XIII
BISBY era feliz. Estaba sentado en el extremo del banco de madera del transporte militar. Frente a él, el teniente en jefe del Ejército Rojo, de pie en su pequeño compartimento, se inclinaba alternativamente a un lado o a otro en respuesta obligada a los continuos bandazos del transporte sobre la ancha pista, que discurría entre bosques nevados, a unas treinta millas de Novosibirsk.
Enfrente mismo del teniente, pero en un nivel más bajo, el conductor se balanceaba y saltaba en la cabina. Bisby sólo podía ver su cabeza, cubierta por un casco. Por encima de ellos se veía la funda de la pistola de 73 mm. Aquella no era, recordó Bisby, una misión operacional. De hecho, era difícil decir qué clase de misión era... aunque eso carecía de importancia. Porque era bueno, muy bueno, estar apartado, aunque sólo fuera por unas horas, de la claustrofobia científica de Akademgorodok.
Miró a los demás ocupantes del vehículo, tocados con gorras de piel y con la cara protegida contra el viento gélido que sacudía el transporte, de empinados costados, pero descubierto. Junto a él, se sentaban Soldatov y Stovin, que apenas pronunciaban palabra. Un poco más allá, Valentina y Diane Hilder hablaban entre sí, aunque el ruido del motor hacía imposible oír lo que decían. De vez en cuando, Diane se reía, mientras Valentina se inclinaba hacia delante, recalcando su discurso con vigorosos movimientos de manos. Bisby las observó con disimulo. Diane parecía totalmente diferente cuando reía: se desvanecía su expresión ligeramente arrogante, y parecía más vulnerable, más abierta. ¿Abierta a qué? «Supongo que a Stovin —pensó—. Supongo que él, con sólo hacerle una seña con un dedo, ya la tendría a su merced.»
Dirigió su mirada hacia Stovin. La expresión de éste era seria. En aquel momento, no parecía sentirse feliz en absoluto, lo cual no era sorprendente. De repente, toda al corriente de información científica y técnica sobre lo que pasaba dentro y fuera de Rusia parecía haberse secado.
«¿Cuándo podré ver esos datos sobre los isótopos? Supongo que no estoy aquí en calidad de turista.» Bisby había oído a Stovin formular esta pregunta a Soldatov aquella mañana. Soldatov se había mostrado confuso, y había prometido intentar que las cosas se aceleraran un poco. Diez minutos después estaba hablando vehementemente con Volkov. Pero él no había podido deducir nada de aquel rostro de piedra. Bisby miró hacia el otro extremo del banco. Volkov escribía concienzudamente en un bloc sujeto a un tablero, indiferente por completo a los zarandeos y vaivenes del trayecto. ¿Qué era lo que había dicho cuando ellos llegaron a Moscú?... «Este es un país muy minucioso respecto a los documentos.» Ahora, esto se veía claramente.
Y, por supuesto, Stovin, Soldatov y los demás conocían la razón por la que no se le proporcionaba a Stovin la información que le era necesaria. La razón era Volkov. Nada que se pudiera realmente demostrar. Su técnica era muy simple. Stovin solicitaba algo, y Volkov le respondía: «De acuerdo... inmediatamente.» Y entonces, de algún modo, el asunto dejaba de ser inmediato. Los trámites se eternizaban, y surgían demoras imprevistas. Las demoras, desde luego, se solucionarían «inmediatamente». Y mientras tanto, Volkov, con pesar, le rogaría a Stovin que tuviera paciencia. Como aquella mañana, por ejemplo. Stovin había querido ir a uno de los Institutos en Akademgorodok, para utilizar una de las computadoras. Pero resultó que la computadora estaba siendo reparada. «Muy bien —había decidido Stovin—, entonces Geny y yo volveremos a la dacha e intentaremos trabajar sobre eso con nuestros propios medios.» «De acuerdo, de acuerdo», dijo Volkov. Pero a continuación: «Quizás sería mejor que fuéramos todos a ver el lugar donde se originó el "extraordinario fenómeno" que ha azotado a Novosibirsk.»
