Capítulo 7

 

Abril 2011

 

 

Tanta soledad es difícil de sostener con la mirada. Tanto vacío es difícil de encajar. En el funeral, solo Marcela, Nacho y Mariola. Y el sacerdote anciano y cansado que despide a aquella que jamás conoció. Paco no ha podido acudir a última hora; qué oportuna reunión de trabajo. El féretro les es tan ajeno, que tan apenas adivinan el cuerpo de Sara en su interior, y un sentimiento hueco y amargo les impide levantar la vista de la madera brillante, por la que fluye una pena cansada y seca. Un crujido les advierte: no están tan solos, al fin y al cabo, aunque la que no lo está es la propia Sara, que a veces parece ausente en su propio entierro. Clara permanece silenciosa y serena en el último banco, con las manos entrecruzadas sobre el regazo gris. Y a su lado, una singular mujer que llama la atención de Marcela por la peculiaridad de su extraña fisonomía. No tiene cejas. Se remueve en su asiento, junto a la monja, con una mirada triste en sus inmensos ojos oscuros, mientras sus manos juguetean torpemente con la cremallera de su bolso cuarteado. Las tiene muy estropeadas, feas, casi deformes, con las uñas anchas y planas incrustándose en sus dedos chatos y encallecidos. No parecen suyas. Es como si le hubieran implantado a una mujer las manos ajadas de una anciana. Su cara es tan perfecta, tan rotunda, que contrasta con ese cuerpo diminuto e infantil, con unos pechos pequeños tan apenas insinuados bajo la camisa negra. Lleva el pelo castaño y liso recogido en una coleta, y su rictus es serio, con un cierto toque de amargura vieja. No sabe por qué no puede apartar su mirada de ella. Con seguridad, su vida será tan corriente como la de la mayoría. En todo caso, es extraño un rostro sin cejas; los enormes ojos parecen perdidos en su cara redonda, sin ningún borde de referencia que los integre en el bello rostro de porcelana que comienza tan apenas a cuartearse por finas arrugas impertinentes. Hasta sus gestos se ven extraños y confusos. Pero no tiene nada de extraordinario; simplemente, no tiene cejas.

Ahora piensa en Sara, y en esa cavidad plagada de aleteos de murciélagos ciegos que se golpean contra las paredes viscosas, en el miedo, en ese terror paralizante que inspira la muerte y que se propaga haciendo temblar las carnes. Porque para Marcela no es tanto el adiós sino el adónde. E, incomprensiblemente, el que Jaime ya esté muerto le produce en el fondo una absurda tranquilidad que anestesia una pequeñísima parte del dolor que le causa su ausencia: alguien amado la espera al otro lado o, al menos, ya está allí donde ella alguna vez irá. Es un consuelo extraño pero reconfortante: un referente, un asidero en el más allá.

Cuando todo termina, y esa cueva va tornándose cada vez más obscura y sórdida, dan la espalda a los sepultureros y el entorno hostil se vuelve más mundano y pequeño de nuevo.

—Hola, Marcela —Clara la besa y Nacho a su vez la saluda—. Qué terrible… Vernos en estas circunstancias de nuevo.

—Cierto. La verdad es que es horroroso. Llevábamos muchísimos años sin coincidir y ahora, en pocos meses, tenemos que hacerlo en este cementerio.

Los pasos resuenan solitarios por los corredores del camposanto, entre columbarios, nichos y panteones de desconocidos que las rodean, con los guiños esperanzados de las flores de tela de colores desvaídos. 

—En realidad no sabía que siguieras en contacto con Sara —Marcela titubea unos segundos—, bueno, lo supe cuando murió Jaime, pero me refiero a que antes pensaba…

—Ya, sí, bueno —la sonrisa de Clara es serena y tibia—, es lo que suele suceder. La vida, ya sabes, nos va llevando por caminos separados. Pero supongo que en cierto modo, todos los que nos hemos encontrado tendremos siempre algo en común, aunque sea en nuestro pasado. Por eso a mí me gusta seguir al tanto de vuestras vidas.

