de mi parte.

Media hora más tarde, y tras haber dado vueltas y más vueltas por su piso, Marcela se sienta a la mesa del salón con su libreta, un bolígrafo y el teléfono. En cierto modo siente un orgullo pueril y cálido, que la reconforta y la inunda de una motivación hasta ahora desconocida. Quizá sea el comienzo. No está mal.

—¿Diga?

La voz es dulce, cantarina.

—Buenos días, me gustaría hablar con Olivia.

—Lo estás haciendo —parece feliz, segura. Tranquila—. ¿Y con quién hablo yo?

—Emmm. Mira, no me conoces, me llamo Marcela. Cono-cía a tu hermana.

De pronto, el silencio. Un silencio bermejo y azafranado y sangrante. Triste. Y, por encima de ese cromatismo, sorprendido. Un desconcierto que rezuma por el auricular, pastoso e incómodo.

—No hay mucha gente que sepa que Sara era mi hermana —dice con la voz de pronto anestesiada—. Yo diría que salvo mis padres, adoptivos me refiero, no lo sabe nadie más.

—Bueno, Lluvia me contó que Sara tenía una hermana que se llamaba Olivia. No me dio el apellido y ella pensaba que prácticamente no teníais ya ninguna relación. De hecho, al no acudir al funeral…

—No acudí porque no me enteré —interrumpe con cierta agresividad contenida—. Y no me enteré porque nadie pudo avisarme. Y nadie pudo avisarme —ahora la acometida es iracunda y desgarrada— porque nadie sabía que yo era su hermana. Y debe-ría seguir siendo de ese modo, ya que en el testamento no se hacía referencia a ello. Y dudo mucho que Lluvia se haya alejado de su pueblo y de su Leo —un cierto toque de burla herida— para enterarse de lo que pasó con la herencia de Sara.

Marcela se siente de pronto fuera de lugar y su cara enrojece hasta el extremo. Agradece que Olivia no pueda verla.

—Yo…, no quería molestarte, de veras. Es solo que, bueno, mi hermano Jaime era muy amigo de Sara y yo necesitaba…

—¿Jaime? ¿Tú eres la hermana de Jaime?

“¡Oh, no! “Dios mío, Dios mío…”

—Sí —casi un hilo, un susurro—. ¿Lo conocías?

—Bueno, no exactamente. Nunca lo conocí en persona, pero Sara siempre hablaba de él y él, no sé por qué, siempre cuidó de mí.

Ha desaparecido. La tensión, la acusación, la dureza. Su voz se desliza nuevamente como una corriente de agua hialina, mansa y amable.

—¿Cuidó de ti?

—Sí. Siempre. Como Sara.

—Vaya, yo en realidad no sabía nada de eso, simplemente… Es todo un poco complicado.

—¿En qué puedo ayudarte?

Marcela no logra descifrar la intención en su pregunta. No sabe si quiere acabar la conversación o, por el contrario, está haciendo un ofrecimiento sincero.

—Tengo una llave. Pequeña. Sospechamos que debe abrir alguna pertenencia de Sara y puede que guarde algo importante relacionado con mi hermano. Ya te he dicho que es difícil de explicar…

—¿Sospechamos?

—Sí… —titubea y decide simplificar las cosas y dejar fuera a Victoria—. Mi marido y yo.

De nuevo el silencio, aunque esta vez no es rojizo sino claro y brillante, de un color azul ultramar, o marfil tal vez. Cómodo y fresco. Marcela supone que Olivia está considerando la situación.

—Si realmente necesitáis ver las pertenencias de Sara, ¿por qué no me hacéis una visita? Lo tengo todo guardado en una especie de granero anexo a mi casa, todavía no me ha dado tiempo de decidir qué hacer con los muebles y todo lo demás. Podríais echar un vistazo y charlar un rato conmigo.

—¡Oh, eso sería realmente estupendo! ¿Seguro que no supondrá una molestia?

Una carcajada limpia, reluciente.