Incluso Soldatov había protestado con vehemencia, argumentando que su tiempo estaría mucho mejor empleado en Akademgorodok. Sin embargo, Volkov había insistido. Tenían que ir aquel día, pues era el único que el ejército podía proporcionarles dos vehículos para el viaje. ¿Y por qué necesitaban dos vehículos? Volkov se lo había explicado: «Un sólo vehículo puede quedar inutilizado, tener dificultades o salirse de la pista.» Era una regla del ejército no enviar nunca un solo vehículo a la taiga. Bisby pensó que aquella era la primera cosa con sentido común que le había escuchado. Dos vehículos ofrecían más seguridad que uno. El día era corto en el invierno siberiano, y a él no le hubiese gustado pasar la noche en un transporte congelado, aunque momentáneamente hubiera dejado de nevar.
A su derecha, avanzaba el segundo transporte, paralelo a ellos, dejando tras de sí una estela de nieve apisonada. En la parte de atrás iban sentados ocho soldados de infantería. Los cañones de sus rifles automáticos se movían constantemente, en una especie de danza repetitiva, sobre el opaco camuflaje blanco del vehículo. «Deben estar bastante apretados —pensó Bisby—. Por suerte, aquí tenemos más espacio.»
Frente a él, el teniente dijo algo por el micrófono que llevaba sujeto al cuello. El vehículo se desvió hacia la izquierda, para seguir el curso del río Ob, el cual estaba marcado por ocasionales grupos de alerces o de piceas. La zona que precedía al ancho y congelado río estaba despejada aunque se levantaba el gran muro de árboles de la taiga, cientos de miles de altos y plateados abedules que se extendían apretadamente hasta el horizonte.
El vehículo ahora avanzaba lentamente, podía decirse que casi no se movía. Empezaba a girar y a resbalar sobre sus huellas como si estas trataran de impedir su paso a través del accidentado campo. Entonces se detuvo a cierta distancia del otro vehículo, a unos ochocientos metros más allá del borde de una depresión circular cubierta de nieve en la bajada que conducía al Ob. Todos saltaron del transporte. Bisby notó que los soldados adoptaban unas posiciones defensivas rodeando el cráter hasta establecer un perímetro circular de cien metros de diámetro, aproximadamente. Esto parecía ser una táctica aprendida por medio de un largo entrenamiento.
En el desolado paisaje nada más se movía, salvo un águila que sobrevolaba incansablemente las heladas riberas del Ob, en busca del más mínimo movimiento que significara comida. Más allá de la oscura muralla de abedules y piceas, hacia el oeste, el sol poniente teñía el cielo de un fuerte color anaranjado. Hacia el este, el cielo había adquirido esa tonalidad gris azulada característica de la inminencia de nieve. De hecho, empezaba a nevar en aquel momento. Bisby, al levantar el rostro para observar al águila, recibió varios copos de nieve.
Volkov, Stovin y Soldatov iniciaron juntos la subida al escarpado desnivel que conducía al borde alto del cráter natural. Valentine observaba al águila a través de unos pequeños prismáticos que llevaba colgados al cuello. Diane, detrás de Bisby, removió con la punta de su bota la nieve del suelo. Sorprendida, se volvió hacia él:
—Paul, vea esto. Esta nieve es redonda, y está suelta. Mire...
Se agachó, y enterró una mano enguantada en la nieve. Al sacarla, una verdadera lluvia de cristales de hielo blancos se escurrió entre sus dedos. Bisby se agachó, e hizo lo mismo. Pero cuando alzó la mano, lo que tenía entre sus dedos era un poco de musgo de un color gris amarillento. Lo observó, atónito, y luego se volvió hacia Diane:
—Mire usted esto... Este musgo debería estar enterrado profundamente en el hielo. Y la nieve de las capas superiores debería estar dura, por lo menos hasta el próximo verano.
Ella asintió, mirando a su alrededor maravillada.
