22
Llevaron el Erard a través de la franja de maleza que separaba el campamento del río, y lo bajaron hasta la orilla. Allí los esperaba una balsa, un tosco artilugio hecho de troncos tres veces más largos que el piano. Los hombres se metieron en el agua y lo subieron. Luego le ataron las patas pasando cuerdas por los espacios que había entre los maderos. Trabajaban deprisa, como si estuvieran familiarizados con aquella tarea. Cuando acabaron, colocaron un baúl en el otro extremo de la plataforma y lo amarraron también.
—Sus objetos personales están ahí dentro —le dijo Carroll a Drake.
Edgar tardó en enterarse de cuáles de aquellos hombres iban a acompañarlo. Cuando el instrumento estuvo asegurado y el peso bien repartido, dos muchachos subieron a la orilla, cogieron sendos rifles y volvieron a la balsa.
—Éstos son los hermanos Seing To y Tint Naing —dijo entonces el doctor—. Son unos estupendos barqueros y hablan birmano. Irán con usted río abajo, y también Nok Lek, pero en una piragua, para explorar los rápidos que encuentren en el camino. Bajarán hasta la región karen, o quizá hasta Moulmein, lo cual les llevará entre cinco y seis días. Entonces ya estarán en territorio británico, y a salvo.
—¿Y qué he de hacer? ¿Cuándo desea que regrese?
—No lo sé, señor Drake… —Carroll se quedó callado, y luego sacó un trocito de papel, doblado y sellado con cera—. Una cosa más: quiero que acepte esto —añadió.
—¿Qué es? —preguntó Edgar, sorprendido por aquel ofrecimiento.
El doctor pensó un momento y dijo:
—Eso tendrá que decidirlo usted. Debe esperar para leerlo.
Uno de los muchachos que estaban a sus espaldas dijo:
—Ya estamos listos. Tenemos que irnos, señor Drake.
Edgar extendió el brazo y cogió el papel; lo dobló una vez más y se lo metió en el bolsillo de la camisa.
—Gracias —dijo con un hilo de voz, y subió a la balsa.
Se apartaron de la orilla. Al mirar hacia la ribera Edgar la vio, de pie entre las flores de los arbustos; tenía el cuerpo medio oculto por la vegetación. Detrás de ella Mae Lwin trepaba por la montaña, en varias capas de cabañas de bambú. Una de ellas, sin fachada, abierta y desnuda, contemplaba el río.
La corriente impulsó la embarcación y la arrastró río abajo.
Las lluvias habían incrementado considerablemente el caudal del Saluén. Edgar recordó la noche de su llegada, cuando descendieron por el río en silencio y a oscuras. Qué poco se parecía el mundo que había visto entonces al de ahora, con las boscosas márgenes bañadas por el sol. Al verlos acercarse, un par de pájaros echó a volar desde la orilla; aletearon bajo el peso de la luz hasta que atraparon una corriente de aire que los impulsó río abajo. Eran abubillas, Upupa epops. «A lo mejor son las mismas que vi el día que llegué», pensó Edgar, y le sorprendió haber recordado su nombre. Siguieron a las aves; los rayos del sol rebotaban en la caja del piano.
Nadie decía nada. Nok Lek iba delante en la canoa, remando y cantando en voz baja. Uno de los hermanos se sentó en el baúl, que habían colocado en la popa; sujetaba un remo, y la corriente mantenía en tensión los ágiles músculos de su brazo. El otro iba de pie en la proa, observando el río. Edgar, sentado en el centro, veía pasar la orilla. Tenía una sensación extraña mientras descendían suavemente y dejaban atrás montañas y arroyos que bajaban borboteando para unirse al Saluén. La balsa tenía la línea de flotación alta, y de vez en cuando el agua cubría los troncos y le acariciaba los pies al afinador. Cuando eso ocurría, el sol iluminaba el agua y ocultaba la plataforma bajo una delgada y vacilante capa de luz. Era como si él, el piano y los chicos estuvieran de pie en el río.
Mientras descendían, Edgar observaba los pájaros que subían y bajaban por las corrientes de aire, siguiendo la trayectoria del río. Le habría gustado estar con el doctor para decirle que los había visto, porque así habría podido añadirlos a su colección. Se preguntó qué estaría haciendo, cómo se estarían preparando, si también él se defendería del ataque mediante las armas… Se imaginó que el doctor se daba la vuelta y veía a Khin Myo de pie, rodeada de flores. Deseó saber cuánto habría intuido y cuánto le habría contado ella. Sólo doce horas atrás Edgar había posado los labios sobre la tibia nuca de la joven.
