Capítulo 1

Luego de archivar durante algunos minutos, Gaby Darwin se preparó para un día difícil en la oficina. J.D. había llegado agitado e inquieto, muy diferente a su habitual comportamiento calmado y afable.

La ansiedad de su jefe la dejó preocupada. J.D. nunca se irritaba con los pequeños incidentes de Brettman & Dice. Todo lo contrario, demostraba extrema seguridad ante las situaciones más delicadas y las resolvía con habilidad y sangre fría. Según él mismo confesaba, ese temperamento era uno de los grandes responsables de su éxito como abogado.

Aquella mañana estaba irreconocible, pensó Gaby mientras preparaba el café. Era la primera vez en dos años que veía a J.D. tan cerca de perder el control. Consideró hablar con él, pero luego desistió de la idea. Su jefe siempre había mantenido una relación estrictamente profesional con ella. Jamás le había revelado ningún detalle de su vida personal. Y Gaby no creyó conveniente cambiar eso, justo cuando él estaba tan nervioso.

Sólo algo muy serio podría haberlo dejado tan alterado. ¿Qué sería? Seguramente, no tendría nada que ver con los problemas de sus clientes. Criminalista hábil y famoso, considerado uno de los mejores de Chicago, ningún caso lo atemorizaba, por muy complicado que fuera. Reflexionando sobre eso, Gaby entró a la oficina de su jefe con la bandeja de café. Para su sorpresa, J.D. rechazó la bebida con un gesto impaciente.

—¡No quiero café, señorita Gaby! ¿Dónde están mis apuntes? ¡Los dejé aquí, encima de esta carpeta negra! ¡Le he dicho mil veces que detesto cuando ordena mi escritorio antes de que yo llegue!

—Sucede que no he puesto nada en orden aún. Estaba trabajando en los expedientes de los clientes y sólo después de servirte el café, vendría a ordenar tus cosas. ¿No es lo que hago todos los días?

—¡Necesito los apuntes que hice en esos sobres, señorita Gaby! —repitió él, como si no hubiera escuchado sus explicaciones—. Y también las tarjetas de presentación que me entregaron ayer.

Cuando J.D. la trataba de “señorita”, era señal de que la situación no era de las mejores. Normalmente general, él pretendía pedirle que trabajara hasta más tarde. O, peor aún, algún servicio que no le gustara. De cualquier manera, el tratamiento formal significaba algunas horas extras de archivar. Y justo ese día, cuando ella planeaba salir un poco más temprano para ir al cine...

—Deja que yo lo busque —propuso, resignada—. Quizás los pueda encontrar.

—¡Oh, por favor, no! Va a demorar un siglo con esa manía de perfección. Querer tener todo ordenado las veinticuatro horas del día es sólo una pérdida de tiempo, Gaby.

Sin contradecirlo, ella esperó sus órdenes. J.D. cada vez más agitado, se aflojó el nudo de la corbata. Gotitas de sudor brotaban de las sienes morenas, humedeciéndole la raíz de sus cabellos oscuros.

—Y el café, ¿vas a tomarlo? —le preguntó ella, viéndolo perderse cada vez más en un revoltijo de papeles y tarjetas.

—¡Ah sí, por favor!

Le sonrió, con una muda suplica de disculpas por la explosión gratuita. De inmediato, la sonrisa se transformó en una mueca de desagrado.

—¡Qué café tan horrible, Gaby! —exclamó—. ¡Está helado!

Ella suspiró, sin esconder su impaciencia. Casi lo acusó de ser el responsable por la temperatura del café y sólo logró controlarse haciendo un gran esfuerzo.

—Voy a buscar otro, después ordeno esta confusión —anunció impasible, tomando la bandeja.

—Pues prefiero que termines esos expedientes de ayer. Que por el contrario ya deberían estar listos y archivados.

—Estaba terminando de mecanografiarlos cuando me detuve para servirte el café.

—¡Pues deberías haberlos terminado antes! ¿Dónde está tu sentido de la prioridad, Gaby?

Medio atónita, ella se tragó una respuesta ácida. En una situación normal, no soportaría tanto atrevimiento sin replicar. Sólo se lo perdonaba porque J.D. siempre había sido amable, especialmente con ella. Aún cuando no estuviera satisfecho, jamás usaba aquel tono de voz para amonestarla. ¿Cuál sería la razón de tamaño mal humor? Con su acostumbrado autocontrol, Gaby fue hasta su propia oficina para buscar algunos expedientes que ya tenía listos. Volvió y los extendió en dirección de J.D. y sintió la sangre hervir en sus venas ante la expresión de sorpresa en el rostro de él.

—¿Qué es esto? —indagó, frunciendo la frente.

—¡Pues, los expedientes que pediste!