—Éste no es un agujero natural —comentó—. A primera vista lo parece, porque ha nevado mucho desde que se originó. Eso oculta lo que realmente ha ocurrido. Pero si lo examina más atentamente, se dará cuenta de que es demasiado redondo y regular para llevar aquí mucho tiempo. Parece, más bien, ser el producto de un impacto.
—Es un cráter, pero no es exactamente un cráter de impacto. Debemos iniciar una terminología completamente nueva, y llamarle «cráter de extracción» —dijo Stovin. El y Soldatov se habían acercado a ellos, sin que lo notaran, dejando a Volkov inmerso en una animada conversación con el teniente.
Soldatov miró hacia el cielo, que oscurecía rápidamente.
—¿Se refiere a la corriente en chorro? —preguntó.
Stovin asintió.
—Alcanzó la tierra, como si hubiera sido un dedo. Dios sabe hasta qué profundidad alcanzó en esta ribera del río. La nieve que ha caído desde entonces no nos permite averiguarlo. Pero cuando llegó horadó la tierra, como si hubiera sido el «taladro neumático de Dios». Este borde en el que estamos ahora no es más que el desecho de la perforación. Naturalmente, está congelado y cubierto de nieve. Esta es la razón de que encontremos tan cerca de la superficie un musgo que debería estar sepultado a cinco metros de profundidad: forma parte de ese desecho.
—Nosotros necesitamos maquinaria especial para horadar la capa permanentemente helada —dijo Soldatov—. Pero, al parecer, para un Danzante la cosa es mucho más fácil.
—Y entonces, una vez establecido aquí —reflexionó Stovin—, seguramente se estableció mucho más cerca de la superficie, y empezó a moverse. Hacia Novosibirsk. Y, a partir de ese punto, se trasladó más o menos sobre la superficie, porque, de otro modo, no tendríamos un cráter de seis metros de profundidad, sino un canal de seis metros de profundidad, que llegaría hasta la ciudad. —Se volvió hacia Soldatov—: ¿Se acuerda de lo que me dijo el otro día? Me comentó que era curioso cómo estos fenómenos parecían estar vinculados a la presencia de agua. Pues bien, estoy seguro de que ese es un detalle significativo..., pero hay algo más.
—¿Qué es? —inquirió Bisby, reprimiendo un estremecimiento bajo su grueso anorak, y mirando más allá del cráter, hacia el bosque. Estaba casi oscuro. Algo se había movido... ¿o se lo había parecido a él? En el límite del bosque, la muralla de alerces se había movido muy levemente. Aguzó la vista, prestando poca atención a la respuesta de Stovin.
—El Danzante busca calor —explicó Stovin—. No es precisamente calor humano, pero sí algo que sea más cálido que el nivel en el que se mueve habitualmente. Por ejemplo, el agua de un río, o el mar, cerca de la costa. Un pueblo como Hays, o una ciudad como Novosibirsk. Y quizás, incluso los mamuts de Berezova, hace ya veinte mil años. Un rebaño de mamuts tiene que haber desprendido calor, y quizás fue un Danzante quien los mató. Y cuarenta siglos más tarde, el hombre podría comer su carne.
De pronto, uno de los soldados que estaban al otro lado del cráter gritó, señalando en dirección al bosque. El teniente trepó hasta llegar junto a él, y luego volvió a donde estaba Volkov, sonriendo, y le ofreció sus binoculares. Bisby se reunió con ellos, intentando ver algo en la débil luz del crepúsculo. Volvió a percibir un ligero movimiento entre los árboles. Junto a él, Volkov soltó una exclamación de sorpresa, y cortésmente le ofreció los binoculares.
—Esto es algo que no pueden presenciar muchos de nuestros visitantes, señor Bisby —dijo—. Es usted afortunado.
Bisby ajustó los binoculares, y entonces se explicó el origen de aquellos movimientos apenas perceptibles. Se trataba de un lobo del Ártico, un macho con abundante pelaje, casi totalmente blanco, sobre todo alrededor de la cabeza, donde prácticamente formaba un collar. Se mantenía quieto, en una pequeña depresión del terreno, justo delante de las primeras hileras de abedules, con la cola hacia abajo y una pata levantada, en lo que parecía una pose conscientemente escultural. Les estaba mirando a ellos, pero de pronto volvió su gran cabeza y miró hacia donde estaba la negra forma del vehículo que había transportado a los soldados.
