XI

STOVIN se inclinó en dirección contraria a la ventisca, del mismo modo que un hombre se apoya en una pared. Luego, reunió todas sus fuerzas y prosiguió su marcha tras las borrosas e indistintas formas de Bisby y Soldatov, que marchaban justamente delante de él. La nevada era tan intensa que limitaba la visión a escasos metros, en la luz crepuscular de la tarde siberiana. La nieve se arremolinaba en torno suyo como una furia helada. Sus copos, levantados del suelo por el fuerte viento de la tormenta, se estrellaban y enganchaban en las pieles de su gorro. A veces, parecían incluso penetrar en su cuerpo. A pesar de las ropas acolchadas que les había proporcionado Soldatov, Stovin sentía una extraordinaria sensación de vulnerable desnudez. Ocasionalmente, una forma oscura pasaba en sentido contrario, trotando al igual que ellos. Aquel ritmo de marcha, había advertido Soldatov, era el único medio seguro para moverse en una temperatura de cuarenta grados bajo cero. Si aminoran la marcha —les habían dicho—, su sangre podría congelarse en sus venas...

Stovin se había dado cuenta de que necesitaba realizar un tremendo esfuerzo mental para no hacer caso de su penuria física, y poder concentrarse razonablemente en lo que ocurría a su alrededor. Ahora se movían en lo que había sido la Gran Estación Ferroviaria de Novosibirsk, una de las más importantes paradas del Transiberiano en su trayecto desde Moscú hasta el Pacífico. No había nada que indicara que allí se hubiera erguido una importante estructura, y los alrededores se habían reducido a un accidentado desierto de hielo. Era la huella que el Danzante había dejado a su paso, quince días antes. Envuelto por la tormenta crepuscular, Stovin pensó que aquello parecía tan desolado y solitario como el Polo mismo. Delante de él, Bisby y Soldatov aminoraban la marcha. Los tres empezaron a ascender, jadeando fuertemente, una pendiente de hielo de la que caían, impulsados por el viento, fragmentos de hielo y polvo de nieve en un incesante bombardeo. Se movían con dificultad contra la ventisca, como si caminaran sobre pegamento, pero una vez pasada la cima, esta desapareció. Por vez primera, Stovin se dio cuenta de que, al abrigo de la colina, trabajaban unas doscientas personas. Al otro lado del risco, se escuchaba soplar el viento, ahogado gradualmente por un fragor que aumentaba cada vez más, y que era producido por docenas de barrenos de compresión que manejaban pequeños equipos de hombres para taladrar el hielo. Por encima de todo aquel estruendo, Soldatov les hablaba a gritos. Su aliento, al ser exhalado, se condensaba en una nube de pequeñas partículas de hielo cristalizado.

—Como pueden ver —les gritó, señalando un montón de barras de metal y material de ingeniería—, este es el primero de nuestros dos principales problemas. La vía férrea es vital. Debemos...

Bruscamente, dejó de hablar. Un oficial cubierto por un abrigo de voluminoso cuello cruzó ante ellos, dejándose escurrir por la ladera y manteniendo una mano levantada. A su alrededor, el fragor de los barrenos cesó repentinamente. Los trabajadores, hombres y mujeres, estaban silenciosos, mirando fijamente a través del campo helado, de la grisácea luz del atardecer y de la nieve que caía. De pronto, a unos cuantos metros de distancia, un relámpago de color violáceo se elevó desde la tierra, y la corteza de hielo estalló en medio de una columna de fuego rojizo, produciendo fragmentos de hielo grisáceo que cayeron con gran estrépito, llegando algunos hasta donde ellos estaban. El estruendo de la explosión fue tan fuerte que Stovin se tapó los oídos con sus manos enguantadas sobre la capucha de piel que le cubría la cabeza. El oficial, una vez relajado, hizo un gesto a Soldatov, permitiéndoles el paso. Este los condujo hacia una pequeña barraca prefabricada, junto a la cual montaba guardia un soldado del Ejército Rojo con un rifle de asalto Kalashnikov cruzado sobre el pecho. Las paredes de la cabaña amortiguaron los ruidos de las siguientes explosiones, y Soldatov pudo volver a hablar en tono normal.

—Bien, ahí lo tienen. Hemos de despejar esta vía férrea. Estamos a cuatro días de Moscú, y a dos de Irkutsk. Pasado Irkutsk está Trans-Baikalia, con casi un tercio del petróleo de la Unión Soviética. Y necesitamos conseguir alimentos lo más rápidamente posible, dada la gran cantidad de supervivientes que tenemos en esta zona, por lo que necesitamos restablecer las líneas férreas.