—Pero, ¿os llamabais con frecuencia?

—No exactamente… Dos, tres veces al año, a lo sumo. Lo que pasa es que siempre…

Las palabras quedan en el aire, inacabadas, tensas.

—No sé —concluye con un ademán impaciente—, nunca quise perder el contacto con ella. Era una gran persona.

—Sí. Parece ser que lo era —Clara la mira de reojo, in-terrogante—. Sin embargo yo nunca llegué a conocerla bien. Es extraño, ¿no? La mejor amiga de mi hermano, y yo jamás hablé con ella más de cinco minutos seguidos —titubea recordando su último encuentro—, y la verdad es que ahora me arrepiento. Me arrepiento muchísimo.

—No te culpes, Marcela. También era un poquito rara, no vayamos a negarlo solo porque haya muerto.

—¡Mujer…!

—Es verdad. Era un ser maravilloso, con una vida interior increíble, pero también muy oculta. Era difícil acceder a ella, Marcela. Piensa que posiblemente, aunque tú hubieras querido tener más relación, Sara quizá no te lo hubiera permitido. Era muy reservada.

—Pero no contigo. Ni con Jaime.

La religiosa sonríe de nuevo y le toma la mano con calidez.

—Lo de Sara y Jaime era especial. Era una amistad infinitamente generosa, Marcela. Era envidiable. Y no era esa la relación que tenía conmigo, te lo aseguro —una sombra de pesar enturbia sus ojos oscuros—, y eso es algo que también lamento, aunque sé que no es culpa mía. No se podía llegar a ella, sencillamente.

Unos metros más atrás, la mujer sin cejas los sigue, silenciosa y pausada. Se diría que espera. Y así es.

—Por cierto, Clara, tampoco sabía que Sara tuviera más… conocidos. Me refiero a esa chica que estaba sentada junto a ti.

—A Lluvia le haría mucha gracia escuchar que te refieres a ella como “chica” —contestó Clara riendo—. Desde que cumplió los cuarenta está un poco obsesionada con el tema de la edad. ¿Y tu amiga? —pregunta cambiando de tema con pasmosa facilidad—. Creo que se llamaba… ¿Victoria?

—Sí, Victoria —replica Marcela molesta por no haber obtenido respuesta a su pregunta—. Está muy bien. No ha podido venir porque tenía que acompañar a su hijo al médico.

—¿Al médico? Espero que esté bien…

—Sí, sí. Perfectamente. Javier es un niño muy sano. Solo tos, cosas de críos, ya sabes.

—Claro. ¿Cuántos años tiene ya?

—Nueve años. Oye, Clara —insiste Marcela tratando de ocultar su curiosidad—, ¿quién es ella?

—Es Lluvia. No es exactamente amiga de Sara. Más bien, se podría decir que es amiga de la familia. Y mía. También ha venido para acompañarme.

Pasan por una parada de autobús, y Clara se detiene con su eterna sonrisa en el rostro. A su lado recala la desconocida, que permanece un poco retirada.

—Bueno, yo me quedo aquí —dice, y besa a ambos en las mejillas—. Os veo muy bien. Hasta la próxima.

—Y que sea en mejores circunstancias —añade Nacho.

La mirada de la religiosa resulta indescifrable. Quizá por eso sus palabras suenan a inquietante premonición.

—Que así sea.               

 

 

La pasada noche Marcela cayó en un profundo mutismo que ahuyentaba cualquier esperanza posible de redención. Nacho se le acercó vacilante, las cartas en la mano, el rostro demudado. Su mirada, sin embargo, mostraba una entereza reconfortante, pero su esposa ocultaba sus ojos tras sus manos cerradas y no era capaz de dejarse asir por esa fuerza que la hubiera sostenido.

