XX

VOLKOV observó los preparativos de la marcha con creciente sensación de irrealidad. Había logrado ocultar dudas y temores, tanto a los demás como a sí mismo, mientras había estado al mando del grupo. Pero esa situación había variado. En efecto, la dirección había pasado repentinamente a Bisby, porque era obvio que sólo el piloto comprendía la naturaleza del mundo en que estaban moviéndose. Ninguno de los viajeros entendía a Bisby. Y él, Volkov, se sentía aislado, sólo entre norteamericanos. Cierto, se dijo Volkov, los Soldatov también eran ciudadanos rusos. Pero el doctor Soldatov, aunque dotado de elevada inteligencia en su campo, en otros aspectos se mostraba como un ingenuo. Y Valentina Soldatov era... su esposa. Por primera vez en su vida, Volkov estaba incomunicado con sus superiores. Sabía que seguramente le reprenderían, hiciera lo que hiciera. Sin embargo, su tarea seguía pendiente. Debía llevar al grupo de Stovin a los Estados Unidos, y debía hacerlo sin poner en peligro sus vidas ni una pizca más que lo necesario. La extraordinaria revuelta chukchi, que sin duda no debería ser presenciada por norteamericanos, no había sido —no podía haber sido— prevista por sus superiores en Moscú, del mismo modo que era imprevisible la emergencia que obligó al grupo a tomar tierra en Anadir. Debo actuar dentro de las posibilidades de que dispongo, pensó Volkov. Mi tarea es que los otros lleguen allí como sea.

Bisby estaba inspeccionando los trineos. Había encontrado tres, apoyados en las paredes del cobertizo de los renos. Casi eran idénticos, pero el piloto había elegido los dos que parecían hallarse en mejores condiciones. Tenían cuatro metros de largo y un metro de ancho. El suelo del trineo se alzaba sobre una estructura de madera que enlazaba los patines de acero, un palmo por encima de la nieve. El conjunto estaba rodeado por una barandilla de escasa altura, en cuya parte delantera sobresalía una sólida pieza de madera en forma de arco a la que se ataban los arreos. Con sumo cuidado, metódicamente, Bisby examinó los patines en busca de grietas o distorsiones. Una vez satisfecho, volvió a la cabaña. Valentina, con la nariz arrugada, había puesto a hervir una olla de hierro llena del barro congelado de los trineos. Divertido por las muestras de asco de la rusa, Bisby se llevó la olla afuera y empezó a untar el barro en los patines, con las manos envueltas en trapos para no tocar el helado metal. El piloto levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Valentina, que le observaba llena de curiosidad.

—Con esto será mucho más fácil conducir —dijo Bisby—. El acero no es el mejor material para los patines... es preferible que estén hechos con hueso de ballena o madera de abedul blanco... Pero el acero resiste más. El único problema es que el metal se impregna de nieve, y la nieve se hiela.

Terminó de untar el barro, y Valentina trajo lo que él había pedido: un grueso trapo empapado en agua caliente, que Bisby pasó rápidamente por los patines. El agua se heló en el ya congelado barro casi nada más tocarlo, dejando una superficie de liso hielo. Bisby colocó un trineo en una uniforme extensión de nieve amontonada, y le dio un golpecito con la palma de su enguantada mano. El trineo se deslizó suavemente, casi como si volara. Bisby asintió, satisfecho, y repitió el proceso con el segundo trineo.

—¿Dónde aprendiste eso? —dijo Stovin.

—Oh, en Ihovak, en los viejos tiempos. —Su voz era vaga, ligeramente remota, como siempre que le preguntaban algo sobre sus días entre los esquimales—. No hay que fiarse de unos patines de acero cuando hace mucho frío. Pero supongo que ese pobre tipo no era esquimal. El confiaba en el acero.

Cuando fue al cobertizo para sacar los renos, Bisby observó críticamente a los animales. Dos eran jóvenes; sobre todo uno, que entre malhumorado e indócil empezó a dar coces cuando Bisby le ató con la correa de piel de foca, que pasó alrededor del cuello y entre las patas antes de quedar asegurada en la parte delantera del trineo. Los otros dos renos eran más viejos y dóciles: era el mejor par para Valentina. Bisby los ató cuidadosamente al trineo más pequeño, dando dos vueltas a las ligaduras. Después llamó a Valentina, y empezó a dar explicaciones.

