Notas del autor
Un viejo monje shan discutía con un asceta hindú.
El monje explicó que todos los shan creen que, cuando un hombre fallece, su alma va al Río de la Muerte, donde una barca lo espera para llevarlo al otro lado, y por eso cuando muere un shan sus amigos le ponen una moneda en la boca con la que podrá pagar al barquero que lo trasladará.
Según el hindú, hay otro río que se debe cruzar antes de pasar al más alto de los cielos. Tarde o temprano todo el mundo alcanza su orilla y tiene que buscar la forma de atravesarlo. Para algunos resulta fácil y rápido, para otros es una tarea lenta y dolorosa; pero al final todos llegan a casa.
Adaptación de Shans at Home (1910),
de LESLIE MILNE
Edgar Drake, Anthony Carroll, Khin Myo, el poblado de Mae Lwin y el traslado de un piano Erard a la selva birmana son personajes y hechos ficticios.
Sin embargo, he intentado situar mi relato en un contexto histórico real, una labor facilitada por la circunstancia de que la sublevación shan y sus protagonistas son más pintorescos que los que podría crear cualquier imaginación. Todos los datos que aparecen en el libro relacionados con la historia de Birmania y con el piano Erard son reales. La pacificación del estado de Shan representó un periodo crítico en la expansión imperial británica. La Confederación Limbin existió, y opuso una decidida resistencia. Mi relato termina, más o menos, en abril de 1887, cuando el principado de Lawksawk fue ocupado por el ejército británico. Tras esa victoria militar, extendió su dominio con rapidez a todo el sur del territorio shan. El príncipe Limbin se rindió el 13 de mayo, y el 22 de junio el señor A. H. Hildebrand, comisario del estado, informó de que «el sur del estado de Shan ya está completamente sometido».
Entre los personajes históricos mencionados en esta obra de ficción está el gobernador del estado de Shan, sir James George Scott, que introdujo la liga inglesa de fútbol en Birmania cuando era director de la escuela St. John’s de Rangún, y que me dio a conocer el país mediante su amplio y riguroso tratado The Burman, la primera obra académica que leí al respecto y la inspiración de gran parte del trasfondo cultural de mi novela. Sus libros, desde las meticulosas descripciones del yôkthe pwè incluidas en The Burman, hasta el compendio enciclopédico de leyendas locales de The Gazetteer of Upper Burma and the Shan States, pasando por su correspondencia, Scott of the Shan States, fueron una valiosísima fuente de información, así como un placer inmenso para mí como lector.
Dmitri Mendeleiev, padre de la tabla periódica de elementos, se reunió con el cónsul birmano en París. Nadie sabe de qué hablaron.
Maung Tha Zan era una estrella del pwè birmano. No era tan bueno como Maung Tha Byaw.
La belaidour, que los bereberes llaman adil-ououchchn, se conoce en Occidente como Atropa belladonna, y se emplea sobre todo para acelerar los latidos del corazón. La especie debe su nombre al hecho de que las bayas embellecen los ojos de las mujeres, al volverlos más grandes y oscuros.
Las sospechas de Anthony Carroll sobre la malaria eran correctas. Diez años más tarde otro inglés, el doctor Ronald Ross (que también pertenecía al Cuerpo Médico de las Indias, pero que trabajaba en otro hospital indio, en la ciudad de Secunderabad), demostró que el mosquito transmitía la enfermedad. Su empleo de «una planta procedente de China» también resultó profético. Actualmente el qinghaosu se utiliza para producir artemisinina, un potente fármaco contra la malaria cuya eficacia «volvió a descubrirse» en 1971.
Todos los sawbwas son reales, y siguen siendo héroes locales en el estado de Shan. La reunión celebrada en Mongpu es inventada.