Entonces su memoria recuperó la imagen de un viejo afinador con el que había estudiado, que solía sacar una botella de vino de un armario de madera cuando habían terminado el trabajo. «Qué recuerdo tan lejano», pensó, y se preguntó de dónde habría salido y qué significaba que hubiera aparecido en ese momento. Rememoró la habitación donde había aprendido, y las frías tardes en que el anciano hablaba extasiado del papel del afinador, mientras Edgar lo escuchaba asombrado. Él era un joven aprendiz, y las poéticas palabras de su maestro sonaban excesivamente sensibleras. «¿Por qué quieres aprender este oficio?», le preguntó. «Porque tengo buenas manos y me gusta la música», contestó el muchacho; el anciano rió y dijo: «¿Nada más?». «¿Qué más puedo decir?», repuso el chico. El maestro levantó su vaso y sonrió. «¿Acaso no sabes que en cada piano se esconde una canción?». Él negó con la cabeza. Quizá no fueran más que desvarios de un viejo. «Mira, el movimiento de los dedos de un pianista es mecánico; una serie de músculos y tendones que sólo conocen unas pocas normas de ritmo y velocidad. Nosotros tenemos que afinar los instrumentos para que algo tan ordinario como los músculos y los tendones, las teclas, el alambre y la madera se conviertan en canciones». «¿Y cuál es la que se oculta en éste?», inquirió él señalando un polvoriento piano vertical. «Canción —contestó el anciano—. No tiene nombre, sólo canción». El aprendiz rió porque no conocía ninguna pieza que no tuviera nombre, y el maestro rió porque estaba borracho y feliz.
Las teclas y los macillos temblaban cuando la balsa oscilaba, y en el débil tañido que emitían, Edgar volvió a oír una composición sin nombre, hecha únicamente de notas, pero sin melodía; que se repetía sin cesar, porque cada eco era producto del anterior; que surgía del interior del piano, pues no había ningún músico en el río. Volvió a pensar en aquella noche en Mae Lwin, en El clave bien temperado, una pieza que se ciñe a las estrictas reglas del contrapunto, como todas las fugas; la canción no es más que una elaboración de una sencilla melodía, y nos obliga a seguir las normas impuestas en los primeros compases.
«No debes olvidar —dijo el anciano alzando su vaso de vino— que un hombre que componía música para el culto y para la fe tituló su mejor fuga pensando en nuestro oficio».
La corriente los empujaba. Por la tarde encontraron un tramo de rápidos y no tuvieron más remedio que sacar la balsa del agua y sortearlo por tierra, lo que les hizo perder tiempo.
El río se ensanchó. Nok Lek ató su canoa a los maderos.
Al anochecer se pararon en un pueblo abandonado que vieron en la ribera. Nok Lek llevó la piragua hasta la orilla y los otros dos muchachos saltaron al agua, chapoteando, y tiraron de la embarcación. Al principio se resistió, como un animal perezoso, pero poco a poco la apartaron de la corriente y la amarraron a un tronco que había en la playa. Edgar los ayudó a desatar el piano, a levantarlo y a trasladarlo a tierra. Había mucha humedad, así que montaron un tejado con hojas entrelazadas para taparlo.
Entre las cabañas, los chicos encontraron una pelota de chinlon y empezaron a darle patadas por la orilla. Para Edgar aquella jovialidad estaba fuera de lugar; él no paraba de pensar dónde estarían el doctor y Khin Myo, si habría empezado el enfrentamiento, si la batalla habría terminado ya… Sólo unas horas atrás él estaba allí y, en cambio, ahora no podía ver humo, ni oír disparos, ni gritos. El río estaba en calma y el cielo, despejado, excepto por la niebla.
Dejó solos a los muchachos y echó a andar. Había empezado a lloviznar débilmente, y sus pies dejaban huellas secas en la arena húmeda. Se preguntó por qué habrían abandonado aquella aldea, y tomó un caminito que subía hasta la primera hilera de casas. No tuvo que andar mucho; como Mae Lwin, aquel lugar estaba construido cerca del río. Al llegar al final del sendero se detuvo.
