16

La fiebre desapareció con el amanecer. Era la mañana del tercer día de la enfermedad; se despertó y se encontró solo. En el suelo, junto a la cama, había una jofaina vacía de la que colgaban dos toallas.

Le dolía la cabeza. Sólo conservaba una vaga impresión de la noche anterior; se tumbó e intentó recordar lo que había pasado. En su mente aparecieron varias imágenes, pero eran extrañas e inquietantes. Se colocó sobre el costado; las sábanas estaban húmedas y frescas. Se quedó dormido.

Despertó al oír su nombre pronunciado por una voz masculina. Se volvió. El doctor Carroll estaba junto a él.

—Tiene usted mejor aspecto esta mañana, señor Drake.

—Sí, me encuentro mucho mejor.

—Me alegro. Anoche lo pasó usted muy mal. Hasta yo estaba preocupado… y eso que he visto cientos de casos.

—No me acuerdo. Sólo recuerdo haberlos visto a usted, a Khin Myo y a la señorita Ma.

—Khin Myo no estuvo aquí. Debió de ser una alucinación.

Edgar miró al doctor, que lo observó a su vez con gesto serio e inexpresivo.

—Sí, sería eso —dijo; se dio de nuevo la vuelta y se durmió.

* * *

La fiebre volvió en los días posteriores, pero ya no era muy alta, y aquellos espantosos sueños no se repitieron. La señorita Ma lo dejaba solo e iba a ocuparse de otros pacientes del hospital, pero regresaba varias veces al día para ver cómo se encontraba. Le llevaba fruta, arroz, y una sopa que sabía a jengibre y que lo hacía sudar y luego estremecerse, cuando ella lo abanicaba. Un día la enfermera entró con unas tijeras para cortarle el cabello. El doctor le explicó a Edgar que los shan creían que esa medida ayudaba a combatir la enfermedad.

Edgar se levantó y empezó a caminar un poco; había adelgazado, y ahora la ropa todavía le iba más holgada. Pero la mayor parte del tiempo descansaba en el balcón, desde donde contemplaba el río. El doctor le dijo a un flautista shan que tocara para él, y el afinador se sentaba en la cama, bajo la mosquitera, y escuchaba aquella música. Una noche, estando solo, le pareció oír que alguien tocaba el piano. La brisa nocturna arrastraba las notas por el campamento. Al principio creyó que era una pieza de Chopin, pero entonces la canción cambió y se volvió más esquiva, quejumbrosa; era una melodía que nunca había oído.

Su cara recobró el color, y volvió a comer con el médico. Éste le pidió que le hablara de Katherine, y él le contó cómo se habían conocido; pero sobre todo lo que hacía era escuchar: historias de la guerra, tradiciones shan, cuentos de hombres que remaban con las piernas, de monjes con poderes místicos… El doctor le dijo que había enviado la descripción de una nueva flor a la Linnean Society, y que había empezado a traducir La Odisea de Hornero a la lengua shan.

—Es mi relato favorito, señor Drake; en él encuentro un profundo mensaje. —Lo estaba haciendo porque un narrador shan le había pedido una leyenda «de las que se cuentan por la noche alrededor de una hoguera»—. Ahora estoy en la canción de Demódoco, no sé si la recuerda: él canta sobre el saqueo de Troya; y Odiseo, el gran guerrero, «llora como una mujer».

Por la noche iban a oír a los músicos: tambores, címbalos, arpas y flautas se mezclaban en una jungla de sonidos. Se quedaban hasta tarde. Cuando volvían a sus aposentos, Edgar salía al balcón y seguía escuchando.

Pasados unos días, el doctor le preguntó cómo se encontraba.

—Bien. ¿Por qué quiere saberlo?

—Tengo que volver a marcharme y pasaré un par de días fuera. Khin Myo estará aquí, así que no se quedará usted solo.

Carroll no le dijo adónde iba y Edgar no lo vio partir.

A la mañana siguiente el afinador se levantó y bajó al río para observar cómo trabajaban los pescadores. Permaneció de pie rodeado de arbustos en flor, estudiando el ir y venir de las abejas. Jugó a la pelota con unos niños, pero se cansó enseguida y volvió a su habitación. Se sentó en el balcón y desde allí observó el Saluén y cómo el sol se desplazaba por el cielo. El cocinero le llevó la comida: un caldo con fideos dulces y trozos de ajo frito.

