VIII
—BUENO, ¿de qué trata todo este asunto de los lobos, Stovin —se interesó Diane, que arrastraba los pies entre las hojas semicubiertas de nieve junto al camino que subía desde Boulder hasta el NCAR.
La caída de aguanieve había cesado mientras ellos estaban comiendo, una hora antes. Hacía frío, mucho frío. Y Stovin pensó que Diane era la única mujer que conocía capaz de aceptar una invitación para pasear en un día como aquel.
—Lo más interesante del informe soviético es lo referente a la entrada de los lobos en la ciudad, o en lo que queda de ella; y en gran número —dijo él—. Supongo que habría mucha comida para ellos.
Diane se estremeció, pero Stovin pareció no darse cuenta.
—Lo que me asombra —prosiguió—, es que estuvieran lo suficientemente cerca como para aprovecharse de la situación.
Ella se encogió dentro de su trenca blanca. Habían dejado el coche en el camino, unos ochocientos metros detrás, y caminaban juntos hacia la puesta de sol tras las Flatirons. Largas franjas de rosa y oro se dibujaban en el horizonte, tras las montañas, que se destacaban como moles oscuras en el cielo.
—Se comenta que el número de lobos ha aumentado considerablemente durante estos últimos años en Siberia —dijo ella—. Los rusos no proporcionaban demasiados detalles al respecto. Sólo datos ocasionales y no muy precisos. En los periódicos han aparecido algunos artículos, pero no muy concretos. Y la mayor parte de nosotros no puede obtener más que una breve visita a ese país. Supongo que puede haber suficientes lobos como para causar problemas en Novosibirsk. Aunque, en general, se mantienen apartados de los seres humanos, especialmente si éstos van armados. Y me imagino que en Novosibirsk ya deben estarlo ¿no? Quiero decir que el ejército soviético habrá tomado las medidas pertinentes para evitar el saqueo y las consecuencias habituales de este tipo de desastres.
—Algo hay sobre esto en el informe —explicó él—. Incluyen una estimación efectuada la semana pasada que da una cifra de unos trescientos lobos.
Ella emitió un silbido, sorprendida. Sobre las montañas, los reflejos dorados desaparecían lentamente en el horizonte y comenzaban a brillar las primeras estrellas en el cielo.
—¿Trescientos? Eso es mucho más de lo que yo hubiera pensado en un caso así... mucho más. ¿Puedo ver ese informe?
—Se supone que no, pero puedes hacerlo.
Ella se detuvo bruscamente y se volvió hacia él con expresión seria.
—Haces tus propias reglas. ¿Verdad, Stovin?
—Sólo algunas de ellas —dijo él.
Con una cierta sorpresa, ella se dio cuenta de que su voz tenía un matiz de amargura. Le tomó del brazo.
—No estaría aquí paseando contigo si no fuera así —le aseguró.
Cuando hubo oscurecido, volvieron al pequeño coche de Diane. Una vez dentro del coche, ella alargó la mano para conectar el encendido, pero se encontró con la mano de él. En el parabrisas se reflejaba su expresión tensa.
—Quiero que veas ese informe. Pienso que puede interesarte.
—¿Cómo?
—¿Sabes que voy a ir allí?
—Lo imaginaba.
—Puedo llevarme a dos personas más. Uno de ellos será Bisby. Ya sabes, el piloto que me llevó al Mar de Beaufort.
—Lo recuerdo —asintió ella, percatándose de que su corazón latía más deprisa.
—Y aún puedo incluir a otro científico. Mel Brookman quiere que me lleve a Bongartz.
—¿Bongartz?... ¿No es el que efectuó una serie de trabajos sobre el Velo de Polvo? Recuerdo haber leído algo sobre eso en una revista. Aunque, como tú sabes, no es ese mi campo.
—Exacto —le confirmó él—. Ese no es tu campo. Pero tampoco lo es el Canis lupus para Bongartz. No lo quiero conmigo. Sé que es un buen científico, pero no lo quiero. Cuando estuve en Alaska, hablé mucho con Bisby y una cosa me quedó clara, supongo que siempre lo había sabido, pero necesité que Bisby me lo hiciera notar: no podremos entender lo que está sucediendo ateniéndonos sólo al clima. Tenemos que pensar más ampliamente. Tenemos que tener en cuenta todo lo que está sucediendo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Ella asintió en la oscuridad.