—Pero aquí sólo tienes algunos. Yo los necesito todos.

Gaby salió de nuevo en silencio. Cuando volvió, quince minutos más tarde, traía el resto de los expedientes, un café bien caliente y las anotaciones ininteligibles de su jefe. Colocó todo sobre el escritorio e irguió la barbilla, en un gesto de desafío.

—¡Espero que ahora esté satisfecho señor!

J.D. soltó un suspiro de fastidio.

—¡Así no se puede, Gaby! Si te hablo en un tono un poco más alto, adoptas una actitud ofendida. ¡Esto no es un internado para adolescentes, jovencita!

—Ya lo he entendido, señor. ¡Con su permiso!

Salió con pasos rígidos y fue hasta su escritorio, donde mecanografió varias solicitudes. No había mejor manera para descargar su rabia. Estaba tan entretenida en el trabajo que sólo escuchó el teléfono cuando el aparato ya había sonado dos veces. Se disponía a descolgar, cuando dejó de sonar. Encogiéndose de hombros, continuó con las solicitudes y, al terminarlas, las llevó a la oficina de su jefe, junto a otro café caliente y el block de notas.

Encontró a J.D. un poco contrariado hablando por teléfono con alguien que ella no logró identificar. Cuando colgó, le pidió unos expedientes del archivo, indicándole la página y el párrafo. Aunque no estuviera tan irascible como al principio de la mañana, no se había repuesto aún del súbito ataque de nerviosismo.

Aunque no lo demostraba, el cambio brusco en el comportamiento de J.D. preocupaba a Gaby. Desde hacía más de dos años que trabajaban juntos, pero era la primera vez que él la trataba de aquella forma. Un poco dolida, fue a buscar los expedientes, se los entregó y en seguida tomó nota de algunas cartas dictadas por J.D. Le dio gracias a Dios por no haberse perdido ninguna clase de taquigrafía en el curso para secretaria, ya que la rapidez del dictado era impresionante.

Fue un alivio poder regresar poco después a su oficina para mecanografiar las cartas. Apenas había iniciado el trabajo y el teléfono sonó nuevamente. Era una llamada internacional para el señor Brettman. Gaby esperó que la operadora la comunicara y, en seguida, se la transfirió a J.D. Sólo podía ser de Italia donde Martina, la hermana de él, vivía con su marido.

Inmediatamente se olvidó de la llamada, entretenida con la rutina del despacho, sin embargo se sentía consternada. Para que no le estorbaran en sus obligaciones, se sujetó la larga y oscura cabellera en un moño y se enrolló las largas mangas del vestido de seda verde agua. Ni sabía para que se arreglaba con tanto esmero para ir a trabajar, suspiró, desanimada.

En ese escritorio, ni siquiera parecía la misma que se maquillaba frente al espejo todas las mañanas. Un par de gafas livianas escondían parte de la belleza de sus ojos verdes, grandes y profundos. El cabello, sedoso y levemente rizado, perdía vitalidad en el acostumbrado moño sujeto por dos horquillas. Y nadie podía apreciar su esbelto y bien formado cuerpo, ya que pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente a la máquina de escribir eléctrica o al computador. Una vida ciertamente muy diferente de la de otras jóvenes de veintitrés años.

Tal vez por eso ni siquiera J.D. la trataba como a una mujer. En esos dos años de relación diaria, siempre había sido gentil y atento con ella, pero sin abandonar un aire de hermano mayor. Algunas veces, Gaby lo pillaba en una admiración nada fraternal, observándola mientras trabajaba. Pero, sin embargo, eran momentos tan rápidos que siempre le quedaba la impresión de estar imaginando cosas.

Casi nada se sabía acerca de la vida privada de Jacob D. Brettman. Entre los pocos comentarios que había escuchado de los otros empleados, Gaby descubrió que él se había graduado en la Facultad de Derecho estudiando por las noches, trabajando durante el día para pagarse sus estudios. Y gracias a una inteligencia privilegiada, había logrado conquistar una buena posición social en poco tiempo, destacándose entre sus otros colegas por su afición a los desafíos. Cuanto más complicado era un caso, más placer sentía J.D. en defenderlo.

Elegante y seductor, seguramente también tenía éxito con las mujeres, pero acerca de eso no conversaba con nadie. No tenía amigos ni familia, excepto Martina, su hermana casada, Aparentemente, no tenía ningún compromiso serio, ya que siempre que necesitaba de alguna opinión femenina, recurría a Gaby. Las personas que lo buscaban su oficina sólo lo hacían por motivos profesionales. Y, tal vez por vivir solo, él acostumbraba a permanecer en la oficina hasta muy tarde.