Kin waan —dijo después de probarlo, y el hombre sonrió.

Llegó la noche; Edgar durmió profundamente y tuvo un agradable sueño en el que bailaba en una fiesta. Los aldeanos tocaban extraños instrumentos, y él se movía al ritmo de un vals, pero solo.

Al día siguiente decidió escribir a Katherine. Había una idea que lo inquietaba: que el ejército hubiera notificado a su mujer que se había marchado de Mandalay. Tuvo que convencerse de que la evidente falta de interés que los militares le habían manifestado antes de su partida (y que tanto lo había enfurecido) significaba que aún era menos probable que se hubieran puesto en contacto con ella ahora.

Sacó papel y pluma y escribió el nombre de su esposa. Empezó a explicar cómo era Mae Lwin, pero se interrumpió cuando sólo había escrito unas cuantas líneas. Quería describirle a Katherine la aldea que había en lo alto de la montaña, pero se dio cuenta de que sólo la había visto desde lejos. Todavía no hacía excesivo calor, y pensó que era un buen momento para dar un paseo, que le sentaría bien un poco de ejercicio. Se puso el sombrero y, pese al calor, un chaleco que solía usar en Inglaterra en verano cuando salía a caminar. Bajó al centro del campamento.

En el claro había dos mujeres que subían del río cargadas con cestos de ropa; una lo llevaba apoyado en la cadera, y la otra, en la cabeza, sobre el turbante enrollado. Las siguió por el caminito que se adentraba en la espesura y ascendía por la cresta. En el silencio del bosque, ellas oyeron los pasos de Edgar a sus espaldas; se dieron la vuelta, rieron y se dijeron algo en voz baja, en lengua shan. Él se tocó el ala del sombrero. Los árboles se espaciaron, y las mujeres subieron por una empinada pendiente hacia el poblado, que se extendía al otro lado de la montaña. Edgar continuaba detrás, y cuando entraron en la aldea, ellas se volvieron de nuevo y rieron, y una vez más él se llevó la mano al sombrero.

Al llegar junto al primer grupo de casas, construidas sobre pilares, Edgar vio junto a la entrada a una anciana en cuclillas, con la tela estampada del vestido tensa sobre las rodillas. Había un par de cerdos escuálidos que dormían a la sombra, roncando y retorciendo la cola en medio de misteriosos sueños.

La mujer fumaba un cigarro del grosor de su muñeca. Edgar la saludó.

—Buenos días —dijo.

Lentamente, ella se quitó el puro de la boca asiéndolo entre los dedos medio y anular, nudosos y llenos de sortijas. Él pensó que iba a gruñirle, pero su rostro mostró una amplia y desdentada sonrisa, y exhibió las encías manchadas de betel y tabaco. Llevaba la cara tatuada, no con sólidas líneas como los hombres, sino con cientos de diminutos puntos que componían un dibujo. Después se enteró de que aquella mujer no era shan, sino chin, una tribu del oeste, y que los detalles de sus tatuajes así lo indicaban.

—Adiós, señora —dijo.

Ella volvió a colocarse el cigarro entre los labios e inhaló con fuerza, hundiendo las arrugadas mejillas. Edgar volvió a pensar en aquellos anuncios que se veían por todo Londres: «CIGARROS DE LA ALEGRÍA: UNO SOLO PROPORCIONA ALIVIO INMEDIATO HASTA EN LOS PEORES CASOS DE ASMA, TOS, BRONQUITIS Y FALTA DE ALIENTO».

Siguió andando. Pasó junto a unos campos pequeños y resecos, en terraplenes. Debido a la sequía, la temporada de siembra no había empezado, y la tierra estaba levantada y formaba duros terrones. Las casas estaban elevadas a diferente altura, y tenían las paredes como las del campamento, hechas de tiras de bambú entrelazadas que formaban dibujos geométricos. La carretera estaba vacía, salvo por algunos grupos de niños cubiertos de polvo, y Edgar vio a mucha gente reunida dentro de las viviendas. Hacía calor, tanto que ni los mejores adivinos habrían podido predecir que aquel día, por fin, llegarían las lluvias a la meseta Shan. Los hombres y las mujeres hablaban sentados a la sombra, sin entender que el inglés saliera a pasear con semejante bochorno.