—Bien, bien —convino Diane suavemente—. No tienes que retorcer mi brazo. Si estoy dudando de ir o no, es por algo más.
—¿Qué más?
—Mira, Stovin, ¿soy yo lo suficientemente buena? Este viaje es bastante importante. Me extrañaría que alguien en Washington, y menos en Moscú, haya oído hablar de mí alguna vez. ¿Cómo van a permitir que vaya una zoóloga que no tiene renombre internacional? Hay hombres como Van Gelder, en Nuevo México, que no dudarían ante una oportunidad como ésta. Y también en tu propia Universidad.
—Van Gelder me volvería loco en cuarenta y ocho horas —aseguró él, irritado—. En todo caso, el propio Van Gelder ha dicho varias veces que tú eres la mejor de la nueva generación. Lo ha dicho muchas veces.
—¿Van Gelder ha dicho eso?
—Así es.
—Bueno, bueno..., siempre pensé que le fascinaban mis ojos azules.
—Tengo que llamar a Brookman esta noche —dijo Stovin.
—Se volará la tapa de los sesos —comentó ella, dándose cuenta de que su voz sonaba un poco insegura.
Por primera vez, Stovin rió brevemente.
—No, él no. Está sudando lo suyo para poder obtener un visado para Bisby, y encontrará mucho más fácil que le acepten a una zoóloga acreditada. Pero, bueno..., ¿vienes?
—Tú sabes que iré.
—Bueno..., entonces, ya está. Volvamos a Boulder. Tengo que hacer unas llamadas. Para empezar, tengo que llamar a Bisby.
—¿Cómo es Bisby?
—¡Oh! —respondió él vagamente—, Bisby es un buen tipo. Un tipo con el que se puede hablar. Te gustará... espera y verás.
—Bien —dijo ella. Y se inclinó hacia él para besarlo ligeramente en la mejilla. Stovin pudo sentir el suave perfume de su pelo, y se volvió para besarla en la boca. Ella no se retiró, pero tampoco respondió, ante lo que Stovin se sintió desconcertado.
—Podría ser complicado —dijo Stovin de repente—. No creo que tus... habilidades académicas, sean la única razón por la que quiero que vengas.
Ella accionó el encendido, y el motor del pequeño Volkswagen, con un balbuceo, dio señales de vida.
—No te preocupes por eso —lo tranquilizó—. Tampoco es esa la única razón por la que voy.
Bisby conducía lentamente hacia el sur de Anchorage, escuchando el sonido de las cadenas que había colocado a los neumáticos, al hundirse en la nieve. El camino discurría junto al apelmazado hielo del río Ninilchik, a través de un pequeño arrabal de caravanas y coches abandonados donde los restos de los olvidados vehículos asomaban fuera del blanco manto de nieve. Después de recorrer otros tres kilómetros llegó hasta la casa que buscaba, aunque en realidad apenas merecía el nombre de casa, ya que consistía en dos caravanas, establecidas allí en pleno verano y ahora medio enterradas en la nieve y unidas entre sí por un túnel de fibra de vidrio. Más allá estaba el río y se divisaba un pequeño bosquecillo de alisos. Era la hora del crepúsculo.
La puerta de la caravana más grande estaba cerrada. Bisby entró sin llamar, directamente, y se detuvo un instante para poder acostumbrar sus ojos a la escasa luz del interior. Un aparato de televisión, del que se había eliminado el sonido, transmitía un partido de pelota en el rincón. Tan sólo había una lámpara encendida, colocada sobre una estantería, a un lado. Bisby se encaminó hacia el otro lado de la caravana, cerca del pequeño cubículo que encerraba la cocinilla, y se sentó.
