8
Cecily estaba ya totalmente serena cuando Colby volvió.
—¿ Cómo has conseguido convencerlo de que se fuera? —quiso saber Colby.
—Le he sobornado —contestó ella.
—Conmigo no habría funcionado.
—Es que no lo habría intentado contigo —replicó, forzando la sonrisa.
—Me alegro, sobre todo después de haberle visto con el pelo suelto. Me alegro que dejase tan claras sus intenciones. Supongo que ahora estás fuera del alcance de nadie.
Cecily se rió.
—Eso era lo que él pretendía, pero seré yo quien lo decida.
Colby sonrió, pero su mirada lo decía todo. No iba a haber nadie para ella, excepto Tate. Y lo entendía. Él tenía sus propios fantasmas. Se alegraba de que por fin Tate hubiera aceptado la importancia de Cecily en su vida.
—Quiero saber... necesito saber qué te ha dicho Tom —preguntó ella, invitándole con un gesto a sentarse en el sofá.
—Le prometí que no lo haría. Le han amenazado con algo muy concreto. Algo por lo que puede perderlo todo.
Tom, el senador Holden, Leta, Tate... todos podían perder algo. Se sentía impotente y furiosa por ello.
—Odio a los chantajistas —dijo entre dientes—. ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
—Lo hay —le aseguró—. Voy a hacer un trabajo de bolsa negra.
—¿Qué?
—Conoces a Tate hace mucho tiempo, así que tienes que saber de qué estoy hablando. Es una operación encubierta, y no pienso decirte nada más. Mañana tendrás un nombre. Puede que incluso una dirección. ¿ Te servirá?
Cecily sonrió.
—Claro que sí.
Tate tenía una reunión con Pierce Hutton en Washington al día después de volver de Dakota del Sur. No había parado de darle vueltas a la cabeza y seguía sintiéndose culpable de haberse aprovechado de los sentimientos de Cecily... eso sí, entre recuerdos de ella que empeoraban a cada segundo.
—No estás centrado en lo que estamos hablando —se quejó su jefe al verlo mirar al vacío.
—Lo siento —se disculpó—. Es que estoy un poco... distraído.
—Sí, ya lo sé —replicó él—. Tengo entendido que se ha quedado con tu madre para buscar piezas nuevas para el museo.
Tate lo miró frunciendo el ceño.
—¿Por qué no te tomas unos cuantos días libres y los pasas allí?
—Ya he estado allí, pero ella me ha facturado de vuelta para aquí.
—¿Ah, sí?
—Está haciendo algo peligroso, pero no sé el qué. No consigo que nadie me diga nada.
—Estarán preparando tu fiesta de cumpleaños —sugirió, estirando las piernas—. Brianne me hizo lo mismo el día de mi cumpleaños —sonrió—. Tuvimos un cantante de ópera, dos jugadores de baloncesto famosos, un cuarteto de cuerda y un cocinero francés.
—Absolutamente decadente —reprendió Tate.
—Podrías venir al próximo. Cecily y tú.
Pensar en ir a algún sitio con ella le confortó por dentro. Habían salido juntos en contadas ocasiones, aunque en muchas otras cenaban en su apartamento mientras veían alguna película en la tele. Su vida se había quedado inexplicablemente vacía sin ella, y ahora era aún peor, porque antes no tenía recuerdos íntimos que le atormentasen.
—Puede que lo haga —musitó, ausente.
Pierce se recostó en su sillón.
—Y ahora, si puedes dedicarme unos minutos, me gustaría decirte lo que hay que hacer.
Tate apoyó los brazos en la mesa con una sonrisa de disculpa.
—Lo siento. Adelante.
Cuando volvió a su apartamento, se encontró la puerta abierta. Con el ceño fruncido, abrió y entró.
Audrey estaba en la cocina, sacando comida del horno.
—Ah, ya estás aquí —dijo alegremente, como si él no le hubiese dicho que su relación, aunque superficial, había terminado.