—Claro que no. Hay muy pocas cosas que puedan suponerme una molestia.

             

             

—Pero, ¿por qué no puedo quedarme contigo?

Olivia y Sara estaban sentadas en unas sillas de plástico naranjas en la sala de un centro de protección de menores. La pequeña miraba a la joven con los inmensos ojos anegados, y su lastimosa súplica penetraba en el corazón desvalido de Sara clavándose con más fuerza si cabe que los delgados dedos de la niña en su lechoso antebrazo.

—No puede ser. Ya lo sabes. Es imposible.

Casi un susurro, como si su voz prendiera de una brizna quebradiza. Casi un hálito imperceptible. Los pies de Olivia se agitaban, no alcanzaban el suelo, y Sara se fijó en que llevaba un calcetín de cada manera y los zapatos muy sucios. Le temblaban las pupilas, una sensación tibia y fea de ternura desapacible.

—Por favor —era una voz de muñeca, de bebé de trapo con las pilas gastadas—. Por favor, por favor, por favor…

Con cinco años las trenzas de Olivia eran largas y espesas, del color del chocolate hecho, y su cara era solo ojos, unos ojos claros y brillantes. En realidad Sara temblaba al mirarla porque era ella, salvo por el color del cabello, era ella de niña, era ella llorando, era ella sintiendo que el mundo era un enorme y temible habitáculo oscuro y vacío donde ella vagaría sola y desamparada hasta quedar ovillada bajo una cama o en el rellano húmedo de una escalera. Era ella sin madre. Era ella sin padre. Y ahora ella no podía hacer nada por ahorrarle a esa nueva ella el mismo dolor.

—Sabes que no puedo, Olivia —la voz casi no le salía, el pecho le dolía hasta la asfixia—. Vivo con mi padre, no tengo nada mío, no puedo…

—¡Pero puedes trabajar! —gritó la pequeña con una desesperación aterrada en la voz—. Así tendríamos dinero, y yo también puedo…

—Olivia, no puede ser, yo no me puedo encargar de ti. Además —dudó un instante antes de proseguir—, en realidad tú no me conoces, no sabes cómo soy.

Sara había descubierto que tenía una hermana el mismo día que recibió la noticia de que su madre había muerto. De eso hacía un mes, cuando salió publicada en los periódicos la noticia de la muerte de una prostituta a manos de un cliente y su padre reconoció el nombre.

—Pero eres mi hermana. Además —estiraba de su manga tratando de que Sara le mirara a los ojos—, nos parecemos mucho. ¿Por qué no quieres estar con Olivia? Tú no quieres a Olivia…

—No puedo, Olivia, lo siento. Pero no te preocupes —un puchero comenzó a deformar la pequeña boca de la niña—. Vas a ir a vivir con un matrimonio y estoy segura de que te van a querer mucho. Seguro que pronto serán tus nuevos papás.

Pero Sara se equivocaba. Los gritos nocturnos, las largas horas de terco silencio, las miradas retadoras, el desasosiego, la permanente zozobra, fueron demasiado para Carmen y Ramón. No funcionó. Y cada vez que una nueva pareja se rendía, Olivia se hundía un poco más y se hacía más pequeña. Era como si en lugar de crecer menguara un centímetro con cada rechazo. Sara siempre aparecía para consolarla, para acunarla, para aconsejarla, y con cada caricia le devolvía su tamaño normal, su estatura de niña pequeña pálida y frágil, un poco menos sola con cada nuevo abrazo, un poco menos quebradiza con cada beso, un poco menos desvalida con cada nueva visita.

—Tengo un nuevo amigo, ¿sabes? —le contó un día Sara—. Bueno, en realidad es mi único amigo. Se llama Jaime.

—Qué bien. ¿Lo has conocido en el cole?

—¿En el cole? —preguntó riendo divertida—. No, cariño, hace ya mucho tiempo que no voy al cole.