—Me parece que ese transporte le tiene intrigado —le comentó Bisby a Diane, que le había pedido sus binoculares a Valentine, y ahora estaba junto a él—. ¡Mire! Ha levantado la cola.
El lobo trotaba lentamente, siguiendo una trayectoria paralela al lecho del río. Detrás de él, se observó un nuevo movimiento, y Diane se cogió fuertemente del brazo de Bisby. Posteriormente, él recordaría que ese fue el primer contacto físico entre ambos, y que, incluso en la semiosuridad del crepúsculo, y absorbido por lo que estaba pasando, sintió un violento deseo.
—¿Lo ve? —dijo ella—. Hay más lobos. Uno... tres..., no, cuatro.
Los cinco lobos, con su líder al frente, se movían sin prisa, pero sin detenerse, e intencionadamente seguían el lecho del río. Por lo visto, no parecían interesados por los vehículos, ni por las personas que estaban en el cráter. De pronto, en un amplio movimiento ondulante, parecieron desvanecerse todos ellos.
—Se han echado al suelo —dijo Diane. Su voz sonaba un poco tensa.
—Cuando hacen eso, se confunden con la nieve —comentó Bisby, con admiración—. ¿Pero a qué diablos están jugando?
Diane seguía intentando ver a los cinco lobos. Volkov había recuperado sus binoculares y estaba junto a ella.
—¿Qué cree usted que están haciendo, doctora Hilder —preguntó—. Después de todo, usted es la experta.
Ella se volvió hacia ambos. Su cara, enmarcada por la capucha de su anorak, reflejaba preocupación e intriga.
—Les diré una cosa —dijo—. Esos lobos están maniobrando frente a su presa. Son tácticas de caza.
—¿Pero cuál es la presa? —inquirió Volkov—. Hemos estado aquí más de media hora y debemos haber asustado a cualquier animal viviente que pudiera haber por los alrededores. Supongo que no queda un solo alce al menos en dos millas a la redonda.
Bisby se dio cuenta de que la voz de Volkov sonaba tan tensa como la de Diane.
—Estoy de acuerdo —accedió Diane—. No hay alces. Así que nos están cazando a nosotros.
Bisby soltó una carcajada.
—Entonces es que se les ha subido la sangre a la cabeza —se burló—. Cinco lobos, incluso aunque fueran kamikaze locos, no pueden hacer gran cosa a un par de vehículos blindados y a diez soldados con armas. Deben tener delirios de grandeza.
—Tiene razón —reconoció Diane, que parecía más tranquila—. Nunca atacarían a tanta gente, aunque fueran muchos. Es una conducta muy poco probable en un lobo. Aunque, desde luego, ellos no saben que estamos armados.
—Entonces, quizá deberíamos mostrárselo —dijo Volkov con brusquedad.
Llamó al teniente. Este dio una orden a uno de los soldados que estaban en el borde del cráter. Tres segundos más tarde se oía el seco estallido de un disparo. Y Bisby estuvo absolutamente seguro de que había oído el impacto de la bala, de 7'62 mm. en el cuerpo del lobo más cercano. Sin embargo, si tal sonido se había producido, fue ahogado inmediatamente por el aullido de agonía de un lobo. El gran animal fue catapultado en el aire, a casi dos metros del suelo, y cayó dando la vuelta y pataleando en medio de un charco de sangre que enrojecía la nieve a su alrededor. Después de uno o dos segundos, los aullidos, similares a los de un perro, se redujeron a unos simples gemidos. Después de un segundo disparo, los gemidos cesaron.
Diane se giró hacia donde estaba Volkov, justamente detrás de ella.
—No creo que esa fuera la mejor...
El la interrumpió antes de que pudiera terminar la frase.
—Debemos enseñarles la lección —argumentó—. No deben llegar a creer que pueden jugar con seres humanos.