—Que vayan a su paso, a menos que corran muy poco. Parece que están bastante acostumbrados a tirar de un trineo, y sabrán lo que han de hacer. Lo importante es pararse tantas veces como sea posible... porque estos animales necesitan comer. Pero yo iré delante, en el primer trineo... yo marcaré el paso. Nos llevaremos todo ese musgo seco, tal vez sea suficiente. La nieve —señaló la ondulada inmensidad blanca más allá de la parte visible de carretera— debe tener mucha altura. Es posible que los animales no puedan alcanzar con la boca el musgo de las rocas, si hay demasiado hielo.

Bisby miró al cielo, y se contrajo de hombros.

—Y además, parece que volverá a nevar. Será un viaje difícil, pero si nieva los chukchi no podrán acercarse. Será mejor que salgamos en cuanto hayamos cargado los trineos.

Hacer los paquetes y cargar los trineos costó casi una hora. Bisby y las mujeres se encargaron de ello. Stovin, resuelto a ser útil, llevó a los otros dos hombres al borde de la carretera donde, convenientemente espaciados, podían estar atentos a los chukchi. El frío era intenso, y todos iban tan abrigados que apenas los ojos, con las pestañas llenas de molesta escarcha, eran visibles en los huecos de la ropa. Stovin se agazapó al borde de la carretera y, a través de los cristales que se insinuaban en el aire que exhalaba, observó la llanura de nieve, grisácea y sin rasgos salientes, delimitada a ambos lados por una cordillera montañosa baja pero extensa: el borde del Khrebet de Chukotsk, al norte, y la línea de montañas de la Península de Chukotsk al sur, según explicaciones de Soldatov. Nada se movía en el desierto paisaje. La línea de la carretera, enterrada en nieve no hollada por vehículos, serpenteaba y descendía ligeramente hasta un valle. Sólo era reconocible porque la nueva nieve amontonada era más blanca que la que había a los lados. ¿Adonde habían ido los cuatro chukchi a primeras horas de la mañana? Habían desaparecido. Casi en ese mismo instante, Stovin vio una mota negra muy lejos. El uniforme y apagado tono blanco grisáceo del paisaje hacía imposible juzgar la distancia, pero Stovin calculó que la mota negra se encontraba a poco más de un kilómetro hacia el este. La luz diurna —si era posible llamarla así en un mes de enero a pocos cientos de kilómetros del Círculo Polar Ártico, pensó Stovin— había alcanzado la brillantez máxima de la jornada: algo así como un súper crepúsculo, un centelleante cielo que en Europa o América podía preceder a la tormenta. Stovin observó atentamente durante unos momentos, y luego llamó a Volkov, situado a doscientos metros a la izquierda. El ruso llegó junto a Stovin un minuto más tarde, resoplando a causa del esfuerzo, y estaba envuelto en una nube de diminutos cristales de nieve. El sonido de su voz brotó amortiguado, porque Bisby había advertido que «hay que hablar a través de la ropa, y no hay que quitarse la capucha a menos que se quiera perder un labio o la nariz. La cara puede quedar congelada en un par de minutos, con el viento de frente, pero cuesta muchísimo tiempo deshelarla, y pueden saltar trozos de piel». Con la cabeza cerca de la ropa de Volkov, Stovin levantó la voz y señaló.

—Allí... a las dos en punto en el borde de aquel montecillo. ¿Lo ve?... Hay algo...