Era, o había sido, un típico poblado shan: un grupo de cabañas apiñadas sin orden sobre la ribera, como una bandada de pájaros. Detrás estaba la selva, que se colaba entre las chozas en forma de lianas enredadas y plantas trepadoras. Edgar se percató enseguida de que allí había habido un incendio: notó una neblina por encima de la lluvia y percibió el hedor a hollín que desprendían el bambú chamuscado y el barro. Se preguntó cuándo habrían dejado aquel pueblo, si aquel olor a quemado sería reciente o si la lluvia lo había recuperado. «La humedad destruye el sonido —se dijo—, pero realza los olores».
Siguió caminando despacio. Fue encontrando manchas de hollín y ceniza.
La mayor parte de las viviendas había ardido casi por completo; sólo conservaban la estructura principal, y no tenían tejado. Había otras cuyas paredes se habían derrumbado, y los techos, de hojas entrelazadas, estaban combados y se sostenían precariamente. El suelo estaba cubierto de fragmentos de bambú ennegrecido. Junto a la base de las casas más bajas vio una rata que correteaba entre los residuos; el ruido de sus pisadas violó el silencio. No había ningún otro indicio de vida. «Igual que Mae Lwin, pero sin gallinas picoteando los granos que han caído por el camino. Y sin niños», pensó.
Se paseó por las ruinas, contemplando habitaciones quemadas y abandonadas, saqueadas, vacías. Al borde de la jungla, las enredaderas habían empezado a meterse por las rendijas de las paredes y las tablillas del suelo. «Quizá lleve mucho tiempo desierto —se dijo Edgar—; aquí las plantas crecen deprisa y todo se pudre con rapidez».
Era casi de noche, y la bruma que ascendía del río empezaba a envolver los restos chamuscados. De pronto sintió miedo. Había demasiado silencio. No se había alejado mucho de la orilla, pero no estaba seguro de la dirección en que se encontraba el río. Aceleró el paso sorteando aquellas cabañas carbonizadas que parecían amenazarlo con sus puertas como bocas, esqueléticas, y que lo miraban con lascivia, mientras la neblina se acumulaba en los tejados y formaba gotas, riachuelos que resbalaban hasta el suelo. «Las casas lloran», pensó, y a través de una pared vio las llamas de una hoguera que iluminaba la niebla, y unas sombras oscuras que se inflaban y danzaban.
Los chicos estaban sentados alrededor del fuego cuando Edgar se acercó.
—Señor Drake —dijo Nok Lek—. Creíamos que se había perdido.
—Pues sí, en cierto modo —repuso él, apartándose el cabello de los ojos—. ¿Cuánto tiempo lleva este pueblo así?
—¿Éste? —preguntó Nok Lek, y miró a sus compañeros, que estaban en cuclillas junto a los cestos abiertos y se metían trocitos de comida en la boca. Habló con ellos en shan, y le contestaron—. No lo sé, y ellos tampoco. Meses, quizá. Mire, la selva ya lo está invadiendo.
—¿Sabes quién vivía aquí?
—Son casas shan.
—¿Por qué se fueron sus habitantes?
Nok Lek se encogió de hombros y se dirigió a los hermanos. Tampoco pudieron responder, y uno de ellos le dijo algo más.
—No lo sabemos —concluyó Nok Lek.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Edgar señalando al que había hablado.
—Me ha preguntado por qué le interesa tanto.
Edgar se sentó en la arena, junto a los chicos.
—Por nada —dijo—. Sólo por curiosidad. Está completamente vacío.
—Hay muchas aldeas abandonadas como ésta. Quizá hayan sido dacoits, o soldados británicos. No importa; la gente se va a otro sitio y construye un nuevo poblado. Hace mucho tiempo que funciona así. —Le acercó a Edgar un cestito de arroz y pescado con curry—. Espero que sepa comer con los dedos.
Comieron en silencio. Al cabo de un rato, uno de los hermanos volvió a decir algo. Nok Lek miró a Edgar y dijo:
—Seing To quiere saber adónde piensa ir cuando lleguemos a territorio británico.
—¿Adónde? —dijo Edgar, sorprendido por aquella pregunta—. Pues no lo sé, la verdad.
Nok Lek contestó al muchacho, que se puso a reír.
—Le parece muy raro. Dice que usted se va a su casa, y que eso es lo que debería responder, si no ha olvidado el camino. Lo encuentra muy gracioso.
Los hermanos reían tapándose la boca con la mano. Luego uno le susurró algo al otro, que asintió y engulló otra bola de arroz.