—Yo no tengo amigos. Bueno, sí. A ti —le cogió fuerte de la mano—. Tú eres mi mejor amiga.   

Cuando Sara comenzó a percibir sus primeros ingresos por el trabajo como modelo y se mudó a un pequeño apartamento, Olivia llevaba un tiempo acogida por un encantador matrimonio turolense. Noelia, una mujer de enormes ojos bondadosos y optimismo inquebrantable, había conseguido que la pequeña durmiera por las noches abrazada al elefante rojo que Sara le había regalado al cumplir los nueve años. De un tirón. Sin gritos, sin sudores, sin sollozos. Sin terror. Y, poco a poco, con sonrisas, con paciencia, con infinitas dosis de serenidad y normas y límites y abrazos, tibios y reconfortantes, habían conseguido, ella y Pablo, devolverle una infancia que jamás debiera haber perdido. Sabiéndose querida comenzó a sentirse segura, quizá por primera vez en su corta vida, y si durante los cuatro años de creciente oscuridad su única referencia luminosa, el único vínculo que la amarraba a la vida, había sido Sara, tras recalar en ese hogar repleto de plantas y color, el mundo comenzó a vibrar bajo sus pequeños pies.

—Ahora si quieres podría intentar pedir tu tutela, no sé… —le dijo Sara con un brillo emocionado en los ojos—. Ahora sí, Olivia. Puedo cuidar de ti, podríamos vivir juntas. Legalmente no sé muy bien cómo —continuaba hablando casi para ella misma—, pero…

—Quiero estar con Noelia —le interrumpió Olivia en un susurro.

Sara la miró con un destello de dolorosa decepción en sus ojos. La niña se encogió y bajó la vista.

—Es que… —un puchero conocido se comenzó a formar en su pequeña boca—. ¡Yo te quiero mucho!

—Lo sé, cariño, lo sé… —Sara le acarició el cabello y la abrazó fuertemente. La decepción había desaparecido y, en su lugar, un brillo de entendimiento y aceptación había acentuado el azul de sus ojos—. Nunca dudes que sé que me quieres, igual que yo a ti. Eso no cambiará porque elijas quedarte con Noelia y Pablo. Ellos son muy buenos y te quieren mucho.                             

—¡Es que además el otro día estaban hablando por la noche y les escuché decir que me querían adoptar! —exclamó atropelladamente.

—¿Es que estabas espiándoles, Olivia? —frunció el ceño con comicidad—. Eso no se hace.

—¡No! Pero los oí.

—¿Y te gustaría?

Olivia asintió agarrando muy fuerte la mano de su hermana.

—Sí —respondió con los ojos muy abiertos. Sara se fijó en que sus sempiternas ojeras parecían haberse reducido los últimos meses—. Noelia me dice que puedo llamarla mamá, ¿sabes? Sería chulo.

—Claro, cariño —respondió acariciándole la cabeza y sintiendo una punzada agridulce en el borde mellado de su corazón—. Eso sería genial.

—Y además estoy segura de que Noelia dejará que sigas viniendo a verme, y que salgamos juntas y todo eso. ¡Yo no querría quedarme con ellos si por eso tuviera que perderte a ti!

—Lo sé. Son estupendos. A lo mejor hasta te dejan venir a pasar algún fin de semana conmigo…

Y esta vez Sara no se equivocaba. Olivia se reencontró con los que desde siempre la providencia le reservaba como padres, y estos supieron enseñarla a convertirse en una persona serena y feliz, bondadosa y libre. Segura. Y jamás le negaron el afecto de Sara, a la que también quisieron, aunque más en la distancia, no impuesta por ellos sino por la propia Sara, que se creía ya demasiado huérfana como para permitir a alguien que no fuera Jaime acariciarle el alma.