Volkov forzó la vista. Tardó unos segundos en captar la marca negra de la nieve, y luego asintió vigorosamente. Pocos instantes después empezó a bajar la cuesta para volver con Bisby. Stovin permaneció inmóvil. Era obvio que estaba observando, pero una vocecita interna le decía que estaba allí porque nada podía inquietarle tanto como para moverse. A su derecha, también Soldatov parecía haber visto la distante mota y, en parte resbalando y en parte andando, estaba retrocediendo hacia la cabaña. Avanzaba describiendo un extraño zigzag, pensó Stovin. Pero ese detalle no despertó su curiosidad. Su cerebro parecía estar encogiéndose, convirtiéndose en una helada piedra en el centro del cráneo, mientras él continuaba agachado. El frío ocupaba todo su cuerpo, como si nunca hubiera conocido el calor. Stovin no podía pensar en otra cosa. Sin comprender el significado del hecho, su nueva y entumecida mente observó que la mota se había movido, aunque sólo de un modo infinitesimal, en la blanca extensión. De pronto vio que Bisby estaba junto a él, observando a través de las pieles que tapaban su cara el borde del montecillo, a mil metros de distancia... ¿mil metros exactos?... ¿Qué estaba diciendo Bisby?

—Un reno —dijo Bisby—. Sólo uno, creo. Habrá chukchi cerca del animal, en alguna parte. Deben ser los que vinieron a buscar el soldado esta mañana.

Stovin hizo un esfuerzo para pensar racionalmente. Tenía la impresión de hallarse fuera de su cuerpo, escuchando su propia voz.

Bisby sacudió la cabeza, y observó a Stovin con repentina, viva atención.

—Eso no es un caribú —dijo—. Nunca se ve un animal solitario. Estaría muerto o con la manada. Es un trineo. Sto, no tienes buen aspecto. ¿Puedes moverte?

No sin dificultad, Stovin asintió. Notó, de un modo absurdo, que se quejaba de que Bisby le pusiera de pie.

—Apóyate en mí —dijo el piloto. Su voz era imperiosa, casi amenazadora.

Stovin le miró inexpresivamente, pero no se movió. Bisby apartó su enguantada mano y golpeó con fuerza el hombro de Stovin. La fuerza del puñetazo hizo tambalear a Stovin, aunque éste no percibió el impacto bajo las capas de ropa. Sin embargo, el momentáneo movimiento le despertó bruscamente. Dio un paso hacia Bisby y se desplomó, cayendo sobre la espalda del piloto. Jadeante, en medio de una nube de cristales de nieve, Bisby descendió penosamente la cuesta en dirección a la cabaña. Diane vio a los dos hombres y echó a correr, pero cayó de bruces en la nieve. Cuando se levantó, Bisby ya estaba allí. Un momento después Valentina dejó el trineo y corrió hacia la casa.

—Hay que meterle dentro —dijo Bisby—. Y no demasiado cerca de esa maldita estufa. Examínenle las manos. Y usted, Valentina, prepare té. Geny, vuelva a la carretera y vigile a los chukchi.

Metieron a Stovin en la cabaña, y Diane, con el rostro contraído por la ansiedad, se dispuso a quitarle las gruesas botas.

—Déjelo —dijo Bisby.

Diane le miró, sin entenderle.

—Pero los pies... casi no se tiene en pie. Deben estar helados. Deberíamos...

—Olvídese de los pies —dijo Bisby—. Hasta que yo pueda verlos. Todavía no estarán muy mal, y aquí no empeorarán. Saldré para vigilar a ese trineo chukchi.

Diane trajo té caliente y obligó a Stovin a beberlo. Volkov, que observaba con gesto de preocupación, se puso junto a Stovin y ayudó a Valentina a frotar las manos del accidentado. La mano que la rusa había cogido ya tenía un tono ceroso en las puntas de los dedos, y Volkov sacudió la cabeza.

—Ha tenido suerte —dijo—. Un cuarto de hora más, y habría perdido las falanges superiores de cuatro dedos. ¿Sabe qué temperatura hay afuera?

Stovin contestó que no. Ya empezaba a sentirse un poco mejor, y las manos le ardían penosamente. También notaba que la sensibilidad iba volviendo a sus pies. Volkov sacó del bolsillo un termómetro ordinario.

—El vigilante de la carretera tenía esto en el cobertizo de los renos —dijo—. Cuando lo miré esta mañana marcaba cuarenta grados bajo cero. Y eso dentro del cobertizo, doctor Stovin. Fuera debía haber cuatro grados menos, como mínimo. Ya he visto anteriormente los efectos de la congelación. Es muy desagradable. Hay que tener mucho cuidado. No deje de mover los dedos, dentro de los guantes, cuando esté al aire libre. Y no apoye las manos, aunque lleve puestos los guantes, en un mismo sitio durante más de un segundo. En especial si se trata de nieve, hielo o metal.