En menos de una fracción de segundo, Diane evocó la imagen del momento en que había abierto el estómago de aquel lobo en la mesa de disección, encontrando la mano dentro de él. Pero finalmente se impuso el entrenamiento conservacionista de años de estudio e investigación. Se dirigió al ruso, con vehemencia.
—No había necesidad de hacer eso. Tienen tanto derecho como nosotros a estar aquí. Esa fue una forma de asesinato, y yo no estoy...
—¡Dios mío! —exclamó súbitamente Bisby, interrumpiéndola.
Estaba señalando hacia la oscura masa del bosque. Desde el mismo, avanzaba hacia ellos lo que parecía ser una ola blanca e irregular. Pasaron tres segundos antes de que Diane se diera cuenta de que la ola estaba compuesta de... lobos..., decenas de ellos..., quizá cien. Con bajas y excitadas llamadas de caza, descendieron apresuradamente hacia el más distante de los vehículos blindados, en el que sólo habían quedado el conductor y el radio operador. La ola de lobos parecía deslizarse sobre el terreno a una velocidad asombrosa, a la luz del crepúsculo siberiano. El teniente corrió hacia el borde del cráter, y dos de sus hombres, junto a él, dispararon de forma metódica, dos, tres..., cinco veces sobre la masa de animales que avanzaba.
Bisby aferró fuertemente el brazo de Diane, y señaló hacia donde habían estado los cuatro lobos pertenecientes al primer grupo de cinco echados sobre la nieve. Ahora los cuatro se habían levantado y estaban vueltos hacia el cráter. El líder se había adelantado, en la misma postura en que lo habían visto por primera vez, manteniendo una pata levantada. De pronto volvió la cabeza hacia atrás, y su agudo aullido envolvió el ruido de los disparos que efectuaban los soldados, así como el que producía la manada. El ruido en los alrededores del cráter era tan fuerte que Diane apenas podía oír lo que Bisby estaba diciendo al tiempo que indicaba desesperadamente el lugar donde se encontraba el líder. Ella comprendió lo que quería decirle, y tiró de la manga de Volkov. El ruso estaba atónito y, cuando se volvió hacia ella, su rostro era una máscara de aturdimiento. Ella volvió a señalar al líder de la manada.
—Dispárale a ese —le gritó—. Rápido. Ese es quien lo organiza todo.
Volkov la miró durante unos segundos como si no la comprendiera, pero después se precipitó hacia donde estaba el teniente con los soldados y Stovin, junto al borde del cráter. Stovin señalaba con la mano al líder de la manada. Pero era demasiado tarde. El líder y sus compañeros habían desaparecido. Habían cumplido con éxito su misión de distraer al grupo de seres humanos. Lo que ahora sucedía en el vehículo atacado, sobrepasaba con creces lo que cualquiera de ellos, incluso Diane, podía haber imaginado. Los primeros lobos habían llegado al vehículo. Dos grandes animales resbalaban por su carrocería, en su intento de subir al mismo. Uno de ellos, ante la vista de todos, consiguió hacer presa en la cabeza del conductor. Desde la torreta situada sobre el puesto del infortunado llegaron ráfagas de disparos, dirigidas a la masa de atacantes, seguidas de aullidos y ladridos de dolor. Uno o dos lobos rodaron sin vida, y un gran ejemplar de pelaje blanco y gris se arrastró hacia un costado del vehículo y se desplomó sobre la nieve. Momentos después, toda la densa masa de lobos estaba sobre el transporte, cubriéndolo de arañazos y rugidos. Valentina volvió la cabeza y se cubrió los ojos con las manos. Desde el borde del cráter llegaba el ruido de los disparos de los rifles, pero los soldados estaban seriamente cohibidos por temor de que al hacer fuego sobre los lobos pudieran resultar heridos los hombres que lo ocupaban. El teniente dio un grito, le quitó el rifle al soldado más cercano, y avanzó corriendo sobre el borde del cráter, deslizándose y resbalando hacia la manada que rodeaba el vehículo. Mientras corría, disparaba con el rifle apoyado en la cadera. Un lobo cayó, otro lanzó un fuerte aullido. Y entonces, desde algún lugar situado detrás de él, llegaron los cuatro lobos blancos: el líder de la manada y sus compañeros. Se lanzaron contra él los cuatro, casi al mismo tiempo, rugiendo. El teniente no estaba a más de treinta metros de sus propios soldados, pero era imposible para ellos disparar sin herirle.
