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En la actualidad

Washington, D.C.

Las cámaras y sus flashes se disparaban sin parar alrededor de Cecily Peterson. Micrófonos blandidos por acrobáticos periodistas aparecían frente a su cara mientras caminaba sin premura para salir de la cena para recaudar fondos ofrecida por el senador Matt Holden.

A su espalda, quedaba un hombre alto y con una larga coleta de cabello negro esperando a que toda una sopera de crema de cangrejo acabase de escurrir del que hasta un momento antes había sido un inmaculado pantalón de esmoquin. Tenía que esperar para poder moverse. La rubia que le acompañaba, adornada con tantos diamantes que parecía un árbol de Navidad, había arponeado con la mirada la espalda de Cecily.

Y Cecily seguía caminando.

—Que salga en las noticias de las once —murmuró, dirigiéndose a nadie en particular y con una sonrisilla.

No parecía una mujer cuya vida acababa de quemarse y hundirse en el espacio de unos pocos minutos. Su vida estaba como el esmoquin de Tate Winthrop... destrozada. Todo iba a cambiar.

Se encaminó al coche negro en el que su acompañante la había llevado y esperó a que saliese. Los zapatos se le habían humedecido al pisar sobre la hierba y notaba cómo el pelo empezaba a soltarse del complicado moño. La calle y las luces de los coches eran para ella borrones de color, ya que no llevaba las gafas y no podía utilizar lentes de contacto. Llevaba puesto un vestido negro de finas hombreras, y el chal negro que le adornaba apenas servía para darle calor. No podía entrar en el coche sin tener la llave, pero eso no importaba. Estaba demasiado aturdida para sentir el frío de la noche, o para preocuparse por el denso tráfico de Washington. La enfurecía haber tenido que saber la verdad sobre el estado de sus cuentas y de su supuesta beca de formación a través de la rubia teñida que acompañaba últimamente a Tate Winthrop, y mentalmente retrocedió dos días. Todo parecía tan perfecto entonces que sus sueños parecían a punto de convertirse en realidad...

El aeropuerto de Tulsa estaba abarrotado. Cecily tenía que hacer malabarismos para que su bolsa de viaje y la del equipo no fueran arrastradas por la marea humana mientras oteaba el horizonte en busca de Tate Winthrop. Iba vestida con su atuendo habitual de trabajo: botas, pantalón caqui, chaqueta de safari y un sombrero colgándole a la espalda. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y a través de sus gafas de cristales gruesos, sus ojos verdes brillaban de alegría. No era corriente que Tate le pidiese ayuda para resolver un caso. Era toda una ocasión.

De pronto lo vio aparecer, más alto que el resto de la gente. Era un sioux lakota, y lo parecía. Tenía unos pómulos muy marcados, la mandíbula firme y sus ojos eran negros y profundos; su labio superior era fino, pero el inferior carnoso y bien marcado; el pelo liso y negro como la noche, y le caía hasta la cintura, de no llevarlo en coleta como en aquella ocasión. Era alto y fuerte, pero sin exageración, y una vez había trabajado para una agencia secreta del gobierno. Se suponía que ella no debía saberlo, claro; ni eso ni que se mantenía en contacto con ellos bajo cuerda para intentar solventar un caso de asesinato en Oklahoma.

—¿Dónde está tu equipaje? —le preguntó Tate con su voz profunda.

Ella lo miró descaradamente. Estaba muy elegante con su traje de tres piezas.

—¿Y dónde está tu atuendo de trabajo? —replicó con la soltura que dan los años de confianza.

Tate la había salvado de los avances de un padrastro borracho cuando sólo tenía diecisiete años llevándola a casa de su madre en la reserva sioux de Wapiti, cerca de Black Hills, y allí se quedó hasta que le consiguió una beca para la universidad George Washington, cerca del apartamento que él tenía en Washington D.C. Había sido su ángel guardián durante cuatro años de universidad y su curso de posgrado que estaba empezando en aquel momento: arqueología forense. Estaba empezando a ganarse el respeto de los demás por su forma de trabajar. Había sacado las mejores notas durante toda la carrera, lo cual no era sorprendente, ya que carecía de vida social. No necesitaba salir con nadie, ya que no tenía ojos para otro hombre que no fuese Tate.

—Soy jefe de seguridad de la corporación Hutton —le recordó —. Esto es un favor que les estoy haciendo a un par de amigos, así que éste es mi atuendo de trabajo.

—Te vas a poner perdido —le advirtió con una mueca.

—Ya me cepillarás tú después —bromeó.

Cecily sonrió de oreja a oreja.

