21
Edgar pasó toda la noche junto al piano, durmiendo y despertándose. Todavía estaba oscuro cuando oyó el crujido de la puerta, y luego pasos. Abrió los ojos esperando ver a los niños, pero se encontró con una anciana.
—El doctor lo necesita. Deprisa —dijo; tenía el aliento rancio.
—¿Cómo dice? —Se incorporó; todavía estaba medio dormido.
—El doctor Carroll lo necesita. Deprisa.
Edgar se puso en pie y se arregló la camisa. Entonces asoció la llamada del doctor con lo ocurrido la noche pasada con Khin Myo.
La mujer salió de la habitación delante de él. Empezaba a amanecer, y todavía hacía frío; el sol estaba a punto de asomar por detrás de la montaña. Al llegar junto a la puerta del cuartel general, la anciana sonrió mostrando sus dientes manchados de betel, y se alejó renqueando por el sendero. Edgar encontró a Carroll examinando unos mapas que había desplegado sobre su escritorio.
—¿Me ha llamado? —preguntó el afinador, nervioso.
—Sí. Buenos días, señor Drake. Siéntese, por favor. —Señaló una silla.
Edgar se sentó y se quedó mirando al doctor, que estudiaba atentamente los planos, trazando líneas imaginarias por el papel con una mano mientras con la otra se masajeaba la nuca. De pronto levantó la cabeza y se quitó los quevedos de la nariz.
—Señor Drake, discúlpeme por haberlo despertado tan temprano.
—No pasa nada, yo…
—Se trata de un asunto muy urgente —lo atajó—. He regresado hace escasas horas de Mongpan. Hemos venido a toda prisa.
Su voz parecía diferente: trastornada, formal, sin aquel deje de seguridad. Entonces Edgar se fijó en que el doctor todavía llevaba la ropa de montar, salpicada de barro, y en que tenía una pistola en el cinto. Sintió una repentina oleada de culpabilidad. «Esto no tiene nada que ver con Khin Myo».
—Señor Drake, lo mejor será que vayamos al grano.
—Sí, desde luego, pero…
—Me temo que van a atacar Mae Lwin.
Edgar se inclinó hacia delante, como para oír mejor.
—Lo siento, no lo entiendo. ¿Ha dicho usted atacar?
—Tal vez esta misma noche.
Se quedaron callados. Edgar pensó que quizá era una broma, u otro de los proyectos de Carroll; que eso no era todo y que se lo iba a explicar. Volvió a mirar la pistola, la camisa cubierta de fango, los ojos del doctor, que denotaban agotamiento…
—Lo dice en serio —dijo, como si hablara para sí—. Pero ¿no habíamos firmado un tratado? Usted…
—El acuerdo sigue en pie. No se trata de la Confederación Limbin.
—Entonces, ¿de quién hablamos?
—De otros. Tengo enemigos, aliados que han cambiado de bando, quizá; hombres a los que antes tenía por amigos, pero cuya lealtad ahora pongo en duda. —Se quedó mirando el mapa—. Me gustaría poder explicárselo mejor, pero tenemos que prepararnos… —Hizo una pausa y volvió a levantar la cabeza—. Lo único que puedo decirle es esto: un mes antes de que usted llegara a Mae Lwin nos atacaron. Eso ya lo sabe, porque por ese motivo se demoró en Mandalay. Poco después, varios de los asaltantes fueron capturados, pero se negaron a revelar quién los había contratado, incluso cuando se los sometió a tortura. Hay quien cree que no eran más que ladrones, pero yo nunca he visto que vayan tan bien armados. Es más, algunos llevaban rifles británicos, lo cual significa que los habían robado. O eso, o eran antiguos aliados convertidos en traidores.
—¿Y ahora?