—A lo mejor es verdad que lo he olvidado —dijo Edgar, riendo también—. Y Seing To, ¿adónde irá?
—Volverá a Mae Lwin, por supuesto, como todos nosotros.
—Pero seguro que vosotros no os perdéis.
—No, claro que no. —Nok Lek dijo algo en shan, y los tres rieron de nuevo—. Seing To llegará a su casa siguiendo el perfume del cabello de su amada. Asegura que puede olerlo desde aquí. Ha preguntado si usted también tiene un amor. Y Tint Naing le ha dicho que sí, que es Khin Myo, y que por eso regresará a Mae Lwin.
Edgar pensó: «Cuánta verdad hay en las pullas de los niños», pero dijo:
—Eso no es cierto… Bueno, sí, yo tengo una esposa, que está en Londres, en Inglaterra. Khin Myo no es mi amada; dile a Tint Naing que se quite esa idea absurda de la cabeza ahora mismo.
Los hermanos no paraban de reír. Uno le puso el brazo sobre los hombros al otro y le dijo algo al oído.
—Basta —dijo Edgar sin mucha convicción, y se le escapó otra vez la risa.
—Seing To dice que él también quiere una mujer inglesa. Si va con usted a su país, ¿le buscará una?
—Estoy seguro de que hay muchas jóvenes atractivas a las que les gustaría —dijo Edgar siguiéndoles la broma.
—Quiere saber si en Inglaterra hay que ser médico de pianos para tener una esposa bonita.
—¿Eso te ha preguntado?
Nok Lek asintió.
—No le haga mucho caso. Es muy joven.
—No, no pasa nada. En realidad me gusta. Puedes decirle que no es necesario arreglar pianos para conseguir una mujer guapa. Aunque tampoco es nada malo. —Sonrió, divertido—. Hay otros hombres, incluso soldados, que las encuentran.
Nok Lek lo tradujo.
—Dice que lamenta tener que regresar a Mae Lwin junto a su amada.
—Sí, es una pena. Mi esposa tiene muchas amigas.
—Como no puede verla, le gustaría que se la describiera. Quiere saber si tiene el pelo amarillo, y si sus amigas también.
«Esto es una tontería», se dijo Edgar, pero cuando pensó en ella casi se emocionó.
—Pues sí, mi mujer… Katherine, se llama Katherine. Sí, tiene el pelo amarillo, aunque ahora es un poco más oscuro, pero sigue siendo precioso. Tiene los ojos azules, y ella no lleva gafas, así que todo el mundo puede ver lo bonitos que son. También toca el piano, mucho mejor que yo; creo que os encantaría oírla. Ninguna de sus amigas es tan guapa como ella, pero de todos modos creo que encontraríamos alguna que le gustara a tu compañero.
Nok Lek tradujo las palabras del afinador, y los hermanos dejaron de reír y se quedaron mirándolo, cautivados por aquella descripción. Seing To asintió y dijo algo con un tono mucho más serio.
—¿Qué? ¿Ha preguntado algo más sobre mi esposa?
—No. Quiere saber si desea oír una historia, pero le he dicho que no lo moleste.
—No, seguro que me interesa —dijo Edgar, sorprendido—. ¿Cuál es?
—Una tontería. No sé por qué insiste tanto.
—Cuéntamela. Siento curiosidad.
—Quizá la haya oído antes porque es una historia birmana muy popular. Yo no la conozco tan bien como Seing To; su madre es birmana. Habla del leip-bya, un espíritu con alas de mariposa que vuela por la noche.
—Una palomilla, entonces. —Aquellas palabras tenían algo que lo inquietaba, como si ya las hubiera oído—. No, no la recuerdo —dijo.
—Bueno, puede que no sea un relato; quizá sólo sea una creencia. Algunos birmanos dicen que la vida de un hombre reside en un espíritu parecido a una… polilla. Está dentro del cuerpo, y no se puede vivir sin él; también es el responsable de los sueños. Cuando dormimos, el leip-bya sale volando por la boca, se pasea por ahí y ve cosas durante sus viajes, y eso son los sueños. Debe regresar siempre por la mañana. Por eso a los birmanos no les gusta despertar a la gente que duerme. Es posible que el leip-bya se encuentre muy lejos y no pueda volver a tiempo.
—Entonces, ¿qué pasaría?
—Si se pierde, o si lo atrapa un bilu, un… espíritu maligno, y se lo come, ése es el último sueño del hombre.
El muchacho estiró un brazo y movió los troncos de la hoguera, que despidieron chispas.
