3
La fiesta anual de Pow Wow que se celebraba en la reserva sioux de Wapiti Ridge en septiembre era el evento favorito de Cecily. Le había prometido a Leta que asistiría, y con la excusa de que iba a examinar algunas piezas de artesanía para el museo, había conseguido un fin de semana de tres días. Colby le había mencionado que Tate estaba otra vez fuera del país, así que no pensaba encontrárselo allí.
No tenía en sus venas ni una gota de sangre lakota, pero se sentía más unida a aquella rama de la tribu oglala que la mayoría de los blancos. Además, Leta era para ella como la madre que había perdido.
—Hay mucha más gente este año —comentó, contemplando la asamblea multicolor desde la bala de heno en la que estaba sentada con Leta y que habían dispuesto alrededor de la zona de baile, en la que se desarrollaba una disputada competición al ritmo de los tambores.
—Es que le han dado más publicidad este año —sonrió Leta. A pesar de sus cincuenta y cuatro años y de estar un poco regordeta, parecía más joven, con sus mejillas llenas, sus ojos oscuros y el pelo entrecano peinado en un moño. Iba vestida con pantalones de gamuza béis y botas, y llevaba el pelo adornado con plumas y cuentas de color. Uno de los adornos era un círculo con una cruz dentro, símbolo del círculo de la vida.
—Estás muy guapa —le dijo Cecily cariñosamente.
Leta hizo una mueca.
—Yo estoy gorda, pero tú has perdido peso —añadió, mirándola atentamente.
Cecily se estiró, perezosa. Llevaba una sencilla camisa de cuadros azules con una falda de loneta y botas, y el pelo recogido en lo alto de la cabeza. Sus ojos verde claro miraban al vacío desde detrás de las gafas.
—¿Recuerdas lo que te dije por teléfono sobre que había averiguado quién pagaba en realidad todos mis gastos?
Leta asintió.
—Pues no era una beca, sino Tate —suspiró.
Leta frunció el ceño.
—¿Estás segura?
—Completamente. Lo supe en mitad de la cena que daba el senador Matt Holden para recaudar fondos y perdí los estribos. Había una sopera de crema de cangrejo y se la eché por encima de los pantalones a tu hijo delante de las cámaras de televisión que cubrían el evento —miró a los bailarines —. Fue horrible saber que para él no era más que un acto de caridad.
—Eso no es verdad —contestó Leta—. Ya sabes que Tate te tiene mucho cariño.
—Sí. El cariño que el guardaespaldas le tiene a la persona que protege. Era de su propiedad —clavó la mirada en la hierba—. No pude soportar la humillación. Supongo que debió pensar que no podría arreglármelas sola. La verdad es que a los diecisiete no se es muy maduro, pero podría haberme dicho la verdad. Fue horrible enterarme así, a mi edad — inspiró profundamente —. He dejado la universidad, el apartamento, y he aceptado el trabajo que el senador Holden me había ofrecido en el museo que acababa de abrir. Es un buen hombre.
Leta miró hacia otro lado.
—¿Ah, sí?
—A ti te gustaría — contestó con una sonrisa —aunque Tate no pueda ni verlo.
Leta cambió de postura, como si estuviera incómoda.
—Sí, ya sé que ha habido un enfrentamiento fuerte entre ellos. No están de acuerdo en la forma de enfocar los asuntos de nuestro pueblo, sobre todo en lo del casino.
—El senador piensa que el crimen organizado se haría con las riendas, pero personalmente pienso que sería muy poco probable. Otras reservas sioux tiene ya sus casinos y funcionan perfectamente. Más bien son las tribus de otros estados las que están atrayendo a los sindicatos del juego.
Leta dudó un poco antes de contestar.
—Sí, pero es que últimamente... —se detuvo y sonrió—. Bueno, éste no es el momento de hablar de esas cosas. ¿Y qué va a pasar ahora con tus estudios?
—Podré volver cuando pueda permitirme pagarlos.
—Hay algo más, ¿verdad? —preguntó Leta con suavidad—. Vamos, hija. Cuéntaselo a mamá.
Cecily sonrió con dulzura. Acababa de cumplir veinticinco años, pero Leta había sido su mamá desde que la suya muriera, dejándola a merced de un padrastro borracho y corrompido.
—La chica con la que sale Tate —le dijo tras un momento de silencio—. Es muy guapa. Parece una modelo. Tiene treinta años, ojos azules, rubia, figura perfecta, se mueve en los círculos más selectos de la ciudad, y es rica y divorciada.
—O sea, un coñazo.