El interior de la caravana estaba caliente e impregnado del olor de los ocho esquimales que esperaban en silencio sentados en círculo. La puerta se abrió una o dos veces, dando paso a figuras que se dibujaban brevemente, encuadradas por el marco de la puerta contra la vista fantasmal de la nieve. Pronto, la pequeña cabina estuvo tan llena de gente que no cabía nadie más. El esquimal sentado junto a Bisby resoplaba y se aclaraba la garganta incansablemente. Hubo un movimiento en la otra sección de la caravana, y el joven esquimal vecino de Bisby se levantó bruscamente y apagó el aparato de televisión. Junto con la televisión se apagó también la lámpara y la caravana se quedó casi a oscuras, iluminada sólo por la luz crepuscular que se filtraba por la pequeña ventana y por las ocasionales luces de los faros de algún camión que pasaba por la carretera vecina. Frente a Bisby se sentó una mujer de mediana edad enfundada en un voluminoso anorak escocés, que ahora hablaba con la muchacha que estaba a su lado. Sólo se adivinaban las personas de la caravana por las sombras que revelaban su presencia, así como por alguna risita ahogada o un carraspeo ocasional. En un momento determinado, se oyó por tres veces un susurro generalizado: «Até, até, até.»
Bisby no se dio exacta cuenta del momento en que la figura agazapada del chamán 4 (1) Julius Ohoto entró en la habitación. El viento empezaba a levantarse en el exterior, y la caravana entera crujía al ser azotada por las fuertes ráfagas. Era imposible captar el ruido que pudiera producir la llegada de alguien más. En un momento determinado, el círculo central estaba casi vacío, y un instante después completamente ocupado. Se daba por supuesto que cualquier Katkalik veía en la oscuridad. ¿Qué era lo que le había contado su padre? «Ellos creen que los Katkalik poseen un fuego interior con el que iluminan las sendas del alma.» «Ellos creen»; así es como su padre lo había expresado. ¿Qué pensaría de él ahora? En todo caso, Julius Ohoto no se fiaba del fuego interior. Entre las sombras, junto a su asiento, Bisby vio la gran antorcha recubierta de hule que empleaba Ohoto. Sin embargo, siguiendo un antiguo hábito, los dedos del piloto, bajo el anorak, llegaron hasta el bolsillo de la camisa y cogieron el pequeño y desgastado hueso que constituía su amuleto. Entonces miró al chamán. Ohoto era un hombre de mediana edad. Trabajaba como empleado en una oficina estatal de Anchorage, y usaba unas gruesas gafas de ejecutivo que daban a su ancho rostro un aire ligeramente absurdo. En uno de sus dientes delanteros se apreciaba un vistoso empaste de oro. Bisby podía verlo brillar cuando el chamán movía la cabeza. Ohoto sostenía una botella de cerveza que se llevó súbitamente a la boca para beber con avidez. No hizo gesto de ofrecerle a nadie. Luego cogió una vara de madera que había junto a él y dio un ligero golpe en la botella. El esquimal joven y gordo que se sentaba junto a él, entonó un canto. Era una canción sobre los caribús, una antigua canción que Bisby había escuchado algunas veces durante su estancia en Ihovak, una melodía de extraño sonido que fue escuchada atentamente por toda la concurrencia, que permaneció inmóvil aún después de haberse apagado las últimas notas de la canción. El chamán Ohoto se sentó, en una aparente espera. Por último, estiró la mano en dirección al otro extremo de la caravana, lejos de Bisby. Uno a uno, los esquimales fueron estirando también sus manos. Los hombres la mano derecha, las mujeres, la izquierda, con las que le cogían brevemente los dedos. Un bebé rompió a llorar en un rincón de la habitación, pero su madre, después de calmarlo, le puso la manita en la palma de la mano de Ohoto. Hasta que le llegó el turno a Bisby. Los dedos del hechicero eran ásperos y fríos como la piel de un pescado. Cuando Bisby retiró su mano, cogió nuevamente su amuleto.