—¿Cómo has entrado?
Acababa de cambiar la cerradura de la puerta.
—El portero me ha dejado entrar, como siempre. Mira, he preparado la cena.
—Ya he cenado —espetó—. Puedes marcharte cuando quieras.
Audrey lo miró con un extraño brillo en los ojos.
—¿Por qué, Tate? Soy culta, tengo talento, me parece que soy bastante guapa y estaría dispuesta a hacer lo que tú quisieras en la cama.
El se limitó a mirarla.
—Hemos sido amigos, Audrey, y me gustaría que lo siguiéramos siendo, pero no admito que alguien invada mi intimidad sin haber sido invitado, y eso también te incluye a ti.
Se quitó el guante del horno y lo apagó. Segundos después, las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¿Es que estás enfadado conmigo? —le preguntó, temblorosa.
Tate abrió la puerta y se quedó sujetándola. No podía pensar en volver a tocarla, aunque fuese sólo inocentemente, después de lo que había compartido con Cecily.
Como el truco no estaba funcionando, Audrey se secó las lágrimas de cocodrilo y se encogió de hombros.
—No pienses que me he rendido —dijo al pasar por delante de él con el abrigo en la mano y sonriendo, coqueta —. Imagínate cuántos hombres querrían estar en tu lugar. Soy rica.
A costa del dinero de su ex marido, sí.
—Yo también lo soy.
Ella se echó a reír.
—Tú eres indio, y los indios no son ricos.
—Yo sí —su tono despectivo, más que sus palabras, le habían hecho daño, pero no lo demostró.— Buenas noches, Audrey.
—¡No pienses que voy a permitir que me humilles así! —explotó de repente—. ¡No voy a permitir que un hombre con tu origen me plante! ¡Yo no soy una lastimosa arqueóloga de tres al cuarto a la que puedes manipular a tu antojo!
Qué estúpido había sido. ¿Qué habría visto en aquella mujer? ,
—Jamás serás la mitad de mujer que es Cecily —espeto.
Su sonrisa fue fría como el hielo. El no podía saber que Cecily había llamado mientras él estaba fuera, y que ella le había contado con todo detalle cómo era el vestido de novia que había encargado a un prestigioso diseñador, o cómo le había insinuado lo bueno que era en la cama. Y no iba a saberlo. El orgullo de Cecily no iba a permitirle mencionarlo, y sólo ella no iba a hablar. Tate era suyo, y no estaba dispuesta a perderle.
—Estaré cerca cuando recuperes la cordura, cariño —ronroneó—. Volverás. Todos lo hacen.
Tate cerró la puerta. Mañana volvería a cambiar la cerradura y tendría una pequeña charla con el portero.
Cecily estaba muy callada cuando Leta y ella se sentaron a la mesa para cenar. Colby había salido sin decir adónde iba, o cuándo volvería.
Leta la miró en silencio hasta que Cecily levantó la mirada.
—Me han dicho que Tate estuvo ayer aquí – dijo—. No me lo has comentado.
—Es que le hice volver a casa —explicó, intentando quitarle de la cabeza la llamada que había hecho a su casa.
—¿Por qué no podía quedarse aquí?
—Porque el senador Holden no quiere que se involucre. Tiene miedo de que pueda averiguar algo si empieza a investigar.
—Eso es cierto — admitió Leta con tristeza —, pero me habría gustado verlo —hizo una pausa—. Estás muy callada esta noche. Algo pasa.
Cecily se encogió de hombros.
—No mucho. Llamé para asegurarme de que Tate había llegado bien y me contestó Audrey.
—Debe vivir con él. En el fondo, esperaba que no fuese así.
—Pues al parecer, es cierto —replicó. Tate le había dicho que su relación con ella no era íntima pero, evidentemente, había mentido. Audrey estaba preparándole la cena. ¿Por qué le habría mentido? ¿Sólo para llevársela a la cama? Sabía que estaba casi obsesionado con ella físicamente, que había ido hasta allí para buscarla, que estaba celoso de Colby y los hombres podían perder la razón cuando deseaban a una mujer. Decía que se sentía culpable por lo que habían hecho, y seguramente era así, pero porque le había sido infiel a Audrey. ¡Nada le había dolido así antes!