Sobre ellos, un helicóptero bimotor del Ejército intentaba descender en algún lugar próximo al área de trabajo. Durante un momento, divisaron sus luces rojas destellando intermitentemente.

—Sí, desde luego, tenemos abastecimiento aéreo. Es mejor que nada, pero no suficiente para las setecientas cincuenta mil personas que tenemos aquí. Y no somos los únicos con problemas.

—¿Qué quiere usted decir con que no son los únicos con problemas?

—Este tiempo —comenzó Soldatov—, es... Un momento, por favor...

Miró a Bisby y a Stovin. Más allá de la barraca, el ruido de los barrenos había cesado. Tres o cuatro hombres excavaban ahora con sus picos en torno a algo oscuro. Soldatov miró a Stovin.

—Quizá sería mejor que no...

Pero Bisby intervino antes de que Stovin pudiera decir algo.

—Está bien —exclamó rápidamente—. Es mejor que nos vayamos acostumbrando.

Uno de los hombres que trabajaban con el pico se hizo a un lado, y Stovin vio lo que estaban desenterrando. Un brazo pequeño asomaba fuera del hielo. Estaba metido en la manga de un abrigo, y su mano se cubría con un guante de lana. Cuidadosamente, casi con cariño, los picos excavaron cada vez a mayor profundidad. Stovin hubiera deseado desviar la mirada de aquel espectáculo, pero un impulso indefinible le obligó a seguir observando. Uno de los excavadores dejó caer su pico, y con un cuchillo que sacó de una funda colgada en su cinturón, comenzó a rascar la superficie del hielo. Como a través de una pantalla lechosa, se divisó la cara de un ser humano. Era una cara pequeña, con los ojos cerrados y el cabello corto congelado cual si fuera un absurdo flequillo. Era un niño de unos diez años de edad.

—Creo —dijo Soldatov—, que sus padres o su hermano mayor estarán sepultados cerca de él. Aquí estaba la sala de espera de la estación. Estarían esperando el Transiberiano. Encontramos personas congeladas continuamente. Pero para los excavadores nunca es fácil.

—No —reconoció Stovin.

Un sentimiento nuevo invadió su interior. Después de analizarlo, se dio cuenta de que era vergüenza. Una cosa eran las teorías sobre cambios climáticos que él propugnaba, y otra la cara del niño. Recordó, con amargura, que en las últimas semanas había sentido una íntima satisfacción. El, el controvertido Stovin, finalmente estaba en lo cierto. Era la íntima satisfacción de que colegas eminentes que habían dudado de él escucharan ahora con atención todo lo que él decía. Pero en Novosibirsk no había satisfacción alguna. Un chico que él no conocería nunca, le había recordado que había cosas más importantes que el orgullo por la capacidad de una mente. Y sin embargo, serían necesarias muchas mentes, y buenas, para intentar enfrentarse con lo que había ocurrido allí, y evitar lo que pudiera suceder en otras muchas partes.

—Dijo usted que habían dos problemas importantes —dijo dirigiéndose a Soldatov—. ¿Cuál es el otro?

—Bisby lo miró sorprendido, casi con incredulidad, pero él había endurecido su expresión para no demostrar emoción alguna. Soldatov le volvió la espalda al niño muerto, que estaba siendo extraído del hielo, y se alejó, rodeando la barraca. Tras ella, Stovin lo vio por primera vez, había una cerca de unos cien metros cuadrados. Allí, bajo unas lonas alquitranadas desgastadas por las inclemencias del tiempo, yacían cientos de cadáveres apilados en capas sucesivas.

—Fueron extraídos de los pisos de los obreros —explicó Soldatov—. Allí vivían unas cuatro mil personas. Creo que no ha sobrevivido ninguna.

Una pareja de oficiales rusos salió de la cabaña en aquel instante, y el centinela apostado en la puerta golpeó su mano contra la culata de su rifle a modo de saludo. La cabaña estaba vacía. En un rincón ardía un brasero de carbón. El ambiente, dentro de ella, era caluroso y casi sofocante. Había una larga tabla apoyada sobre dos caballetes, y cubierta de planos y diseños. En la pared opuesta a la ventana, pendía un desgastado mapa de Siberia. Era tan maravilloso encontrarse a resguardo del frío, que Stovin casi no oyó lo que estaba diciendo Soldatov.

