10

El capitán Nash-Burnham regresó aquella noche; iba silbando mientras Khin Myo lo guiaba por la casa. Encontró a Edgar en el patio, comiéndose una ensalada amarga de hojas de té machacadas y legumbres secas que le había preparado la mujer.

—¡Ajá, señor Drake! Veo que empieza a descubrir la gastronomía del país.

—Pues sí, capitán. Me alegra volver a verlo. Tengo que pedirle disculpas; llevo toda la tarde atormentándome por lo que ha pasado en la recepción. Creo que debería…

—Nada de eso, señor Drake —lo interrumpió el capitán. Se había quitado la espada y en ese momento llevaba un bastón, con cuya contera golpeó el suelo. A continuación desplegó rápidamente una sonrisa—. Ya se lo he dicho antes: ha sido culpa mía. Los otros no tardarán en olvidar lo ocurrido. Le ruego que haga lo mismo. —Sonrió de forma tranquilizadora.

—¿Está usted seguro? Quizá debería enviar una nota para disculparme…

—¿Por qué? Si alguien tiene un problema, ése soy yo; y no estoy en absoluto preocupado. Aquí discutimos a menudo. Pero no debemos dejar que ese incidente nos estropee la noche. Ma Khin Myo, he pensado que podríamos llevar al señor Drake a ver un pwè.

—Me parece una idea muy acertada —dijo ella. Miró a Edgar y añadió—: Tiene usted mucha suerte, señor Drake, porque ésta es una época del año estupenda para el pwè. Creo que hoy debe de haber al menos veinte en Mandalay.

—¡Excelente! —exclamó el capitán; se dio una palmada en una pierna y se levantó—. ¡Ya podemos irnos! ¿Está usted listo, señor Drake?

—Desde luego —contestó Edgar, aliviado al comprobar que estaba de tan buen humor—. ¿Puedo preguntar qué es un pwè?

—¡Ah! —dijo Nash-Burnham riendo—. ¿Qué es? Se va a llevar una grata sorpresa. Es el teatro callejero birmano, pero no se puede explicar con palabras; hay que verlo. ¿Nos vamos ya?

—Sí, sí, desde luego. Aunque ya es de noche. ¿No habrán terminado esas representaciones?

—Al contrario. La mayoría aún tienen que empezar.

—El pwè —empezó a explicar el capitán antes de que hubieran salido por la puerta— es exclusivo de Birmania, y me atrevería a decir que de Mandalay; aquí es donde alcanza un mayor virtuosismo. Hay muchas razones para celebrarlo: un nacimiento, una defunción, un bautizo, cuando las muchachas se perforan las orejas por primera vez, cuando los jóvenes se hacen monjes, cuando dejan de serlo, cuando se consagra una pagoda… También hay motivos que no son religiosos: cuando alguien gana una apuesta, construye una casa o excava un pozo; cuando se recoge una buena cosecha, hay un combate de boxeo, se lanza un globo… Cualquier excusa sirve. En cuanto sucede algo especial, se monta un pwè.

Bajaban por la calle en dirección al canal que Edgar había visitado esa mañana con Khin Myo.

—En realidad —prosiguió el capitán—, me sorprende que no hayamos visto ninguno al venir esta mañana. Seguramente el cochero sabía dónde estaban y los ha evitado. A veces los colocan en medio de la calzada e interrumpen por completo el tráfico. Ése es uno de los problemas administrativos que hemos heredado. Durante la estación seca suele haber gran cantidad de pwès por la ciudad. Y en noches como ésta, cuando el cielo está despejado, es cuando más les gusta hacerlos.

Doblaron una esquina y al final de la calle vieron luces y movimiento.

—¡Allí hay uno! —exclamó Khin Myo.

—Sí, hemos tenido suerte —agregó Nash-Burnham—. Dicen que sólo hay dos tipos de ingleses en Birmania: los que adoran el pwè y los que no lo soportan. Yo me enamoré de ese arte la misma noche de mi llegada a Mandalay, cuando al no poder dormir de la emoción salí para explorar la ciudad y tropecé con un yôkthe pwè, un espectáculo de marionetas.

