Ocho años antes

El polvo dibujaba la silueta del camino que venía de Corryville, Dakota del Sur. Tate Winthrop entornó los ojos, subido como estaba al poste más alto de la valla del corral, para observar el progreso de aquella vieja camioneta gris que debía traerle el pedido que había hecho en Piensos Blake.

Lo mejor sería no empezar aún con la doma de bocado de su yegua, pensó, bajándose de la valla.

Los viejos vaqueros que llevaba se ceñían cómodamente a su cuerpo. Tate era un hombre alto, delgado y fuerte, con manos elegantes y pies grandes.

Tenía el pelo negro y liso, que le llegaba a la cintura cuando no se lo recogía en una coleta como en aquel momento. El abuelo de su madre había estado en Little Bighorn y se había desplazado después a Washington con una delegación al juramento de Teddy Roosevelt en su cargo de presidente. Algunos de los mayores decían que se parecía mucho al viejo guerrero.

Sacó el habano que se había guardado en el bolsillo de la camisa de franela y prendió una cerilla para encenderlo en el hueco de sus manos. Los chicos de la agencia siempre querían saber cómo se las arreglaba para conseguir cigarros de contrabando, pero él no se lo había dicho a nadie. Guardar secretos era precisamente su forma de vida. Era el alma de su trabajo.

La camioneta subió la cuesta y volvió a aparecer junto a la casa, el granero y el corral en el que una yegua blanca como la nieve golpeaba impaciente la tierra con los cascos, agitando su melena.

Una chica joven y delgada bajó de la cabina de aquel viejo trasto. Era rubia, llevaba el pelo corto y tenía los ojos verdes. Estaba demasiado lejos como para verlos, pero los conocía mejor de lo que le hubiera gustado. Se llamaba Cecily Peterson. Era la hijastra de Arnold Blake, el hombre que acababa de heredar Piensos Blake, y el único empleado que no tenía miedo de ir hasta allí para traer el pedido. El rancho de Tate, que no quedaba demasiado lejos de la Reserva Sioux Pine Ridge, quedaba junto al límite sur de la Reserva Sioux Wapiti Ridge. La misma ciudad de Corryville se asentaba junto al gran río Wapiti. La madre de Tate, Leta, vivía en la reserva Wapiti, que quedaba a un tiro de piedra de Corryville. Tate había crecido en la discriminación. Quizás fuera esa la razón de que se hubiera comprado el rancho lejos de la tribu en cuanto había podido permitírselo.

La gente no le gustaba demasiado, y sobre todo mantenía las distancias con las mujeres blancas, pero Cecily era su debilidad. Era una chica de diecisiete años dulce y amable, pero la vida había sido dura con ella. Su madre, inválida, había muerto hacía poco, y ahora vivía con su padrastro y un hermano de éste. El hermano era un tipo decente, lo bastante mayor para haber sido abuelo de Cecily, pero el padrastro era un vago y un borracho.

Todo el mundo sabía que era Cecily quien hacía la mayor parte del trabajo en la tienda de piensos que había abierto su padre y que su padrastro había heredado tras la muerte de su madre. Y, al paso que iba, no tardaría mucho en arruinarla.

Cecily era un poco más alta que el resto de chicas de su edad y delgada como un ciervo. No iba a ser una belleza, pero tenía una fuerza interior que iluminaba sus ojos verdes y les hacía parecer esmeraldas salpicadas de cobre.

Tate frunció el ceño. Cecily no era más que una niña y su único contacto con ella eran los pedidos que hacía a la tienda, y el interés que despertaba en ella la cultura ancestral de los indios. Casi sin darse cuenta, se había encontrado instruyéndola sobre sus costumbres, pero su unión con él no había resultado evidente hasta que sobrevino la muerte de su madre. No acudió a su padrastro, ni al hermano de éste, ni a los amigos que pudiera tener en la ciudad el día en que murió su madre, sino a él. Con los ojos enrojecidos y las mejillas emborronadas de lágrimas. Y él, que nunca había permitido que se le acercase nadie excepto su propia madre, la había

abrazado y había intentado consolarla mientras lloraba. Había sido lo más natural del mundo enjugar sus lágrimas, pero más tarde, el cariño que parecía sentir por él había empezado a preocuparle. Por nada del mundo podía permitir que se enamorase de él. No era sólo por la clase de vida que llevaba, nómada y solitaria, sino la escasez de sangre Lakota pura que había en el mundo. Para conservarla, debía casarse con alguien de la tribu Sioux, y no entre sus parientes, sino que perteneciese a otros Sioux. Si es que se casaba alguna vez...