—Bueno, cariño —le dijo sentándose a su lado y apoyándole la cabeza en su regazo—, esto lo único que demuestra es que hay algunas cosas que tú desconocías, algunos secretos que, bueno, tú en realidad no tenías ni siquiera que saber…

—¿Qué no tenía que saber, Nacho? ¡Estamos hablando de mis padres! ¡Estamos hablando de mi hermano! —parecía a punto de echarse a llorar en cualquier momento, pero las lágrimas no llegaban a desbordar sus ojos anegados—. Estamos hablando de mi familia, de la única familia que tenía. Y ahora no me queda ya nadie…

—Me tienes a mí —musitó Nacho.

—…nadie, nadie —y por fin el sollozo, liberador—. No tengo padres, no tengo hermanos. Y los tenía. Los tenía, y ahora…

—Me tienes a mí —repitió él.

Marcela lo miró y sintió una punzada desabrida de culpa.

—Lo sé, cariño, lo sé. Gracias a Dios. Quiero decir, de mi familia originaria, la de niña.

—Entiendo —contestó acariciándole el cabello—. De todos modos, alguna razón tendría, Marcela. Seguro. Lo dice claramente en las cartas.

—Protegerme —el tono semeja una carcajada sorda—. Ya.

—En realidad era así… —Nacho titubeó nervioso—, por lo menos en lo que respecta a lo de tus padres.

—¿Y cómo estás tú tan seguro? —preguntó ella entrecerrando los ojos. Una pequeña sospecha se fue arrastrando hacia su garganta clavando sus diminutas uñas en sus cuerdas vocales—. ¿Es que tú sabes algo?

El silencio a veces es una negación. Otras un brutal asentimiento.

—Nacho —la sospecha se agazapó bajo su lengua, y de pronto dio un brinco y salió por su boca mostrando sus afilados dientecillos amarillentos—, si sabes algo, debes decírmelo. Y decírmelo ahora.

—Bueno, Marce —comenzó él mirándola fijamente, francamente, amorosamente—, espero de veras que no te enfades conmigo. Pero si eso sucede, lo entenderé. Y esperaré a que se te pase. Con paciencia. No puedo hacer nada más. Lo único que te pido es que trates de entenderme a mí, y el motivo por el cual nunca te lo conté.

—¿Que fue…? —Marcela lo miró con una fiereza contenida.

—Que Jaime me lo pidió. Me lo suplicó. Me hizo prometerle que jamás, jamás te lo contaría. Y era mi mejor amigo. También le debía algo de lealtad, ¿no crees?

Ella se relajó, no por comprensión, sino por puro cansancio. Estaba agotada.

—No sé, no sé, pero cuéntame…

—Me lo contó cuando tú y yo todavía no nos habíamos casado. Fue uno de esos días en que quedábamos para echar unas canastas mientras tú salías de compras con Victoria.

—Vale, Nacho. Pero me estás poniendo nerviosa. ¡Me quieres contar de una vez lo de mis padres!

—Bueno, tranquila. Desde luego, no es algo fácil de asimilar, Marcela, es bastante duro, por eso mismo Jaime pensó que no necesitabas saberlo.

Marcela se irguió, y una serenidad algo forzada desbordó sus ojos claros.

—Dejad ya de protegerme —pidió con un nudo en la garganta—. Deja de protegerme de una buena vez. No lo necesito, soy una mujer adulta, estoy preparada para afrontar las cosas, Nacho. No soy tan débil como Jaime y tú habéis supuesto siempre que soy.

—Está bien, pero espero que lo encajes bien. Parece ser que la muerte de tus padres no fue exactamente como tú crees que fue. Accidente de coche y enfermedad, ¿no?

—Sí.