—...y nuestro segundo problema está allí...

Y con un ademán señaló hacia la ventana cubierta de nieve.

—Ésta no es la nieve a que estamos acostumbrados. Naturalmente, la nieve no es nada extraño para los siberianos. Pero yo nunca he visto nieve como ésta..., cayendo casi sin interrupción. Es virtualmente imposible trabajar en el exterior durante varias horas.

—¿Cuáles son las condiciones en otros puntos? —preguntó Stovin, ante lo que Soldatov se encogió de hombros.

—El área es tan enorme que, naturalmente, las condiciones difieren. —Y señalando el mapa, preguntó—: ¿Lee usted el alfabeto ruso, doctor Stovin?

Stovin negó con un movimiento de cabeza.

—Entonces le explicaré la situación.

Y con una mano abarcó todo el mapa, en un amplio y rápido movimiento.

—Todo esto representa más de catorce millones de kilómetros cuadrados. Pero dividido, como puede ver, en dos por la latitud cincuenta grados norte. Esta es la división de vientos. Al sur y al oeste de la región, es decir, al oeste del río Ob, tenemos un clima parecido al del noroeste de Europa, aunque quizá sea algo más riguroso. Al norte el tiempo es más frío. Y en dirección noreste está la zona más fría de todas. Conforme se avanza en esa dirección, la temperatura va bajando hasta llegar a Verkyoyansk y Oymyakon, en la república de Yakut, trescientos kilómetros al sur de la costa del mar de Laptev. Estos son los lugares más fríos del hemisferio norte.

—¿Qué temperaturas se alcanzan? —preguntó Stovin.

—Unos noventa grados bajo cero Farenheit —le respondió Soldatov—. Y eso es lo que se prevé para toda el área de Yakut: temperaturas de setenta grados bajo cero. Casi toda Siberia tiene una media bajo cero durante el mes de enero. Los veranos son breves pero calurosos. En Yakutsk, hemos tenido hasta cien grados Farenheit en julio. Está bastante cerca del mar, y el océano Ártico moderaba las temperaturas. Pero aparentemente, ya no es así.

—¿No lo es? —se extrañó Stovin—. No recuerdo ningún dato de Temperatura de la Superficie Marítima sobre el mar de Laptev, en el informe que llegó a Washington.

—Le mostraré esos datos cuando regresemos a la dacha —le aseguró Soldatov—. Hay un descenso radical. Ya lo verá. Además, el verano en Yakut fue muy breve; duró unas tres o cuatro semanas, cuando normalmente dura ocho. Por lo general, la temperatura desciende entre octubre y noviembre, pero este año lo hizo entre septiembre y octubre. El clima de Yakut está trasladándose hacia el sur y hacia el este. Y, por supuesto, esta... esta cosa que nos azotó hace quince días, puede que... que se deba al cambio de las corrientes en chorro.

—Estoy de acuerdo —confirmó Stovin. Soldatov le observó durante un instante sin agregar nada más. Fue entonces Bisby quien se dio cuenta de cuan desgastado, e incluso atormentado, estaba el rostro de Soldatov.

—Basándonos en el informe, ¿recuerda usted la temperatura en Novosibirsk cuando ocurrió aquello?

Stovin asintió.

—Aquí tenemos un promedio base para el funcionamiento de nuestras estaciones meteorológicas —informó Soldatov a Bisby—. Poseemos máquinas capaces de registrar las mínimas temperaturas de Yakut según el mínimo de la escala de Oymyakon. Noventa grados bajo cero. En Novosibirsk la temperatura descendió más allá de la escala de Oymyakon. Es decir, descendió a un nivel inimaginable. No hubo un registro exacto porque no disponíamos de un equipo capaz de hacerlo. Pero creo que debe haber sido la temperatura más baja que se ha producido hasta ahora en todo el mundo.

—Estoy de acuerdo —manifestó nuevamente Stovin. Soldatov no dijo nada pero suspiró.

—Hace veinte años, su estación de Vostok, en el Ártico, registró una temperatura de 126 grados bajo cero, ¿no es así? —Stovin prosiguió—. Pero creo que está usted en lo cierto. Aquella noche, en Novosibirsk, hubo una temperatura aún más baja. Cuando regresemos, muéstreme esos datos y le diré porqué pienso así.

—Sí, sí —dijo Soldatov.

Súbitamente, pareció haber perdido todo interés en la conversación. Un teniente del cuerpo de ingenieros del Ejército Rojo entró rodeado de un remolino de nieve y una ráfaga de frío penetrante. Soldatov habló unos instantes con él y, seguidamente, se dirigió a los demás.