Cecily se echó a reír. Leta era una mujer educada, activa políticamente hablando y en las cuestiones de autonomía de su pueblo, además de profesora de literatura para los jóvenes lakotas. Su marido había muerto hacía años, y había cambiado mucho desde entonces. Jack Pájaro Amarillo Winthrop era un hombre brutal, muy parecido a su padre adoptivo. Durante el tiempo que ella había convivido con Leta, él estaba trabajando en la construcción en Chicago. De otro modo, habría sido imposible.
—Tate es un hombre —continuó Leta—. No puedes esperar que viva como un monje. Además, por su trabajo, tiene que asistir a numerosos actos sociales. Donde va Hutton, va él.
—Sí, pero en esta ocasión es... diferente —continuó Cecily, encogiéndose de hombros—. Lo vi con ella la semana pasada, en una cafetería cerca de mi casa. Estaban dándose la mano. Le tiene totalmente cautivado.
—El lakota cautivo —enunció, como si fuese el título de una novela—. El salvaje y valiente guerrero lakota y la pionera blanca se alejan juntos hacia la puesta del sol...
Cecily le dio en el brazo con una ramita que llevaba en la mano.
—Tú cuentas la historia como te parece, así que yo hago lo mismo —protestó.
—Los nativos americanos son estoicos y muy poco emocionales —le recordó—. Todos los libros lo dicen.
—Antes no leíamos demasiados libros, así que no lo sabíamos —contestó—. Qué estereotipo tan triste el nuestro: un pueblo ignorante y sediento de sangre que nunca sonríe porque está demasiado ocupado torturando pobres inocentes.
—Esas eran las tribus del nordeste –corrigió Cecily.
—¿Quién es aquí la nativa: tú o yo?
Cecily se encogió de hombros.
—Yo soy germano americana, pero mi abuela salió con un cherokee una vez. ¿Eso no cuenta?
Leta la abrazó sonriendo.
—Eres mi hija adoptiva, una lakota, aunque no tengas mi sangre.
Cecily apoyó la mejilla en su hombro y se dejó abrazar. Era tan hermoso sentirse querida por alguien... desde la muerte de su madre, no había tenido a nadie a quien considerar tan cercano. A pesar de que su trabajo le gustaba mucho, tenía que reconocer que su vida era muy solitaria. Sólo con Leta mostraba abiertamente su cariño.
—¡Pero bueno! ¿Es que piensas dormirla en brazos esta noche? —se oyó una voz profunda a su espalda, y Cecily se separó inmediatamente. Había reconocido la voz sin ninguna dificultad.
—Es mi niña —le dijo Leta a su hijo con una sonrisa —, así que cállate.
¡Cecily se volvió hacia él con cierta incomodidad. No esperaba encontrarle allí. Tate Winthrop: era como una torre a su espalda. Llevaba el pelo negro suelto, como nunca lo llevaba en la ciudad, y le caía liso y pulido como el ébano casi hasta la cintura. Llevaba un peto con pantalones de gamuza y mocasines altos. De su pelo colgaban dos plumas con varias muescas que, entre su pueblo, eran marcas de valor.
Cecily intentó no quedarse mirándolo. Era el hombre más guapo que conocía. Desde su decimoséptimo cumpleaños, Tate había sido todo su mundo. Afortunadamente nunca se había dado cuenta de que su flirteo con él ocultaba siempre un sentimiento mucho más profundo. Aunque salía con chicos, nunca había tenido un novio serio. En el fondo, sentía pánico por la posibilidad de llegar a la intimidad, excepto si se la imaginaba con él.
—¿Por qué no vas vestida debidamente? —preguntó Tate, mirando su ropa —. Te compré unos pantalones de gamuza para tu cumpleaños, ¿no?
—Hace tres años —contestó, sin mirarlo a los ojos. No le gustaba recordar que aquel año había olvidado su cumpleaños—. He ganado peso desde entonces.
—Ah. Bueno, pues entonces busca algo que te guste aquí y...
—No quiero que me compres nada más –le dijo, levantando una mano—. No voy a vestirme como una mujer lakota. Por si no te habías dado cuenta, soy rubia, y no quiero que me tomen por una esnob a la que le da por comprar cachivaches y ropas para intentar actuar como un miembro de la tribu.
—Es que tú ya perteneces a la tribu –replicó él—. Hace años que te adoptamos.
—Ya —así es como la veía: como a una hermana. Sonrió a duras penas —. Pero no puedo pasar por lakota, me ponga lo que me ponga.
—Podrías soltarte el pelo —insistió él.
Ella contestó que no con la cabeza. Sólo se soltaba el pelo por la noche, cuando se iba a la cama. Quizás lo llevase recogido por puro espíritu de contradicción. Porque a él le gustaba suelto y lo sabía.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, intentando recordar—. Veinte, ¿no?