Un minuto después, todo había terminado. La oscuridad era tal que las personas agrupadas en el cráter apenas podían distinguir lo que estaba ocurriendo cuando los lobos se retiraron hacia el bosque. Cuatro o cinco de ellos, arañaban y rugían, y se llevaban arrastrando el cuerpo del radio-operador. No había rastro del cuerpo del conductor. Probablemente, al estar dentro de la estrecha cabina de conducción, había sido imposible para los lobos extraerlo de allí. Sin embargo, no todo su cuerpo había quedado protegido. Uno de los lobos, mientras corría hacia el bosque, dejó caer, por un momento algo de sus fauces. Lo empujó con el hocico para darle la vuelta, y volvió a cogerlo de nuevo. Horrorizados, todos pudieron ver que se trataba de la cabeza del conductor.
—¿Qué vamos a hacer con ese pobre hombre?
La voz de Stovin aparentaba una calma que no era natural. Estaba señalando hacia el cuerpo del teniente, que yacía sobre la nieve. Junto a Stovin, Soldatov escrutaba la oscuridad, rodeando con el brazo los hombros de Valentina. Ella tenía la cabeza medio oculta bajo la gruesa piel de su anorak, y su cuerpo se estremecía con convulsivos sollozos. Stovin se dio cuenta de que Bisby miraba también hacia el lugar por donde había desaparecido el último lobo. Su cara tenía una expresión extraña, casi ávida. Desde el bosque, llegó el sonido de unos gruñidos frenéticos.
—¿Oyen eso? —preguntó Bisby—. Los bastardos aún están ahí.
—Están comiendo —dijo Diane, con tono inexpresivo.
—¿Comiendo? —inquirió Bisby, incrédulo—. Deben ser más de cien... y sólo tienen un cadáver.
—Sólo comerá el líder, y quizá los que arrastraron el cuerpo hasta allí. Los demás tendrán que esperar.
—¿A nosotros, quieres decir?
—Creo que sí.
Stovin miró de nuevo hacia el bosque. Volkov había cruzado el cráter para hablar con el sargento, a quien la muerte del teniente había dejado al mando de la pequeña patrulla. Cubiertos por sus compañeros dos de los soldados se habían desplazado unos treinta metros en la oscuridad y recuperado el cuerpo del teniente. Volkov señaló al segundo vehículo, que estaba a unos doscientos metros. Pero el sargento negó con la cabeza. Volkov se encogió de hombros, y regresó con el resto del grupo.
—Creo que sería mejor que subiéramos al vehículo y nos alejáramos de aquí —dijo—. Pero el sargento piensa que nos exponemos demasiado al cruzar el terreno que nos separa de él. Los lobos podrían regresar.
—Tiene razón —convino Diane, al tiempo que descubría que su cerebro funcionaba perfectamente y que sus temores estaban bajo control—. Nos atacarán, con toda seguridad, si intentamos llegar al vehículo. De algún modo, todo esto se ha desencadenado a causa de los vehículos. Y, la verdad, no lo entiendo. ¿Por qué no vinieron directamente al cráter? Aquí había más... comida. Y era más fácil obtenerla.
—Quizá tengan miedo del cráter —aventuró Stovin—. ¿Es posible que sea eso?
Stovin se arrebujó en su anorak. Había empezado a soplar una brisa helada que levantaba la nieve de la superficie.
Diane le miró durante un momento, sin hablar.