Al recordar la posición de su enguantada mano, apoyada en el suelo para conservar el equilibrio mientras estaba agachado, Stovin torció el gesto. La debilidad ya había pasado y, a pesar del dolor, se sentía mucho más fuerte. Cuando Bisby regresó pocos minutos más tarde, Diane preguntó si podía desabrochar las botas de Stovin. El piloto asintió. La mujer sacó las botas con dificultad, y Stovin no pudo contener un grito de dolor. Sus pies tenían manchas rojas en algunas partes, y manchas cerosas en otras. Había puntos en carne viva, con la piel levantada después de quitar los helados calcetines. Diane friccionó los pies, casi llorando, pero Bisby no dio muestras de preocupación. El piloto fue a la despensa y volvió con una lata de tabaco llena de una grasa grisácea con olor a pescado, y una botella de aceite.

—Grasa de foca —dijo—. Supongo que el vigilante de la carretera debió comprarla a los esquimales, en algún punto de la costa. Los esquimales la usan siempre, para todo tipo de cosas. Frótele los pies con un poco de aceite y grasa. No están demasiado mal... no perderá ningún dedo. Pero no frote más de dos minutos... ni un segundo más. De lo contrario se le hincharán los pies, y no podrá volver a ponerse las botas. Y eso sería un problema grave.

Las dos mujeres lograron ponerle las botas no sin grandes esfuerzos. Stovin notó un agudo dolor en los pies, detalle que según Bisby era una buena señal.

—¿Por qué me ha pasado a mí? —dijo Stovin—. ¿Por qué no se helaron Volkov y Geny? Todos estábamos allí... haciendo prácticamente lo mismo.

Bisby se echó a reír.

—Eres... bueno, no eres tan joven como los demás, Sto. Si fueras un cazador de focas esquimal, o un chukchi experto en renos, estarías casi al final de tu provechosa vida. Tu circulación sanguínea no es tan buena como la nuestra. El frío te afectará más. ¿Qué temperatura había fuera, Grigori?

—Cuarenta bajo cero —dijo el ruso.

—Ahí lo tienes —dijo Bisby—. Debes tener cuidado, Sto. —Se volvió hacia los demás—. Los chukchi deben estar acostados junto al trineo, lo que significa que seguramente viajarán por la noche. Yo opino que no saben que tenemos renos... ese soldado no parecía muy listo. Será mejor que salgamos.

—¿Acostados? —dijo Diane. Su tono era de incredulidad—. ¿En la nieve?

—Los chukchi son como los renos —dijo pacientemente Bisby—. Son nómadas. Cazan, viven, actúan y crían a sus hijos mientras viajan por este territorio. Esta mañana habrán hecho un vivac en la nieve, habrán comido alguna cosa, quizá un poco de reno seco, y ahora estarán dormidos. Pretenden atacarnos por la noche. Creen que aún estaremos aquí, y que nos resultará más difícil usar esto cuando haya más oscuridad que ahora. —Dio un golpecito al rifle automático colgado de su hombro.

Los trineos estaban atestados de prácticamente todo lo que era portátil: la olla, un hornillo, comida, todas las mantas excepto las que estaban manchadas de sangre, cuchillos, incluso las pieles de las paredes. No tenían otra cosa, aparte del maletín que habían sacado del avión —parecía que hubieran transcurrido siglos— en Anadir. Lo demás, era de suponer, continuaba en el aeropuerto, si no lo habían robado. Sin embargo Volkov se había quejado de la requisición en masa de la cabaña. Pero Bisby desatendió sus objeciones.

—Ese pobre que descansa ahí ya no necesita estas cosas —dijo—. Y tampoco las necesita su mujer, esté donde esté, tanto si está viva como muerta. Pero es posible que nos hagan falta a nosotros. No sabemos lo que puede pasar, ni cuánto tiempo durará el viaje. Nada es seguro, Grigori. No sabemos adonde vamos.