—¡Eso sí que es un incentivo!

Tate se echó a reír.

—Ya basta. Tenemos una situación complicada en nuestras manos.

—Eso me pareció al hablar contigo por teléfono —miró a su alrededor—. ¿Dónde está la retirada de equipajes? He traído unas cuantas herramientas y el equipo electrónico.

—¿Y ropa?

—¿Para qué voy a necesitar un montón de ropa quitándole sitio a mi equipo? Todo lo que llevo puesto es de lavar y poner.

Tate hizo una mueca.

—Pero no pensarás ir a un restaurante así, ¿no?

—¿Por qué no? Además, ¿quién va a llevarme a un restaurante? Tú nunca lo has hecho.

—Es que pretendo hacer esa penitencia mientras estés aquí —replicó, encogiéndose de hombros.

—¡Genial! ¿Tu cama o la mía?

Tate se echó a reír. Cecily era la única persona que era capaz de hacerle sentir despreocupado, aunque fuera sólo durante un momento. Hacía nacer algo en su interior; algo que él se cuidaba mucho de no mostrar.

—Nunca te rindes, ¿verdad?

—Algún día cederás —le aseguró—, y pienso estar preparada. Llevo una caja de preservativos sin estrenar en la mochila.

—¡Cecily!

Ella se encogió de hombros.

—Una mujer tiene que pensar en esas cosas, y ya tengo veintitrés años. Además, tú apareciste en escena y me rescataste de algo terrible. ¿Qué culpa tengo yo si a tu lado el resto de amantes potenciales parecen sólo pedazos de alcornoque?

—No te he traído aquí para hablar de tu vida sexual —puntualizó.

—¡Y yo que esperaba que pusieras a mi disposición tu vasta experiencia!

El comentario le valió una mirada severa y Cecily suspiró.

—Está bien —dijo a regañadientes—. Me rindo... por ahora. ¿Para qué me has traído? —le preguntó—. Mencionaste algo sobre restos de esqueletos.

Tate miró a su alrededor antes de hablar.

—Hemos recibido un soplo en el que nos dijeron que podríamos solventar un caso de asesinato si investigábamos en un lugar concreto. Hace unos veinte años, un agente doble extranjero desapareció cerca de Tulsa. Llevaba consigo un microfilm en el que se identificaba a un topo infiltrado en la CIA. Sería muy embarazoso para todo el mundo que el cadáver resultase ser el de ese topo y el asunto del microfilm volviese ahora a la superficie.

—Supongo que ese topo ha escalado muchos peldaños en el mundo, ¿ verdad?

—Mejor no quieras saberlo —contestó, y con una sonrisa añadió—: no quiero tener que ponerte en el programa de protección de testigos. Lo único que tienes que hacer es decirme si el cadáver es el del hombre que andamos buscando.

—¿No teníais a un experto trabajando en ello?

—No te imaginas la clase de experto que han enviado. ..

Sí que se lo imaginaba, pero no dijo nada.

—Además —añadió—, tú eres discreta. Sé por experiencia que no dirás todo lo que sepas.

—¿Qué os ha dicho ese experto sobre los restos?

—Pues que son muy antiguos —replicó, exagerando el tono—. ¡De hace miles de años, seguramente!

—¿Y por qué crees que no es así?

—Pues porque hay un agujero del calibre treinta y dos en el cráneo.

—Ya. Así que queda descartado que se trate de un cazador indio del paleolítico.

—Exacto. Pero necesito que sea un experto quien lo diga; si no, el caso se cerrará, y no sé qué opinarás tú, pero yo no quiero tener a un antiguo agente del KGB dirigiéndome desde el gobierno.

—Yo tampoco. ¿Te has parado a pensar que alguien podría haber utilizado el cráneo para hacer prácticas de tiro?

Él asintió.

—¿Podrás fechar los restos?

—No lo sé. La prueba del carbono es la más fiable, pero se toma su tiempo. Haré todo lo que pueda.

—Con eso me basta. Los expertos en arqueología india no abundan últimamente en la compañía. Tú has sido la única persona a la que he podido recurrir.

—Me siento halagada.

—Eres buena en tu trabajo; no es cuestión de halagos. ¿Qué traes en esas maletas, si no es ropa? —quiso saber.

—Un ordenador portátil con módem y fax, un teléfono móvil, herramientas varias para excavar, incluyendo una pala plegable, dos libros de consulta sobre restos de esqueletos humanos...

Le costaba trabajo levantarla y Tate se la quitó de la mano.

—Dios mío, te vas a herniar con este peso. ¿Es que no has oído hablar de esos carritos que venden para llevar las maletas.