—Sí —dijo finalmente—. Esa podría ser la explicación. Recuerden que yo hablaba hace un rato de la memoria ancestral. Esto podría formar parte del mismo síndrome de conducta. Por aquí ha pasado un Danzante. Y los lobos lo vieron o, en el fondo de su subconsciente, lo «recuerdan». De cualquier modo, lo respetan, lo temen. Así que, mientras estemos en el cráter, estaremos a salvo. Pero si intentamos alcanzar el vehículo, estaremos en peligro.
—Pero la radio está allí —intervino Bisby—. Y ese es el único medio que tenemos para comunicar nuestra situación a Novosibirsk.
Volkov habló brevemente con el sargento. Luego, se volvió hacia ellos, sonriendo.
—Eso no será problema —aseguró—. Parece ser que existe un procedimiento rutinario para las patrullas del bosque. Después de cuarenta y cinco minutos sin recibir noticias nuestras, enviarán una patrulla a buscarnos desde Novosibirsk. Ellos saben perfectamente dónde se supone que debemos estar. Creo que no tardarán en llegar. Hasta entonces, esperaremos...
—Y hasta entonces, pasaremos mucho, mucho frío —interrumpió Bisby, con un estremecimiento.
Durante la siguiente hora, permanecieron a ratos de pie y a ratos agazapados, unos contra otros para aprovechar al máximo el calor de sus cuerpos. Por fortuna, la noche era clara, aunque nevaba ligeramente. En una ocasión, dos soldados intentaron llegar hasta el vehículo, pero instantáneamente aparecieron varios lobos frente a ellos. Regresaron corriendo al cráter. Llegaron jadeando, casi sin aliento. A corta distancia del grupo, el cadáver del teniente yacía boca abajo, y a su lado uno de los soldados vigilaba. Bisby pensó que morir atacado por un lobo, no era limpio ni estético. Después de la recuperación del cuerpo, Bisby había echado un vistazo a la masa informe que quedaba de lo que había sido la cara del teniente. En términos estrictamente clínicos, era un hecho digno de mención que incluso el grueso uniforme soviético de invierno, que él había creído impenetrable para los colmillos de los más salvajes carnívoros, estaba hecho jirones por las fauces de aquellos animales, verdaderas máquinas de matar. Además, el brazo izquierdo le había sido arrancado de cuajo. Pero el líder y sus tres compañeros habían abandonado el cuerpo, sin tener tiempo de acabar su tarea.
Finalmente, sobre la oscura silueta del bosque apareció un helicóptero, iluminando el área con un potente reflector. Intentaba localizarlos, enfocando el reflector de un lado a otro y, por un momento, les deslumbró. Cuando hubo localizado los dos vehículos, empezó a descender, mientras sus luces de posición y aterrizaje lanzaban fuertes destellos, y aterrizó en una pequeña extensión de terreno a quince metros del cráter. Un oficial saltó del aparato, y Volkov se adelantó para hablar con él. Después de unos segundos, regresó a donde esperaba el grupo.
—En el helicóptero sólo caben ocho personas —gritó, bajo el ruido producido por los rotores—. Primero subiremos nosotros, y luego enviarán otro helicóptero para los soldados.
Silenciosamente, subieron al aparato. Uno de los soldados ayudó a subir a Valentina Soldatov, cuya cara se veía cenicienta bajo la intensa luz blanca de la cabina. Diane y Soldatov subieron tras ella, seguidos por el resto del grupo. Se movían con dificultad, pues estaban entumecidos por el frío. Con un estrepitoso zumbido, el aparato despegó, levantando una ventisca de nieve que cubrió las borrosas siluetas de los soldados que habían quedado abajo. Pronto dejaron de divisar el bosque. Stovin limpió con la mano la ventanilla empañada, y miró hacia abajo. Todo estaba oscuro. Y allí en algún sitio, los lobos seguían esperando. «Pero ya ha pasado», pensó. Mientras el helicóptero enfilaba la ruta hacia Novosibirsk, un repentino cansancio invadió todo su cuerpo.
—¡Bueno, esto se acabó!
Bisby se movió junto a él, frotándose las frías manos.
—¿Es eso lo que piensa, Sto? —le preguntó—. Nunca imaginé que fuera usted tan optimista. Esto no se ha acabado. No ha hecho más que empezar.