—Pues no sucedió de ese modo. Fue algo bastante más sórdido. Y Jaime lo sabía porque lo vivió. Estaba allí cuando sucedió, aunque solo era un crío. No sé muchos detalles, la verdad, porque él fue muy parco en la narración. De hecho, juraría que se arrepintió de habérmelo contado en el preciso instante en que lo estaba haciendo, pero, a veces, las personas somos así: necesitamos sacar afuera nuestras historias, cuando realmente no deseamos compartirlas con nadie. En fin… El caso es que parece ser que tu madre era una persona bastante celosa, por lo que Jaime me contó, y estaba convencida de que tu padre la engañaba con otra mujer.

—¡Pero qué tontería! —exclamó Marcela con vehemencia.

—Ya, ya…, tanto tu hermano como tú siempre me habéis hablado de tu padre como un hombre ejemplar, el típico buenazo. Pero era tu madre —siguió Nacho, recalcando esas dos palabras— la que pensaba que Evaristo estaba liado con otra mujer. Eso no quiere decir que necesariamente tuviera que haber sido así. Jaime me contó que, al ser viajante…

—Sí —corroboró Marcela pensativa—, era comercial. Trabajaba en una empresa de jarras de cristal, o algo parecido.

—Exacto. Pues por eso mismo parece ser que pasaba muchas temporadas fuera de casa, y, por lo que sea, no lo sé, porque Jaime no me lo contó, tu madre llegó a la conclusión de que tenía una amante fija, con la que se veía siempre que salía de viaje. Así que —un ligero titubeo quiebra la espera de su esposa, solo un segundo, uno—, tu madre, Marcela, no era una persona demasiado, ¿cómo diría yo?, demasiado equilibrada y…

—¿Pero tú que te sabes, Nacho? —reaccionó indignada—. ¿Cómo puedes hablar así de alguien a quien no conociste?

—A ver, cariño —dijo alzando las manos—, no dispares al mensajero, ¿quieres? Comprendo perfectamente que para ti esto sea un mazazo terrible, pero yo te hablo de la versión de Jaime. Según él, tu madre se volvió medio loca y después de mantener una tremenda discusión con tu padre sobre su supuesta infidelidad, ella…

—¿Ella…?

Nacho la miró a los ojos, y manteniendo esa mirada dulce y profunda de siempre, soltó a bocajarro el mismo proyectil que hace años impactara en el cuerpo desarmado de Evaristo.

—Ella lo mató. De un disparo.

El orificio en el alma de Marcela comenzó a sangrar, desbordando una pena negra y densa.

—No puede ser… —murmuró desde una anestesiada desolación.

—Jaime estaba allí. Lo vio todo.

—Pero, pero… —la pena estaba anegando su interior y el alma estaba muriendo. De pronto, un estertor—, ¿y la pistola, Nacho? ¿De dónde iba a sacar mi madre una pistola, por el amor de Dios?

—Eso no tiene demasiado misterio, Marcela, no seas ingenua. ¿Es que no ves las películas?

—No digas chorradas. Eso son películas.

—Bueno, pues es lo mismo. Conocería a alguien que a su vez conocería a otro alguien, o merodearía unas cuantas noches por baretos de los bajos fondos haciendo preguntas… No sé, hay formas.

—Y, entonces, ¿qué le pasó a ella? Dios mío, Dios mío…

—Fue Jaime el que llamó a la policía, y con solo seis añitos, no sé ni cómo pudo hacerlo. Cuando llegaron, se encontraron con todo un drama: tu madre estaba desesperada por lo que había hecho, confesando a voz en grito su crimen. Jaime me contó que se celebró un juicio y la condenaron a no sé cuántos años de cárcel. No eran demasiados, teniendo en cuenta que se le apreciaron un par de atenuantes, ya que se consideró que actuó en un momento de arrebato, en fin… El hecho es que ingresó en prisión. Allí, como ya te podrás imaginar…

—Se suicidó. 