—Sí, los tenía hace cinco —respondió, exasperada—. Antes trabajabas para la CIA, ¿no? Has ido a la universidad y tienes un título de derecho. ¿ Cómo es que todavía no has aprendido a contar?
Tate pareció sorprenderse. ¿Adónde se había ido tanto tiempo?
—¿Y Audrey? —le preguntó, pretendiendo desenfado aunque el corazón se le rompiera.
Algo cambió en la expresión de Tate.
—No ha podido venir —dijo, en un tono que no invitaba a hacer preguntas precisamente—. Una de sus amigas tenía una recepción en su casa y le había prometido ayudarla a prepararlo todo. He venido solo.
¿Sería verdad lo de la fiesta, o sería que su novia de alcurnia no quería ser vista en una reserva? De hecho, sabía que en más de una ocasión le había sugerido a Tate que se cortase el pelo, como si llevarlo largo o corto fuese algo sin importancia para él. Formaba parte de su herencia, de la cual estaba muy orgulloso.
Por lo menos no tenía que preocuparse de que fuese a terminar casándose con ella. Montones de veces le había dicho que no iba a casarse con una mujer blanca; que quería un hijo que fuese cien por cien lakota, como él. La primera vez que se lo había dicho, Cecily se había quedado con el corazón destrozado, pero al final había llegado a aceptarlo.
—He encontrado a Cecily de mal humor —comentó Leta, mirando a su hijo—. Habéis discutido, ¿no? —preguntó, fingiendo no saber nada.
Tate inspiró profundamente antes de contestar.
—Me echó por encima una sopera llena de crema de cangrejo delante de las cámaras de televisión.
Cecily se levantó.
—¡La pena es que no estuviese ardiendo! —exclamó.
Leta se colocó entre ambos.
—Las guerras entre sioux han terminado.
—Eso es lo que tú te crees —murmuró Cecily, mirando a Tate.
Desde luego, la echaba de menos, se dijo Tate. Incluso tan enfadada como en aquel momento, era una bocanada de aire fresco, de pura energía.
Cecily se volvió hacia la improvisada pista de baile. El primer concurso del día había terminado y estaban anunciando a los ganadores. A continuación venía un concurso de baile de mujeres.
—Ahora me toca a mí —dijo Leta, aunque no le hacía gracia marcharse en aquel momento. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir—. Tengo que darme prisa. Deseadme suerte.
—Buena suerte —sonrió Cecily.
—Déjanos en buen lugar —añadió Tate.
Su madre lo miró con el ceño fruncido, pero después sonrió.
—y hacedme el favor de no discutir —dijo, blandiendo un dedo, antes de unirse al resto de participantes.
El rostro como de granito de Tate se había suavizado al mirar a su madre. Independientemente de todo lo demás, era un buen hijo.
—La veo diferente desde que tu padre murió —comentó Cecily, acomodándose de nuevo en la paca de heno—. Nunca la había visto tan animada.
—Mi padre era un hombre muy difícil —contestó Tate—. De no haberse pasado la mayor parte del tiempo fuera de la reserva trabajando, creo que le habría matado.
Sabía que no bromeaba. Jack Winthrop había pegado una vez a Leta, y Tate había fregado el suelo con él al llegar a casa inesperadamente y encontrarse a su madre malherida. Entonces ya llevaba algún tiempo trabajando para la CIA, así que, a pesar de que Jack Winthrop era un hombre duro corpulento, no era rival para su hijo. Fue la última vez que pegó a su esposa.
—No te gustaba mucho tu padre –comentó.
—Era un hombre que no podía gustarle a nadie —dijo, y se sentó junto a ella.
Sintió la tibieza y la fuerza de su cuerpo y cerró un instante los ojos para saborear ambas cosas. Casi nunca establecía contacto físico con nadie, ni siquiera con su madre. Durante todos los años que hacía ya que se conocían, nunca la había tocado deliberadamente. Jamás le había tomado la mano, ni el más casto beso en la mejilla, ni una caricia en el pelo. Había sido aquella ocasión en que se reunió con él en Oklahoma para ayudarle con un caso la única en que habían compartido unos minutos de intimidad. Y, sin embargo, le había visto de la mano de Audrey aquel día en la cafetería. Nada le había dolido tanto.
Sonrió al ver a Leta realizar el complicado paso de la danza. Todas las mujeres llevaban pantalones de gamuza, lo cual era toda una prueba con aquel calor del mes de septiembre.