—Vamos al puesto aéreo de Uelen —dijo Volkov—. Y cuando estemos allí, estos objetos —señaló los fardos de los trineos— serán sometidos a investigación. Debemos tener cuidado.

—Lo principal —dijo Bisby— es tener cuidado de nuestras vidas. Y lo que no nos llevemos nosotros, los chukchi se lo llevarán. En esos trineos no hay nada que no pueda hacernos falta, aparte de...

Titubeó, y miró a Stovin.

—¿Qué? —dijo Stovin.

—Aparte de tus libros —dijo Bisby, y se dirigió hacia los trineos.

Diane guardó silencio. Empezaba a sentirse enojada. Pero Valentina levantó una mano y tocó los doloridos dedos de Stovin.

—Bisby es joven —dijo la rusa—. Cuando se es joven, no se tiene sensibilidad. Pero tenemos un dicho en Siberia... en la parte de Siberia que conocemos, claro, no en este... en este desierto de nieve. «Con cuarenta años no se es aún mujer, y cuarenta bajo cero aún no es helada.» Con cuarenta años tampoco se es un hombre, querida. Un día, él lo descubrirá...

Era casi como volar. Una cosa increíblemente agradable y cómoda. Bien arropada con mantas y pieles, con Stovin dormido y embozado al lado, Diane estaba medio sentada en la parte trasera del trineo. Delante, oscilando sobre el fondo azul oscuro del cielo de primeras horas de la tarde, ya salpicado con miles y miles de estrellas, se hallaba la agazapada forma de Bisby. Este emitía de vez en cuando un extraño, ronco grito mientras azuzaba con una puntiaguda vara el costado del reno más rebelde, o tiraba de la correa para ir más despacio y dar tiempo a que los renos de Valentina no se rezagaran. Diane volvió la cabeza y miró por el minúsculo agujero que Bisby había dejado en los fardos. A cien metros de distancia, el otro trineo seguía avanzando; fumaradas de vapor blancuzco brotaban de los hocicos de los animales y flotaban sobre ellos. Valentina estaba haciéndolo bien... mucho mejor, reconoció mentalmente Diane, que lo habría hecho ella. Bisby no se había equivocado. Ya se habían detenido dos veces para que comieran los renos, pero a pesar de eso iban bastante deprisa sobre la uniforme nieve. Doce kilómetros por hora, dijo Bisby. Diane miró su reloj. En ese caso debían haber recorrido cincuenta kilómetros. Más de la mitad del recorrido. Diane contempló la inmensidad circundante. Durante kilómetros y más kilómetros el paisaje había ofrecido un colorido grisáceo y monótono, inalterado por otro color, sin que ese característico tono se aclarara u oscureciera de un modo apreciable. No había detalle alguno donde fijar la mirada, era imposible juzgar la distancia, el horizonte carecía de una línea indicativa del punto de unión del helado terreno y el frígido cielo. ¿Cómo sabía Bisby hacia dónde iba? Diane no lo comprendía. Ella le había visto mirar atentamente las estrellas las dos veces que se habían detenido. Al menos iban en la dirección correcta, de un modo aproximado.

De forma muy brusca, el crepúsculo del mediodía dio paso a la oscuridad de la tarde. Lo único que Diane pudo ver por el minúsculo agujero fue la blancuzca agitación del otro trineo, y las fumaradas del aliento de los renos que ocultaban, un instante, las brillantes estrellas. Bisby observó los alrededores. A un lado de la carretera —suponiendo que fuera la carretera— un alargado reborde de poca altura se extendía hacia la oscuridad. Bisby refrenó a los animales, y el trineo se detuvo lentamente. Pocos instantes después, el trineo de Valentina se detuvo, de forma más torpe, a pocos metros de distancia. Los renos patearon el duro bloque del suelo y sus resoplidos formaron nubes de cristales. Bisby irguió la cabeza y olió el viento nocturno, ligero pero perceptible, de vez en cuando reforzado por ráfagas más potentes. El piloto inclinó la cabeza en señal de asentimiento, como si estuviera confirmando cierta teoría, y azuzó de nuevo a los renos. El trineo, con el otro detrás, se apartó de la anterior dirección del viaje y ascendió el reborde. Bisby no se detuvo hasta llegar al lado expuesto al viento, ligeramente más empinado. Después bajó del trineo y se dirigió al lugar donde aguardaban los Soldatov y Volkov con el otro trineo. Los renos seguían de pie con estoica paciencia, y ocasionalmente metían la cabeza en la nieve en un vano esfuerzo por encontrar rocas y liquen.

