Capítulo 4

 

14 de diciembre 2010

 

 

—Buenos días, cariño…

El beso de Nacho es cálido y suave. La luz invernal se cuela tímida entre las blancas cortinas entreabiertas.

—Hola —contesta ella escuetamente mientras se incorpora en la cama deshecha y retira sus rubios y desordenados cabellos de los ojos claros.

—¿Has dormido bien?

Marcela no contesta, se envuelve en su bata fucsia y con los pies enfundados en unos calcetines de lana morados rebusca bajo la cama sus zapatillas de estar en casa.

—¿Ya sabes qué vas a hacer hoy?

El reloj de la mesilla marca las nueve y veintiocho.

—¿Qué haces todavía aquí? —la voz de Marcela suena ronca y quebradiza, apoyada en un ligero toque de duda ácida, pegajosa.

—Ahora me voy, me he retrasado un poco, pero como mi primer paciente llega a las diez…

Silencio. Marcela se dirige a la cocina y él la sigue, con cierto sigilo servil en sus formas que ella ignora mientras se sirve el café todavía caliente y abre la caja de las galletas. Después lo mira fijamente, con un interrogante perezoso en sus ojos ensombrecidos por el maquillaje del día anterior, opacos, infranqueables.

—Y, bueno, ¿qué harás hoy? ¿Comeremos juntos? —pre-gunta con un cierto tono esperanzador que en otro momento, algún otro día, la habría desarmado.

—No. Creo que comeré con Victoria.

Nacho se sienta junto a ella. Puede sentir todo su miedo; la tensión a veces oprime sus cuerpos como si los ahogara.

—¿Con Victoria? Pero si estuvisteis ayer juntas todo el día… —protesta tímidamente.

—No —lo interrumpe cortante—. Ayer no estuve todo el día con ella.

—Yo pensé…

—Tú hace mucho que no piensas en nada que tenga que ver conmigo —ataja Marcela levantándose de la mesa con brusquedad y encaminándose al cuarto de baño con cierta dignidad adormecida. Él la sigue con una desesperanza profunda, con los hombros levemente encogidos y una tristeza atávica en sus ojos oscuros.

—Cariño…

Ella se vuelve con brusquedad y se encara a su marido. El gesto abatido de este a punto está de desmontarle. Pero solo a punto.

—Nacho, tenemos que hablar. Pero no ahora. Son más de las nueve y media, vas a llegar tarde a la consulta y yo no tengo ganas de estar contigo en estos momentos —él quiere interrumpirla, pero ella lo frena levantando ambas manos—. Si quieres hoy por la noche cenamos juntos. Fuera de casa, en algún sitio bonito. Y te cuento lo de ayer, y ponemos algunas cosas claras y tomamos determinadas decisiones —los ojos de Nacho la interrogan angustiados—, pero ahora, es mejor que te vayas. ¡Ah…! —un destello de esperanza truncada en una milésima de segundo—. Coge el paraguas. Está lloviendo.

Diez minutos más tarde, Marcela escucha la puerta cerrarse con tanta delicadeza que, este último gesto de su marido, semeja más bien un portazo contenido que una muestra de consideración. Se observa largamente desde el otro lado del espejo empañado y adivina su mirada envejecida, sus facciones angulosas y pequeñas. Se reconoce con dificultad, con cierta extrañeza dolorida, pero, al fin, se reencuentra. Y limpiando con el dorso de la mano izquierda una parte de su imagen, se mira profundamente a los ojos ahora serenos y marca sin necesidad de desviar la mirada de su alma zaherida el número de teléfono de Victoria.

—¿Vicky? Soy yo —dice mientras una sonrisa extraña comienza a curvar sus finos labios agrietados por un llanto invisible—. He decidido jugar a detectives y había pensado…, no sé, si tal vez te gustaría ser el doctor Watson.

 

 

—¡Estoy emocionadísima! ¡Esto va a ser divertidísimo!