—Lo que ocurrió en la fiesta de cumpleaños del senador Holden fue bastante desagradable –dijo Tate tras un momento de silencio—. No era mi intención.
Era lo más parecido a una disculpa que iba a obtener de él, y como estaba cansada de discutir, aceptó la ramita de olivo.
—Lo sé.
La mención de los cumpleaños le trajo a la memoria que, aquel año, había olvidado deliberadamente el de Cecily. No era un recuerdo agradable, así que cambió de postura.
—¿Te gusta el trabajo en el museo?
—Mucho. Estoy a cargo de las adquisiciones y es esa precisamente una de las razones por las que he venido. Me gustaría exhibir cerámica y abalorios oglala.
—¿Cómo conociste a Holden? —le preguntó sin mirarla.
—Era amigo de un miembro de la facultad —dijo—. Me le encontré un día en el vestíbulo. Me conocía de una de las mesas redondas...
Se detuvo sin terminar la frase. Aquella era una parte de su vida que no había compartido con Tate.
—¿Mesas redondas?
Cecily se cruzó de brazos. Hacía calor.
—Una mesa redonda sobre la autonomía de los nativos. Me invitaron para hablar a favor de ella ante el comité del senado para asuntos indios, en nombre del comité de la reserva de Wapiti. Holden es el presidente de ese comité — hablaba sin dejar de mirar a las mujeres que bailaban —. Fue idea de Leta —añadió rápidamente—. Me dijo que al senador Holden le impresionaban los antropólogos, y que yo había sido la única que habían podido encontrar con el poco tiempo del que habían dispuesto.
—No sabía que estuvieras implicada en nuestros asuntos políticos.
—Ya lo sé. Hay muchas cosas que desconoces de mí.
Con el ceño fruncido, Tate se volvió a mirar a su madre. No, había muchas cosas que no sabía de Cecily, pero sí que sabía cómo le había afectado que él había corrido con los gastos de la universidad debido a la lástima que le había inspirado su situación. Sentía haberle hecho tanto daño, pero deliberadamente durante los últimos dos años, se había distanciado de ella, y se preguntaba por qué...
—La semana pasada cené precisamente con el senador Holden —le dijo corno si sólo pretendiese encontrar un terna de conversación, cuando en realidad pretendía molestarle—. Quería hablarme de unas colecciones que le gustaría tener en el museo.
Tate seguía mirando a su madre, pero tenía el ceño fruncido.
—No me gusta Holden —dijo sin más.
—Lo sé, y supongo que te encantará saber que el sentimiento es mutuo. Está totalmente convencido de hacer lo correcto en lo del casino de Wapiti. Le hemos explicado una y otra vez los beneficios que podría reportarle a la tribu, pero es inflexible. Le hemos dicho que podríamos construir un dispensario más grande, comprar una ambulancia y contratar un conductor, que podríamos promover programas recreativos para que los chavales no terminen metiéndose en la bebida, y un programa prenatal que...
—¿Cuándo has hablado con él de todo eso? –le preguntó, mirándola abiertamente.
—He sido corno una mosca para él durante meses —contestó, sonriendo—. Le enviaba mensajes de correo electrónico, le dejaba notas bajo la puerta, mensajes en el buzón de voz. Incluso le he enviado varias cintas de vídeo con imágenes de la pobreza que hay en la reserva. Me conoce muy bien, desde luego, y últimamente he conseguido que me escuche mucho más cómodamente cenando en una cafetería entre sesión y sesión del senado. Tiene miedo de lo que pueda hacer el crimen organizado. Parece desconfiar de las intenciones del jefe de la tribu que tanto insiste en que se conceda la licencia de apertura.
—Tom Cuchillo Negro —asintió, porque conocía al jefe de la tribu y habían circulado rumores sobre la forma de distribuir los fondos. No es que se recibiese un presupuesto muy generoso, pero nadie parecía saber adónde iba a parar el dinero. Tom era un buen hombre con un gran corazón, quizás el mejor de la reserva, y le resultaba extraño que pudiese estar relacionado con algo así—. Aun así, Holden se empeña en no querer ver los beneficios que reportaría el casino. Además los hay en otras reservas, y funcionan muy bien, pero el senador se opone a ello con todas sus armas, que son muchas, porque tiene aliados muy poderosos y ningún escrúpulo a la hora de utilizarlos contra nosotros.
—Lo sé —contestó, mirándolo a los ojos—, pero estoy trabajándome al senador.
Tate ni siquiera parpadeó.
—¿ Trabajándotelo?
Ya iban a volver a empezar... y bien pensado, ya que él lo daba por hecho, ¿por qué no darle algo en lo que pensar?