—¿Ya está?
—Ya se lo he dicho; sólo es una creencia, pero él quería que se la contara. No sé por qué. A veces es un poco raro.
Junto al fuego se estaba caliente, pero Edgar notó un escalofrío. Su memoria empezó a recuperar imágenes de la India, de un viaje en tren, de un chico que tropezaba, de un bastón agitado en la noche…
—Un poeta-wallah —musitó.
—¿Cómo dice, señor Drake?
—No, nada… Dile que su historia me da mucho que pensar. Quizá algún día llegue a ser un buen narrador.
Mientras Nok Lek traducía sus palabras, Edgar se quedó mirando al muchacho, que estaba sentado al otro lado de la hoguera con el brazo de su hermano sobre los hombros. Sólo sonreía, y el humo desdibujaba su silueta.
La leña se consumió y Nok Lek fue a buscar más. Los hermanos se habían quedado dormidos, abrazados. Empezó a lloviznar, y el joven y Edgar se levantaron, apagaron el fuego y, tras despertar a los chicos, fueron a cobijarse. Llovió varias veces durante la noche, y Edgar oía el golpeteo de las gotas sobre la estera con que habían tapado el piano.
Por la mañana levantaron el campamento. Estaba nublado, así que dejaron la cubierta de hojas entretejidas sobre el Erard. Las nubes de lluvia se dispersaron hacia mediodía, y el cielo se despejó. El Saluén, alimentado por sus afluentes, bajaba más rápido.
A primera hora de la tarde Nok Lek le dijo a Edgar que se encontraban en territorio controlado por el príncipe de Mawkmai, y que pasados dos días entrarían en la región karen. Allí los británicos tenían puestos fronterizos en el río, que señalaba el límite con Siam; entonces podrían detenerse, ya que no tenían por qué hacer todo el viaje hasta Moulmein sin parar.
«Pronto todo habrá terminado —pensó Edgar— y quedará reducido a recuerdos». Y sin que los chicos se lo pidieran, destapó el piano y se colocó una vez más ante él, mientras decidía qué pieza tocar. «Un final, pues, si mañana dejamos el río, terminará el sueño y el pianista volverá a ser afinador». La balsa se deslizaba con suavidad, llevada por la corriente, y las cuerdas resonaban con las oscilaciones de los macillos. Uno de los muchachos, que iba en la proa, se dio la vuelta para mirar.
Edgar no sabía qué interpretar; lo único que sabía era que tenía que tocar, y que la melodía saldría sola. Podía recurrir de nuevo a Bach; buscó una pieza, pero no se le ocurrió ninguna apropiada para aquel momento. Así que cerró los ojos y escuchó. Y en la vibración de las cuerdas recordó la canción que había oído semanas atrás, una noche en el Irawadi, y que había vuelto a oír más tarde, aquella noche de luna en Mandalay, cuando se paró a ver el yôkthe pwè: la canción del luto, el ngo-gyin. «Quizá sea adecuada», pensó. Posó los dedos sobre las teclas, empezó a pulsarlas y la música bajó de donde en otra ocasión había subido: eran sonidos que ningún afinador habría podido crear, extraños, nuevos, ni altos ni bajos, porque los Erards no estaban hechos para sonar en un río, ni para el ngo-gyin.
Edgar Drake se puso a tocar, y se oyó un disparo, algo que caía al agua, un nuevo disparo, y luego otro. Entonces abrió los ojos y vio a dos de sus acompañantes flotando en el agua, y al tercero, tumbado boca arriba sobre el suelo de madera, en silencio.
Estaba de pie frente al piano; la balsa viró perezosamente, impulsada por el movimiento de los cuerpos al caer. El río estaba tranquilo; Edgar no sabía desde dónde los habían tiroteado. El viento agitaba un poco los árboles de la orilla; unas nubes de lluvia se desplazaban despacio por el cielo; un enorme lagarto reposaba sobre el tronco de un árbol que sobresalía del agua; un loro chilló y salió volando desde la otra margen. Edgar tenía las manos quietas, suspendidas sobre las teclas.
Y entonces se oyó un crujido en la ribera derecha, y aparecieron dos canoas que se dirigían hacia él. El afinador, que no sabía controlar la embarcación, no podía hacer otra cosa que esperar, atónito, como si también a él le hubieran disparado.