Victoria siempre abusa de los superlativos; un fiel reflejo de su carácter, permanentemente extremo. Está radiante, envuelta en una bata de seda morada con remates de plumas en los puños y dibujos de flores bordadas en dorado sobre la espalda. Parece recién salida de la ducha y una enorme toalla granate oculta su magnífica cabellera pelirroja. Huele a magnolia, su perfume habitual, pero con una intensidad mucho mayor; en el cuarto de baño abierto brillan las llamas de unas velas reflejadas en el gran espejo empañado, y emanan efluvios perfumados hacia el dormitorio. Sobre el cálido suelo de madera está descalza, como siempre, luciendo unos pies cuidados con esmero aunque con las uñas sin pintar, que se enlazan con coquetería innata bajo las patas de la preciosa silla Luis XVI modelo medallón que adquirió en París tras enviudar, y que utiliza siempre para sentarse frente a su tocador blanco. Mientras maquilla cuidadosamente su rostro, no deja de hablar y hablar. Solo cuando le toca el turno a los labios se permite una pequeña pausa que Marcela aprovecha con premura.

—Bueno, la verdad es que pensé que tenías razón, que lo primero que había que hacer era hablar con Sara. Y eso he intentado, pero no estaba, así que llamaré de nuevo el lunes.

Victoria se vuelve hacia ella. Solo lleva el labio inferior pintado de un rojo intenso, y el efecto hace sonreír a Marcela.

—¿El lunes? —pregunta abriendo desmesuradamente los ojos en un gesto tan infantil que la rejuvenece—. ¿Por qué el lunes? ¡Ahora mismo! Prueba otra vez.

—No —responde Marcela divertida por el ímpetu de su amiga—, no merece la pena. Me ha cogido el teléfono Mariola y me ha dicho que estará de viaje hasta final de semana.

Mariola es una gitana pequeña y maciza, de largo pelo negro e inmensos ojos brillantes, que lleva trabajando para Sara desde que esta se asentara en Peñíscola. Hace todo por ella, con paciencia, cariño y respeto. Sin esfuerzo.

—¿Y a dónde se ha ido?

—No lo sé. No se lo he preguntado.

—¿Que no se lo has preguntado? ¡Menuda detective de pacotilla estás hecha!

 

 

La mujer con el ramo de rosas, la Laura de Jaime, camina entre las lápidas evitando mirarlas. Sin embargo, no es fácil; se siente rodeada de espectros, asediada por vidas inconclusas, atrapadas, invadida por todo el dolor que quiebra los adioses desesperados. Tantos nombres, tantas fechas, tantos epitafios, tan innumerables los rostros que la miran desde los mármoles fríos, que una presión álgida y punzante la conduce a una espiral de vértigo y sombras en la que se mezclan, de un modo tan vulgar que la desorienta, la lluvia y sus lágrimas.

Sobre todo le oprimen el alma las tumbas de los niños, esos nichos tan claros, lápidas blancas y relucientes con hermosos ángeles orando en dulces reclinatorios infinitos, fotos ovaladas de tiernos rostros infantiles. “Los niños deberían ser sagrados”, piensa frente a las doradas alas de una Rebeca de cuatro años. “Los niños son sagrados.”

“Y los padres de los todavía niños también.” Se ha paralizado frente a la lápida de un desconocido. De pronto, con la violencia de una arcada, se le abre una brecha tan profunda en el alma, tan audible el aullido mudo, que por un instante hace suyo el duelo y rompe a llorar, no con el llanto imperceptible que hasta ahora se ha confundido con la lluvia incesante y redentora, sino con el aullido doloroso del que se siente desgarrado por dentro. Prendidas con celo sobre la losa, justo bajo la fecha de la partida del hombre de treinta y un años, dos fundas de plástico de esas que se usan en la oficina –cómo quiebra lo cotidiano la tragedia de un cementerio– con sendos dibujos infantiles. En uno de ellos, la figura esbozada de un hombre bajo un sol enorme y ovalado de rayos amarillos; en el otro, obra de una artista algo mayor, quizá de cinco o seis años, una familia al completo, de las tradicionales, con una mamá de pelo largo y negro, un papá alto y sonriente, una niña de cabello marrón y un niño pequeño con una pelota de colores. Escenas felices, dibujos que empapelan las puertas de los frigoríficos, que cuelgan de las paredes de los dormitorios y de los corchos de las guarderías. Pero como recordatorio de un dolor inconmensurable, en cada uno de ellos una frase escrita en grandes letras mayúsculas, letras desiguales e infantiles y sinceras y esforzadas. Letras escritas, quizá, entre sollozos. “Felicidades, papá”. Cree que su alma se desgarra. Se desgarra y sangra tanto que abandona la fila de nichos temiendo dejar un reguero de sangre tras de sí.