El Presidente del Consejo de Ministros se sentó tras la mesa de su despacho, en Moscú. Descolgó el auricular de su teléfono rojo, y marcó un número.
—¿Andrei?
—Sí, camarada Presidente.
—He leído su informe, basado en el que Volkov envió desde Novosibirsk. Es bastante claro. Pero las consecuencias son difícilmente comprensibles.
—Estoy de acuerdo.
Hubo una pausa. Al otro extremo de la línea, el jefe del Consejo de Seguridad del Estado esperó intrigado, hasta que el Presidente volvió a hablar.
—Necesitamos saber más. Desde ahora, debe proporcionárseles a los norteamericanos todo lo que necesiten.
—¿Todo?
—Toda la información que reciben nuestros propios científicos. Los americanos no nos servirán de nada si los dejamos en la oscuridad...
Extracto de una carta de la Dra. Diane Hilder al Dr. Francis Van Gelder, director del Instituto Hahn de Zoología Comparada, dependiente de la Universidad de Nuevo México, Alburquerque, N. M.
«...y en tercer lugar, aunque no por ello lo de menos importancia, observamos que se comportaban de una forma absolutamente aberrante, totalmente atípica de la que cabe esperar basándose en los conocimientos que tenemos sobre el Canis lupus. El número de individuos de la manada era, por lo menos, cuatro veces mayor de lo que calculábamos que sería una unidad social. La elección de seres humanos como presa de caza y las tácticas simples, pero efectivas, parecían responder a un largo aprendizaje del sistema de ataque.
»Lo que más impacto me produjo una vez que logré reducir aquel suceso horrible a sus justos términos, fue que su comportamiento respondía al tipo que siempre hemos considerado propio de mitos y leyendas. Según éstas, el lobo es enemigo del hombre, ya sea en «Caperucita Roja» (cuento que nunca leería a un hijo mío), o en el Fenris de la demonología nórdica, según la cual el lobo desciende del espíritu del diablo. Sabemos que los lobos y el hombre fueron las dos criaturas que cazaron con más éxito en la tundra de las pasadas Edades del Hielo. Siempre hemos creído que les habíamos ganado la partida, que el lobo se movía dentro de un callejón sin salida, en términos de evolución. Y que el hombre fue quien aprovechó el desafío que supuso la Edad del Hielo para llegar a ser como es ahora. Pero me empiezo a preguntar cuánto le costó al hombre esa competición. ¿Fue un enfrentamiento más duro de lo que hemos imaginado? En el fondo de mi mente, casi me atrevo a decir que ese enfrentamiento aún no ha terminado.
»Y se me ocurre otra cosa, que supongo que te gustaría analizar a fondo. Me refiero a la causa que provocó el ataque a los vehículos. ¿Fue provocada por algo perteneciente a un pasado remoto? ¿Relacionaron, en un relámpago de memoria ancestral, aquellos dos voluminosos vehículos sobre la nieve con el recuerdo de los mamuts? Porque actuaron con tácticas propias para la caza del mamut, y la manada se componía de tantos miembros como aquellas de que me hablaste en Alburquerque.
»Y, sin embargo, todavía todo esto no tiene ningún sentido. Porque ya no hay mamuts. Así es que, ¿por qué se habría de formar una manada de lobos para cazarlos? Ellos ya estaban allí cuando aparecieron los dos vehículos. Era una manada formada y dispuesta para cazar, en un país donde no ha existido un mamut durante milenios. La única explicación que se me ocurre es que algún factor de carácter más general ha modificado su conducta. Quizá la temperatura o la presión atmosférica. En otras palabras, ellos están viviendo otra vez en las condiciones que imperaban cuando sí había mamuts, en la última Edad del Hielo. Debieron salir en busca de mamuts y encontraron..., bueno..., ya sabemos lo que encontraron.
»Quizá los lobos están mejor preparados, en algunos aspectos, que el hombre. Al menos, en cuanto a darse cuenta de que las cosas están cambiando...»