La corriente era lenta, y las piraguas no tardaron en alcanzarlo. En cada una iban dos hombres. Cuando estuvieron a unos cien metros, Edgar vio que eran birmanos, y que llevaban el uniforme del ejército indio.
Los soldados no dijeron nada mientras se acercaban. De cada canoa subió uno, y el arresto fue rápido; Edgar no opuso resistencia y se limitó a cerrar la tapa del teclado. Lanzaron una cuerda a la balsa y remaron hacia la orilla.
Allí los recibieron un birmano y dos hindúes, que escoltaron a Edgar por un largo sendero hasta un pequeño claro, donde había un campamento sobre el que ondeaba la bandera británica. Fueron hasta una cabaña de bambú y la abrieron. Dentro había una silla.
—Siéntese —le ordenó uno de los indios.
Edgar obedeció. Los hombres se marcharon y cerraron. La luz entraba por las rendijas de la pared. Fuera, dos soldados montaban guardia. Edgar oyó pasos; la puerta se abrió, y vio entrar a un teniente británico.
Edgar se puso en pie.
—¿Qué está pasando, teniente?
—Siéntese, señor Drake.
El oficial hablaba con severidad. Llevaba el uniforme recién planchado y almidonado.
—Han matado a esos chicos. ¿Qué…?
—He dicho que se siente, señor Drake.
—Usted no lo entiende. Ha habido un terrible error.
—Se lo diré por última vez.
—Es que…
—Señor Drake… —El militar dio un paso hacia delante.
Edgar lo miró.
—Exijo saber qué está pasando. —Notó que la ira reemplazaba al desconcierto.
—Le ordeno que se siente.
—No pienso hacerlo hasta que me diga por qué estoy aquí. Usted no tiene ningún derecho a darme órdenes.
—¡Señor Drake!
Fue un golpe rápido, y Edgar oyó el ruido de la mano del teniente al chocar contra su cara. Se sentó y se llevó las manos a la dolorida sien, húmeda de sangre.
El oficial no dijo nada: se limitó a mirarlo con recelo. El afinador le sostenía la mirada mientras se acariciaba el rostro. El militar acercó una silla, se sentó frente a él y esperó.
Finalmente habló:
—Edgar Drake, está usted arrestado por orden del cuartel general del ejército en Mandalay. En estos documentos están recogidos sus delitos. —Levantó un montón de carpetas que tenía en el regazo—. Será retenido aquí hasta que llegue una escolta de Yawnghwe. Desde allí lo trasladarán a Mandalay, y después a Rangún, donde será usted juzgado.
Edgar sacudió la cabeza con enojo.
—Es evidente que ha habido un error.
—Señor Drake, no le he dado permiso para hablar.
—No lo necesito. —Se puso en pie, y el teniente lo imitó. Se miraron a los ojos—. Yo…
Recibió otro golpe y se le cayeron las gafas. Se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de derribar la silla. Se sujetó a ella para recobrar el equilibrio.
—Señor Drake, si decide cooperar, todo resultará mucho más sencillo.
Edgar, tembloroso, se agachó, recogió sus gafas y se las puso. Luego miró al teniente con gesto de incredulidad.
—Acaba de matar usted a mis amigos. Me ha golpeado. ¿Pretende que colabore con usted? Yo estoy al servicio de Su Majestad.
—Ya no, señor Drake. A los traidores no se les concede ese honor.
—¿A los traidores? —Notó que le daba vueltas la cabeza. Se sentó, anonadado—. Esto es una locura.
—Por favor, señor Drake, no va a conseguir nada con esa farsa.
—Yo no sé nada. ¡Traidor! ¿Se puede saber de qué se me acusa?
—¿De qué? De ayudar y secundar al comandante médico Anthony Carroll, un espía y un traidor a la Corona.
—¿Anthony Carroll?
El teniente no respondió.
A Edgar le pareció detectar cierto desdén en la expresión del oficial.
—¿El doctor? Anthony Carroll es el mejor soldado de Gran Bretaña en Birmania. No sé de qué me está hablando.
Se miraron sin pestañear.
Llamaron.
—Pase —dijo el teniente.
La puerta se abrió y entró el capitán Nash-Burnham. Al principio Edgar no reconoció al hombre enérgico y jovial que lo había invitado a ver el pwè de Mandalay. Llevaba el uniforme sucio y arrugado, iba sin afeitar y tenía unas marcadas ojeras.
—¡Capitán! —dijo Edgar, y se levantó otra vez—. ¿Qué sucede?