Ohoto se agazapó en el círculo central y extrajo de su cinto un guante de cuero. Lo colocó ante sí, se levantó y lo tocó con la punta de su vara de madera una y otra vez. Cada vez parecía como si fuera más difícil levantar el extremo de la vara. Finalmente, el chamán hacía verdaderos esfuerzos para levantarla, como si estuviera enterrada profundamente en la tierra. Cuando echó la cabeza hacia atrás, en la oscuridad, Bisby recibió en la mano algunas gotas de sudor. Momentos más tarde, el chamán llegaba a la última fase del proceso: ya no podía levantar la vara en absoluto. Y habló con esfuerzo, jadeando:
—Mi tornaq está con nosotros.
Un escalofrío recorrió el círculo de esquimales. Bisby sintió que los pelos de la nuca se le ponían de punta. Entonces, Ohoto mantuvo una breve conversación con cada uno de los esquimales. Por cada uno de ellos, Ohoto hizo una pregunta al tornaq: «¿debería comprarme esta embarcación?, ¿o este coche? ¿Recibiré ayuda por parte de esta mujer? ¿Me cancelará la deuda mi acreedor?» En cada ocasión tiraba de la vara. Si ésta se levantaba fácilmente, el esquimal que recibía respuesta se escabullía fuera de la caravana. A veces, la vara permanecía inamovible. La mujer del anorak escocés hizo también su pregunta: «¿Se recuperará mi hijo?» Como la vara permaneció apuntando al suelo, se levantó del círculo sollozando.
Cuando le llegó su turno, Bisby se dio cuenta de que era el único que quedaba, y que el chamán y él estaban solos. En la oscuridad, Bisby se sintió observado por él. Ohoto cogió la botella de cerveza y bebió largamente. Luego la lanzó al otro extremo de la cabina y empezó a cantar. Lo hacía tan rápidamente que las palabras que pronunciaba parecían una sola. Era un canto de Ihovakmiut, y Bisby reconoció algunas frases en él. La cabeza le daba vueltas. Inconscientemente, se preguntó cómo Ohoto sabía que él provenía de la isla de Ihovak. Finalmente, cesó el torrente de palabras y el chamán tomó la vara.
—Formula tu pregunta —le dijo.
—He sido invitado a un largo viaje —explicó Bisby—. ¿Me será beneficioso?
La vara permaneció inclinada hacia el suelo, sin hacer movimiento alguno. Pero Ohoto no hizo ningún esfuerzo por levantarla, como había hecho con los anteriores.
—¿Cuál es la respuesta? —preguntó finalmente Bisby.
—No hay respuesta —le respondió Ohoto—. No puedo mover la vara. Mire...
Apartó su mano y la vara permaneció apuntando hacia abajo, como si hubiera brotado del suelo.
—Debe formular otra pregunta.
—¿Es mi destino ir allá? —preguntó Bisby.
La vara se levantó hacia arriba, quedando como suspendida en el aire...
—Es su destino —le confirmó Ohoto.
Bisby tuvo la intención de incorporarse, pero el hechicero levantó la mano que tenía libre.
—Aún puede hacer otra pregunta. Hágala.
La mano de Bisby estaba aferrada a su amuleto.
—¿Volveré?
Súbitamente se produjo una ráfaga de aire helado, acompañada de un sonido de movimientos apresurados, dando la sensación de que la cabina estuviera invadida por pájaros. Sorprendido, Bisby levantó la cabeza y no se fijó en la vara. Cuando miró nuevamente a Ohoto, la vara ya no estaba allí.
—¿Qué...? —empezó a decir, pero el hechicero negó con la cabeza y se puso un dedo en los labios.
—Mi tornaq ha contestado —dijo—. Pero ya se ha ido.