—Se acerca otra tormenta —dijo Bisby—. Lo que los cazadores de ballenas de esta costa llaman ventarrón. Nos exponemos a quedar cubiertos en pocos minutos. Será mejor que nos dispongamos a pasar la noche aquí. Ese reborde será buena protección... parece hecho para nosotros.

Con rígidos movimientos, Stovin y Diane, seguidos por los Soldatov y Volkov, bajaron de los trineos. Después de haber estado en el calor de los fardos y mantas del trineo, el ambiente exterior era penetrantemente frío, tan punzante en el rostro como una rociada de metal fundido. Stovin sintió un terrible dolor en los pies, pese a que Diane había vendado la desgarrada piel con trozos de un viejo camisón que encontró en la cabaña. La fuerza del viento fue aumentando, fustigando la parte superior del reborde y formando nubes de heladas partículas. Bisby cogió la larga vara con punta metálica que usaba con los renos, y la introdujo en la nieve a lo largo del reborde. Regresó poco después, al parecer satisfecho. Sacó de su mochila el gran cuchillo hecho con hueso de ballena que había cogido en la cabaña.

—Voy a cortar bloques de hielo —dijo a los tres hombres—. La cantidad suficiente para hacer un refugio. Acompáñeme y traigan los bloques aquí. No los amontonen, o se fundirán. Yo los dispondré cuando acabe de cortar. —Se volvió hacia las mujeres—. Saquen las mantas y las lonas de los trineos. Están en un mismo fardo, no hay que revolver nada más.

Poco después se alejó hacia la parte alta del reborde. Stovin y los rusos le siguieron tambaleándose. Pese a la miseria física que le oprimía, Stovin sintió una ola de inesperada emoción por el modo con que Bisby cortaba los bloques. El afilado cuchillo talló rápidamente la nieve helada, cortándola en trozos rectangulares del máximo tamaño que un hombre podía transportar llevándolos en el pecho. Uno a uno, los tres hombres retrocedieron penosamente con la nieve cortada. Stovin notó que el corazón le latía violentamente. Al pasar junto a Soldatov, de regreso a los trineos, vio que también el ruso avanzaba con dificultad. Sólo Volkov parecía relativamente a salvo de los rigores de la noche. El viento se intensificaba por momentos. Para su enorme disgusto, Stovin se dio cuenta de que estaba sudando dentro del parka, y que el sudor se helaba y le envolvía en una ligera capa de hielo.

En cuanto estuvo satisfecho de la cantidad de bloques cortados. Bisby inició la construcción. Sus gestos volvieron a ser extraordinariamente rápidos. Recortó los bloques y los fue amontonando de modo que formaran ángulos ligeramente distintos con los anteriores. Un pequeño muro triangular fue levantándose con rapidez, con la base apoyada en la parte lateral del reborde y una estrecha abertura en la punta. Stovin había dejado de sentir admiración por esa técnica, ni siquiera se preguntaba qué era todo aquello. Todo su ser estaba concentrado en el deseo de librarse del cortante viento que congelaba su cuerpo, en el ansia de que el muro de hielo fuera lo bastante alto para que él pudiera protegerse detrás. Bisby siguió trabajando, sin descanso, sin apresurarse. Cuando el muro tuvo un metro de altura, se detuvo. Los hombres unieron sus esfuerzos para colocar encima de la pared uno de los trineos, de modo que éste sirviera de techo para la mitad del espacio. Mientras se disponían a coger el segundo trineo, Soldatov cayó con las manos en el pecho. Valentina se apresuró a atenderle, y Diane ocupó el lugar del ruso para colocar el trineo. Bisby amontonó nieve en los puntos donde los patines de los trineos tocaban el reborde. Finalmente quedó satisfecho de la obra. La tormenta soplaba ferozmente, arrojando nubes de nieve helada a las cabezas de los viajeros. Parte de la nieve caía sobre ellos como si fuera una ducha de punzantes partículas. Jadeantes, respirando con enorme dificultad, arrastraron la lona, las mantas, la comida y el hornillo al interior del vivac. Después, uno a uno, fueron apretándose en el improvisado campamento. El espacio era suficiente para que los seis se tumbaran, con los tapados cuerpos en estrecho contacto, y la altura del vivac apenas les permitía estar sentados. Increíblemente, el lugar parecía cálido. El viento, en algunas ráfagas rebeldes que atacaban la parte superior del reborde, golpeaba las paredes del refugio, pero en el interior todo estaba en calma. Permanecieron inmóviles, jadeantes, mientras Valentina apartaba la capucha del rostro de Soldatov y observaba a su esposo. Era difícil ver las facciones del ruso con la espectral luz trémula del interior del vivac, pero Soldatov sonrió temblorosamente. Su respiración era menos penosa. La voz de Bisby volvió a sonar, con rudeza.