Sus pensamientos volvieron al presente, a Cecily, que se acercaba. Deliberadamente no acudió a recibirla.

Pero ella no se arredró. Traía una factura en la mano que tenía que firmarle. La mano le temblaba un poco, como siempre que se acercaba a él, pero apretó el papel y el bolígrafo al acercarse. Incluso con las botas de tacón gordo que llevaba para trabajar, Tate era mucho más alto que ella. Cecily iba vestida con vaqueros y una camisa de cuadros de hombre. Nunca la había visto con algo femenino o que enseñase lo más mínimo.

Le entregó la factura sin mirarlo a los ojos.

—Mi padrastro dice que es lo que habías pedido, pero que lo revise contigo antes de descargarlo.

—¿Por qué siempre te envía a ti? —le preguntó mientras revisaba la lista.

—Porque sabe que no te tengo miedo —contestó.

Levantó la mirada y clavó sus ojos negros en ella. A veces le daban miedo. Parecían los de una cobra, imperturbables y fijos. Cuando se acercó a él por primera vez, sintió deseos de retroceder, pero ya había dejado de tenerle miedo. La había tratado con ternura, más que ninguna otra persona y sabía, a diferencia del resto de los habitantes de la ciudad, que había mucho más dentro de Tate Winthrop de lo que él dejaba entrever.

—¿Estás segura de que no me tienes miedo? —le preguntó en voz baja.

Ella sólo sonrió.

—No creo que me estrangulases si me hubiera equivocado en el pedido —replicó, ya que había oído que era eso precisamente lo que había pretendido hacer con su padrastro una vez que no le trajo el pienso que había pedido y perdió varios animales en una tormenta por su culpa.

Tenía razón. Jamás la tocaría, por ninguna razón. Firmó la factura y se la devolvió.

—Está todo lo que había pedido, sí.

—De acuerdo —contestó ella alegremente—. Voy a descargarlo.

Él no dijo nada, pero apagó el cigarro, volvió a guardárselo en el bolsillo y la siguió hasta la camioneta.

Ella lo miró con dureza.

—No soy un pastelillo de crema —protestó—. Puedo descargar unos cuantos sacos de nada sin ayuda.

—Estoy seguro, pero no lo vas a hacer. Aquí no.

—Tate, no deberías hacerlo tú. Tendría que estar aquí mi padrastro. Ya que se ha quedado con el almacén, debería llevarlo en condiciones, ¿no?

—¿Por qué, si te tiene a ti para hacerlo? —iba a descargar un saco de fertilizante cuando se quedó mirándola —. ¿Qué te ha pasado en el cuello, Cecily?

Ella se echó mano a la base de la garganta. Había salido de casa con el cuello abrochado, pero hacía demasiado calor para llevarlo así, y no se había dado cuenta de que se le iban a ver las marcas.

Tate se quitó los guantes de trabajo, los echó sobre los sacos y empezó a desabrocharle la camisa.

—¡No! —exclamó ella—. ¡Tate, no puedes...

Pero ya lo había hecho. Sus ojos brillaban como brasas mientras apartaba la tela para ver otros moretones en la línea de la clavícula y por encima del viejo sujetador que llevaba... marcas de las manos de un hombre. Apretó los dientes y la miró fijamente. Ella enrojeció y se mordió un labio-. No quiero avergonzarte, pero vas a decirme si tienes esa misma clase de moretones en los pechos.

Ella cerró los ojos y una lágrima se escapó de debajo de sus párpados.

—Sí —musitó.