—¿ y qué te ha dicho Audrey? —insistió Leta.
—Que había llegado bien, que es un amante magnífico y que le están haciendo el vestido de novia —miró a Leta—. Vas a tener una nuera guapísima.
—Tate no va a casarse con ella, y tú lo sabes.
—Pues ella piensa que sí, y yo también. En cuanto sepa la verdad, lo hará. Lo siento, Leta, pero tienes que saber que, tarde o temprano, saldrá a la luz. Incluso si la prensa no se entera de la historia, es inevitable que termine por enterarse.
—No me gusta pensar en ello.
—Lo sé.
—Me odiará.
—No te odiará —replicó Cecily con firmeza—. Al principio se enfadará y desaparecerá durante varios días. Pero después lo aceptará y volverá a casa. Ya lo conoces —añadió con una sonrisa.
—Sí, lo conozco —Cecily estaba pálida—. Deberías decirle lo que sientes.
—Él ya lo sabe, pero no va a cambiar nada. Sigue diciendo que no quiere casarse con una mujer blanca, y supongo que Audrey es la excepción.
—Aquí está ocurriendo algo raro.
—Lo sé. Y tiene que ver con el jefe de la tribu — cambió de tema —. Ahora no tenemos tiempo para preocupamos por mis problemas. Tenemos que ayudar al senador —suspiró—. Se va a enfadar conmigo cuando sepa que te he dicho que sabe lo de Tate. Me hizo prometer que no te lo diría.
—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. Tómate la cena. Estás demasiado delgada.
Cecily sonrió y levantó la cuchara.
Colby no tardó nada en abrir el cajón cerrado con llave de la mesa de Tom Cuchillo Negro y encontrar todo lo que necesitaba. Fotografió libros de contabilidad, extractos bancarios y una carta sin firma y sin membrete con un matasellos de Nueva Jersey. Fotografió también una agenda con números de teléfono. Luego cerró el cajón y la cerradura, después de haber colocado cada papel exactamente igual que estaba, salió de la oficina y se perdió en la noche.
—Ten —le dijo a Cecily a la mañana siguiente, entregándole una pequeño rollo de película—. Dáselo a tu contacto en Washington con mis bendiciones. Es todo lo que necesitas para encontrar a quien esté metido en esto.
—Eres un cielo, Colby. ¿Vuelves a casa conmigo?
—Hasta que Tate se enfríe un poco, no. Me voy a Arizona un par de días a ver a mis primos.
Ella sonrió.
—Me alegro. Gracias, Colby —añadió con sinceridad—. No podríamos haber hecho esto sin tu ayuda.
—Ha sido un placer. Nos veremos en Washington.
—No lo dudes.
Cecily dejó a Leta tras abrazarla cariñosamente y tomó el camino que entre curvas y más curvas llegaba hasta la carretera, cuando de pronto se dio cuenta de que no llevaba lo que le había prometido al doctor Philips.
No podía pedirle nada a la tribu porque las cosas antiguas eran sagradas para ellos. Sería como pedirles el corazón. Ya está. Podía acercarse a la tienda de Alce Rojo. Conocía al dueño, un hombre de edad avanzada que no tenía familia. Quizás él pudiese sugerirle algo.
Alce Rojo era un sioux tan viejo que nadie le preguntaba la edad, y recibió a Cecily con un cálido apretón de manos.
—Necesito algo fuera de lo corriente —le explicó—. Es para el museo. Estamos montando una exposición con artesanía lakota y artefactos, pero no puedo pedirle a la tribu nada sagrado. ¿Qué puede venderme que no ofenda a nadie?
El hombre sonrió, dejando al descubierto la falta de un diente.
—Tengo lo que buscas, Cecily.