Al pasar junto a una de las casas, Edgar oyó un repique y se paró a mirar. Había dos hombres acuclillados, sin camisa, con sus típicos pantalones holgados de color azul, martillando metal. Había oído decir que los shan tenían fama de buenos herreros; en el mercado de Mandalay, Nash-Burnham le había enseñado unos cuchillos de la zona. «¿De dónde sacarán el metal?», se preguntó, y se acercó para ver mejor. Uno de los hombres tenía un trozo de vía entre los pies, y lo golpeaba contra un yunque. «No se te ocurra construir un ferrocarril en un país de herreros hambrientos», se dijo, y aquel pensamiento adquirió un inquietante tono de aforismo, aunque no supo encontrarle ningún significado más profundo.

Se cruzó con un par de individuos. Uno llevaba un sombrero enorme, con el ala muy ancha, como los que usaban los campesinos de los arrozales que aparecían en las postales, sólo que el ala descendía sobre las orejas, de modo que la parte delantera le enmarcaba el rostro y parecía un ornitorrinco gigantesco. «Es verdad, recuerdan a los soldados de las Highlands», pensó Edgar, que había leído aquella comparación, pero no la había entendido hasta entonces, al ver el amplio sombrero y los anchos pantalones que se asemejaban a faldas escocesas. Más allá, las mujeres a las que había seguido se detuvieron junto a otra casa, donde había una muchacha con un bebé en brazos. Él se paró para observar el vuelo de una mina, y vio que ellas lo miraban.

Poco después llegó a un claro donde unos muchachos jugaban al chinlon. Era lo que practicaban los niños del campamento, aunque cuando Edgar se unía a ellos siempre acababa convirtiéndose en fútbol. Se quedó a mirar. Uno de los chicos levantó la pelota y se la ofreció, invitándolo a participar; pero él sacudió la cabeza y les indicó por señas que continuaran. Los jóvenes, que se alegraban de tener público, reanudaron el juego utilizando los pies para mantener la esfera de ratán entretejido en el aire. La golpeaban, se tiraban a tierra, daban volteretas: cualquier cosa para impedir que la pelota tocara el suelo. Edgar los observaba. Al cabo de un rato el balón fue a parar a donde estaba él, que puso la pierna para pararlo; rebotó hacia el círculo y uno de los chicos siguió jugando. Los otros lo vitorearon, y Edgar, un tanto cansado por el esfuerzo, no pudo evitar sonreír al sacudirse el polvo de las botas. Permaneció allí un rato más, pero luego, temiendo no tener tanta suerte la próxima vez que la pelota saliera disparada, continuó caminando.

Pasó junto a otro grupo de casas, donde había varias mujeres sentadas a la sombra alrededor de un telar. Un crío desnudo perseguía unas gallinas por el camino, y se detuvo para ver pasar a Edgar; al parecer, aquel animal desconocido era mucho más interesante que las chillonas gallinas. Él se paró junto al niño, que llevaba la cara cubierta de thanaka y parecía un duendecillo.

—¿Cómo estás, amiguito? —le preguntó.

Se agachó y le tendió la mano.

El pequeño, impertérrito, con el vientre hinchado y sucio de polvo, se quedó plantado mirando fijamente al afinador. De pronto se puso a orinar.

—¡Ayyyy!

Una joven bajó corriendo los escalones de una de las cabañas, y cogió en brazos al chiquillo para desviar el chorro hacia otro lado, intentando contener la risa. Cuando el crío terminó, la muchacha se lo apoyó en la delgada cadera, imitando a las mujeres mayores, y lo amenazó con el dedo. Edgar se dio la vuelta y vio que detrás de él se había congregado un grupo de niños.

Una mujer subía por el camino con un búfalo asiático, y los chavales se apartaron para dejar pasar al animal. Estaba recubierto de barro y sacudía perezosamente la gruesa cola para ahuyentar las moscas que se posaban en su grupa.