—¿Ha sido tu padrastro?

Ella tragó saliva. Era incapaz de mirarlo a los ojos, así que asintió.

—Háblame.

—Estaba intentando tocarme... ahí. Siempre lo ha intentado, incluso recién casado con mi madre. Intenté decírselo, pero ella no quiso escucharme. Les gustaba beber juntos — se cruzó los brazos sobre el pecho—. Anoche llegó borracho como una cuba y entró en mi habitación — recordarlo le producía náuseas—. Yo estaba dormida —la repulsión que sentía le brillaba en la mirada—. ¿Por qué los hombres son tan animales? —preguntó con un cinismo demasiado exacerbado para su edad.

—No todos lo somos —contestó, y su voz pareció de hielo. Le abrochó la camisa con presteza—. Ni siquiera tienes un sujetador en condiciones.

Ella enrojeció.

—Se suponía que nadie iba a verlo.

Le cerró la camisa hasta el cuello y apoyó las manos en sus hombros.

—No vas a tener que volver a soportar algo así.

Ella lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué?

—Lo que has oído. Venga, vamos a descargar esto. Luego hablaremos y tomaremos la decisión que haya que tomar.

Poco después, la tomaba de la mano y la obligaba casi a entrar en su casa. Le ofreció una silla, llenó de café una taza y se la dejó delante.

Cecily, sorprendida, se sentó y miró a su alrededor. Era la primera vez que entraba en su casa, y le sorprendió que no resultara ser lo que parecía desde fuera. Estaba llena de equipos electrónicos, ordenadores, impresoras, una especie de centralita de teléfonos y varios receptores de radio de onda corta. En una de las paredes había una colección de pistolas y

rifles que no se parecían a nada que hubiera visto antes.

El mobiliario también era impresionante. Como todos los demás, había oído rumores sobre aquel hombre tan solitario que, siendo un lakota, no vivía en la reserva, que tenía un pasado misterioso y una profesión aún más misteriosa. A diferencia de muchos lakotas, que eran víctimas de los prejuicios, nadie se atrevía a tocar a Tate Winthrop. Es más, muchos de los habitantes de Corryville le tenían un poco de miedo.

Él también se sentó, dejó el sombrero en el suelo y la miró atentamente. Sacó de nuevo el cigarro y lo encendió.

—Anoche, ¿llegó a violarte tu padrastro? —preguntó sin rodeos.

Ella enrojeció violentamente y cerró los ojos. Sería inútil no decirle la verdad.

—Lo intentó —dijo con voz ahogada—. Yo me defendí con un golpe, pero él me sujetó. Estaba muy borracho; de lo contrario no habría podido escaparme. Siempre me había molestado, pero nunca como anoche... —lo miró, angustiada—. Me escondí en el bosque hasta que se quedó dormido, pero no me atreví a volverme a dormir —hizo una pausa—. Preferiría morir de hambre antes que dejárselo hacer. ¡Lo digo en serio!

Siguió observándola mientras el humo de su cigarro subía hacia el techo. La conocía lo bastante para saber que nunca faltaba a sus obligaciones, jamás se quejaba, nunca pedía nada. La admiraba por ello, y eso era raro, porque la mayoría de mujeres provocaban una especie de desprecio en él. Especialmente las blancas. Pero pensar en el asalto de su padrastro le hacía desear estrangularle con sus propias manos. Nunca había deseado de ese modo hacerle daño a alguien.

Quitó la ceniza del puro en un gran cenicero de cristal y quedó en silencio durante un par de minutos.

Ella tomó varios sorbos de su café, incómoda. Aquel hombre seguía siendo casi un extraño para ella, y la había visto en ropa interior. Era una incomodidad diferente y extraña, una sensación que no había experimentado con nadie.

—¿ Qué quieres hacer con tu vida, Cecily? –le preguntó de pronto.

—Quiero ser arqueóloga —contestó sin dudar.

Él arqueó las cejas.

—¿Porqué?