En cuanto a Twet Nga Lu, el Príncipe Bandido, el ejército británico acabó capturándolo, y su muerte, descrita por sir Charles Crosthwaite en The Pacification of Burma, merece ser reproducida aquí:
El señor Hildebrand recibió la orden de enviar a Twet Nga Lu a Mongnai para que lo juzgara el sawbwa. Por el camino intentó escapar, y el guardia beluchi que lo escoltaba le disparó. Los hombres regresaron al fuerte Stedman, informaron de lo ocurrido y dijeron que lo habían enterrado allí mismo…
Poco después se desvelaron las dudas respecto a ese detalle. El verdadero escenario del suceso fueron las montañas boscosas que limitan con Mongpawn. El día posterior a la muerte del bandolero, un grupo de shan de Mongpawn desenterraron, o mejor dicho levantaron, el cadáver de su tumba, que era poco profunda, y lo limpiaron de tierra. Le cortaron la cabeza, la afeitaron y la enviaron a Mongnai, donde fue expuesta en las puertas norte, sur, este y oeste del poblado durante la ausencia del subcomisario del fuerte Stedman. Le quitaron los talismanes que llevaba en el tronco y en las extremidades. Generalmente consisten en pequeñas monedas o trozos de metal introducidos bajo la piel. Aquéllos debían de tener un valor especial, por haber pertenecido a un líder tan famoso, y sin duda se venderían todos. A continuación hirvieron el cuerpo, con lo que obtuvieron una mezcla que los shan llaman mahe si, y que es un amuleto infalible contra todo tipo de heridas. Una «medicina» tan valiosa no permaneció mucho tiempo en manos de los pobres, y pronto acabó en algún lujoso botiquín… Ése fue el final de Twet Nga Lu; muy completo, desde luego, por lo que respecta al cuerpo.
O como afirmaba lady Scott, que editó Scott of the Shan Hills, al hablar del Príncipe Bandido: «Tan destacado personaje tuvo un fin al por mayor».
Los detalles sobre las leyendas y la cultura shan, la medicina local y la historia natural los he recogido en Myanmar y Tailandia, y en la literatura de la época. Creo que la mayor parte de los textos que he encontrado estaban bien documentados y tenían buenas intenciones; pero me temo que muchas de las fuentes contienen prejuicios o interpretaciones erróneas y simples, frecuentes en la Inglaterra victoriana. Sin embargo, con vistas a la redacción de esta novela, a mí me importaba más lo que los Victorianos consideraban real a finales del siglo pasado que lo que ahora sabemos. Por lo tanto, quiero pedir disculpas por los errores que pueda haber causado mi decisión. Un ejemplo de ello se vislumbra en el párrafo anterior: la relación del mahaw tsi de los kachin empleado por el doctor Carroll, que según el gran coleccionista de plantas Frank Kingdon-Ward estaba hecho de una especie de Euonymus, y el mahe si de Crosthwaite, etimológicamente similar, sigue siendo un misterio para mí, y muy intrigante.
Entre las fuentes que he consultado y que considero indispensables, aparte de los libros de Scott, Kingdon-Ward y Crosthwaite, están los siguientes: Burma’s Struggle Against British Imperialism, 1885-1895, de Ni Ni Myint, por su disertación sobre la sublevación shan desde la perspectiva birmana; Shans at Home, de Leslie Milne, una maravillosa etnografía de los shan publicada en 1910; y The Illusion qf Life: Burmese Marionettes, de Ma Thanegi, por sus detalles sobre el yôkthe pwè. The Making of Modern Burma, de Thant Myint-U, también merece ser mencionado por su digresión sobre las guerras anglo-birmanas, un renovador y esclarecedor análisis de las diversas opiniones mantenidas por los historiadores, así como por los personajes de mi libro. Por último, estoy en deuda con Piano Tuning and Allied Arts, de William Braid White, por redondear las habilidades técnicas de Edgar Drake.
Tras pasar un año estudiando la malaria en la frontera meridional de Tailandia y Myanmar, viajé hacia el norte, hasta la pequeña aldea de Mae Sam Laep, donde las crecidas aguas del río Saluén marcan el límite, mucho más al sur de donde he situado el poblado imaginario de Mae Lwin. Un día hice una excursión en la barca de unos comerciantes y tuve ocasión de detenerme en varias poblaciones karen ocultas en las frondosas riberas. Era una tarde calurosa y el aire estaba quieto y silencioso, pero cerca de un fangoso almacén situado en la orilla de un afluente, un extraño sonido surgió de la maleza. Era una melodía, y antes de que el motor de nuestra embarcación se pusiera en marcha y nos alejáramos, reconocí el sonido de un piano.
Quizá no fuera más que una grabación que sonaba entre chisporroteos en uno de esos viejos fonógrafos que todavía pueden encontrarse en algún remoto mercado. Tal vez. Aunque, desde luego, el piano estaba terriblemente desafinado.