—Enviarán un vehículo del ejército para acompañarnos hasta la dacha. El tiempo está empeorando y no podremos utilizar el coche.

Diez minutos más tarde se abrió nuevamente la puerta. Un oficial con un grueso abrigo pareció surgir de la nevada, haciendo ademanes de urgencia para que salieran fuera. Soldatov se puso en pie y, apoyando su mano en el hombro del oficial, indicó con el pulgar hacia la puerta.

—Le tengo mucho respeto al nuevo mundo de ahí fuera —manifestó casi en broma—. Me alegro de que esté usted conmigo.

—¿Quién ha sido destinado a acompañarlo? —inquirió el presidente de la Comisión de Seguridad del Estado. De pie, dándole la espalda a Grigori Volkov, miraba a través de la alta ventana del Kremlin hacia la larga muralla amarilla del Arsenal y las nevadas copas de los alerces en los Jardines de Alejandro, situadas un poco más abajo. Volkov, ligeramente incómodo en su asiento, cruzó las piernas antes de contestar; gesto que no pasó desapercibido al presidente. Volviéndose hacia él, miró fijamente la expresión del joven funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, en espera de su respuesta.

—Katkov, camarada presidente. De la delegación de Tomsk. Era el oficial apropiado que estaba más cerca. —¿Y?

Volkov marcó una pequeña pausa.

—Presumo que en Novosibirsk hay muchos problemas, camarada presidente. He sido informado de que el helicóptero de Katkov tuvo que regresar. El tiempo había empeorado mucho. En otro caso, hoy hubiera estado allí. Pero ahora no podrá llegar hasta mañana, o más tarde.

—Ya veo.

—Podría destinar a alguien del mismo Novosibirsk. Gunchenko, por ejemplo, está disponible.

El presidente negó con un gesto de cabeza, mientras refunfuñaba algo. Una vez más, se giró hacia la ventana. Mientras esperaba, Volkov observó un gran cuadro pintado al óleo que representaba una vista panorámica de la calle Gorki, colgado en la pared opuesta. Una pintura bien proyectada, pensó. Parecía un Pimenov. ¿Podría no serlo? No había demasiados Pimenov en posesión de particulares. Aparte del de Leonidas Brezhnev, en Zhukouta Uno. No, éste debía ser una reproducción, pero jamás estaría en venta.

Sin decir nada, el presidente abrió un cajón de su gran mesa de despacho, cuyo tablero estaba tapizado en cuero verde. De él sacó una carpeta de color azul eléctrico. Para Volkov, sentado al otro lado de la mesa, la carpeta estaba al revés, pero aún así supo de qué se trataba. No tenía que esforzarse demasiado en leer la etiqueta mecanografiada de la cubierta. Se trataba del pervy otdel especial de Yavgeny Soldatov, una versión ampliada de la vida de cada ciudadano soviético. En él, figuraban el trabajo, afiliación al partido, status académico e historial político. El presidente hojeó el dossier hasta encontrar la parte que buscaba. Entonces dio unos golpecitos en la página.

—Veo —comentó— que Katkov ha trabajado anteriormente con el académico Soldatov.

—Así es —reconoció Volkov—. Se conocen bien.

—En ese caso, creo que Katkov no es la persona indicada —dijo el presidente—. Es mejor enviar a alguien que Soldatov no conozca demasiado, y que tampoco le conozca a él.

—Pero..., ¿Soldatov...? —balbuceó Volkov, dejando ver su sorpresa. El presidente le interrumpió con un gesto.

—No me interprete mal, por favor. No tenemos nada de ningún tipo en contra de Soldatov. Su historial demuestra que es un deal servidor del Estado, aunque... —sonrió—, quizá como científico, sea poco convencional. Yo no sé nada de esas cosas, pero se me ha informado de que el académico Soldatov es muy competente. Ya veremos. Pero esta es una cuestión nueva, camarada Volkov...; estos americanos, ese hombre llamado Stovin... Incluso para Soldatov es una situación nueva. Quiero allí a alguien con una mente fresca, no a Katkov. Y ciertamente a ningún paleto de Novosibirsk.

—No —respondió Volkov, y esperó. Pero el presidente parecía haberse ya desinteresado por el tema.

—Esta mañana llegué a Moscú por la estación de Yaroslavlsky —dijo—, y estaba nevando tan copiosamente que pensé que no llegaríamos. Pero en la estación... la estación ofrecía un terrible aspecto. ¿La ha visto usted?