—Pues lo primero fue untarle de miel e irle lamiendo muy despacio hasta llegar a...
Tate maldijo entre dientes, y ella se echó a reír.
—Sólo fue una cena, hombre de Dios. Pero es un hombre muy agradable, Tate.
—Mira, Cecily: el que salgas con un hombre que por la edad que tiene podría ser tu padre no es la forma de superar tus complejos.
—¿Mis complejos? Explícate.
—Pues el hecho de que tienes amigos, pero no amantes —dijo sin más.
—Soy una mujer que puede decidir lo que quiere hacer con su cuerpo —contestó con frialdad— pero hay otras que utilizan a los hombres sólo para procrear. Yo, personalmente pienso que son más útiles como mascotas.
Los ojos negros de Tate brillaron y saludó a su madre que pasaba en aquel momento bailando delante de ellos, con una sonrisa de oreja a oreja,
—En cualquier caso, no me gusta verte con Holden.
—y a mí no me importa lo que te guste o te deje de gustar —espetó, sonriendo dulcemente.
—Escúchame, Cecily: tú no sabes una palabra sobre algunos de los políticos más conocidos del congreso, y nadie sabe nada sobre Holden. Mantiene oculta su vida privada con uñas y dientes. No me gusta y no me fío de él. Guarda demasiados secretos.
—¡Mira quién habla! —exclamó—. ¡Con lo que sabes y no dices, podrías incluso derrocar gobiernos!
—Seguramente, pero no soy tan oscuro como él
La mirada que ella le dedicó hablaba por sí sola.
—Bueno, puede que un poco —concedió—, pero un hombre debe tener sus secretos.
—Lo mismo que una mujer.
Él se pasó una mano por la pernera del pantalón.
—Espero que no permitas que lo que te ocurrió en Corryville eche a perder el resto de tu vida —dijo sin mirarla—. Deberías salir con hombres de tu edad.
—Ya salí con hombres de mi edad cuando empecé la universidad, y fue sorprendente comprobar cómo todos creían tener derecho a meterse en mi cama a cambio de una cena y unos cuantos bailes. ¿ Y sabes lo que me decían cuando yo les decía que no? Pues que no estaba liberada. ¿Qué demonios tiene que ver la liberación con rechazar a un tipo con halitosis que se parece a una rata de laboratorio?
—No vas a darme esquinazo cambiando de tema, te lo advierto. Holden no es la clase de hombre que necesitas en tu vida, y Colby Lane tampoco.
El silencio se hizo denso, casi sólido. Colby había sido también agente de la CIA, y ahora era un mercenario que trabajaba a sueldo para varias organizaciones, incluyendo al gobierno, según se decía por ahí. Era casi tan duro como Tate, pero tenía unas cuantas cicatrices más visibles.
—Sé que ha tenido sus problemas en el pasado con...
—Es incapaz de respirar sin tener cerca una botella, y todavía no ha superado la pérdida de su mujer.
—Le envié a la consulta de un terapeuta en Baltimore —continuó—, y su hábito ha quedado reducido al consumo de unas cuantas cervezas el sábado por la noche.
—¿Y qué ha conseguido como recompensa? —preguntó con insolencia.
—¡Nadie te parece bien! —suspiró, cansada.— Ni siquiera el pobre senador Holden.
—¿Pobre senador Holden? ¡Yo mismo haría pira y encendería la cerilla para quemarle en la hoguera!
—Los lakota no quemaban gente en la hoguera Tate. Parece mentira que no lo sepas.
Y se lanzó a explicarle quiénes lo hacían, cómo y por que.
—Te encanta la historia de los nativos de Norteamérica, ¿eh?
Ella asintió.
—La forma de vivir de tus ancestros era tan lógica... Honraban al hombre más pobre de la tribu porque era el que más daba. Lo compartían todo. Hacían regalos hasta el punto de quedar en la más absoluta necesidad. Jamás pegaban a un niño para enseñarle. Aceptaban las diferencias más grandes sin condenarlas... —miró a Tate. Él la observaba con atención, y sonrió—. Me gustan más que los míos.
—La mayoría de hombres blancos nunca llegan a entendemos, por mucho que lo intenten.
—Yo os he tenido a Leta y a ti para enseñarme. Aquí, en la reserva, he aprendido lecciones maravillosas. Me siento... en paz aquí. En casa. Como si perteneciera a este lugar.
Él asintió.
—Y así es —dijo, y había una nota en su voz profunda que no había oído antes.
Inesperadamente le hizo levantar la cara hacia él empujándola con suavidad por la barbilla y la miró a los ojos hasta que Cecily sintió que el corazón le iba a explotar. Luego, sin dejar de mirarla a los ojos, acarició con el pulgar sus labios y frunció el ceño, como si la sensación le crease una especie de confusión.