—Hace dos días viajé a Mongpan para hablar de la construcción de una carretera hasta Mae Lwin. Sólo unas horas después de mi llegada un muchacho shan entró en los aposentos del príncipe. Estaba pescando en uno de los pequeños afluentes del Saluén y vio a un grupo de hombres que había acampado en la selva; se acercó sin ser visto y escuchó sus conversaciones. No lo entendió todo, pero los oyó hablar de un plan para asaltar Mongpan y luego Mae Lwin. También tenían fusiles británicos, y esta vez la banda era mucho mayor. Si el chico no estaba equivocado, me pregunto por qué se aventurarían unos dacoits a venir tan lejos para invadirnos. Hay varias posibilidades, pero ahora no tengo tiempo para comentarlas con usted. Si ya han llegado a Mongpan, podrían estar aquí esta misma noche.
Edgar se quedó esperando a que el doctor dijera algo más, pero Carroll guardó silencio.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó el afinador.
—Por lo que me han contado, el grupo es demasiado numeroso para que defendamos el campamento. He mandado mensajeros a caballo para pedir refuerzos. Varias tribus leales me enviarán hombres; si consiguen llegar a tiempo. Vendrán de Mongpan, de Monghang, de…
Volvió a consultar el mapa y a enumerar pueblos, pero Edgar ya no lo escuchaba. Sólo se imaginaba a unos jinetes que descendían sobre Mae Lwin desde las montañas. Veía a unos hombres cabalgando con destreza por los desfiladeros de piedra caliza, cruzando la meseta, con los estandartes ondeando, las colas de los ponis teñidas de rojo; veía los ejércitos agrupándose en el fuerte, mujeres buscando cobijo, a Khin Myo… Luego pensó en la reunión de la Confederación de príncipes. Ahora el doctor llevaba el mismo uniforme que aquel día, y tenía la misma mirada distante.
—Y yo…
—Necesito su ayuda, señor Drake.
—¿Cómo puedo colaborar? Haré lo que sea. No soy bueno disparando, pero…
—No; quiero que haga algo más importante. Aunque recibamos refuerzos, Mae Lwin podría caer y, aunque repeliéramos el ataque, lo más probable es que sufriésemos muchos daños. Esto no es más que un pequeño poblado.
—Pero con más hombres…
—Quizá sí, pero nuestro enemigo podría quemar el campamento; he de tener en cuenta esa posibilidad. No puedo arriesgar todo por lo que llevo doce años trabajando. El ejército reconstruirá Mae Lwin, pero no puedo pedirle más. Ya me he encargado de que recojan y escondan mi material médico, mis microscopios y mis colecciones de plantas. Pero…
—El Erard.
—No puedo confiárselo a mis hombres. Ellos no entienden lo frágil que es.
—Pero ¿adónde piensa llevarlo?
—Río abajo. Se embarcará usted esta misma mañana. Estamos a pocos días de los fuertes británicos que tenemos en territorio karen. Allí lo recibirán tropas que podrán escoltarlo hasta Rangún.
—¿Rangún?
—Hasta que sepamos qué está pasando. Pero Mae Lwin ya no es un lugar seguro para un civil. Eso ya ha pasado.
Edgar sacudió la cabeza.
—Todo esto está sucediendo demasiado deprisa, doctor. Quizá pueda quedarme aquí… o llevarme el piano a las montañas. No puedo… —Se interrumpió—. ¿Y Khin Myo? —dijo de pronto; «Ahora puedo preguntárselo; ella forma parte de todo esto, de manera inextricable. Ya no existe sólo en mi mente».
El doctor levantó la cabeza y dijo con repentina severidad:
—Ella se queda conmigo.
—Sólo quiero saberlo porque…
—Aquí estará más segura, señor Drake.
—Pero doctor…
—Lo siento, señor Drake, pero no puedo seguir hablando con usted. Tengo que ocuparme de los preparativos.
—Ha de haber alguna forma de que yo pueda permanecer aquí. —Edgar intentaba evitar que el pánico se le reflejara en la voz.