Por fin encuentra a Jaime y permanece quieta y dolida junto a él. Junto a lo que fue, lo que ha quedado de eso que fue. Lo que ha dejado aquí. Y siente que es un día triste para la despedida, tan triste que no existe la sonrisa, ni la luz, ni el calor, y cualquier nota de alegría desentona con una estridencia siniestra y oscura en este luto que la oprime despiadado.

Su mano toca la piedra, fría y muda, con el silencio del que duda estar todavía en este mundo lleno de ruido y palabras, y en ese momento ella, su vida entera, se vuelve mármol, se convierte en una estatua pesada y granítica, como un ángel sin alas desorientado y aturdido. El frágil hilo que la sostiene está a punto de romperse, y ella caerá al vacío, un vacío lleno de nada y de escarcha, una oquedad enturbiada por ecos que resuenan, que rebotan en las paredes heladas y destrozan los pequeños carámbanos de hielo que gotean en silencio. Pero algo se remueve dentro cuando sus ojos inundados leen de nuevo el nombre grabado sobre la lápida, una especie de murciélago blanco, risueño, como un aleteo ensordecedor que te hace descubrir que todavía estás viva. “Parte sin miedo bajo la plañidera lluvia; parte en silencio. Mi melodía desconsolada te acompaña en los comienzos de este último viaje incierto y mi amor eterno te seguirá allá donde vayas, más allá de este cielo gris que ya llora tu ausencia. Como siempre. Como en vida. Eternamente. Entre ondas y nubes.”

 

 

Cuando llega, Nacho ya la espera sentado en la mesa para dos de la esquina, como siempre, junto al busto del hombre con los ojos vendados, testigo de tantas de sus cenas. Marcela ha bromeado alguna vez a su costa, inventándole nombres imposibles y conversando con él ante la mirada divertida de su esposo. Les encanta ese restaurante. Lo descubrieron por casualidad, una noche de febrero de hace ya diez años; llovía a cántaros, se ha-bían quedado sin entradas para el cine, y al abrir la puerta, una preciosa vidriera de estaño y flores de cristal rosas y azules enmarcada en madera blanca, el tintinear alegre de unas campanillas los había transportado a la Toscana de las películas italianas. Era pequeño y sencillo, sin pretensiones, pero les colmaba de un calor entrañable. Se llamaba “La encina azul”, el árbol a la sombra del cual habían acontecido algunos de los momentos más importantes de su vida.

Se quita el abrigo y se sienta frente a Nacho sin saber muy bien qué va a decirle ni cuál es exactamente el propósito de la cena. Su marido luce un semblante serio, taciturno, con esa mirada huidiza y victimista que Marcela tanto aborrece. Maravilloso comienzo, se dice con un sarcasmo afilado y amargo.

—¿Me vas a decir de una vez qué es lo que sucede, cariño? ¿Qué significa todo esto? —hay un punto de impaciencia en su voz. Eso le parece no obstante a Marcela tan cotidiano que ni siquiera se inmuta.

—Vamos a ver, Nacho… —por primera vez siente que es ella quien lleva las riendas de la relación, y ese sentimiento nuevo y creciente no le produce disgusto ni miedo—. Creo que, francamente, esa pose no te va nada.

La expresión de indignado asombro de su marido resulta tan fingida que a Marcela le resulta cómica.

—No hagas teatro, ¿quieres? ¿O me vas a decir que te parece que todo marcha estupendamente entre nosotros? ¿Crees de veras que somos un matrimonio feliz, sin problemas, que no pasa nada?