Entró a la trastienda y salió con una bolsa de cuero, muy vieja y manchada, con un fleco descolorido y un agujero. Se la entregó con gran ceremonia.
—Esto perteneció a mi padre —le explicó —. No tengo familia a quien legárselo, y mi pequeña tribu no tenía relación con la de Tom Cuchillo Negro. Me gustaría que estuviera en lugar seguro, y que la gente lo viera. Salvó la vida de mi abuelo en Greasy Grass. Llevaba una pipa de piedra en esta bolsa, una pipa ceremonial de gran poder. La bala de un soldado se estrelló en la piedra, pero no alcanzó el pecho de mi abuelo.
Y la depositó en manos de Cecily, quien la rozó con sumo cuidado.
—¿Puedo abrirla?
El hombre asintió.
Abrió la tapa. Dentro estaban los restos de una pipa de piedra roja junto con pequeños trozos de tienda madera.
—Esto es... un tesoro. Puedes pedirme por ella lo que quieras.
Él hizo un gesto con la mano.
—No la vendería por nada del mundo. Te la doy para que quede en tu museo. Me gustaría que pusieras el nombre de mi abuela, Grito de Cuervo, debajo, en una placa, y que digas que mi abuelo fue uno de los indios waist que luchó en Greasy Grass.
—Lo haré —le prometió—. ¿Hay algo que pueda darte a cambio, algo que te gustase poseer de verdad? —añadió, porque era la costumbre ofrecer un regalo de igual valor por otro.
—Sí —contestó el hombre con una tímida sonrisa—. Me gustaría tener una pipa alemana. Una vez vino un hombre con una. Tenía una cazoleta redonda y grande, y una caña curvada magnífica.
Sabía exactamente de qué le hablaba.
—Vivo cerca de una tienda de pipas. Se la enviaré a Leta Guerrera Winthrop y ella te la traerá.
—Conozco a Leta. Es una mujer valiente, hija de una familia valiente.
Ceci1y estrechó su mano.
—Pilamaya yelo
Él se echó a reír.
—Pilamaya ye —le corrigió—. En femenino.
—Aún estoy aprendiendo —se disculpó.
—y muy bien. Que tengas un buen viaje —añadió.
—Y usted cuídese mucho. Gracias por el regalo.
Nada más llegar, le mostró su adquisición al doctor Philips, que no cabía en sí de alegría.
—Nuestro primer artefacto real, Ceci1y –se maravilló—. ¡Y qué artefacto! Quizás podríamos convencer a Alce Rojo de que viniera aquí para hablar sobre él cuando inauguremos el museo.
—¡Qué idea! —exclamó, entusiasmada—. ¿Y qué te parecería si encargásemos que nos hicieran una igual, del mismo material, que la gente pueda tocar?
—Genial. ¿Podrás encargarla?
—Pondré a mi madre adoptiva a ello inmediatamente.
Pero antes de llamar a Leta, le llevó la película al senador y se la entregó sin decir una palabra.
Ho1den sonrió de oreja a oreja.
—¿Fotografías de la reserva?
—De un antiguo artefacto —mintió—. Una bolsa de cuero que contenía una pipa sagrada. Salvó a su dueño de una bala de la caballería en Little Big Horn.
—Tengo que verlo en persona.
—Venga cuando quiera. Estaremos encantados de enseñársela.
Con el rollo de película en la mano, asintió, solemne. Ella sonrió. Al menos algo bueno había salido del viaje.
Tate la llamó en cuanto entró en su despacho.
—Leta me ha dicho que Colby y tú os habíais marchado de pronto —dijo—. ¿Qué habéis averiguado?
—No es seguro hablar por teléfono —le dijo con voz sin expresión. Le dolía oírle hablar en un tono casi íntimo después de lo que le había dicho Audrey.
—Deja de hablar como un agente secreto —bromeó.
—Eres tú quien piensa como si lo fuera. Nos encontraremos para tomar un café en el sitio de siempre.