Volkov negó con la cabeza.

—Debe de haber más de veinte mil personas... El ejército ha instalado tiendas de campaña alrededor del Leningradskaya. Por supuesto, para una acomodación temporal, hasta que puedan ser alojados en viviendas más adecuadas. Aunque no creo que eso vaya a ser nada fácil.

Volkov asintió.

—Están llegando en el Transiberiano desde Kargat, camarada presidente. Ese es el lugar más cercano a Novosibirsk de la línea férrea que funciona. Los trasladan allí en helicópteros y camiones, y una vez en el tren los dejan en Omsk y en Sverdlovsk, pero a la mayor parte los traen a Moscú. Estos últimos son los más afortunados. Desde luego, no quisiera estar en Novosibirsk esta noche.

El presidente suspiró. A veces, pensó Volkov, parecía realmente un anciano.

—Volkov, este será un invierno duro. Esperemos que Soldatov y ese americano obtengan algunas respuestas. Creo que fue usted quien los recibió cuando llegaron, ¿no es así?

—Así es, camarada presidente.

—¿Qué le parecieron?

Volkov reflexionó durante unos momentos antes de contestar.

—No estuve con ellos mucho tiempo, camarada presidente. Pero me formé algunas opiniones. Stovin, el científico..., formidable, introvertido y algo austero. Sumamente inteligente y, probablemente, no solamente en su propio campo. La chica..., atractiva, seria y vulnerable al hombre apropiado. Quizás un poco inmadura sexualmente. De inteligencia un tanto limitada, diría yo. Además tuve una leve impresión... —dudó un instante.

—¿Sí? —insistió el presidente.

—Creo que había algo... alguna... relación sexual entre ella y Stovin. Es difícil estar seguro.

—¡Interesante! ¿Y el otro? El piloto... Bisby.

—Un don nadie. No tiene importancia. Es difícil adivinar por qué ha venido. Me han dicho que Stovin es un hombre un poco excéntrico y que le gusta demostrarlo. Eso podría explicar su presencia.

—¡Humm!...

El presidente se levantó. La entrevista había concluido.

—Hágame saber algo tan pronto llegue a Novosibirsk. Habrá un avión del ejército esperándole en Domodedovo a las seis en punto. Decídalo todo usted mismo, según las condiciones existentes. Tiene usted carta blanca. Quizá pueda volar directamente hasta allí, o aterrizar durante el trayecto y seguir viaje por tierra.

Volkov se quedó atónito.

—¿Yo... yo..., camarada presidente? ¿A Novosibirsk?

—Creo que usted es el hombre más indicado.

Volkov tragó saliva antes de continuar.

—Gracias..., pero mañana tengo que recibir a una delegación que viene de Finlandia. Está todo dispuesto desde hace semanas. Yo mismo he realizado el trabajo previo. Y no hay nadie más que...

—Es cierto que usted es un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores —le interrumpió pacientemente el presidente—. Pero también es usted un oficial de la KGB. Y usted sabe perfectamente lo que tiene prioridad. Quiero una mente independiente que evalúe lo que ocurra entre el americano Stovin y nuestro Soldatov. Usted es el mejor hombre para esta misión. Haga sus preparativos. Yo arreglaré lo de su partida con el ministro.

—Gracias, camarada presidente.

Cuando Volkov hubo abandonado el despacho, el presidente volvió a poner el pervy otdel de Soldatov dentro del cajón, y lo cerró con llave. Luego abrió otro cajón y sacó de él un dossier similar. Era el pervy otdel de Volkov. El presidente pasó unas cuantas páginas del informe hasta llegar a la que buscaba. Sabía de antemano lo que iba a encontrar, pero quería asegurarse de ello.

«Actitud política —leyó para sí—, absolutamente digna de confianza.»

Asintió, sonrió, y puso la carpeta nuevamente en su lugar.

—Lo que deseo de Stovin —insistió el Presidente—, es una predicción. Un esquema previsible para los próximos dos años... —sonrió brevemente—, o para los próximos dos meses.

El director de la Agencia Central de Inteligencia 6 se removió un poco inquieto. Cogió una de las fotografías de satélite que había sobre el escritorio del despacho Oval de la Casa Blanca, y la miró distraídamente.