Las hermanas hablaban todos los días por teléfono y se veían invariablemente una vez a la semana. De vez en cuando Olivia pasaba el fin de semana en el piso de Sara, y se iban de compras, o al cine, o alquilaban una película y comían palomitas, o encargaban pizzas y escuchaban música. La habitación de Olivia estaba llena de fotos comerciales de su hermana, y aunque en el apartamento de Sara nunca hubo ninguna foto de Olivia, ni un solo día se desprendió de su recuerdo.

Al cumplir dieciocho años se trasladó a Zaragoza a estudiar Magisterio y se instaló en el piso de su hermana, que por aquel entonces ya residía en Peñíscola y cada dos semanas volvía a su ciudad natal a compartir unos días con Olivia. Cuando decidió que la enseñanza y los niños no eran lo suyo, la atolondrada joven en la que se había convertido comenzó a deambular entre las compañías más o menos adecuadas, los flirteos más o menos ingenuos, y los días perdidos entre la bruma reparadora del sueño. Sara trataba de orientarla en su futuro, pero ni ella ni sus padres eran capaces de hacer que se centrara y decidiera qué quería hacer en la vida, además de exprimirla al máximo, claro está. Solo Jaime lo consiguió.

—¿Has visto las fotos que me ha mandado Jota? —preguntó desde su habitación.

Olivia había adquirido la costumbre de nombrar a las personas con sus iniciales; ese hábito desquiciaba a Sara.

—¿A quién te refieres?

—Lo sabes perfectamente —contestó con un claro tono de fastidio.

—No —mintió Sara conservando una calma fruto de muchos años de práctica—, no tengo ni idea.

Olivia apareció en el salón con un sobre en las manos. La laca de uñas, rosa chicle, a juego con los labios, aparecía agrietada y reseca, tanto como sus cabellos, encrespados, extremadamente largos e indómitos.

—¡Jaime! ¡Mira que fotos tan chulas!

Desde hacía ya bastantes años Jaime, el amigo, único amigo de su hermana, le enviaba regalos y detalles desde cada sitio al que viajaba. Así, Olivia había degustado la tarta Sacher cuando él viajó a Viena y se la envió en una caja de madera con una nota en la que le explicaba que ese postre era uno de los favoritos de la emperatriz Sissí; había probado los deliciosos Pastéis de Belém fabricados en el “Taller del Secreto” de una pastelería portuguesa, que Jaime le hizo llegar cuando estuvo en Lisboa fotografiando el Monasterio de los Jerónimos; tenía en su dormitorio preciosas miniaturas de la Torre Eiffel, de la Torre de Pisa, del Big Ben, de la Estatua de la Libertad, del Cristo de Río de Janeiro; en su armario se apilaban camisetas de Budapest, de Múnich, de Estocolmo, un kimono, dos chilabas, un poncho peruano. Sin embargo, en todo ese tiempo jamás lo vio. Nunca lo conoció en persona. Y eso era parte de su misterio –“¿Por qué no puedo conocerlo? ¿Cómo es que no quedamos nunca con él?”, preguntaba ella al principio. “No es que no puedas, cariño. Es que él viaja mucho, siempre esta fuera…”–, formaba parte de la identidad de ese benefactor silencioso cuyo halo guardián sentía a su alrededor, como una aureola protectora.

—A ver, enséñamelas… Vaya, sí que son bonitas.

Una de las fotos mostraba un paisaje abrumadoramente hermoso. Un prado verde y espeso, helechos en la lejanía, un boscaje frondoso y refulgente que se adivinaba sombrío y húmedo en sus entrañas, el azul horizonte deshilachado, desvaneciéndose entre los riscos de las montañas albas, una bandada de aves en el ángulo derecho como un vértice oscuro. En el lado izquierdo de la imagen una casa de piedra y tejado abuhardillado con un coqueto porche de techumbre enramada, y junto a ella una figura blanca, vaporosa y rubia. Y en primer plano, con un enfoque perfecto, casi tanto que parecía en relieve, una mariposa Monarca, majestuosa en naranja y negro, alimentándose de una vibrante fucsia.