Se estaban acercando a las luces, y Edgar Drake divisó a un nutrido grupo de personas sentadas en esterillas en medio de la calle. Las habían colocado alrededor de un espacio vacío, ante una cabaña con tejado de paja. En el centro del círculo había una estaca, rodeada de vasijas de arcilla dispuestas concéntricamente, en las que ardían velas cuya luz iluminaba las caras de la primera fila de espectadores.

Ellos se quedaron de pie detrás del público, que se volvió para mirar a los recién llegados. La gente no paraba de hablar, y un hombre gritó algo cerca de la gran casa que había detrás de la choza. Khin Myo le contestó.

—Quieren que nos quedemos —dijo.

—Pregunte qué van a representar —repuso Nash-Burnham.

Ella volvió a hablar, y el hombre respondió extensamente.

—Es la historia del Nemi Zat —explicó Khin Myo.

—¡Genial! —El capitán golpeó con el bastón en el suelo, entusiasmado—. Dígale que nos quedaremos un rato, pero que nos gustaría llevar a nuestro invitado a un yôkthe pwè, así que no podremos estar hasta el final.

Khin Myo habló de nuevo.

—Dice que lo entiende —tradujo.

Salió una sirvienta con dos sillas y las colocó detrás del auditorio. Nash-Burnham le dijo algo, y la muchacha llevó otra silla, que el capitán ofreció a Khin Myo. Se sentaron los tres.

—Creo que aún no han empezado —observó el capitán—. De hecho, las bailarinas todavía se están maquillando.

Señaló a un grupo de mujeres que estaban de pie junto a un mango aplicándose thanaka en la cara.

Un chiquillo corrió hasta el centro del círculo y encendió un cigarro en una de las llamas.

—Ese espacio es el escenario —comentó Nash-Burnham—. Lo llaman pwè-waing

Pwè-waing —lo corrigió Khin Myo.

—Perdón, y la rama que hay en el centro es el pan-bin, ¿correcto, Ma Khin Myo? —La joven sonrió; el capitán también, y continuó—: A veces los birmanos dicen que representa un bosque, pero yo tengo la sensación de que en ocasiones sólo sirve para alejar al público. En cualquier caso, la mayor parte del baile tendrá lugar dentro del pwè-waing.

—¿Y las vasijas de arcilla? —preguntó Edgar—. ¿Tienen algún significado?

—Que yo sepa, no. Iluminan la escena cuando no hay suficiente luna, y proporcionan un fuego constante para encender los cigarros —contestó el capitán, risueño.

—¿De qué trata la obra?

—Ah, el tema varía mucho. Hay muchos tipos de función. Está el ahlu pwè, que patrocina un personaje adinerado para conmemorar una fiesta religiosa o la entrada de su hijo en un monasterio. Por lo general ésos son excelentes, porque quien los organiza puede contratar a los mejores actores. Luego está el de abonados, cuando alguien recauda dinero entre sus vecinos y lo utiliza para contratar a una compañía; el a-yein pwè, un espectáculo de baile; el kyigyin pwè, una sesión gratuita que ofrecen uno o varios actores cuando quieren darse a conocer; y también, por supuesto, el yôkthe pwè, las marionetas. Estoy seguro de que esta noche encontraremos alguno. Por si eso no basta para confundirlo, y corríjame si me equivoco, por favor, Ma Khin Myo…

—Lo está haciendo muy bien, capitán.

—… también está el zat pwè, o historia real, una obra religiosa que cuenta una de las vidas de Buda. Hay tantas como reencarnaciones, es decir, quinientas diez, aunque normalmente sólo se interpretan diez, las llamadas Zatgyi Sèbwè, que tratan de cómo Buda superó los pecados mortales. Eso es lo que veremos aquí: el Nemi Zat, el quinto pecado.

—El cuarto —lo corrigió la joven.