Edgar echó a andar de nuevo, y los chicos lo siguieron a cierta distancia. El sendero ascendió un poco, y atisbó un pequeño valle cubierto de campos de arroz en barbecho y dispuestos en bancales. A un lado de la carretera había dos hombres sentados que al ver al afinador dibujaron la sonrisa shan a la que ya se había acostumbrado. Uno de ellos señaló a la pandilla que iba tras él y dijo algo.

—Sí, muchos niños —repuso Edgar.

Ambos rieron, aunque ninguno había entendido ni una palabra de lo que había dicho el otro.

Era casi mediodía, y Edgar se dio cuenta de que estaba empapado de sudor. Se paró un momento a la sombra de un pequeño granero y observó cómo un lagarto hacía flexiones sobre una piedra. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Había pasado tantas horas afinando el piano o sentado en la terraza, que no había tenido ocasión de comprobar cómo quemaba el sol, ni los estragos de la sequía. Los campos, resecos, se ondulaban bajo aquel calor asfixiante. Esperó un poco, creyendo que los chiquillos se aburrirían y se marcharían, pero cada vez eran más.

Escogió un camino creyendo que conducía al fuerte. Pasó junto a una pequeña capilla donde habían dejado un amplio surtido de ofrendas: flores, piedras, amuletos, tacitas cuyo contenido ya se había evaporado, arroz, figuritas de arcilla… Era como un templo en miniatura. Se parecía a las que había visto en las tierras bajas, construidas, como le había explicado el doctor, para complacer a un espíritu al que los shan llamaban el Señor del Lugar. Edgar, que nunca se había considerado supersticioso, buscó en sus bolsillos algo, pero sólo encontró la bala. Miró a su alrededor, nervioso; sólo estaban los niños, y dio media vuelta.

Continuó. Un poco más allá vio a una mujer que caminaba sosteniendo una sombrilla. Era una imagen que había visto muchas veces en las tierras bajas, pero nunca en la meseta: el sol en lo alto, una dama solitaria oculta bajo un parasol, el vestido reluciente en medio del espejismo del sendero… No corría el aire, y Edgar se detuvo para observar la delgada línea de polvo que la mujer levantaba con los pies al andar. Y de pronto se dio cuenta de qué era lo incongruente en aquella escena: las shan, que llevaban sombreros de ala ancha o turbantes, casi nunca utilizaban sombrillas.

Entonces reconoció a Khin Myo, que estaba a unos cien pasos de él.

Ella se le acercó sin decir nada. Lucía un bonito hta main de seda roja y una blusa blanca de algodón, holgada, que se movía con suavidad. Llevaba la cara pintada con unas gruesas líneas de thanaka, y el cabello, sujeto con un alfiler de madera de teca pulida y tallada. Se le habían soltado unos mechones del moño y le tapaban la cara. Se los recogió y dijo:

—Lo estaba buscando. El cocinero me ha dicho que lo había visto salir en dirección al poblado. Quería acompañarlo. Una muchacha me ha contado que las nwè ni, las campanillas, ya han empezado a florecer, y he pensado que podíamos ir a verlas juntos. ¿No será demasiado para usted?

—No, creo que no. Ya estoy recuperado del todo.

—Me alegro mucho. Estaba preocupada —replicó ella.

—Yo también… He soñado mucho estos días y he tenido unas pesadillas extrañas y terribles. Me pareció verla a usted.

Ella permaneció callada un momento.

—No quería dejarlo solo. —Le tocó el brazo—. Vamos.

Se pusieron en marcha, y el grupo de críos los siguió en silencio. Al poco rato Khin Myo se paró y volvió la cabeza.

—¿Piensa llevarse usted a su…? ¿Cómo se llama?

—¿Troupe?

—Es una palabra francesa, ¿no?

—Creo que sí. No sabía que también hablara francés.

—No lo hablo. Sólo sé un par de cosas. Al doctor Carroll le gusta enseñarme el significado de las palabras.

—Pues a mí me gustaría aprender a decirle «largo de aquí» a mi troupe. Son encantadores, pero no estoy habituado a ser el centro de atención.

Khin Myo se dio la vuelta y les dijo algo a los chicos, que se pusieron a chillar y retrocedieron un buen trecho antes de detenerse. Ella y Edgar prosiguieron su camino. Esa vez los muchachos no fueron tras ellos.

—¿Qué les ha dicho? —preguntó Edgar.