—No podemos seguir así. Volveremos a enfriarnos. Enciendan el hornillo. Yo prepararé una lámpara.

El piloto sacó de una manta enrollada un cuenco de metal que Stovin recordaba haber visto en la cabaña, y puso en el recipiente un poco de grasa de foca. Después preparó una mecha con un trozo del desgarrado camisón de franela, encendió una cerilla y la aplicó a la ropa. La lámpara humeó durante unos instantes, y luego ardió con una llama oscilante. Poco a poco, su calor fue penetrando en el refugio. Los seis viajeros bebieron el té preparado por Diane, y mordisquearon un trozo de la carne de alce de la cabaña. De repente notaron que la tensión de las horas anteriores se había evaporado, y volvieron a conversar. Durante el resto de su vida, Stovin recordaría el calor y la comodidad de aquel vivac en el norte de Siberia, el suave chisporroteo y el olor a pescado de la lámpara de grasa de foca, el sombreado rostro de Diane junto a él... Tuvo la impresión de que en ninguna otra parte del mundo podía estar más tranquilo. Y no pudo hacerse a la idea de que dentro de unas horas su tranquilidad iba a terminar.

—Todo esto lo aprendiste en Ihovak, ¿no? —dijo a Bisby.

—Sí. Mis tíos me enseñaron. Cuando aprendes cosas siendo un niño, nunca las olvidas. Claro que ellos no habrían opinado muy bien de esto, ni siquiera siendo un simple vivac. Y si hubiera que construir un iglú, una choza de hielo... bueno, yo ni siquiera soy medianamente bueno haciendo eso. Pero es posible vivir con frío, igual que se vive con calor. Lo único que hace falta es aprender.

Bisby se inclinó hacia Soldatov, y su cuerpo quedó momentáneamente apoyado en el de Diane. Pese a las gruesas pieles que vestía, el piloto volvió a sentir el inesperado, y no apetecido, aguijonazo del deseo.

—¿Cómo se siente, Geny? No tiene buen aspecto.

Soldatov sacudió la cabeza.

—Ya estoy mejor. Me ha pasado lo mismo que a Sto en la cabaña... Estaba helado.

—Está en baja forma —dijo Bisby, aunque la suavidad de su voz restó rudeza a las palabras—. No me sorprende, con la vida que llevaba... y sigue llevando, supongo. Tendrá que aprender a no apresurarse a menos que deba hacerlo... y a ser rápido, muy rápido. ¿Alguien ha sudado?

—Yo —respondieron Stovin y las dos mujeres, casi al unísono.

—Entonces tendrán que quitarse la ropa, ahora mismo. Pongan el hornillo al máximo. Hay que secar la ropa, en seguida, o mañana volverá a helarse encima del cuerpo, y todos tendrán el cuerpo dolorido.