—Gracias, Khin Myo. ¿Quiere explicarnos el argumento, por favor?

—No, capitán, me encanta oírlo hablar.

—Ya veo que tendré que andarme con cuidado con lo que digo… Espero no estar aburriéndolo, señor Drake.

—No, en absoluto.

—Bueno, no estaremos más de una hora, pero la actuación se prolongará hasta el amanecer. A veces duran hasta cuatro días… De todos modos, tiene que conocer usted la trama; aquí todos saben cuál es, esto no son más que repeticiones de la misma historia. —Hizo una pausa para pensar—. Ésta narra la vida del príncipe Nemi, una de las encarnaciones de Buda, descendiente de una larga estirpe de reyes birmanos. De joven, el príncipe es tan devoto que los espíritus deciden invitarlo a ver el cielo. Una noche de luna, quizá muy parecida a la de hoy, envían un carro de guerra a la tierra. Sobrecogidos, Nemi y su gente contemplan cómo el carruaje desciende ante ellos, y se arrodillan, temblando de miedo. El príncipe se monta y desaparece; sólo queda la luna. Primero va al cielo, donde viven los nats, los espíritus birmanos; hasta los buenos budistas creen en ellos; y luego va a nga-yè, el infierno, donde viven las serpientes que ellos llaman nagas. Después el príncipe regresa a su mundo para explicar las maravillas que ha visto. El final es muy triste: según la tradición, cuando los reyes envejecían e intuían que su muerte estaba próxima, se iban al desierto para morir como ermitaños. Cuando Nemi alcanza la vejez se marcha a las montañas, como habían hecho sus antepasados.

Hubo un largo silencio. Edgar vio que las bailarinas guardaban el thanaka y se alisaban los hta mains.

—Creo que es mi historia favorita —comentó Nash-Burnham—. A veces me pregunto si me gusta tanto porque me siento identificado con el príncipe, por lo que he visto… Aunque hay una diferencia.

—¿Cuál? —le preguntó Edgar.

—Cuando yo regrese de las llanuras del cielo y de nga-yè nadie creerá mis palabras.

Era una noche calurosa, pero Edgar notó que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. El público que había a su alrededor también se quedó callado, como si hubiera estado escuchando al capitán. Pero una de las bailarinas había llegado ya al escenario.

Edgar Drake quedó inmediatamente cautivado por la belleza de la muchacha, cuyos ojos oscuros quedaban resaltados por la gruesa capa de thanaka que llevaba en la cara. Parecía muy joven, no debía de tener más de catorce años, y permaneció de pie en el centro del pwè-waing, esperando. Aunque Edgar no los había visto al llegar, había un grupo de músicos: una pequeña orquesta formada por tambores, címbalos, un cuerno, un instrumento de bambú que no pudo identificar y el que ya había visto en Rangún. Khin Myo le dijo que se llamaba saung, y que consistía en doce cuerdas tensadas sobre un armazón con forma de barca. Los músicos empezaron a tocar, flojo al principio, como si se adentraran vacilantes en el agua; hasta que el hombre del instrumento de bambú se puso a tocar, y la canción se apoderó del pwè-waing.

—Dios mío —susurró Edgar—. ¿Qué es ese sonido?

—¡Ah! —dijo el capitán Nash-Burnham—. Debí imaginar que le encantaría.

—No, no es eso… Bueno, sí, sí que me gusta, pero jamás había oído esa especie de gemido.

Y, aunque todos tocaban a la vez, el capitán supo exactamente a qué se refería el afinador de pianos.

—Se llama hneh, y es una especie de oboe birmano.

—Suena como un canto fúnebre.

En el escenario, la muchacha empezó a bailar, despacio primero, doblando las rodillas, inclinando el torso hacia uno y otro lado, levantando los brazos cada vez más hasta que empezó a agitarlos, o mejor dicho, hasta que ellos comenzaron a sacudirse, pues en el resplandor de las velas parecían flotar por su cuenta, desafiando a los expertos en anatomía, que afirman que los brazos están unidos al cuerpo mediante un intrincado sistema de huesos, tendones, músculos y venas. Esos hombres nunca han visto un a-yein pwè.