Todos en el edificio estaban intrigados acerca de la vida íntima de J.D., inclusive su socio, Richard Dice. Gaby no era la excepción. Solitario y reservado, él no le hacía confidencias a nadie. Ni siquiera rebelaba su edad. Apenas por las líneas profundas de su rostro moreno y algunas hebras de cabellos blancos en las sienes, calculaban que se acercaba a los cuarenta años de edad.

Sólo confiaba en Gaby cuando se trataba de hacer reuniones o tomar declaraciones. También lo acompañaba a encuentros secretos con asesinos confesos, en locales y horarios nada convencionales. J.D. no se medía en esfuerzos para obtener informaciones importantes para sus juicios. Eso lo transformaba en una especie de detective, ayudando así a solucionar los intrincados problemas de la justicia criminal.

Y Gaby adoraba la vida agitada que la vena de investigador que tenía su jefe le proporcionaba. Había salido de la pequeña ciudad de Lytle, Texas en busca de una carrera más emocionante que ayudar a sus padres en la administración de su hacienda. Había venido a Chicago con veinte años, después de luchar bastante para convencer a su familia de su necesidad de independencia. Había trabajado casi un año para un primo lejano, mientras hacía un curso de secretariado ejecutivo. No era el empleo de sus sueños y el salario estaba muy por debajo de sus expectativas, pero, por lo menos, le alcanzaba para costear sus estudios.

Poco después de que Gaby terminara el curso, su primo falleció repentinamente. Entonces se presentó como candidata en varias agencias de empleo en la ciudad, pero fue gracias a un anuncio del periódico que se puso en contacto con J.D. Para su enorme sorpresa, le llevó apenas cinco minutos conseguir el puesto.

Desde su primer encuentro, había existido entre ambos una simpatía recíproca que, con el tiempo, se transformó en respeto y admiración. Gracias a J.D., Gaby había acumulado para su curriculum de secretaria enormes conocimientos sobre derecho. Ahora, dos años después su trabajo iba mucho más allá de mecanografiar cartas y sacar fotocopias. Manejaba con habilidad cualquier tipo de computador de tercera generación, administraba el departamento financiero de la oficina y, además de eso acompañaba a su jefe en sus viajes de negocios. Esa última asignación generaba una serie de comentarios malintencionados por parte de otras secretarias del edificio. A Gaby no le incomodaban los rumores sobre ella y J.D. A fin de cuentas, nadie creería que ella fuera inmune a los encantos de su jefe.

Sacudió la cabeza con una sonrisa irónica cuando terminó de transcribir las cartas en el computador. Si algunas de las chicas pudieran ver a J.D. aquella mañana, no codiciarían su empleo… Pensaba en eso cuando él abrió de repente la puerta de la oficina y salió apresurado, seguido por su socio.

—¡Por el amor de Dios, J.D., sé razonable! —Richard le decía nervioso. —Ese es un caso que la policía debe resolver. Sólo lograrás meterte en problemas.

Sin prestarle atención, J.D. se detuvo delante del escritorio de Gaby con una expresión sombría en su rostro moreno. Su tupido cabello y un poco ondulado estaba ligeramente desaliñado. Y en sus ojos negros sombreados por espesas pestañas, había una exasperada determinación.

—¿Tu pasaporte está vigente, Gaby?

—Sí, lo está, por…

—Entonces ve a casa y prepara tu maleta. Te espero aquí dentro de una hora.

—¿Puedes decirme adónde vamos?

—Por el camino te lo explicaré todo, ¿está bien? Ahora no tengo tiempo. Llévate bastantes jeans, camisetas holgadas, zapatos confortables… Y no te olvides del permiso de radioaficionado.

Gaby intentaba, en vano, entender aquellas peticiones contradictorias. ¡Ropas de turista no cuadraban con un permiso de radioaficionado!

—¡J.D., eso es una locura! —Richard objetó desesperado. —¡No tomes decisiones acaloradas, de esa manera!

—Atiende mis casos hasta que regrese, Dick —J.D. le pidió, ignorando las apelaciones de su socio. —Pídele ayuda a Charlie Ross si se presenta algún problema. No estoy seguro cuando voy a regresar.

—J.D., escucha por favor. Puedes complicar mucho las cosas con esa actitud irreflexiva.

—Gaby, antes de salir, comunícate con una agencia de empleos y pide una secretaria temporal para Dick—le ordenó J.D. mientras salía por la puerta. —Me voy a casa a recoger algunas cosas y en seguida regreso. ¡Y por favor, no te retrases!

Salió apresurado antes de que su socio pudiera protestar una vez más. Solo con Gaby, Richard se pasó las manos por el cabello rubio mientras caminaba por la oficina, inquieto. Después, se detuvo delante de la amplia ventana y observó el paisaje con aire ausente.