Nacho asintió abrazándola. Marcela comenzó a sollozar, quedo, pausado, y al percibir que ese llanto insuflaba vida en su alma moribunda, las lágrimas contenidas dieron paso a gemidos incontenibles y violentos. Las palabras de Nacho, más allá de su abrazo protector, más allá de sus cabellos húmedos y de su rostro anegado, más allá de toda esa espiral demencial que le provocaba una náusea profunda e incontenible, llegaron a sus oídos y se instalaron en la parte racional de su cerebro, que destellaba como un faro entre la bruma.

—Tu tía Maite lo sabe todo. Si quieres saber más, deberías preguntarle a ella.

 

 

—Venga, Marcela, ¿qué quieres hacer?

Nacho golpea impaciente el volante. Están en el coche, estacionados en doble fila a una cierta distancia de la parada de autobús junto a la entrada del cementerio. Allí Lluvia, la desconocida sin cejas, espera tranquila, con la serenidad atemporal de los bienaventurados que no buscan serlo, después de haberse despedido de Clara hace cinco minutos con dos cariñosos besos. Irradia una especie de luz clandestina y parece dichosa, tocada por esa felicidad tibia e infantil de los sencillos.

—Bueno, ¿qué? A ver, ¿qué demonios estamos haciendo aquí, Marce?

—¿Has oído lo que ha dicho? Ha dicho que es una amiga de la familia. ¡Una amiga de la familia! ¡Pero si Sara no tenía familia!

—¿Cómo lo sabes? Su padre…

—Murió —lo interrumpe Marcela excitada—. Y no tenía a nadie más.

—Que tú sepas.

—Pues eso. Que yo sepa.

Marcela escruta desde la distancia el rostro de la mujer. Y analiza. Piensa. Maquina.

—Vamos a hablar con ella, Nacho —dice resuelta.

—Pero, ¿qué dices? ¿Y cómo lo piensas hacer?

Se acercan con el coche hasta la parada y estacionan junto a Lluvia. Marcela baja la ventanilla y se dirige a ella con una seguridad que no creía poseer.

—¡Hola! ¡Hola! —saluda. Al principio Lluvia parece no escucharla, pero ante la insistencia de Marcela se acerca dubitativa. De pronto esa luz que la envolvía comienza a languidecer y una extraña insignificancia parece teñir su rostro redondo—. Eres Lluvia, ¿verdad?

—Sí —contesta con un tinte de desconfianza en su voz profunda—. ¿Nos conocemos?

—Bueno —continúa Marcela desde el interior del vehículo tratando de adoptar el tono más desenfadado y natural posible—, no exactamente. Hemos coincidido ahora, en el funeral de Sara. Clara me ha dicho cómo te llamas.

Si esperaba alguna respuesta por parte de la interpelada, no la obtiene. Solo su mirada fulgente e interrogadora.

—Yo me llamo Marcela. Y este es mi marido, Nacho. Éramos amigos de Sara—. De nuevo el silencio. Y la situación de incomodidad que va en aumento.

—¿Quieres que te acerquemos a algún sitio?

—No, gracias. Cogeré el autobús.

—No nos importa, de veras, no tenemos prisa —continúa atropelladamente—, y de hecho, me encantaría, y así podemos hablar un poco de Sara —Marcela puede sentir el malestar de un Nacho avergonzado deslizándose por su hombro izquierdo—. Era la mejor amiga de mi hermano Jaime.

La palabra mágica. Ese nombre vuelve a encender la luz que la envuelve y su pasajera insignificancia se diluye.

—¿Tú eres la hermana de Jaime?

—Sí.

—Vaya, he oído hablar mucho de él.

—Bueno, sube, por favor, y te llevamos a donde quieras.

Lluvia duda unos segundos.

—Voy a la estación de tren —dice al fin.

—¡Estupendo! Entonces te llevamos, ¿verdad, Nacho?

—Claro —contesta con una sonrisa forzada. “Está como una cabra”, piensa mientras asiente con la cabeza.