La música todavía era lenta; surgía de la oscuridad, llegaba al pwè-waing y la danzarina la absorbía.

La muchacha bailó durante cerca de media hora, y Edgar no despertó de su trance hasta que ella paró. Miró al capitán, pero no tenía palabras para expresar lo que sentía.

—¿Le ha gustado, señor Drake?

—No sé…, no sé qué decir, francamente. Es hipnotizador.

—Lo es. Las muchachas no siempre son tan buenas. Pero si se fija en los movimientos de su codo verá que ésta ha sido entrenada desde muy joven.

—¿Qué quiere decir con eso?

—La articulación está muy suelta. Cuando los padres de una niña deciden que sea una meimma yein, una bailarina, le ponen unos aparatos para estirar y extender el codo.

—Qué horror.

—No lo crea —intervino Khin Myo, que estaba a su izquierda, y alargó el brazo, que se dobló sin dificultad y formó una curva parecida a la del saung.

—¿Baila usted? —le preguntó Edgar Drake.

—No, ya no, pero sí de pequeña —contestó la joven, y añadió, riendo—: Ahora conservo la flexibilidad lavándole la ropa a un inglés.

La muchacha había abandonado el escenario y en su lugar había aparecido un personaje parecido a un arlequín.

—Es el lubyet, el bufón —le informó Nash-Burnham en voz baja.

El público observaba al hombre, que iba pintado y llevaba la ropa adornada con cascabeles y flores. Hablaba con entusiasmo, gesticulaba, imitaba los sonidos de la orquesta, bailaba, daba volteretas…

Khin Myo rió tapándose la boca.

—¿Qué dice? —le preguntó Edgar Drake.

—Está burlándose del organizador del pwè. No sé si lo entendería. ¿Puede explicárselo usted, capitán?

—Lo siento, pero apenas comprendo lo que dice; utiliza mucho argot, ¿no? Además, el humor de los birmanos… Llevo doce años aquí y todavía no lo capto. Khin Myo no quiere contárselo porque seguramente es un chiste verde.

Ella miró hacia otro lado y Edgar no pudo ver si aún reía.

Se quedaron un rato observando al bufón, pero el afinador empezó a ponerse nervioso. Gran parte del público también había dejado de prestarle atención. Algunos espectadores sacaron comida de los cestos que llevaban y empezaron a tomársela. Otros se acurrucaron en las esteras y se pusieron a dormir. El hombre se metía de vez en cuando entre ellos, les quitaba los cigarros de la boca o les robaba comida. En una ocasión se acercó a Edgar, le tocó un poco el pelo y gritó dirigiéndose a los asistentes. Khin Myo rió.

—¿Qué dice? —inquirió otra vez.

—Uy, no puedo decírselo, señor Drake, me da mucha vergüenza —contestó ella con una risita. Las llamas de las vasijas brillaban en sus ojos.

El lubyet volvió al centro del escenario y siguió hablando. Por fin Nash-Burnham miró a Khin Myo y dijo:

—¿Qué le parece si vamos a buscar el yôkthe pwè?

Ella asintió y le comentó algo al encargado, que estaba borracho; el hombre se puso en pie con cierta dificultad para estrecharles la mano a los dos ingleses.

—Dice que volvamos mañana por la noche —tradujo Khin Myo.

Dejaron el pwè y se pusieron en marcha. Las calles no estaban iluminadas. Si no hubiese sido por la luna, habría estado completamente oscuro.

—¿Le ha dicho dónde podríamos encontrar un yôkthe pwè? —le preguntó Nash-Burnham a la joven.

—Sí, hay uno cerca del mercado. Es la tercera noche; interpretan el Wethandaya Zat.

—Ajá —murmuró el capitán, satisfecho.