—Estas fotografías deberían ayudarnos a conseguir esos datos, señor Presidente —comentó—. Ellas muestran todo lo que el tiempo va a traernos a través de Siberia, sobre el océano Ártico y el mar de Barents. Mire ésta..., vea, tienen problemas incluso en Murmansk. Y todo su sector petrolífero alrededor de Igrim y de la desembocadura del río Ob está sometido a una dura prueba. Han de estar realmente preocupados por todo esto.

—No es muy satisfactorio pensar que va a ocurrimos lo mismo en Alaska —dijo el Presidente—. Porque llegará hasta allí, ¿no es así, Mel?

Melvin Brookman buscó una nueva posición en su asiento, al otro extremo de la mesa.

—Parece ser que sí, señor Presidente —contestó—. Y muy pronto. Tengo un informe de computadora basado en las últimas Temperaturas de la Superficie Marítima y datos atmosféricos, el cual nos da alguna idea. Si este es cierto, el área afectada irá desde la bahía de Prudhoe al norte, y quizá bajará hacia el sur de Alaska, por la costa hasta Valdez.

—Y eso podría inutilizar el oleoducto de Alaska por un tiempo indefinido —observó el Presidente.

Brookman asintió, y el director de la CIA intervino nuevamente.

—Hemos estado hablando con los británicos, señor Presidente. Están muy preocupados por su petróleo del Mar del Norte. Se podría decir que ellos tienen todos sus huevos en una sola cesta, en las islas Shetland.

—Parece un pésimo momento para comprar un automóvil señores —comentó el Presidente—. Y aún no hemos sabido nada de Stovin.

Parecía una afirmación, pero Brookman sabía que en el fondo era una pregunta.

—Aún no —informó—. Claro está que no es lo mismo enviar información desde Rusia que desde Gran Bretaña o Alemania Federal. Los soviéticos no le han invitado para ayudarnos a nosotros, sino para que les ayude a ellos. Y si se dan cuenta de que puede llegar a saber demasiado de algunas dificultades cruciales..., bueno, podrían cerrar definitivamente los postigos, por decirlo de algún modo.

—¿Qué quiere usted decir?

Brookman no contestó; pero el director de la CIA intervino, inclinándose hacia adelante al hablar.

—Estábamos discutiendo este tema el doctor Brookman y yo, antes de entrar en su despacho, señor Presidente —le explicó—. Pudiera suceder que el doctor Stovin... tenga..., bueno, ciertas dificultades para informarnos con prontitud. No es sólo el petróleo lo que está siendo afectado, aunque sus consecuencias sean lo suficientemente serias. Obviamente, existen otros factores involucrados en todo esto, como son los defensivos: puertos, bases aéreas, silos de misiles. Esto significa, seamos francos, que si el asunto fuera a la inversa y Soldatov se paseara de arriba a abajo por la costa de Alaska... yo pondría uno o dos obstáculos, de apariencia natural, para impedir que toda esa información pasara a Rusia con la rapidez que él desearía. Y eso es algo que ellos pueden realizar con mucha más facilidad que nosotros. Si Soldatov estuviera aquí, tendría a la mitad de los periodistas de los Estados Unidos a su alrededor. Pero allí, apostaría que, como mucho, tan sólo habrá algún periodista novato de Pravda que siga a Stovin. Sin contar que ese periodista puede ser, simultáneamente, un coronel de la KGB.

El Presidente asintió pero no hizo ningún comentario. En cambio, se dirigió a Brookman para hacerle otra pregunta.

—¿Una predicción hecha por una computadora?

—Sí, señor Presidente —contestó Brookman—. La efectuamos en el CIT. Una serie de predicciones similares se estarán realizando ahora en todo el mundo. El problema está en que plasmar la atmósfera requiere una cantidad de computación que ni siquiera computadoras avanzadas como el modelo Cray, que los chicos del NCAR llaman Razzle-Dazzle, pueden procesar. Necesitamos una múltiple observación correlativa desde unos cien mil puntos diferentes de la atmósfera, para obtener una idea muy rudimentaria del clima global. Y aún entonces esto solamente nos daría el cómo, no el porqué.

—Y la mayoría de los jefes de estado podrían considerarse afortunados si lograban entender una quinta parte de esto —concluyó secamente el Presidente—. Me alegraré de ver nuevamente a Stovin. Prefiero hablar con un hombre, a hacerlo con un pronóstico.

Se levantó y los demás le imitaron.

—Lo siento, señores, no dispongo de más tiempo para ustedes. Tengo que recibir a una delegación de las repúblicas del África central... de los países del Sahel. Se trata de reservas alimentarias. En resumen, más dólares. Va a ser sumamente difícil para mí, explicar al público americano que el exceso de nieve en Alaska produce hambre en el Sahara meridional.