El capitán lo miró, y luego al teniente.
—¿Ha informado al señor Drake de los cargos?
—Sólo por encima, señor.
—¿Puede explicarme qué está ocurriendo, capitán?
Nash-Burnham le dijo:
—Siéntese, señor Drake.
—¡Exijo saber qué está pasando, capitán!
—¡Maldita sea, señor Drake! ¡Siéntese!
Las ásperas palabras del capitán le dolieron más que la mano del teniente. Edgar se sentó.
El oficial se levantó y, tras cederle su asiento a Nash-Burnham, se quedó de pie detrás de él.
—Señor Drake, tenemos acusaciones muy graves contra usted y contra el comandante médico Carroll —dijo Nash-Burnham—. Le aconsejo por su propio bien que coopere. Esta situación es tan violenta para mí como para usted.
El afinador no dijo nada.
—Teniente —agregó el capitán, y volvió la cabeza hacia el hombre que tenía a sus espaldas, que empezó a decir:
—Seré breve, señor Drake. Hace tres meses, durante una revisión rutinaria llevada a cabo en el Ministerio del Interior en Londres, apareció una nota escrita en ruso adjunta a un documento secreto. Éste condujo hasta el coronel Fitzgerald, el oficial encargado de la correspondencia de Carroll en Inglaterra, y el hombre que se puso en contacto con usted. Su escritorio fue registrado, y aparecieron otras cartas. Fue arrestado por espía.
—¿Una nota en ruso? No sé qué relación puede tener eso con…
—Por favor, señor Drake. Usted sabe perfectamente que desde hace varias décadas tenemos un grave conflicto con Rusia por nuestras propiedades en Asia central. Parecía poco probable que se interesaran por un territorio tan lejano de sus fronteras como Birmania; sin embargo, en mil ochocientos setenta y ocho hubo una reunión en París entre el cónsul honorario de Birmania y un insólito diplomático, el gran químico ruso Dmitri Mendeleiev. El encuentro fue registrado por los servicios británicos en París, pero no se descubrieron sus consecuencias. El caso se olvidó enseguida, y se consideró un cortejo diplomático más sin resultado alguno.
—No entiendo qué puede tener eso que ver con el doctor Carroll, conmigo o con…
—Señor Drake —gruñó el teniente.
—Esto no tiene ningún sentido. Acaban de matar a…
—Por favor, señor Drake —lo atajó Nash-Burnham—. Nosotros no tenemos por qué contarle nada de esto. Si no quiere colaborar, podemos enviarlo directamente a Rangún.
Edgar cerró los ojos y apretó las mandíbulas. Se recostó en la silla; notaba un doloroso latido en la cabeza.
El teniente prosiguió:
—Tras el arresto de Fitzgerald investigamos a otras personas relacionadas con él. Los resultados fueron escasos, pero encontramos una carta de Anthony Carroll fechada en mil ochocientos setenta y nueve y dirigida a Dmitri Mendeleiev, titulada «Sobre las propiedades astringentes del extracto de Dendrobium de la Alta Birmania». Aunque no contenía nada que implicara espionaje, despertó nuestras sospechas, y la presencia de numerosas fórmulas químicas nos indujo a pensar en un código secreto, al igual que las partituras que el comandante médico recibía de nuestras oficinas. Eran como las que usted, señor Drake, le llevó al doctor. Cuando volvimos a examinar las que había enviado Carroll, descubrimos que la mayor parte de las notas eran ininteligibles, por lo que presumimos que no contenían música, sino algún tipo de comunicación cifrada.
—Eso es ridículo —protestó Edgar—. Yo he oído tocar esa música. Es shan, y su escala difiere por completo de la nuestra. Claro que suena extraña tocada por instrumentos europeos, pero no es ningún código…
—Naturalmente, nos resistíamos a acusar a uno de nuestros comandantes más eficaces en Birmania. Necesitábamos más pruebas. Entonces, a principios de este mes, recibimos unos informes de los servicios secretos, según los cuales usted y Carroll se habían reunido en Mongpu con los representantes de la Confederación Limbin y con el Príncipe Bandido, Twet Nga Lu.
—Eso es cierto. Yo también asistí, pero…
—En ese encuentro, señor Drake, Carroll formó una alianza con la Confederación para expulsar a las tropas británicas de Yawnghwe y restablecer la autonomía shan.