—Ya sé lo que quiero hacer, Sara —los ojos relucientes, las mejillas sonrosadas—. ¡Quiero vivir en el campo!

—¿Quieres vivir en el campo? —contestó con gesto escéptico mientras seguía removiendo con una cuchara de madera el contenido de un gran caldero—. ¿Y qué quieres decir con eso, Oli? Puedes vivir donde quieras pero, ¿de qué? ¿Qué vas a hacer?

—Pues eso, Sara, lo que te estoy diciendo. ¡Vivir en la montaña, vivir de la propia naturaleza! —hablaba mientras gesticulaba a su alrededor—. Eso es lo que quiero. ¡Ese es mi destino!

Por mucho que Noelia y Pablo quisieron disuadirla, Olivia no cesó en su empeño. Sara ni siquiera lo intentó. Conocía esa luz iridiscente que envolvía a su hermana y sabía que no había nada en el mundo que pudiera turbar su determinación. Así que, lejos de tratar de desalentarla, intentó ayudarla a impulsar sus proyectos. Jaime conocía a una encantadora anciana, longeva pero saludable e independiente, que vivía en una sólida masía en el maestrazgo turolense, y que necesitaba a alguien que la ayudara en el mantenimiento de la finca y tuviera carnet de conducir. Olivia se lo había sacado hacía un año y con lo ahorrado a lo largo de sus noches de trabajo como canguro y un generoso préstamo a fondo perdido de su hermana, se había comprado un Land Rover destartalado pero funcional, de modo que cumplía sin problemas todos los requisitos. Así que un buen día se recogió el pelo en dos largas trenzas deshilachadas, empaquetó las ropas arrugadas en un par de mochilas y se alejó de la ciudad dejando tras de sí todas sus dudas y sus miedos, mirando solo hacia delante, hacia los montes, la luz y la inmensa soledad del horizonte inexplorado.

Transcurrió un año de trabajo y silencios, de vivir sin reloj, asociada tan solo al ritmo que la propia naturaleza le dictaba, cultivando el pequeño huerto, alimentando a las gallinas, podando árboles y encalando cercas interminables que nunca permanecían blancas. Las largas conversaciones con doña Soledad junto a la lumbre de la enorme cocina impoluta, mientras el viento rugía en la intemperie indómita, retorciendo las ramas de los helechos, haciendo oscilar los faroles del porche, la colmaban de una paz vieja y primaria, que rebosaba de su ser durante la noche oscura. Envidiaba todo el amor que atesoraba la diminuta anciana por su esposo muerto, por esa tierra brava y eterna, por la vida considerada en sí misma, ajena a elementos externos, a condicionantes materiales.

—¿Eres feliz, pequeñaja?

Sara observaba a su hermana mientras esta preparaba un té de Roca. Había ido a visitarla, como tantas veces, y la había encontrado mayor, con las facciones más afiladas, con el rictus más duro. Observó que, a pocos días de cumplir los veintiuno, habían aparecido alrededor de sus ojos pequeñas arañas blanquecinas, y que sus cabellos desordenados estaban quemados y resecos por el sol y el polvo. Sin embargo, cuando la miró a los ojos y sonrió, la encontró hermosa y fuerte, admirablemente enérgica.

—Mucho. ¿No se me nota?

Cuando llegó la primavera, Jaime le hizo llegar un libro sobre la elaboración de jabones artesanales utilizando aceites y grasas vegetales. Olivia comenzó a fabricarlos, primero para su uso personal y el de doña Soledad, y poco a poco los vecinos de los alrededores empezaron a pedírselos con asiduidad. Cuando comenzó a utilizar cera de abejas y miel, contactó con un joven apicultor que vivía y criaba abejas a pocos kilómetros de su masía. Kay era un alemán alto y delgado y fibroso, con unos ojos tan azules que resaltaban de modo sorprendente en una tez oscurecida por el sol y enmarcada por unos cabellos rubios y lacios. Hablaba una mezcla confusa de español, inglés y alemán, y su sonrisa franca y abierta dejaba al descubierto un perfilado hoyuelo en su mejilla izquierda. Cuando seis meses después le propuso que se fuera a vivir con él a su granja, Olivia no lo dudó. Le retiró unas briznas de hierba del cabello y se recostó sobre su hombro mientras escuchaba caer la lluvia fuera del cobertizo, incisiva y obstinada, hipnótica, y le juró amor eterno en los años venideros. Quería que Kay y ella fueran como doña Soledad y su esposo, ellos y la tierra. Y los hijos. Y la infinitud.