—Bien, eso es bastante fácil —opinó Brookman—, si se plantea la cuestión en términos de bandas climáticas.

—Para la mayor parte de nosotros no lo es, Mel —le contestó el Presidente amablemente, sonriendo para suavizar sus palabras—. Es por eso por lo que me gusta hablar con Stovin.

Se dirigió hacia la puerta del despacho Oval, observando una vez más cómo el director de la CIA se tomaba toda clase de molestias para no pisar el emblema de la alfombra azul que representaba el águila americana, mientras que Brookman cruzaba directamente por encima de ella. El director de la CIA se volvió al llegar a la puerta y le saludó con un gesto de su mano, desapareciendo después por el pasillo. De pronto, el Presidente experimentó un escalofrío. Tengo frío —pensó—; quizá me estoy haciendo viejo. De todos modos, ¿qué es lo que me ocurre? El director de la CIA es un patriota, y sólo busca mejores ventajas para los Estados Unidos. Y es indudable que en Moscú hay personas que piensan de la misma forma. Todos piensan que en la actualidad hay soluciones políticas para todo. Y que los gobiernos tienen varitas mágicas. Eso que llamamos mundo libre, saldrá adelante. O eso que llamamos socialismo, superará la crisis. Pero yo no lo veo de ese modo. No por mucho tiempo. Creo que es demasiado tarde para soluciones. Todo lo que podemos esperar por ahora son reacciones sensibles ante lo inevitable. Quizás, igual que Noé, tendremos que salvar algunas parejas. Pero, ¿cuánto tiempo nos queda? ¿Y cómo serán las cosas dentro del Arca?

Diane Hilder pasó unos momentos de gran disgusto pero, mediante un esfuerzo tanto físico como intelectual, logró tomar por fin una actitud de distanciamiento clínico. Sin embargo, el ayudante ruso de laboratorio tuvo menos autocontrol. Se quitó de un tirón la mascarilla verde y huyó de la mesa sobre la que yacía el lobo muerto. Diane tomó el forceps de la bandeja, y empleando el lado romo del escalpelo, levantó una vez más el colgajo, provocado por la amplia incisión que había hecho en el estómago, previamente afeitado, del animal. El penetrante olor de los jugos gástricos, le llegó incluso a través de la mascarilla antiséptica. Sí, allí estaba... y ya no había duda alguna de lo que era: la mano y muñeca izquierda de un ser humano, parcialmente digeridas. La piel se había arrugado y no tenía ya color alguno. Los huesos y las uñas estaban triturados, lo que no era de extrañar, dada la fuerza de los molares de un lobo. Se obligó a sí misma a observarlo mejor, y concluyó que se trataba de la mano de una mujer..., ¿o quizá la de un niño? Era delgada y carecía de vello... No, era la de una mujer. La prueba estaba ahí. Utilizando cuidadosamente el forceps, desprendió de un trozo de hueso astillado un reloj de pulsera. Un reloj de mujer, con correa metálica bañada en oro. Barato, ni siquiera automático, pensó Diane absurdamente. Grotescamente, aún funcionaba. El malestar le invadió otra vez. «No puedo continuar con esto», se dijo a sí misma. Pero siguió explorando la cavidad estomacal con detenimiento. No había nada más en ella... Esa había sido la parte asignada a aquel lobo: una mano y la muñeca.

El ayudante de laboratorio regresó. Se había vuelto a poner la mascarilla y parecía un poco avergonzado. Ella se alejó de la mesa, y él le ayudó a despojarse de los guantes y la bata de cirugía. Era un momento tradicionalmente solidario y sociable. El no hablaba inglés ni ella ruso, pero los unía el momento de horror que habían compartido. El le mostró la sala de espera, y la dejó dándole a entender por señas que le necesitaban en otro sitio. La habitación estaba vacía, y todavía tendría que esperar unos diez minutos para que la recogiera el coche.