El momento era casi íntimo y ella entreabrió los labios ante la presión de sus dedos.
—Qué maravilla, ¿no crees?—susurró él, casi para sí mismo.
—¿El qué? —balbució.
Bajó la mirada hasta el inició de su cuello, donde el pulso le latía con fuerza. Como si se tratase de un imán, llevó hasta aquel punto su pulgar, y el contacto con la fuerza de su sangre provocó una intensa reacción en él. Estaban de nuevo en Oklahoma, en el momento en que se había prometido no volver a tocarla. Dejarse llevar por los impulsos era estúpido y, a veces, peligroso. Y Cecily estaba fuera de su alcance. Punto.
Apartó la mano y se levantó, felicitándose por llevar aquellos amplios pantalones de gamuza que le ocultaban la erección.
—Mi madre... que ha ganado un premio –dijo y su voz sonó extrañamente opaca.
Con una sonrisa forzada, se volvió hacia Cecily.
Estaba visiblemente afectada. No debería haberla mirado, porque su reacción volvía a atizar el fuego en su interior.
Tiró de sus brazos para hacerla levantar, más cerca de él de lo necesario, tanto que sentía su respiración en el cuello. Apretó sus brazos con fuerza, casi haciéndola daño. El tiempo pareció detenerse durante unos segundos. Ni siquiera oía los tambores, ni los cantos, ni el murmullo de las conversaciones. Por primera vez, deseó abrazar a Cecily, besarla en la boca, y aquel deseo intenso e inesperado le sobresaltó de tal modo que la soltó de inmediato, dio media vuelta y echó a andar hacia el círculo sin mirar atrás.
Las piernas empezaron a temblarle a Cecily. Debía haber sido un sueño. Hacía años que Tate no la tocaba siquiera. Además, no sentía atracción ninguna por ella. Sí, se dijo mientras caminaba hacia Leta como sonámbula, había sido un sueño. Otro sueño con un amargo despertar.
Cecily había planeado quedarse a dormir aquella noche y marcharse a la mañana siguiente, pero cuando volvieron a la casa de madera que Leta tenía en el pueblo, Tate estaba tumbado en el sillón viendo la televisión que le había regalado a su madre en Navidad. La casa estaba bien amueblada, tenía calefacción, lujos de los que muy pocas otras casas disponían. Tate se aseguraba de que no le faltase nada a su madre, a diferencia de las penurias que pasaban otros ancianos de la tribu que intentaban mantener el calor en temperaturas que llegaban a alcanzar los veinte grados bajo cero a base de estufas de leña y en casas que nunca estaban lo suficientemente aisladas para mantener ese calor. La reserva era pequeña y pobre, a pesar de los esfuerzos de varios grupos misioneros y la escasa ayuda del gobierno. La educación de los niños iba a ser la clave del progreso; de eso estaba segura Cecily, pero también era una dificultad más que vencer. En otras reservas se habían puesto en marcha universidades multidisciplinares en las que los alumnos podían mantener sus tradiciones al tiempo que aprendían lo necesario para poder desarrollar después un buen trabajo. Era uno de los sueños de Leta.
—¿Todavía estás aquí? —le preguntó a su hijo con una sonrisa de felicidad.
—He pensado quedarme hasta mañana —contestó sin mirar a Cecily.
—Yo tengo que marcharme hoy —contestó ella, con cuidado de sonreír para que Leta no sospechase —. Mañana por la mañana tengo que estar en el museo.
Pero no consiguió engañar a Leta. Ambas sabían que no podía estar bajo el mismo techo que Tate. Ahora, no.
—¿Qué tal un poco de café? —preguntó Tate a su madre, al tiempo que apagaba la televisión.
—Yo lo preparo —se ofreció Leta, e inmediatamente entró en la cocina.
Tate se acercó a Cecily, lo cual era bastante extraño, ya que siempre mantenía un mínimo de un metro de distancia. Tenerle tan cerca la ponía nerviosa.
—Hay un baile esta noche —dijo—. Vamos a ir.
—Creo que Leta ya ha bailado bastante por hoy...
—Vamos a ir tú y yo.
—¿A quién se lo has pedido? —replicó, sorprendida.
Sin mediar otra palabra más, tomó su cara entre las manos y la besó en los labios.
Cecily emitió un sonido que le excitó y le encantó al mismo tiempo, y el beso se transformó de pronto en un intercambio sediento, exigente, íntimo.