Tardó unos meses en trasladarse, pues no quiso dejar a la anciana sin ayuda y esperó a que alguien la sustituyera en las tareas de la masía; de hecho, ella misma seleccionó a su sustituto. La despedida fue triste como un atardecer sangrante, y a Olivia se le encogió el corazón cuando dejó tras de sí a ese ser pequeño y encogido, con ojos húmedos y una enorme sonrisa fingida en el rostro arrugado. Sin embargo, ella le prometió que volvería, que llamaría, que no la abandonaría. Y lo cumplió. Quizá porque era una mujer de palabra o quizá, simplemente, porque era la primera vez que ella era la protectora, la responsable de alguien mucho más débil y necesitado.

La felicidad se materializó en esa casa pequeña, de un cromatismo vibrante y descarado, con un diminuto huerto verde como un vergel preñado de frutas, un reducido corral con tres gallinas y un ruidoso gallo, un soleado jardín donde crecía la hierbabuena, el tomillo, el romero, la lavanda, donde a menudo se oreaban sábanas blancas, y Olivia y Kay entrelazaban sus brazos admirando las puestas de sol, despidiendo el día con los músculos entumecidos del trabajo diario y el alma ventilada y limpia. Estaban muy cerca de un lindo pueblo, la Fresneda, y pronto Olivia comenzó a vender sus jabones, aromáticos y hermosos, cuajados de hojas secas. Kay hacía tiempo que comercializaba su miel; ella jamás se acercaba a las colmenas ya que las abejas le aterraban, pero admiraba su buen hacer y adoración por los panales. Pronto pudieron ampliar la pequeña casa y ellos mismos construyeron un porche lleno de enredaderas y geranios, y dos preciosas mecedoras de madera y enea que Kay hizo a mano como regalo por su primer año juntos, y que se balanceaban con el viento de la tarde gimiendo levemente como gatos ronroneando. Y esa felicidad casi física se resquebrajó cuando Sara la llamó sollozando, sin poder articular palabra, anunciando la muerte de Jaime. Olivia se acercó a la escalera repleta de marcos de madera, de cristal, de forja, y tomó uno de los que ocupaban un lugar principal, el primero que colgó cuando llegó a esa casa: la foto mostraba un paisaje abrumadoramente hermoso, un prado verde y espeso, helechos en la lejanía, un boscaje frondoso y refulgente que se adivinaba sombrío y húmedo en sus entrañas, el azul horizonte deshilachado, desvaneciéndose entre los riscos de las montañas albas, una bandada de aves como un vértice oscuro, una casa de piedra y tejado abuhardillado con un coqueto porche de techumbre enramada, y una mariposa Monarca, majestuosa en naranja y negro, alimentándose de una vibrante fucsia. Las lágrimas rodaron por sus mejillas ensuciándolas, creando regatos blanquecinos y trágicos, nublando el sol de su piel curtida.   

  Pero cuando esa felicidad casi corpórea se fracturó con violencia hasta dejar a la vista la enorme cicatriz que desfiguraba el corazón de Olivia fue cuando Sara murió. Ese día la herida volvió a abrirse, sangrante y virulenta. Pero consiguió contener la hemorragia y recomponer su zurcido. Porque Olivia es una superviviente. Olivia es un tronco grueso y deforme, nudoso y áspero, retorcido, pero firme y sólido, obstinado, que sobrevivirá al tiempo inclemente.