—Por favor, Dick, ¿qué está ocurriendo? —Gaby preguntó, preocupada. —Ya hice muchos viajes con J.D., pero ninguno fue así, decidido de un momento a otro.

—No es un viaje de negocios Gaby. Martina, la hermana de J.D., está casada con un naviero italiano riquísimo. E infelizmente, el secuestro de personas importantes se está poniendo de moda…

—¿Secuestraron al cuñado de J.D.?

—Peor aún, querida: se llevaron a Martina. Parece que ella estaba en Roma haciendo unas compras cuando ocurrió.

—¡Oh, Dios mío! No me extraña que J.D. esté tan alterado. ¡Él adora a su hermana!

—Es natura: la familia Brettman está compuesta sólo por ellos dos. Los secuestradores quieren cien millones de dólares por el rescate y Roberto, el cuñado de J.D., no posee esa cantidad en dinero efectivo. Está desesperado, ¡pobre hombre! Si no paga dentro de tres días o dan aviso a la policía, matarán a Martina.

—Y J.D. quiere ir a Italia para salvarla.

—Acertaste. ¡Sólo resta saber cómo!

—Seguramente, llevando el dinero del rescate. Pero, ¿por qué tengo que ir yo también? ¿Para rellenarle el cheque?

—¿Y yo qué sé? Sólo soy su socio, ¿recuerdas? A mí, el no me suelta ni una palabra, eso lo sabes.

Gaby se levantó y suspiró, irritada.

—¡Un día de estos, encontraré un empleo decente! — juró. —Está claro que entiendo la tragedia personal de J.D., ¡pero él no permite que nadie le ayude! Y para ser sincera, estoy harta de correr detrás del jefe, metiéndome en las complicaciones más impetuosas. Un día es un asesino escondido en cualquier guarida, que hay que encontrar, otro, los miembros de la Mafia… —A pesar de su tono resentido, Gaby tenía un brillo divertido en su mirada. Sabía que no engañaba a nadie: ella adoraba aquella vida.

—Martina es su hermana, y como tú misma dijiste, J.D. la adora. Es capaz de hacer cualquier idiotez para salvarla, desde que no coloque la vida de ella en peligro. Y tú conoces la cabezonería de J.D. tan bien como yo. Cuando se le mete algo en la cabeza, ¡ni Dios consigue quitárselo!

—Pero ¿qué puede hacer él, a no ser pagar el rescate? Si fuera especialista en Derecho Internacional, tal vez podría arreglar las cosas con la embajada.

—Él no quiere que ninguna autoridad esté envuelta en esto, querida. Creo que es mejor prepararse para una maniobra un poco… intrépida.

—Gaby arrugó la frente, intrigada.

—¿Intrépida cómo?

—No lo sé, pero conociendo el carácter de J.D., no puedo imaginarlo resolviendo cualquier tipo de problema de la manera más simple.

Gaby sacó su bolso de la gaveta del escritorio con un suspiro resignado.

—Tienes razón, Dick. Los métodos de J.D. no son nada ortodoxos. En el último caso tuvimos que ir a Miami para encontrarnos con un informante en un deposito abandonado ¡a las dos de la mañana! Casi nos pegan un tiro por equivocación, ¿lo sabías? Sólo te pido un favor, Dick: voy a comunicarme desde mi casa con mi madre y decirle que voy con mi jefe para Italia… de vacaciones. Si no la localizo y ella telefonea aquí, dale el mensaje tal como te lo he dicho, ¿está bien?

—Claro que sí, tu madre se pondrá contenta. Pero, para ser franco, no sé como una joven tan juiciosa como tú logra trabajar para un loco como J.D. ¡Un día de estos va a meterte en un buen aprieto! Si yo fuera tú me tomaría en serio esa idea de pedir la renuncia.

Ella se rió.

—Vamos Dick, sólo era una manera de hablar. Esa apariencia sobria no fue más que un disfraz, en el fondo soy más alocada que él. ¿Crees que lograría trabajar con un abogado corriente? ¡Dios me libre de pasar un día entero sentada frente a un escritorio, mecanografiando solicitudes y cartas! Los métodos de J.D. puede que no sean convencionales, ¡pero son muy excitantes!

Richard se encogió de hombros.

—Entonces, llama a james Bond y pídele algunas clases sobre explosivos y ojivas nucleares. Apuesto que las vas a necesitar urgentemente si continuas con esa vida. Ahora vete, querida y no te preocupes. Yo mismo me comunicaré con la agencia para pedir una sustituta para que ocupe tu puesto. ¡Ojalá que no sea por muchos días!

Gaby le lanzó un beso y salió de prisa. Por primera vez en dos años, se sentía un poco aprensiva. Algo le decía que aquel viaje sería muy diferente a los otros.