—No sé, me da cosa…

—¡Vamos, no seas tonta, en serio! —Marcela parece una chiquilla ilusionada. Nacho la observa boquiabierto—. Sube, por favor.

Tras una breve vacilación, Lluvia sube al coche. Marcela observa que se abrocha el cinturón de seguridad como si cumpliera con un ritual.

—Así que eres amiga de Sara —comienza Marcela girando levemente la cabeza hacia el asiento de atrás—. ¿Y también conocías a mi hermano?

—No, la verdad es que no. En realidad ni siquiera de vista, quiero decir que jamás le vi. Pero oí hablar mucho de él.

—¿Ah, sí?

—Mmm —asiente Lluvia con un gesto—. Todo el mundo que conocía a Sara sabía de Jaime. Era inevitable —su voz es lenta y ligeramente pastosa—, no paraba de hablar de él. Decía que él la había salvado y, en cierto modo, puede que así fuera.

—No te entiendo —aventura Marcela.

—No sé si conoces su historia, pero si Jaime no la saca de esa casa, con su padre, ya sabes, no sé lo que le hubiera podido pasar. Sara ya había cumplido los veinte, pero estaba…, no sé, como bloqueada.

—¿Y vosotras erais muy amigas?

—En realidad yo con quien tenía relación, y tampoco una barbaridad, era con su madre y con su hermana…

—¿Con su hermana? —interrumpe Nacho robando las preguntas y la sorpresa a su esposa.

—Sí, Olivia —responde con completa calma Lluvia.

—¡Pero nosotros no sabíamos que Sara tuviera ninguna hermana! Si su padre no volvió a casarse ni nada…

—No es hermana de padre. Olivia es hermana de Sara por parte de madre. Cuando Paqui abandonó a su marido y a su hija, se vino a trabajar al club donde lo hacía mi madre. En realidad —su voz no denota emoción alguna—, era un burdel. Eran prostitutas. Y de las arrastradas, además. Estúpido, ¿no? Paqui abandona la estabilidad, una niña, deja tras de sí a dos personas destrozadas, para buscar algo, no sé, supongo que una vida mejor, más libertad, un sueño… y acaba convertida en una pobre puta drogada —la brutalidad de sus palabras, acrecentada por su tono desapasionado, estremece a Marcela—. Y encima, por si fuera poco, se queda embarazada y con una cría bastarda. Bueno, tanto como yo, que también lo soy. El caso es que es bastante esclarecedor, ¿no? Yo soy madre —solo entonces un leve cosquilleo en su voz— y la vida no puede premiar a nadie que abandona a un hijo.

Nacho y Marcela se miran fugazmente; la sorpresa envuelve a la pareja en un sinfín de preguntas no formuladas.

—Espera —comienza Marcela—, es que no sé si lo estoy entendiendo bien. Esta parte de la historia no la conocía, la verdad. No sabíamos nada de la madre de Sara excepto que la abandonó siendo ella una cría. Y además no creo recordar que se llamara Paqui, sino Francis, o algo por el estilo.

—Así es. Su nombre era Francisca, así que, igual me da, Paqui que Francis —contesta y una leve nota de impaciencia se cuela en su voz densa—. Cuando se fue de casa, ya te digo que acabó en un prostíbulo a las afueras de Aguasturbias. Allí vivía yo. Es un pueblo del que no guardo demasiados buenos recuerdos, la verdad. Cuando la Paqui —el artículo rechina en los oídos de la pareja, pero Lluvia parece no notarlo— llegó yo era una cría. Tendría, no sé, unos siete, ocho años, algo así. Ella se hizo muy amiga de mi madre, que también era puta, eso ya os lo he dicho. Supongo que entre ellas se apoyaban y se entendían mejor que con cualquier otra persona. Al principio lo pasaban bastante bien, siempre riendo como estúpidas, nunca entenderé qué es lo que les podía hacer tanta gracia; no podéis ni imaginar la suciedad y la inmundicia de ese lugar, y sus ojos, siempre recuerdo sus ojos, los de todas y cada una de esas mujeres: las pupilas perdidas entre los restos de maquillaje negro, esa mirada huida… —continúa como si hablara de algo externo, ajeno por completo a ella. Sin duda, y aunque parezca imposible, está claro que ya no le produce ningún dolor—, siempre tan vulnerable. En fin, el caso es que cuando ya llevaba bastante tiempo allí, se quedó embarazada. Supongo que sería de un cliente. Normalmente no tenían a los críos, pero no sé, quizá todavía no estuviera llena de esa mierda que luego las invadía a todas. Y decidió tener al bebé, una niña asustadiza y pálida. Recuerdo que siempre estaba enferma. Se llama Olivia.