Un detalle curioso, pensó Stovin más tarde, fue la escasa vergüenza o timidez que todos demostraron en el vivac. No tardaron en quitarse las húmedas y frías prendas interiores y envolverse en mantas, mientras Bisby colocaba la ropa alrededor del hornillo, con el forro expuesto al calor. Durante varios segundos Valentina y Diane estuvieron desnudas de cintura para arriba, pero ningún hombre dio muestras de reparar en el hecho. Y cuando llegó la hora de satisfacer las necesidades corporales, se arrastraron por turno hasta el agujero que Bisby había excavado en un rincón, detrás de la lámpara, y se pusieron en cuclillas en la oscuridad.

Después Bisby vertió más grasa en la lámpara, y todos se acostaron. Stovin se tendió de costado, con Diane apretada a él, cara a cara. La mujer no tuvo problemas para dormirse, lo hizo casi de inmediato, pero Stovin permaneció en vela, escuchando la rítmica respiración de Diane, y la de los Soldatov. Volkov y Bisby conversaron un rato en voz baja, pero Stovin no pudo oír de qué hablaban. Las voces fueron apagándose poco a poco. Volkov eruptó una vez, sonoramente. Stovin contempló el amarillento reflejo de la lámpara de grasa de foca en el techo de nieve, y el sueño fue dominándole. Su descanso se vio perturbado por extraños sueños, y aún estaba soñando cuando Bisby, agachado junto a él, le despertó.

—Vístete y ponte las botas —musitó el piloto—. Y empieza a recoger... Despierta a los demás. Voy a salir otra vez. Hay una luz más allá del reborde de nieve, a menos de trescientos metros. Un vivac como este, supongo. Deben ser chukchi, seguramente aquellos cuatro. Me equivoqué. Deben habernos seguido durante todo el día, hasta que llegó la tormenta.

La hora de oración estaba peligrosamente próxima cuando Zayd vio las gacelas del desierto. Había cinco, un macho, tres hembras y una cría bastante crecida, y marchaban aprovechando las sombras de la tarde, por la parte superior del montículo. Esta parte del Sahara era pedregosa, y de vez en cuando había espinos u otros matorrales. Zayd sabía que los animales iban en busca de un uadi que les permitiera protegerse del frío del viento nocturno. Hizo un gesto para que Zenoba y los chicos guardaran silencio, y sacó el Máuser de la montura del camello macho. Luego se arrastró hasta la parte superior de un montecillo próximo. Los menudos animales se hallaban a doscientos metros de distancia, y el resplandor del sol poniente impedía verlos bien sobre el sombrío fondo del montículo. Durante unos instantes, con el corazón latiendo fuertemente, Zayd pensó que las gacelas se habían ido. Luego los animales se perfilaron en el cielo mientras cruzaban la cresta: el macho, una hembra, la cría, las otras hembras. Zayd eligió la primera hembra, porque debía ser la madre de la cría, y quizá estuviera aún amamantando. Tras entrecerrar los ojos para aliviar la molestia del resplandor, Zayd se dispuso a apretar el gatillo. Él macho ya había desaparecido al otro lado del montículo, y la hembra estaba a punto de hacerlo cuando Zayd disparó. A causa del fogonazo, Zayd no pudo ver si había acertado. Las cinco gacelas se habían esfumado, y Zayd echó a correr, con el Máuser en la mano, hacia el montículo. Agobiado por el desengaño, sabiendo que faltaba muy poco para que oscureciera, Zayd no logró ver a la hembra.

Pero de pronto la vio, acurrucada en una depresión, con un agujero de bala en el cuello, muerta. No era mayor que un perro, pero significaba mucho. Iba a ser lo primero que comieran los nómadas desde que acabaron la carne del camello hembra, la carne que habían podido cortar y conservar después de que el animal se rompiera una pata en un pedregoso uadi, hacía tres semanas. Zayd se incorporó y llamó a Zenoba. Cuando la mujer llegó allí, el semblante de Zayd había recobrado de nuevo la máscara de orgullo y de dureza.

—Prepara esto —dijo, apuntando a la gacela con el rifle—. Y ten cuidado con la leche... servirá para el niño. Es la hora de oración.

Se arrodilló en la arena y volvió los ojos hacia la distante ciudad que se ocultaba en el oscurecido oriente.

—En nombre de Dios Misericordioso, el Compasivo... —empezó a decir.