—Está bien, no te voy a negar que últimamente estamos un poco distantes, pero eso es tan solo una fase, sucede en todas las relaciones, y significa, simplemente, que tal vez estemos algo estancados.

—¿Estancados? —pregunta Marcela levantando la voz. Se concede a sí misma unos segundos para serenarse antes de proseguir—. Nacho, no estamos estancados. ¡Esto es una enorme crisis, una crisis muy gorda!

Un camarero con semblante sombrío se acerca a tomarles nota. Parece no percatarse de lo incómodo de la situación, aunque anota con excesiva rapidez los pedidos y desaparece dejándolos solos de nuevo.

—¡Pero qué exagerada eres! Siempre igual. A ver, dime, ¿cuál es, a tu juicio, nuestro enorme problema?

Marcela sonríe con una tristeza infinita.

—¿De veras no lo ves, Nacho? ¿De verdad no sabes cuál es el problema? ¿Te das cuenta de cómo acabas de hablarme, de cómo me hablas siempre, de cómo me ninguneas, me ofendes, me desprecias? ¿De que ya no me quieres? —conforme habla, su desánimo da paso a una ira hasta entonces contenida, que se desborda furiosa—. ¿No te das cuenta de que estoy harta? ¡Harta! ¡Estoy hasta las narices de tu forma de hablarme, de tu despotismo, de tu pretendida superioridad, de tus miradas reprobatorias! ¡Estoy harta de ti, Nacho, hartísima de ti!

La sorpresa en la cara de Nacho es esta vez tan franca que Marcela vislumbra un pequeño destello entre tanta oscuridad.

—No sé qué decirte… No sabía que te sintieras así.

El silencio es afilado, hiriente. Sin embargo, necesario.

—Marcela, no sé… ¿Tú ya no me quieres?

Más silencio; ella se recrea en el dolor que le produce, sintiéndose culpable, cruel y liberada al mismo tiempo.

—Te quiero, Nacho, claro que te quiero. ¿Cómo no voy a hacerlo? Has sido el amor de mi vida.

—¿He sido? —replica él con un ligero respingo, taladrándola con su mirada oscura e intensa—. ¿Estamos hablando en pasado, Marcela?

La mano fría y descarnada de la duda oprime la garganta de su esposo, y ella puede sentir la presión que el pulgar afilado ejerce sobre su yugular. Sabe que no está bien hacerle sufrir de ese modo, pero necesita un cierto resarcimiento por todo el tiempo vivido con dolor y soledad, por todo el amor y el cuidado negados.

—Y tú, dime, ¿tú aún me quieres? —pregunta ella.

Nacho parpadea con rapidez y se pasa la mano por el desordenado cabello. Está desconcertado; de pronto, todo lo estable de su vida se está desmoronando.

—No me contestas… No me contestas, Marcela. ¿Qué es lo que me quieres decir al no responderme?

—¿Qué es lo que quieres que te conteste? Ya te he dicho que sí, que te quiero, que te he querido siempre y que estoy segura de que siempre te querré —la duda va soltando poco a poco a su presa permitiéndole respirar—. Lo que pasa es que no me siento bien contigo, creo que esto no es lo que ninguno de los dos deseamos que sea, y, además, no sé muy bien cómo solucionarlo. 

—Bueno, por lo que dices, me da la impresión de que para ti el problema soy yo. No te sientes bien tratada, ¿es eso?

—No me siento querida. Ni querida, ni valorada, ni mucho menos deseada.

—¡Pero yo te quiero! —protesta Nacho con una impaciencia un tanto impertinente.

—¡Pues no me lo demuestras!

De nuevo, el silencio. Junto a ellos una pareja se deshace en arrumacos y los platos de pasta se enfrían en su mesa.