—Claro que sí. Tengo tres, pero están todos en el armario de Washington.

La condujo a un utilitario que había aparcado cerca de la puerta, metió sus cosas en el maletero y le abrió la puerta.

Cecily no era guapa, pero tenía algo especial. Era inteligente, vivaracha, descarada y le hacía sentirse bien por dentro. Podría haber llegado a ser todo su mundo, si él se lo hubiera permitido, pero su sangre era lakota, y la de ella no. Si alguna vez llegaba a casarse, algo que su profesión hacía muy poco probable, no le gustaba la idea de mezclar su sangre.

Subió al coche y con un gesto de impaciencia abrochó el cinturón de seguridad de Cecily.

—Siempre se te olvida —murmuró, mirándola a los ojos.

Ella sintió que la respiración se le volvía algo dificultosa al encontrarse con su mirada tan cerca. Siempre le pasaba lo mismo. Tate era un hombre atractivo y muy sensual, y ella le quería más que a su propia vida. Llevaba años queriéndolo, pero era un amor sin esperanza, una adoración que no le devolvían. Jamás la había tocado, ni de la forma más inocente. Sólo la miraba.

—Debería cerrarte la puerta para siempre –le dijo—. No debería hablarte, ni verte siquiera, y seguir adelante con mi vida. Eres un tormento.

Inesperadamente, él le rozó la mejilla con la yema de los dedos y suavemente llegó hasta su labio inferior.

—Yo soy lakota —dijo—. Tú, blanca.

—Existe una cosa que se llama control de natalidad —contestó con voz temblorosa.

De pronto se quedó muy serio, casi solemne.

—¿Es sexo todo lo que quieres de mí, Cecily? —se burló—. ¿Nada de hijos?

Era la conversación más seria que habían tenido. No podía apartar la mirada de sus ojos. Le deseaba, sí, pero también quería llegar a tener hijos algún día. Su expresión se lo dijo todo.

—Sexo no es lo que tú quieres, y lo que de verdad deseas, yo no puedo dártelo. No tenemos futuro juntos. Si me caso algún día, es importante para mí que lo haga con una mujer que tenga el mismo bagaje que yo. Y no quiero vivir con una jovencita blanca e inocente.

—No sería tan inocente si tú quisieras cooperar un poco —protestó.

Sus ojos negros brillaron.

—En otras circunstancias, lo haría —dijo, y de pronto percibió algo peligroso en su sonrisa, algo que le aceleró aún más el pulso—. Me encantaría desnudarte, meterme en la cama contigo y curvarte como la rama de un sauce bajo mi cuerpo.

—¡Basta! —exclamó ella teatralmente—. ¡Voy a desmayarme!

Su mano se deslizó bajo su nuca y tiró de ella hasta que sus alientos se rozaron.

—Me estás tentando demasiado —le dijo en voz baja, y Cecily percibió el olor a café de su respiración —, y es más peligroso de lo que te imaginas.

Ella no contestó. No podía. Estaba temblando, excitada, enferma de deseo. En toda su vida sólo aquel hombre conseguía que se sintiera viva, que sintiera verdadera pasión. A pesar de su traumática experiencia como adolescente, sentía una fiera atracción física hacia Tate, algo que era incapaz de sentir con otros hombres.

Ella rozó su mejilla con los dedos y avanzó por su cuello hasta llegar al cabello que llevaba siempre recogido, controlado... como sus pasiones.

—Podrías besarme —susurró—, sólo por ver qué se siente.

Tate se quedó inmóvil, a menos de un centímetro de los labios entreabiertos de ella. El silencio que reinaba en el coche era tenso, lleno, palpitante de posibilidades. La miró a los ojos y en el verde de sus pupilas vio el calor que no podía ocultar. Su propio cuerpo sintió la tibieza del de ella y comenzó a reaccionar en contra de su voluntad.

—Tate —susurró, acercándose a su boca, a sus labios perfectamente dibujados que prometían el cielo, la satisfacción, el paraíso.

Los dedos de Tate se enredaron en su pelo y tiró, pero a ella no le importó. Todo el cuerpo le dolía.

—Cecily, estás loca —masculló.

Entreabrió un poco más los labios. Él estaba cediendo. Sentía su debilidad. Podía ocurrir. Podría sentir su boca, saborearla, respirarla. Le sintió dudar. Sintió la explosión de su aliento cerca de sus labios y supo que su control había cedido. Su boca se abrió y lo vio inclinarse hacia ella. Le deseaba. Oh, Dios, cómo le deseaba...