—Que el inglés se come a los niños shan —contestó.

Él sonrió.

—Creo que eso no es exactamente el tipo de propaganda que necesitamos los británicos —comentó.

—Qué va, al contrario. Muchos espíritus shan devoran criaturas. Y los shan los veneran desde mucho antes de que llegaran ustedes a estas tierras.

Tomaron una senda que remontaba una pequeña colina. Khin Myo le señaló una casa donde, al parecer, vivía una anciana con mal de ojo, y le recomendó que tuviera cuidado. Hasta eso lo dijo con jovialidad y desenfado, y la tristeza que Edgar había sentido después de la charla junto al río parecía muy lejana. Entraron en un bosquecillo y empezaron a subir el cerro. Cada vez había menos árboles, y el suelo comenzó a cubrirse de flores.

—¿Son éstas las que buscaba? —preguntó Edgar.

—No, están en un prado que hay al otro lado de la cresta. Venga por aquí.

Llegaron a la cima; a sus pies se extendía un campo de arbustos cubiertos de flores de color rojo oscuro y salmón.

—¡Qué bonito! —exclamó Khin Myo, y bajó corriendo como una niña.

Edgar sonrió y la siguió caminando, pero de pronto y sin proponérselo también echó a correr. Un poco. La joven se paró, se dio la vuelta y fue a decirle algo; él intentó frenar, pero el impulso que llevaba se lo impidió, y tropezó una vez, dos, hasta que consiguió detenerse justo delante de ella. Edgar se había quedado sin aliento y tenía las mejillas sonrosadas.

Khin Myo lo miró y arqueó una ceja.

—¿Qué hacía usted, señor Drake? ¿Daba saltitos? —preguntó.

—¿Qué?

—Me ha parecido ver que bajaba brincando.

—No, qué va. Es que iba demasiado rápido y no podía parar.

Khin Myo rió y dijo:

—¡Yo diría que estaba saltando, señor Drake! —Sonrió y añadió—: Y mire, ahora se ha ruborizado.

—¡No es cierto!

—Ya lo creo. ¡Mire, se está poniendo cada vez más colorado!

—Es el sol. Esto nos pasa a todos los ingleses cuando lo tomamos demasiado.

—Señor Drake, creo que ni siquiera la piel inglesa se quema tan deprisa debajo de un sombrero.

—Entonces debe de ser el ejercicio. Ya no soy joven.

—Ya, el ejercicio. —Y volvió a tocarle el brazo—. Vamos a ver las flores.

No era la clase de prado al que Edgar estaba acostumbrado, ni uno de aquellos campos cubiertos de rocío que había visto en la campiña inglesa. Aquél era seco, y los matorrales explotaban en la dura superficie del suelo con cientos de flores de colores que jamás habría podido imaginar, pues él era especialista en diferenciar notas, pero, en cambio, no tenía la vista muy fina.

—Si lloviera —observó Khin Myo— aún habría más flores.

—¿Sabe usted sus nombres? —preguntó Edgar.

—Sólo unos pocos. Conozco mejor las de las tierras bajas. Pero el doctor Carroll me ha enseñado algunos. Aquello de allí es madreselva; y aquello, una especie de primavera que también se encuentra en China; eso de ahí es hipérico, y aquéllas son rosas silvestres. —Cogió unas cuantas mientras andaba.

Oyeron cantar a alguien desde lo alto y poco después surgió una muchacha shan; primero la cabeza, como desprovista de cuerpo, luego el tronco y, por último, las piernas y los pies, con los que tamborileaba por el camino. Avanzaba a buen ritmo, y al pasar junto a ellos agachó respetuosamente la cabeza. Cuando ya se había alejado unos diez pasos, se volvió para volver a mirar a los extraños, aceleró la marcha y desapareció tras un desnivel.

Ni Edgar ni Khin Myo dijeron nada, y él se preguntó si la joven se habría dado cuenta de lo que había insinuado aquella muchacha con la mirada que les había lanzado, de lo que significaba que los dos estuvieran solos en medio de aquel prado de flores. Por fin carraspeó y dijo:

—Quizá la gente se forme una idea equivocada si nos ve aquí. —Enseguida se arrepintió de haber hablado.

—¿Qué quiere decir?

—Lo siento, no importa.