El saliente cubierto de grava, donde se había echado el lobo, estaba suspendido a unos treinta metros sobre los hielos del lago. Treinta mil años atrás, antes de que sobreviniera glaciación y el lago se encogiera dentro de su congelado lecho natural, la cornisa había sido una playa. Los fósiles de los antiguos seres marinos abundaban en aquel lugar. Alrededor del lobo había también muestras que hacían evidente una anterior ocupación por parte de otros cazadores de la tundra siberiana, tales como largos y puntiagudos trozos de cuarzo, tan afilados como el prehistórico día en que habían sido convertidos en puntas de flecha. El lobo, sin pestañear, tenía la mirada clavada en el desolado paisaje. No se divisaba árbol alguno. Las pequeñas florecillas de colores, que alegraban el verano del Ártico, habían muerto hacía tiempo. Al abrigo de las grandes rocas que poblaban la ribera del lago, los últimos vestigios de los líquenes característicos del verano, colgaban descoloridos de sus grietas. Era un paisaje que, a primera vista, parecía desprovisto de vida. Pero el lobo sabía que no era así. Junto al lago yacía el esqueleto de un reno. Desde el otro lado del agua, llegó la corta y estridente llamada de un pájaro falaris, de emigración tardía. Sin embargo, la atención del lobo estaba concentrada en una desigual línea de puntos móviles y distantes que se desplazaban sobre la nieve, más o menos a un kilómetro. El lobo levantó la cabeza y movió la nariz olfateando. Los puntos se acercaban, moviéndose a cinco kilómetros por hora aproximadamente. Las enjutas siluetas pronto llegaron a ser identificables, aunque el lobo hacía largo tiempo que lo había hecho. Se alzó bruscamente, y apoyó con firmeza las cuatro patas en la gravilla suelta de la cornisa, clavándolas profundamente hasta su quinto dedo, y se quedó quieto. Hizo chasquear la lengua sobre su estrecho hocico, echó atrás la cabeza y aulló.
Inmediatamente, el líder de los lobos que se acercaban en fila, ahora a menos de medio kilómetro, aulló también.
El lobo de la cornisa bajó hacia el lago, desviándose hacia el norte cuando lo hubo alcanzado. Luego subió por un largo sendero de rocas erosionadas. Al final del mismo, un montón de rocas graníticas formaban un anfiteatro natural, en el cual le esperaban los catorce lobos que formaban el resto de su manada. Primero saludó a su hembra hocicándola rudamente y propinándole unos manotazos amistosos. El era el líder de la manada y su macho por el resto de su vida. Estaba en la cima de su poderío. Ningún otro lobo dé la manada se atrevía a desafiarlo. Toda decisión que afectara a la vida de la manada sería tomada únicamente por él.
Cuando hubo terminado con su pareja, los demás lobos siguieron su turno en darle la bienvenida. Agitaron la cola, le colocaron la pata encima del cuello mientras emitían excitados aullidos, y avanzaron y retrocedieron alternativamente. Terminadas las formalidades, el líder bajó trotando la pendiente por donde había subido. Los demás lobos le siguieron en formación de caza: una sola fila, bien espaciada.
La manada que había visto desde el risco, compuesta de doce animales, ya estaba junto al lago cuando ellos llegaron, y por espacio de unos minutos, tuvo lugar un antiguo ritual. Los lobos de ambas manadas echaron las orejas hacia atrás, los pelos de sus dorsos se erizaron, y los cuerpos se estiraron para ofrecer la máxima longitud. Entonces empezaron a gruñir amenazadoramente. El líder de la otra manada, un animal viejo y con el hocico cruzado por una cicatriz, orinó bruscamente sobre una roca, y el otro líder olfateó la orina consideradamente. Por un instante ambos se separaron sin dejar de mirarse, midiéndose uno al otro. Hasta que, de pronto, el animal más viejo se echó en actitud de sumisión, acuclillándose contra la nieve y manteniendo su cola firme entre sus patas. El otro lo olfateó brevemente, y se alejó. Al momento, aunque con leves gruñidos y empujones mutuos, las dos manadas se unieron. Ahora había una sola manada de veintisiete lobos. Trotaron al subir el sendero en fila precedidas por el primer líder, que llevaba la cola en alto. No se detuvieron en el pequeño anfiteatro donde su propia manada había pasado los últimos dos días. La breve jornada iba a terminar en un temprano crepúsculo. El viento hacía volar a la nieve. Con la seguridad de quien lleva una brújula, el líder continuó su camino, guiando a su manada hacia el sur mientras el sol se ponía en el horizonte, por detrás de su flanco izquierdo.