En cierto sentido, aquel lobo había sido una compensación. Antes de irse a la cama la noche anterior, ella había solicitado a Soldatov que le reservaran aquel lobo. El había telefoneado al comando del ejército para disponer que lo dejaran en el semidesierto Instituto Biológico, para practicarle la autopsia. En otras circunstancias, hubiera sido desollado. Stovin había querido llevar un zoólogo con él y ningún zoólogo dejaría pasar la oportunidad de examinar de cerca a un ejemplar puro de Canis lupus. Especialmente, uno perteneciente a la Unión Soviética. Ella nunca había visto con anterioridad un lobo siberiano. Su peso era de ciento veintiocho libras, lo que superaba en diez libras el peso máximo indicado en los libros de texto, para un macho adulto en aquella región. En cualquier caso, la conducta de estos lobos era atípica. Los lobos no se aventuraban en áreas como un campamento repleto de tiendas, tal como había hecho éste la noche anterior. Sobre todo si el lugar estaba lleno de gente y ruido. Y mucho menos si estaban alimentándose de cadáveres, cuando presumiblemente no quedaba ninguno en los alrededores del campamento, puesto que hacía varios días que se habían llevado todos. Era algo muy curioso...

El Instituto Biológico de Akademgorodok estaba a no más de un kilómetro de la dacha de Soldatov. A pesar de ello, Diane había temido, al observar la fuerte nevada a través de la ventana, que el coche que debía recogerla no pudiera llegar. Pero ahora, mientras aguardaba en la sala de espera, comprobó que la nevada había disminuido. Sólo caían unos tenues copos de nieve. El coche fue puntual y, después de recogerla, enfiló una amplia avenida en la que trabajaban dos máquinas quitanieves, despejando la carretera y apilando la nieve en altos montones a ambos lados de la misma. Era un hecho, pensó ella, que en Akademgorodok no se escatimaban máquinas ni esfuerzo humano para mantener el ritmo de vida con la mayor normalidad posible. Habría sido difícil, para cualquiera que lo ignorara, imaginar que a poca distancia una ciudad moderna había sido aniquilada y necesitaba ayuda desesperadamente. Akademgorodok estaba abarrotado de gente, pero eso era todo. El coche iba abriéndose camino con dificultad. Por las calles caminaban hombres y mujeres arrebujados en sus abrigos de pieles. Ella hubiera apostado que cada uno de ellos era un científico, un técnico, un especialista, un operario, o un empleado de alguno de los institutos, y que habían sido enviados allí por algún organismo o entidad científica de alguna distante región. Pero no había, a pesar de su proximidad y adecuación para albergarlos, refugiados de Novosibirsk. No había tiendas ni patrullas militares. Allí la vida continuaba como si el Danzante no hubiera pasado. Quizá con un poco más de prisas o con una mayor urgencia. Pero básicamente, con poca diferencia de lo que debía haber sido con anterioridad. En la Unión Soviética, Akademgorodok cumplía una determinada función, y nada, absolutamente nada, iba a interferir en ella.

Ya casi había llegado a la dacha. El camino pasaba junto a la gran ribera de un enorme pantano que era como el mar artificial de Ob. Mirando por la ventanilla, a través de los claros que se formaban entre los copos de nieve, divisó parte del hielo que lo cubría, y observó que tenía un aspecto distinto del normal. Estaba como sembrado de unos minúsculos puntos luminosos. Unos estaban en movimiento y otros permanecían inmóviles. Antes de que pudiera preguntar al conductor, el coche se alejó de la superficie congelada, para entrar en los bosques de abedules de Akademgorodok. El gran supermercado, junto al restaurante de los científicos, estaba abierto y con sus luces encendidas. Fuera del restaurante, se apreciaba una larga cola. Un par de minutos más tarde, el coche se detuvo frente a la dacha de Soldatov. Valentina se apresuró a recibirla, sorprendiéndose por la palidez de su rostro, y le ayudó a quitarse todas las prendas de abrigo que llevaba puestas. Luego, le ofreció café. Stovin no había regresado todavía, y ella deseó desesperadamente que lo hiciera pronto. En Colorado, Diane había pensado que un viaje juntos podría modificar su relación y hacer algo por ellos. Es decir, que podría actuar como un catalizador de su mutua relación. Pero hasta entonces no había sido así. Stovin estaba demasiado interesado por todo lo que tenía ante él como para hacer una pausa y pensar en ella, o dejarse atraer por ella. Diane sentía en su interior que su amor por él aumentaba. Estaba segura. Y podría haber jurado que, de cuando en cuando, vislumbraba en los ojos de Stovin una especie de brillo esperanzador cuando la miraba. ¿Realmente la había llevado hasta allí porque ella era la zoóloga ideal? Tendré que contarle lo del lobo —pensó—. De cualquier forma, deseo hablar con él. Pero aún no. Quizá sea mejor que no esté ahora. Aún no quiero pensar en ello...