—¡Qué tontería! —Edgar se inclinó hacia delante—. Yo participé en esa reunión. Anthony Carroll actuó por cuenta propia, es verdad, pero porque no tenía otro remedio. Convenció a la Confederación para que firmara un tratado de paz.
—¿Fue eso lo que le dijo? —Nash-Burnham miró al teniente.
—Sí. Pero yo estuve allí. Lo vi.
—Dígame, señor Drake, ¿habla usted la lengua shan?
Edgar se quedó callado un momento. Luego negó con la cabeza y dijo:
—Esto es absurdo. He pasado casi tres meses en Mae Lwin, y el doctor jamás ha mostrado ni el más leve indicio de insubordinación a la Corona. Es un verdadero erudito, un hombre de principios, un gran amante del arte y la cultura…
—Hablemos de arte y de cultura, si lo desea —dijo el teniente con sorna.
—¿A qué se refiere?
—¿Para qué fue usted a Mae Lwin, señor Drake?
—Lo sabe perfectamente. El ejército me encargó la reparación de un piano de cola Erard.
—Ese que ahora flota en la orilla de nuestro campamento.
—Exacto.
—¿Y cómo llegó usted a Mae Lwin, señor Drake? ¿Viajó con una escolta, tal como había previsto el ejército?
Edgar no contestó.
—Se lo preguntaré otra vez, señor Drake. ¿Cómo fue hasta allí?
—El doctor Carroll envió a alguien a buscarme.
—Así que fue desobedeciendo órdenes.
—Yo había venido a Birmania para afinar un piano; ésa era mi misión. No podía regresar a Rangún. Cuando recibí la carta de Carroll, decidí ir. Yo soy un civil; lo que hice no puede considerarse una insubordinación.
—Y resolvió ir a Mae Lwin.
—Sí.
—¿Qué instrumento tenía que arreglar, señor Drake?
—Un Erard de gran cola; ya lo sabe. No sé qué tiene que ver con este asunto.
—Tiene un nombre un poco raro, ¿no? ¿De qué tipo es?
—Francés. Sébastien Erard era alemán, pero…
—¿Francés? ¿Como los soldados que están construyendo fuertes en Indochina?
—Esto es ridículo… No puedo creer que esté insinuando…
—¿Cómo lo llamaría usted, una simple coincidencia o quizá una cuestión de gustos? Hay muchos pianos británicos.
Edgar miró a Nash-Burnham.
—Capitán, no doy crédito a lo que estoy oyendo. Los pianos no consiguen aliados…
—Conteste a las preguntas —lo interrumpió Nash-Burnham con firmeza.
—¿Cuánto tiempo se tarda en afinar un piano, señor Drake? —preguntó el teniente.
—Eso depende.
—Déme una aproximación, entonces. En Inglaterra, ¿cuánto es lo máximo que ha tardado?
—¿En afinarlo sólo?
—Sólo.
—Dos días, pero…
—¿En serio? Sin embargo, usted mismo ha dicho que ha estado casi tres meses en Mae Lwin. Si puede hacer su trabajo en dos días, ¿por qué no ha regresado usted a Londres?
Edgar se quedó callado. Notó que todo le daba vueltas, que algo dentro de él se desmoronaba.
Pasaron varios minutos y seguía sin contestar.
Al final el capitán Nash-Burnham carraspeó y dijo:
—¿Está dispuesto a defenderse de las acusaciones y testificar contra el comandante médico Carroll?
Edgar se tomó su tiempo para responder.
—Capitán, lo que usted afirma no puede ser cierto. Yo fui a Mongpu, los vi reunirse, hasta hablé con Twet Nga Lu. El doctor Carroll organizó esa reunión para negociar la paz. Ya lo verá. Yo creo en él. Reconozco que es un excéntrico, pero es un genio, un hombre capaz de ganarse el corazón de los otros mediante la música y la ciencia. Ustedes sólo tienen que esperar, y cuando la Confederación Limbin presente su propuesta a la Corona me creerán.
—Señor Drake —replicó el teniente—, dos días después del encuentro de Mongpu, el ejército de la Confederación, dirigido por el sawbwa de Lawksawk y con el apoyo de tropas enviadas por Carroll, según nuestras sospechas, atacó nuestras posiciones en una de las peores ofensivas de su campaña. Gracias a Dios conseguimos que regresaran a Lawksawk, y luego quemamos la ciudad.
Edgar estaba perplejo.
—¿Destruyeron Lawksawk?
—No, señor Drake, destruimos Mae Lwin —contestó el capitán.