—Tuvimos un profesor, justo el último año de instituto, que era arqueólogo. Había participado en la excavación de unas ruinas mayas en la península de Yucatán —el entusiasmo iluminó sus ojos verdes—. Me parece que debe ser algo maravilloso sacar a la luz los restos de una antigua civilización y mostrárselos al mundo... —su voz perdió intensidad. Era un sueño imposible—. Pero no hay dinero para eso. Mi madre tenía unos ahorrillos, pero mi padrastro se los ha gastado ya.

—¿Cuánto tiempo hace que murió tu padre?

—Seis años, pero mi madre se casó con él el año pasado —cerró los ojos y se estremeció—. Se sentía muy sola, y él le prestaba mucha atención. Pero yo comprendí qué clase de tipo era desde el principio. ¿Por qué mi madre no se daría cuenta?

—Porque hay personas que carecen de percepción —contestó, y siguió analizándola con la mirada—. ¿Qué notas sacaste en el instituto?

—Sobresalientes y notables. Las ciencias siempre se me han dado bien —de pronto se le ocurrió una posibilidad desagradable—. ¿Vas a intentar que encierren a mi padrastro? Todo el mundo se enteraría de que...

Tenía miedo de la opinión de los demás, del juicio, de las miradas.

—¿Es que no crees que la violación sea causa suficiente?

—No llegó a hacerlo, pero tienes razón. Va a estarse todo el día sentado en casa, pensándolo. Esta noche ya no podré escapar. Ni siquiera si me escondo en el bosque.

Tate se inclinó hacia delante, una mano apoyada en la pulida superficie de la mesa de madera de cerezo. Cecily sentía ganas de vomitar. Se cruzó de brazos y dejó vagar la mirada, temblando. Era la peor pesadilla que había vivido en su corta vida.

—Deja de darle vueltas —dijo él. Daba la impresión de que nada podía desestabilizarle—. No volverá a tocarte, eso te lo garantizo. Tengo una solución.

—¿Una solución?

Sus ojos estaban llenos de esperanza.

—Podrías conseguir una beca de la universidad George Washington, en Washington D.C. —dijo, alegrándose de haber aprendido a mentir tan bien, sin delatarse y sin contemplar la posibilidad de que una mentira siempre podía volver y complicarle la vida—. Libros y manutención. Es para personas necesitadas, y tú desde luego reúnes los requisitos. ¿Te interesa?

—Sí, bueno... pero ¿cómo voy yo a llegar hasta allí y a solicitar la beca?

—Olvídate por ahora de esos detalles. En esa universidad tienen un buen programa de arqueología y estarías lejos del alcance de tu padrastro. Si te parece bien, no tienes más que decirlo.

—¡Claro que me parece bien! —exclamó—. Pero de todas formas, tendré que volver a casa y...

—No, no vas a volver —le interrumpió—. Nunca más.

Se levantó de la silla y marcó un número de teléfono. Esperó un instante y luego empezó a hablar en un idioma incomprensible para ella. Había convivido con lakotas durante casi toda su vida, pero nunca había oído hablar así su lengua. Estaba llena de matices de la voz, de musicalidad, y parecía hablar de lugares olvidados y traer el sonido del viento. Le encantaba cómo sonaba con su voz profunda.

La conversación no tardó en terminar.

—Vámonos.

—La Camioneta... yo tengo que... los pedidos...

—Yo haré que le devuelvan la camioneta a tu padre junto con un mensaje.

No mencionó que sería él personalmente quien haría ambas cosas.

—Pero ¿dónde voy a ir?

—A la reserva de mi madre. Mi padre trabaja en Chicago, así que está sola. Le gustará tu compañía.

—No tengo ropa —protestó.

—Ya me ocuparé yo de recogerla de tu casa.

—Haces que parezca tan fácil... —exclamó, sorprendida.

—La mayoría de las cosas lo son si eres capaz de quitar la paja que las rodea. Hace tiempo que aprendí a ir directo al grano — abrió la puerta —. ¿Vienes?

Cecily se levantó. De pronto se sentía libre y llena de esperanza. Era como uno de esos milagros imposibles de creer.

—Sí.