La miró. Estaba de pie muy cerca de él, y el viento que soplaba sobre el prado mezclaba el aroma de las flores con su perfume.

Quizá Khin Myo percibió el desasosiego de Edgar, porque no volvió a preguntárselo; se acercó las flores a la nariz y le dijo:

—Huélalas. No hay nada parecido.

Edgar agachó despacio la cabeza y la aproximó a la suya, hasta que sólo el olor de las flores separaba sus labios de los de ella.

Nunca la había visto desde tan cerca: ahora podía apreciar los detalles de sus iris, la hendidura de sus labios, el fino polvo de thanaka que decoraba sus mejillas…

Finalmente ella lo miró y dijo:

—Se hace tarde, señor Drake, y ha estado usted muy enfermo. Deberíamos regresar. Es posible que el doctor Carroll ya haya llegado.

Y, sin esperar a que él respondiera, separó una campanilla del ramillete y se la colocó en el pelo. Luego echó a andar hacia el campamento.

Edgar se quedó un momento allí plantado, viéndola alejarse, y luego la siguió.

El doctor Carroll no regresó aquella tarde, pero sí la lluvia, tras seis meses de sequía en la meseta Shan. La tormenta atrapó a Edgar y a Khin Myo por el camino, y echaron a correr juntos, riendo, mientras unas enormes y calientes gotas caían del cielo con la misma fuerza que el granizo. Pasados unos minutos estaban empapados; ella corría delante, con la sombrilla a un lado y el cabello completamente mojado. La campanilla aguantó un rato, pero luego resbaló empujada por el ímpetu del agua y cayó al suelo. Con una agilidad que lo sorprendió, y sin interrumpir la carrera, Edgar se agachó y la recogió.

Cuando llegaron al fuerte, se encontraron con montones de personas que subían del río huyendo del inesperado aguacero; todas reían, se tapaban la cabeza, gritaban. Por cada mujer que corría en busca de cobijo para protegerse el turbante, había dos niños que se ponían a bailar bajo la lluvia, en medio del gran charco que se estaba formando en el claro. Edgar y Khin Myo también se resguardaron, delante de la habitación de la joven. El agua resbalaba por el borde del tejado y caía formando una cortina que los separaba de los gritos que se oían por todo el campamento.

—Está empapado —comentó Khin Myo riendo—. Mire.

—Usted también —replicó Edgar.

La observó; tenía el largo y negro cabello pegado al cuello, y la delgada blusa, adherida al tronco. Se le veía la piel a través de la tela, bajo la que se le apreciaba la silueta de los pechos. Ella lo miró y se apartó el pelo mojado de la cara.

Edgar la contempló y ella le sostuvo un momento la mirada; él notó, en lo más profundo de su pecho, que algo se estremecía, un anhelo de que lo invitara a entrar en su cuarto, sólo para secarse, por supuesto, a él jamás se le habría ocurrido pedir nada más. Sólo para secarse, y luego, en la estancia a oscuras, con aquel aroma a coco y canela, un deseo de que quizá sus manos se rozaran, primero por casualidad, y luego otra vez, acaso voluntariamente; que sus dedos se encontraran, se entrelazaran y se quedaran así un momento antes de que ella mirara hacia arriba y él, hacia abajo. Se preguntó si ella estaría pensando lo mismo mientras los dos, allí fuera, notaban el frescor del agua sobre la piel.

Y tal vez habría sucedido, si Edgar hubiera actuado con espontaneidad, si se hubiera acercado a Khin Myo con la misma naturalidad con que llueve. Pero no, no fue así. Era pedirle demasiado a un afinador de pianos; un hombre cuya vida consistía en imponer orden para que otros crearan belleza; un hombre que establecía normas para que los demás las rompieran. De modo que, tras un largo silencio, durante el cual permanecen callados escuchando la lluvia, él dice:

—Entonces será mejor que nos cambiemos. Tengo que ir a buscar ropa seca.

Unas breves palabras que significan poco y mucho.

Diluvió toda la tarde y toda la noche. Por la mañana, cuando el cielo se despejó, el doctor Anthony Carroll regresó a Mae Lwin con el emisario del príncipe shan de Mongnai, tras cabalgar toda la noche en medio de la tormenta.