—Señor Drake —dijo el doctor con paciencia—, no tengo tiempo. No puedo dejarlo elegir.
Edgar lo miró fijamente.
—Yo no soy uno de sus soldados.
Hubo un largo silencio. El doctor se masajeó la nuca otra vez y volvió a examinar los planos. Cuando miró de nuevo a Edgar, su rostro se había suavizado.
—Señor Drake —dijo—, lamento muchísimo lo que está pasando. Sé lo que esto significa para usted; sé más de lo que cree. Pero no tengo alternativa. Creo que algún día lo entenderá.
Edgar salió tambaleándose.
Se quedó inmóvil e intentó serenarse. En el campamento había una actividad frenética; los hombres montaban barricadas con sacos de arena o corrían al río con rifles y munición. Otros cortaban y ataban cañas de bambú para formar empalizadas puntiagudas. Un grupo de mujeres y niños organizó una brigada de bomberos; llenaban de agua cubos, vasijas de arcilla y cazuelas.
—Señor Drake. —Las palabras sonaron a sus espaldas. Era un chiquillo que tenía en las manos su bolsa de afinador—. Me la llevo al río, señor.
Edgar se dio la vuelta y se limitó a asentir con la cabeza.
Sus ojos siguieron una línea de actividad que ascendía por la ladera de la montaña, y llegaron al aposento del piano, cuya fachada habían desmontado por completo. Vio a unos hombres sin camisa que manejaban con dificultad una polea y unas cuerdas. Debajo se había formado un corrillo de curiosos que llevaban fusiles y cubos de agua en las manos. Edgar oyó gritos más allá de la cabaña, en el camino: era un grupo de hombres que tiraba de una soga. Vio cómo el piano daba bandazos en el aire, inseguro al principio, pero los que estaban en la habitación lo equilibraron y lo colocaron sobre una rampa hecha con pedazos de bambú. Los que sujetaban la amarra gruñeron, y el Erard osciló: bajó despacio, y Edgar oyó un repique cuando lo dejaron caer porque la cuerda les quemaba las manos. El instrumento estuvo largo rato suspendido y descendió poco a poco, hasta que al final llegó al suelo; entonces otros hombres corrieron a sujetarlo, y Edgar volvió a respirar.
El piano reposaba ahora sobre un trozo de tierra seca. Parecía muy pequeño bajo la luz, con el campamento al fondo.
Más gritos, más correteos, cuerpos que iban de un lado para otro en medio de una aparente confusión. Edgar recordó la tarde que partió de Londres en el vapor, cómo se arremolinaba la niebla, cómo todo se transformó en silencio, y entonces él se quedó solo. Notó que había alguien a su lado.
—Se marcha —dijo ella.
—Sí. —La miró—. ¿Ya lo sabe?
—Sí, él me lo ha dicho.
—Yo quiero quedarme, pero…
—Tiene que irse. Aquí no está seguro.
Miró al suelo. Estaba tan cerca que él le veía la coronilla y el tallo de una flor morada entretejido en su cabello oscuro.
—Venga conmigo —dijo de pronto.
—Sabe perfectamente que no puedo.
—Esta noche yo estaré a varios kilómetros de aquí, río abajo; por la mañana usted y el doctor Carroll podrían estar muertos, y yo nunca sabré…
—No diga esas cosas.
—Yo… no había planeado esto. Hay tanto por decir que… Quizá no volvamos a vernos nunca. Preferiría no decirlo, pero…
—Señor Drake… —Khin Myo intentó añadir algo, pero se contuvo. Su mirada se encontró con la de Edgar—. Lo siento.
—Venga conmigo, por favor.
—Debo quedarme con Anthony —repuso ella.
«Anthony —pensó Edgar—. Nunca lo había llamado por su nombre».
—Yo vine aquí por usted —dijo él, pero sus palabras sonaron vacías.
—Usted vino aquí por otra cosa —replicó Khin Myo; y entonces alguien llamó al afinador desde el río.