El alarido de un claxon la trajo de golpe al doloroso presente en el frío que reinaba junto al capitolio, delante del exclusivo restaurante donde acababa de dar la nota rociando a Tate Winthrop con una sopera llena de crema de cangrejo.

Un claxon también la había separado de Tate dos años antes. Se había separado de ella como golpeado por un rayo, y ése había sido el final de sus sueños. Le había ayudado a solventar el misterio del asesinato, que había resultado ser sólo un cráneo indio al que le habían disparado una bala intentando complicarle la vida a un miembro del congreso. Cualquier antropólogo medianamente profesional habría podido calcular la edad del esqueleto por sus dientes y algunos indicios más que el ejecutor del disparo no había podido conocer.

Que la hubiese incluido en aquella investigación le había dado esperanzas, pero a partir de aquel momento, se había vuelto a mantener a distancia, y durante los dos años de sus estudios de posgrado, su amistad se había enfriado. Y aquella noche, la había hecho añicos.

El doctorado era un sueño que también se desvanecía rápidamente. Tate le había dicho que sus estudios, su apartamento, la ropa, la comida y demás necesidades quedaban cubiertas por la beca de una fundación anónima que ayudaba a las mujeres sin recursos a cursar sus estudios, y con regularidad, había recibido en la cuenta del banco los fondos necesarios para todo ello. Pero aquella noche había descubierto que se trataba de una mentira.

Tate había corrido con todos los gastos, todos, con dinero de su propio bolsillo.

Intentó taparse más con el chal para evitar el frío cuando una figura alta y delgada atravesó el aparcamiento y llegó a su lado.

—Ya eres famosa —le dijo Colby Lane, y los ojos le brillaron sobre las mejillas descarnadas —. Te vas a ver en las noticias de la noche, si es que vives lo bastante para verlas —señaló con el pulgar por encima del hombro—. Tate viene hacia aquí.

—¡Abre el maldito coche y sácame de aquí!

Él se echó a reír.

—Cobarde...

Abrió la puerta y subió al coche. Cuando Colby se sentaba tras el volante y arrancaba el motor, Tate se acercaba a ellos por el aparcamiento y Cecily le tiró un beso mientras el coche se incorporaba al tráfico de la calle.

—Estás jugando con fuego esta noche —le dijo Colby—. Sabe dónde vives.

—Claro que lo sabe. Él paga el alquiler —añadió, herida, arrebujándose bajo el chal—. No quiero ir a casa, Colby. ¿Puedo quedarme esta noche en la tuya?

Sabía que Colby Lane seguía enamorado de su ex mujer, Maureen, cosa que sabían muy pocas personas. No quería saber nada de otras mujeres incluso habiendo pasado ya dos años desde su divorcio.

Se emborrachaba de vez en cuando como único exceso, pero no era peligroso. Llevaba años siendo un buen amigo, lo mismo que Tate.

—No le va a gustar —dijo.

Ella suspiró.

—¿Y eso qué importa ya? —preguntó—. Acabo de quemar todos los puentes.

—No sé qué te habrá dicho esa idiota de Audrey, pero fuera lo que fuese, no era asunto suyo.

—Puede que quiera que Tate le ponga un pedrusco en el dedo, y no podrá permitírselo mientras siga corriendo con todos mis gastos —contestó con amargura.

—Sabes que Tate no va a casarse con ella —contestó

—¿Por qué no? Lo tiene todo: dinero, posición, poder y belleza... y una licenciatura por Vassar.

—En psicología —murmuró Colby.

—Lleva varios meses saliendo con él.

—Tate sale con un montón de mujeres, pero no se casará con ninguna de ellas.

—Desde luego, conmigo no —le aseguró—. Soy blanca.

—Dejémoslo en tostadita —bromeó—. Podrías casarte conmigo. Te cuidaría bien.

—Me llamarías Maureen en sueños y yo te abriría la cabeza con la lámpara.

Colby inspiró profundamente y apretó el volante en las manos. Una de ellas era artificial. Había perdido un brazo en África. Era mercenario, soldado profesional. A veces trabajaba para agencias secretas de distintos gobiernos, y otras ofrecía sus servicios libremente. Ella nunca le preguntaba nada. Salían juntos de vez en cuando, y ambos eran sufridores de pasiones no correspondidas.

—Tate es un idiota —dijo sin más.

—No le atraigo —le corrigió —. Es una pena que no sea lakota.

—Leta Winthrop tendría mucho que decir al respecto —murmuró—. ¿No fuiste tú quien presionó el mes pasado en el senado para conseguir la autonomía?

—Otros activistas y yo. A algunos lakota no les hace gracia que una mujer blanca abogue por su caso, pero lo he hecho lo mejor que he sabido.