—Pero entonces —continúa Marcela con una impaciencia creciente. “Por Dios, Nacho”, suplica para sus adentros, “no corras, no corras. Espera a que lo cuente todo.”—, ¿ella tuvo algún contacto luego con Sara? ¿Ella sabía que tenía una hermana? ¿Y por qué Olivia no ha venido al funeral?

Nacho parece recibir el mensaje de Marcela, pues esta se da cuenta de que están dando un rodeo innecesario para llegar a la estación.

—Bueno —Lluvia se revuelve en su asiento un tanto incómoda por el interrogatorio—, Olivia y Sara se conocieron cuando ya había muerto su madre —Marcela abre la boca pero ella la interrumpe con un amago de sonrisa que relaja el ambiente—. Y antes de que me preguntes, te diré que sí, que Paqui murió. Creo que Olivia tendría unos cinco años. Lo que pasa es que nunca tuvieron demasiada relación. No se reconocían como hermanas, nunca lo habían sido en realidad, y los lazos de sangre, a veces no son suficientes. Además, Olivia era una cría, y Sara, que entonces tendría unos dieciocho, tampoco estaba preparada para cuidar de ella. Bastante tenía con lo suyo, aunque Olivia, la pobre…, ella sí que ha sufrido demasiado, no ha tenido jamás una vida normal. En realidad, Sara fue la más afortunada de las dos.

—¿En serio? —pregunta Marcela animándola a seguir.

—Desde luego —contesta Lluvia mientras su mirada vaga entre las calles de una Zaragoza que prácticamente desconoce—. Olivia ha tenido muchísimos problemas psicológicos, se ha criado prácticamente sola, ha pasado por muchísimas casas de acogida… No vino al funeral porque su familia adoptiva quiso aislarla de todo el pasado, seguro que ni siquiera se habrá enterado. Posiblemente será lo mejor y supongo que, de todos modos, a Sara solo la habrá visto tres o cuatro veces en su vida, así que tampoco creo que sienta demasiado la pérdida.

—Me cuesta creer que Sara se desentendiera de ese modo de una hermana pequeña.

Lluvia ladea la cabeza levemente.

—Bueno. No creo que lo hiciera. De hecho, creo que le enviaba dinero periódicamente, regalos, ese tipo de cosas.

—No me refiero a ese tipo de cosas —contesta Marcela con una indignación creciente que le tensa las cervicales.

—Ya, ya sé a lo que te refieres —Lluvia no juzga a Sara, su tono no la condena, y eso encoleriza todavía más a Marcela—, pero tienes que entender que Sara no podía darle nada más, absolutamente nada más. Ella estaba muy herida, ¿sabes? No la conocía mucho, pero por lo que me ha contado Clara…, tenía problemas emocionales muy graves. Creo que tan solo tenía una relación normal con tu hermano.

—Vaya, que trágico es todo esto… —comenta Nacho.

—Desde luego. Y todavía no sabéis lo más fuerte —Lluvia divisa la estación a lo lejos. Una sonrisa le transforma el rostro; pronto se reunirá con Leo, como siempre, como debe siempre ser—. A Paqui la asesinaron. Y Olivia estaba allí.