—Mira, Nacho, estoy tan cansada de esta situación, que ni siquiera me apetece explicártelo, pero supongo que tengo que hacerlo. Es bastante simple: no recibo absolutamente ninguna muestra de amor por tu parte y, lo que es peor, el reflejo de mí misma que percibo a través de ti no me gusta. La mujer que tú me haces sentir que soy no tiene nada que ver con la que yo creo que soy o con la que deseo ser. No soporto verme como un ser inútil, débil, desequilibrado. Y no estoy dispuesta a seguir sintiéndome así.

—Marce, no entiendo que digas eso. Yo siempre te he dicho que eres una persona maravillosa, que vales muchísimo y que eres lo mejor que me ha pasado…

—Eso no es así, Nacho, y tú lo sabes. Hace mucho que no lo dices y, en todo caso, qué más da, si de lo que yo te hablo no es de lo que tú me dices, sino de lo que me demuestras, de lo que…

—De lo que ves reflejado en mí.

—Exacto.

—Pues intentaré cambiar, cariño, trataré de demostrarte…

—No te esfuerces, Nacho —le interrumpe Marcela dejando la servilleta impoluta sobre la mesa—, no merece la pena. Vamos a intentar arreglar esto, pero tengo tres cosas que decirte. En primer lugar, no vuelvas a intentar herirme con el tema de los hijos, porque, sencillamente, no podemos tener hijos —esta vez el asombro de su esposo es tan franco como doloroso—, pero, a diferencia de lo que siempre me has querido dar a entender, no por culpa mía —y antes de que Nacho pueda decir nada, prosigue—. En segundo lugar, voy a encontrar a Laura y, francamente, me importa muy poco lo que tú pienses al respecto; en definitiva, para mí es importante saberlo y volver a creer en ese amor ilimitado que un día también nosotros sentimos. Y en tercer lugar —concluye mientras se levanta y coge su abrigo blanco—, espero que tú que sabes tanto de crisis, comprendas por fin que estamos metidos en una muy gorda, y que necesitaremos tiempo, espacio y voluntad, para superarla.

Y ante la mirada atónita de un Nacho asustado, Marcela sale de “La encina azul” subiéndose el cuello del abrigo y encarando la fría noche de diciembre con la dulce serenidad de quien ha tomado de nuevo, o por vez primera, las riendas de una vida descarriada, y, haciéndola suya, va haciendo camino.

 

 

—Una señora telefoneó el otro día preguntando por usted.

Sara está sentada en el rincón de lectura, uno de sus sitios favoritos. El sol entra cálido y acariciador por el cristal de la pequeña terraza, y la envuelve en el orejero de tapicería floreada como en una crisálida repleta de pequeños lirios. El olor a incienso impregna cada uno de los rincones de su casa, y sobre unos baúles de piel apilados junto a la ventana, dos quemadores de cerámica emanan pequeñas columnas de humo oloroso. Cada vez que los prende sonríe recordando a Jaime y su pequeña cruzada contra esa costumbre tan suya –“Esas barritas no son inofensivas, pequeña. He leído en algún sitio que son cancerígenas. ¡Apaga eso de una vez y ventila esta casa!”.

—No me dijo quién era, solo que cuando le dije que usted volvería el lunes, pues ella me dijo que volvería a llamar.

Sara cierra los ojos y se descalza. La música suena tan suave que parece lejana y la mece en la somnolencia de la tarde. Mariola conoce a su patrona desde hace años y sabe lo que eso significa, así que se apresura a abandonar la habitación, con tanta premura que tira al suelo un pequeño ángel de madera que cuelga de la pared. Mientras lo recoge un tanto turbada, escucha la voz de Sara, dulce y quebradiza.

—Cuando vuelva a llamar, dile que he vuelto a salir de viaje.

—¡Pero si no sabe quién era! A lo mejor es alguien con quien le interesaría hablar… —protesta la gitana.

—No quiero hablar con nadie —la luz ilumina el delicado contorno de su rostro—. No quiero visitas. No espero a nadie.

Cuando Mariola está a punto de cerrar la puerta, una última orden queda prendida en la soledad del aire.

—Y no volveré hasta abril. Hasta la primavera.

Un leve sollozo ahogado, y la soledad la envuelve en ese manto cálido y seguro de lo cotidiano.