Continuaron andando en silencio. Comparadas con el alboroto del teatro, las calles estaban vacías y silenciosas; sólo de vez en cuando pasaba algún chucho que el capitán ahuyentaba con su bastón. En las puertas de algunas casas la gente fumaba cigarros que parecían luciérnagas. En determinado momento a Edgar Drake le pareció oír que Khin Myo cantaba. La miró. El viento agitaba ligeramente su blusa blanca; al notar que el inglés la observaba ella levantó la cabeza.

—¿Qué era eso que cantaba? —le preguntó Edgar.

—¿Cómo dice? —Esbozó una leve sonrisa.

—Nada, nada. Debe de haber sido el viento.

La luna estaba en lo alto del cielo cuando llegaron al yôkthe pwè, y sus sombras los seguían. La obra ya había empezado. Detrás de una plataforma de bambú de casi diez metros de largo había un par de marionetas bailando, y tras ellas, un cantante al que no podían ver. El público mostraba diversos grados de atención: había muchos niños que dormían acurrucados, y algunos adultos hablaban entre sí. Los recibió un hombre grueso que les buscó un par de sillas, como había ocurrido antes. Y como entonces, el capitán pidió otra para Khin Myo.

Ella y el responsable hablaron un buen rato, y Edgar se puso a mirar la representación. En un lado del escenario había una maqueta de una ciudad, un elegante palacio y una pagoda: allí danzaban los muñecos, que llevaban bonitos vestidos. En el otro extremo, que no estaba iluminado, distinguió una pequeña colección de palos y ramitas, una especie de bosque en miniatura. El capitán asentía con la cabeza, satisfecho. Finalmente Khin Myo dejó de hablar con el organizador y los tres se sentaron.

—Ha tenido usted mucha suerte esta noche, señor Drake —comentó la joven—. Maung Tha Zan hace de princesa. Quizá sea el titiritero más famoso de todo Mandalay, y ha actuado junto al gran Maung Tha Byaw, el mejor de todos los tiempos. Es tan célebre que no es extraño oír decir «Tha Byaw Hé» a alguien de Mergui cuando ocurre algo maravilloso. Maung Tha Zan no es tan bueno, desde luego, pero es un intérprete estupendo. Escuche, pronto empezará el ngo-gyin.

Edgar no tuvo tiempo de preguntar qué era eso, porque, en ese preciso instante, tras el escenario se elevó un lastimero gemido que le cortó la respiración. Era la misma melodía que había oído aquella noche en que el vapor se detuvo en el río, y que ya había olvidado.

—El ngo-gyin, la canción del duelo —explicó Nash-Burnham—. El príncipe pronto la abandonará, y ella cuenta sus desgracias. Siempre me ha parecido increíble que un hombre pueda cantar así.

Tampoco era una voz de mujer. Sí, era de soprano, pero no femenina. «Ni siquiera parece humana —se dijo Edgar. No entendía la letra, pero sabía de qué hablaba—. Los cantos fúnebres son universales». Y algo ascendió hacia el cielo nocturno junto con la música, danzó con el humo de la hoguera y se fue con la brisa. Las lentejuelas del vestido de la princesa relucían como estrellas, y a Edgar le dio la impresión de que el lamento salía de la marioneta y no del titiritero. En la base del escenario un chiquillo que aguantaba las velas se dirigió lentamente hacia el otro extremo, hasta que el bosque quedó iluminado.

Nadie dijo nada hasta mucho después de que hubiera terminado la canción. Empezó otra escena, mas Edgar ya no contemplaba el espectáculo sino el cielo.

—En la última encarnación de Gautama antes de Siddhartha —explicó Nash-Burnham—, el príncipe deja todas sus posesiones, incluso a su esposa y sus hijos, y se marcha al bosque.

—¿También en esta historia se identifica usted con el personaje? —le preguntó Edgar volviéndose hacia él.

El capitán sacudió la cabeza.

—No, yo no he abandonado nada —dijo, e hizo una pausa—. Pero algunos sí.

—Anthony Carroll —dijo el afinador en voz baja.

—Y otros, quizá —terció Khin Myo.