Era como estar cayendo. Era como estar viviendo en uno de sus sueños. Se aferró a sus brazos para no caer e intentó responderle con pasión, aunque con cierta inexperiencia. Sabía como el agua para la sed. ¡Años de soñar con aquello, de esperarlo, de desearlo, y por fin estaba ocurriendo!
Tate levantó la cabeza y sus ojos eran ilegibles al mirarla fijamente.
—Cenaremos antes de ir al baile —dijo.
—¿Qué queréis cenar? —dijo de pronto Leta desde la cocina.
—Sándwichs —contestó él—. ¿Te parece bien?
—Perfecto. Voy a prepararlos.
Tate volvió a mirarla. Cecily le observaba como si fuese el secreto mismo de la vida. Ya que él se había metido hasta el cuello, podía terminar de recorrer el camino. El cuerpo le temblaba con tan sólo haber probado sus labios. Tenía que saber más. ¡Tenía que hacerlo, y al diablo con las consecuencias!
Se agachó para tomarla en brazos como si fuese un preciado tesoro y la llevó al sofá con el corazón amenazando con escapar del pecho, y volvió a besarla en la boca antes de que ella pudiese hablar.
Los segundos se alargaron, se dulcificaron mientras Cecily exploraba su pelo largo, sus mejillas, sus cejas, su nariz, como si no hubiese tocado a un hombre en su vida. Era delicioso y prohibido. Era exquisito. La felicidad de estar en los brazos de Tate la hizo gemir, y aquel sonido hizo que su beso se tomase ávido y hambriento.
Pero enseguida dejó de ser suficiente y muy despacio ascendió con la mano por su costado hasta llegar a uno de sus pechos, pequeño y firme, y la miró a los ojos porque sabía que aquel terreno era difícil para ella, con los recuerdos de su padre adoptivo. Aquel cerdo había estado a punto de violarla, y ni siquiera la terapia había conseguido borrar su miedo a la intimidad tras ocho años.
Cecily leyó todo aquello en sus ojos.
—Estoy bien —susurró, preocupada porque fuese a detenerse.
Y así fue, porque a pesar de que acarició su pecho una vez más, la culpa pudo más. No era justo que la tratase así. No cuando no tenía un futuro que ofrecerla.
—No deberías haberme permitido que lo hiciera, Cecily —le dijo en voz baja, y volvió a tirar de ella para ponerla en pie. Estuvo unos segundos sujetándola por los hombros antes de volver a respirar con normalidad—. Ve a la cocina a ayudar a Leta.
—Eres un mandón —le acusó. Estaba casi sin voz.
—No querrás que miles de años de costumbres se borren de un plumazo —murmuró—. ¿Sigues llevando la caja de preservativos en el bolsillo? —le preguntó con malicia, y ella enrojeció.
—Cuando perdí la esperanza contigo, la tiré.
La miró de arriba abajo y Cecily tuvo la sensación de que sus manos volvían a recorrer su cuerpo.
—Qué pena.
—Es culpa tuya. Me dijiste que nunca ocurriría —protestó.
Estaba intentando suavizar la tensión, pero le era tan difícil cuando con sólo mirarla...
—Ya lo sé.
Cecily temblaba y se cruzó de brazos para dominar la emoción que la consumía.
—Disfrutas atormentándome, ¿verdad?
Él frunció el ceño.
—Puede.
—Me marcho esta noche – dijo, y le dio la espalda
—No es necesario. Yo no voy a quedarme.
Entró en la cocina y se despidió de su madre, que estaba preparando los sandwiches.
—Haz las paces con ella antes de irte – le rogó en voz baja.
—Ya las he hecho –mintió.
Leta acarició su mejilla con tristeza.
—Qué testarudo eres –murmuró sonriendo—. Como tu padre.
La mención de Jack Winthrop le cambió la cara.
—Yo nunca te pegaría.
—Algún día – dijo su madre tras una leve pausa—, tenemos que hablar.
—Pero hoy no. Tengo que volver al trabajo.
—No te gusta el senador Holden – dijo sin pensar, igual que había dicho que se parecía a su padre. En realidad, Tate no sabía quién era su verdadero padre, y ella aún no había reunido el valor suficiente para decírselo.
—No hay nadie en el mundo que me guste menos – replicó —. No tiene ni idea de lo que es bueno para nosotros y para Wapiti Ridge, pero no se aviene a razones. ¡No sabe nada de los lakota, y no quiere saberlo!
—Él creció aquí – dijo, despacio.
—¿Qué?
—Que creció aquí. Antes de quedar viuda, su madre vino a dar clases al colegio, así que tenía amigos en la reserva. Cuchillo Negro era amigo suyo.
—No me habías dicho que lo conocías.