—¿Qué sitio es ese?
—Donde vais Audrey y tú, claro.
Estaba demasiado seria para ser una broma.
—Sólo la he llevado en una ocasión, Cecily, el día que nos encontramos...
—Dentro de diez minutos —dijo, y colgó. Salió del despacho y le dijo a su secretaria que tenía una reunión y que volvería dentro de una hora. No le hacía ninguna gracia volver a verlo, pero si mantenía la cabeza fría, podría salir airosa del trance. Se sentía traicionada.
Tate esperaba con impaciencia, sentado en una mesa cerca de la ventana, con una taza de café solo en la mano. La vio llegar al mostrador, pagar el café y caminar hacia la mesa. Era difícil fingir que no habían compartido lo que habían compartido. Al mirarlo podía sentir el peso de su cuerpo en los brazos, su calor, su pasión. Le había dicho que no habría nadie más que ella, pero Audrey estaba en su apartamento apenas había vuelto. Tomó un sorbo de café intentando olvidar. Estaba demasiado caliente.
—¿Por qué aquí? —preguntó él sin preámbulos.
Cecily lo miró por encima del borde de su taza.
Volvía a llevar el pelo recogido. Se había vestido con un traje gris de Armani y un jersey negro de cuello alto. Tan elegante como siempre.
—Creía que te gustaba el buen café –contestó al fin —. Aquí tienen uno jamaicano buenísimo.
—Me gusta el café cuando la cucharilla se tiene de pie en él. El origen me es lo mismo.
¿Por qué aquel cambio? Parecían extraños. Aquel comportamiento le estaba empezando a poner nervioso.
—Quiero saber qué está pasando.
—Ya lo sabes.
—No. Sólo sé de rumores e insinuaciones. Nadie me dice nada. Es como un código de silencio.
Estaba frustrado.
—Colby ha averiguado unas cuantas cosas –le dijo—. Yo ya he transmitido esa información a la persona adecuada. Ahora sólo queda esperar que tengamos lo suficiente para evitar el escándalo.
—Un escándalo que tiene que ver con Holden.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó, mirándolo solo a los ojos.
—¿Sabes qué es lo que tienen contra él?
—Sí, claro. Voy a decírselo precisamente a su peor enemigo.
—Puede que no creas lo que te voy a decir, pero fue él mismo quien me lo dijo.
Cecily se quedó inmóvil.
—¿Te lo ha dicho... todo?
La pesca podía ser un deporte excitante.
—¿Y cómo es que tú lo sabes?
Cecily dejó su copa sobre la mesa y clavó la mirada en el mantel. Un vals vienés sonó como música de fondo.
—El senador Holden tuvo que contármelo todo para que yo pudiera ayudarle —dijo tras un minuto—. Te lo has tomado con mucha calma. ¿Es que no estás enfadado conmigo?
Él sonrió.
—¿Por qué iba a estarlo?
—Pensé que iba a ser más traumático para ti —aventuró. Parecía sorprendido, y Cecily se preguntó si no estaría mordiendo un anzuelo—. ¿Por qué no me cuentas lo que te ha dicho Holden?
—Pues que le están chantajeando por una mujer que hubo en su pasado. Tuvieron una aventura estando él casado, y esa mujer vive en la reserva.
Ella asintió.
—Sí. ¿Y?
Tate frunció el ceño.
—¿Y qué?
¡No lo sabía! Ya le extrañaba tanta calma.
—El senador tendrá que contarte el resto. Yo ya te he dicho todo lo que podía decirte. ¿Por qué querías verme?
—¿Por qué siempre quiero verte? — preguntó él, y su voz sonó como el terciopelo —. Ahora eres parte de mí, Cecily.
Ella enrojeció. No podía mirarlo a los ojos. ¿Acaso se imaginaba que no sabía nada de Audrey?
—Y tú no me mentirías.
—Lo mismo que tú no me mentirías a mí.