—Lo sé.

—Gracias por tu apoyo —se recostó en el respaldo—. Ha sido una noche horrible. Supongo que el senador Holden no volverá a hablarme en la vida, y mucho menos invitarme a otra cena con fines políticos.

—No te creas, que la publicidad que le has dado a la cena le va a salir gratis —bromeó—. Además, tengo entendido que ha estado intentando convencerte de que ocupes el puesto de conservadora a cargo de las adquisiciones de su nuevo Museo Nativo Americano.

—Sí, es cierto. Puede que ahora tenga que aceptarlo. No creo que pueda seguir con mis estudios, dadas las circunstancias.

—Yo tengo algo de dinero en Suiza. Puedo ayudarte si quieres.

—Gracias, pero no. Quiero ser totalmente independiente.

—Como quieras. Si aceptas ese trabajo, no ganarás muchos puntos con Tate —le advirtió—. Matt Holden y él son viejos enemigos.

—El senador Holden no quiere que se otorgue la licencia a un casino en la reserva de Wapiti, y Tate sí. Han estado a punto de llegar a las manos un par de veces.

—Eso había oído yo también.

—Hay más casinos sioux en Dakota del Sur, pero el senador se opone a éste con uñas y dientes, y nadie sabe por qué. Tate y él han tenido enfrentamientos muy duros por ello.

—Esa es la excusa, y tú lo sabes. En realidad, Tate no le soporta —Colby se apartó un mechón de pelo negro que le caía sobre los ojos —. Sé que ya te lo he dicho antes, pero no me importa repetirme: a Tate no le va a gustar nada que te quedes conmigo.

—No me importa. No tengo que rendirle cuentas de dónde duermo. Ya no es asunto suyo lo que yo haga.

—¿Te imaginas lo que va a pensar si pasas la noche en mi apartamento?

Cecily inspiró profundamente.

—Está bien. No quiero que tengáis problemas por mi culpa, después del tiempo que lleváis siendo amigos. Llévame a un hotel.

Colby pareció dudar, algo que no era corriente en él.

—Si a ti no te importa lo que piense, a mí tampoco.

—No sé si me importa o no. Ya tengo bastante lío en la cabeza como para pararme ahora en eso. Además, si no me encuentra en casa, irá a buscarme a la tuya, y no quiero que me encuentre hasta dentro de un par de días. Quiero tener tiempo de acostumbrarme a la nueva situación y de tomar decisiones sobre mi futuro. Quiero hablar con el senador Holden y buscarme otro apartamento. Puedo hacerlo todo perfectamente desde un hotel.

—Como quieras.

—Pero que no sea de los caros –puntualizó sonriendo—. Ya no soy mujer de posibles. A partir de ahora, voy a tener que asumir la responsabilidad de pagar todas mis cuentas.

—Deberías haber vaciado esa sopera sobre quien se lo merecía—murmuró él.

—¿ Y quién se lo merecía más que Tate?

—Audrey Gannon —replicó sin dudar—. No tenía derecho a decirte que Tate es tu benefactor. Lo ha hecho por pura maldad, para enfrentaros a Tate y a ti. Esa mujer sólo sirve para causar problemas. Llegará el día en que Tate lamente haber la conocido.

—Ha durado más que otras.

—No has pasado tiempo suficiente hablando con ella para saber cómo es. Yo sí. Tiene enemigos, entre ellos un ex marido que vive en un apartamento mínimo porque ella se quedó con la casa, el Mercedes y la cuenta en Suiza.

—Así que de ahí es de donde salen tantos diamantes, ¿eh?

—Sus padres también tenían dinero, pero se lo habían gastado casi todo cuando murieron en un accidente de aviación. Dicen que le gustan los hombres poco corrientes, y Tate lo es.

—No creo que le apetezca ir a la reserva a ver a Leta —comentó.

—Por supuesto —pararon en un semáforo en rojo—. ¡Audrey Gannon en una reserva de nativos, por Dios!

Cecily se rió y le sacó la lengua.

—Leta vale por dos Audreys.

—Por tres. Bueno, busquemos un hotel, que luego tengo que marcharme de la ciudad antes de que Tate me encuentre.

—Siempre puedes colgar un cangrejo en la puerta —bromeó—. Puede que le asuste.

—¡Ja!

Cecily se volvió a mirar por la ventanilla. Se sentía vacía, sola y un poco asustada, pero todo iba a salir bien. Tenía que salir bien. Era una mujer adulta y capaz de cuidar de sí misma, y aquella era la oportunidad de demostrarlo.