—No me lo habías preguntado. Lo conozco desde hace mucho tiempo.
Tate la miró con curiosidad.
—Si conoce la situación de la reserva, ¿por qué se opone al casino?
—Detesta el juego —dijo—. Hace muchos años que no le veo —añadió—, desde que se casó con esa preciosa mujer blanca y se presentó al senado por primera vez.
—Su mujer murió.
—Lo sé. Lo leí en los periódicos. Cecily dice que tú también tienes una mujer blanca preciosa —añadió, mirándolo a los ojos.
—Maldita Cecily... —dijo entre dientes, maldiciéndose por haberla tocado y frustrado por la dolorosa atracción que no podía satisfacer—. ¡Lo que yo haga no es asunto suyo, y nunca lo será!
—Estoy totalmente de acuerdo con eso —replicó Cecily desde la puerta—. ¿Por qué no te vuelves a casa con tu Audrey? —le desafió.
—No entiendo nada —dijo Leta, mirando preocupada a su hijo—. Siempre has dicho que no querías tener nada que ver con las mujeres blancas...
—Sólo con las mujeres blancas corrientes —corrigió Cecily—. ¿Verdad, Tate? Pero Audrey es muy guapa.
Sólo entonces se dio cuenta Tate de cómo se debía sentir Cecily por su relación con Audrey: como si la hubiera despreciado a ella por no ser hermosa, y no era verdad. Había luchado contra la atracción que sentía por ella porque se sentía como un explotador que se cobrase el precio de su ayuda. ¿Cómo explicárselo sin empeorar la ya delicada situación?
Leta sintió un profundo dolor por Cecily, por verla allí, de pie, haciendo frente a la hostilidad de Tate con tanta dignidad.
—No tiene nada que ver con la belleza –dijo Tate al fin.
Cecily se limitó a sonreír.
—Yo terminaré los sándwichs mientras tú te despides de Tate —le dijo a Leta.
—Cecily...
—Todos actuamos alguna vez sin pensar —dijo, mirándolo a los ojos con valentía—. No tiene importancia, de verdad —y se volvió hacia el frigorífico—. ¿Vas a cenar antes de irte?
Así que pensaba que lamentaba haberla tocado. Quizás fuese así. No recordaba haberse sentido tan confuso nunca.
—No —dijo tras un instante—. Tomaré algo en el aeropuerto.
Leta le acompañó a recoger la maleta y al coche de alquiler que había aparcado junto al de Cecily.
—Antes os llevabais tan bien —musitó Leta.
—He estado ciego hasta ahora —contestó él entre dientes—. Completamente ciego.
—¿A qué te refieres?
Tate dejó vagar la mirada por las colinas que se iban volviendo doradas a medida que avanzaba el otoño.
—Está enamorada de mí.
Oírse pronunciar las palabras fue duro. Cecily se había confiado en sus brazos como una niña mientras los ojos le brillaban de alegría, de puro placer. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta aquel momento? ¿O es que no había querido considerarlo?
—No debes hacerle saber que lo sabes —le advirtió su madre—. Es muy orgullosa.
—Sí —contestó, apoyando la mano en su hombro—. Quedamos tan pocos con sangre lakota —suspiró. ¿Por qué aquella mueca de dolor de su madre? Quizás le habría gustado que se casase con Cecily, a pesar del orgullo con que llevaba su pureza de sangre.
—y tú no vas a casarte con una chica blanca.
Él asintió.
—Audrey es como una especie de adorno para mí. La llevó del brazo, es sofisticada, culta y vacía. No significa nada, lo mismo que otras tantas tampoco lo han significado.
Leta bajó la mirada.
—Eso no es todo.
Tate suspiró.
—He cuidado de Cecily durante ocho años. Incluso si no existiese la diferencia cultural entre nosotros, siempre he sido un tutor para ella, tanto si le gusta como si no. No puedo aprovecharme de lo que siente por mí.
—Claro que no —entrelazó las manos—. Conduce con cuidado.
Del bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño paquete.
—Dale esto cuando me haya ido. Es su regalo de cumpleaños —sonrió con tristeza—. No nos hablábamos, así que no pude dárselo.
—Puede que no quiera aceptarlo.
Ya lo sabía, y le dolía.
—Inténtalo.
Lo vio alejarse por el camino polvoriento que llevaba a la carretera principal. Pronto llegaría el momento en el que tendría que compartir con su hijo una dolorosa verdad. Estaban ocurriendo cosas que él no sabia, y que tenían que ver con Matt Holden, unos cuantos hombres de los que viajan en limusina y el jefe de la tribu. Era un momento que no esperaba precisamente con ilusión.