Así que los dos estaban mintiendo. Tomó un sorbo de café en silencio. Era duro hablar con él, y estuvieron unos minutos en silencio.
—Tengo que irme —dijo ella, poniéndose en pie—. Estoy trabajando en la exposición y tengo un montón de llamadas que hacer.
Él se levantó también frunciendo el ceño.
—¿Qué ha salido mal entre nosotros? —preguntó sin más.
Ella lo miró con infinita tristeza.
—Nada.
—¡Háblame!
Cecily suspiró.
—Audrey te estaba preparando la cena —dijo, incapaz de ocultar el dolor en la voz—. Me habló del precioso vestido de novia que ha escogido, y de lo bueno que eres en la cama, claro.
—¡Maldita Audrey! —masculló.
Ella se encogió de hombros, pero Tate no reaccionó hasta que Cecily no estaba ya en la acera.
—Te equivocas de camino —le dijo—. Las oficinas de Pierce Hutton quedan por el otro lado.
—No voy a marcharme hasta que hayas terminado de acusarme.
Cecily se dio la vuelta.
—Has vuelto con ella. —
—No.
—¡Te llamé, y estaba en tu apartamento...!
—Consiguió que el portero le abriese la puerta, y estaba esperándome cuando llegué, pero la eché. Sólo te he mentido sobre una cosa, y era lo del asunto de la beca. Aparte de eso, siempre he sido completamente sincero contigo, pero si eliges no creerme, de acuerdo.
Eso le recordó que ella también le había mentido, aunque por omisión, en el asunto de su padre.
—Audrey es hermosa.
—Como una cobra.
Cecily sonrió aunque no hubiera querido hacerlo.
—Aún tenemos mucho camino por andar —suspiró Tate—. ¿Estás segura de que no quieres venirte a vivir conmigo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué tal si cenamos juntos esta noche?
—No me parece buena idea.
—¡Quiero estar contigo!
—y yo contigo —lo miró a los ojos con tristeza—, pero tú no quieres que sea para siempre, Tate. Más tarde o más temprano, te cansarás de mí y encontrarás a otra persona. ¿No es así como se hace? Vives con una persona hasta que te cansas de ella y después te buscas otra.
Su expresión se endureció.
—¿ y qué vas a hacer, Cecily? ¿Fingir que no ha ocurrido nada?
—Exactamente —contestó—. Porque no puedo soportar la idea de vivir día a día con un hombre que no comparte mi ilusión por el futuro.
Él hundió las manos en los bolsillos.
—Podrías darme una oportunidad.
—Viviré con un hombre cuando me case con él. Y si no, nada.
Eso mismo pensaba él.
—Estamos en el siglo veinte —le dijo—, y el matrimonio ha dejado de ser indispensable para que dos personas vivan juntas. Te he dicho que no tengo intención de casarme, ni ahora ni nunca, y además, ¿qué diferencia hay, si ya te has acostado conmigo?
—Si no eres capaz de verla, no me voy a molestar en explicártela —espetó, dio media vuelta y echó a andar.
—Cecily.
Ella lo miró sin volverse.
—¿Fuiste a la farmacia?
Quería saber si corría el riesgo de quedar embarazada. La verdad es que era una posibilidad bastante cierta, y ni había ido ni iba a ir a la farmacia. Y si había concebido un niño, lo tendría y viviría por él. No iba a presentarse con un hijo que no era lakota. Eso debía ser lo que más le asustaba.
—No tienes absolutamente nada de lo que preocuparte —mintió—. Ya nos veremos, Tate.
Él se quedó viendo cómo se alejaba. Nunca se había sentido tan solo como en aquel momento.
No quería dejar que se marchase de su lado, pero le pedía algo que él no podía ofrecer: matrimonio e hijos.
Además, a su frustración se añadía curiosidad. ¿Qué sería lo que había en el pasado de Holden que Cecily no quería decirle, y que podía enfadarle con ella? Decididamente, iba a tener que empezar a investigar por su cuenta.