Capítulo 20

- Vamos a misa. -La voz de Nonna sonaba impaciente mientras, sentada en el borde su desvencijada cama, miraba a Gemma que estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Trataba por todos los medios de cortarle a su abuela las amarillentas uñas de los pies.

- No hay misa. Te estoy cortando las uñas, así que estate quieta.

- ¡Vamos a misa!

- No. -Gemma suspiró profundamente y con cuidado tomó el pie izquierdo de Nonna con su mano izquierda e intentó cortarle la uña grande con la derecha. Pero no hubo manera. Puede que no fuera deliberado, pero Nonna le dio una patada directamente al pecho con el talón de su pie-. ¡Hija de mala puta! -aulló Gemma, tirando el cortaúñas al otro lado de la habitación, donde aterrizó produciendo un sonido sordo sobre el suelo de madera. Avergonzada, miró a su abuela, quien parecía a punto de llorar. Pero fue ella la primera en derramar lágrimas y se tapó la cara con las manos-. Lo siento -sollozó tras la pantalla de sus dedos-. No quería gritarte, perdóname.

Pero en su interior pensaba: «Claro que te quería gritar. O lo hacía o te daba una. Ya sé que no es tu culpa pero tengo los nervios de punta. Estoy cansada, explotada y sola…»

Empezaba a entender lo que llevaba a los cuidadores de ancianos al maltrato. Era la desesperación, la frustración. Cualquiera que asegurara que «jamás haría una cosa así» era, en la experta opinión de Gemma, un mentiroso redomado. Eso, o nunca habían tenido que cuidar de un enfermo de Alzheimer.

Cara? -La voz de Nonna denotaba el mismo nerviosismo que la de una niña a la que acaban de reñir.

- ¿Sí?

- ¿Vamos a misa? -preguntó ilusionada.

- Dios mío. -Los mocos fluían por la nariz de Gemma. Se los limpió con la manga de su sudadera y tomó la fría mano de su abuela entre las suyas-. Es de noche, cariño, no hay misa y además es miércoles y no domingo. Capisci?

Nonna asintió sonriente, pero su nieta supo por la confusión que nublaba su mirada que era como si le hablara en suahili.

- ¿Puedo acabar con las uñas, por favor?

Nonna asintió de nuevo. Arrastrándose por el suelo, Gemma recogió el cortaúñas y reanudó la tarea. No le importaba hacerla, pero, a juzgar por el tamaño de las uñas, parecía ser la única dispuesta a ella.

- Debería cortármelas yo sola -se quejó Nonna.

- No pasa nada, a mí no me importa. -Gemma sacudió la cabeza desconcertada. Estaba ahí, la vieja lucidez, el viejo orgullo. Parecía ir y venir sin ton ni son. Gemma adoraba los momentos en los que la Nonna que conocía y amaba estaba presente y locuaz. Eran como un regalo.

- Venga, ya está. -Tras cortar la última, las recogió y las tiró a la papelera que tenía a su lado.

- ¿Qué estás haciendo? -chilló Nonna, abalanzándose hacia el cubo de basura. Lo cogió y lo vació sobre su cama-. ¡Las uñas no se tiran! ¿Quieres que tus enemigos puedan hacerte un maleficio? ¡Se queman o se entierran! ¡Se queman o se entierran!

Gemma miraba fascinada cómo su abuela buscaba sus uñas entre los pañuelos usados y los envoltorios de golosinas.

- Nonna -preguntó con voz tranquila-, ¿eres una bruja?

La anciana murmuró algo y siguió recogiendo las uñas de entre los desperdicios.

- ¿Lo eres? -preguntó de nuevo, con voz más alta en esta ocasión-. ¿La stregheria? ¿Tú? ¿Sí?

Su abuela la miró.

- Sí -murmuró.

- ¡Lo sabía! -Se acercó a su abuela en la cama y la ayudó a recuperar las uñas-. ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Por qué te lo has guardado para ti?

- Tú lo sabías. -La observó de reojo con una mirada sabia-. No te lo tenía que decir. -Le golpeó la barbilla cariñosamente-. En la stregheria nos conocemos unas a otras, ¿verdad?

- Sí. Pero ¿por qué esconderlo? ¿Y por qué vas a la iglesia?

- Porque amo a Dios. Uno es el camino antiguo y el otro el nuevo. Cuando llegué a este país opté por el nuevo, pero no olvidé el viejo. ¿Quién dice que sólo se puede adorar de una sola manera? Además, a mi novio no le molestan las viejas tradiciones.

Gemma se quedó helada. Sin duda, Nonna navegaba de nuevo hacia otras dimensiones de su mente.

- ¿Tu novio?

- Él. -Nonna señaló la imagen de Jesús que colgaba sobre su tocador, aquella con los ojos húmedos que la seguían dondequiera que fuese. A Gemma siempre le había atemorizado.

- ¿Así que ése es tu novio?

- Lo amo y me ama. Aquí las tienes. -Le entregó a Gemma las uñas que había recogido-. ¿Las quemarás, eh?

- Sí. -Gemma tomó un pañuelo limpio de la repisa y las envolvió antes de guardárselas en el bolsillo.

- Una cosa más. -Nonna manoseó el cuello de su blusa sacando la cimaruta-. Quiero que la tengas tú.

- ¿Qué?

- Vamos, cara, cógela. Perteneció a mi madre. -Sus ojos parpadearon maliciosos-. También era una de las nuestras. Te protegerá.

Sin poder decir palabra, Gemma ayudó a su abuela a quitarse el amuleto del cuello y se lo puso.

- ¿Qué te parece?

- Hermoso. Buon cumpleanno!

- Gracias -susurró Gemma, abrazando a Nonna segura de que volvía a perderse, ya que no era ni mucho menos su cumpleaños.

Feliz, su abuela la miró a la cara.

- Y ahora, ¿vamos a misa?

Enseguida supo que algo no iba bien cuando al día siguiente apareció su madre para relevarla en lugar de tía Millie. En primer lugar, ella nunca se ocupaba de Nonna si no era su turno. En segundo lugar, se mostraba cordial. Después de cumplimentar con todos los prolegómenos -¿cómo ha dormido?, ¿cuánto ha comido?, ¿te ha reconocido? -le preguntó cómo se encontraba Frankie y cómo funcionaba la tienda. Gemma respondió y esperó a que su madre parase de dorarle la píldora.

- Escucha, tus tías y yo tenemos que pedirte un favor.

- ¿Cuál es? -preguntó Gemma, intentando apaciguar el creciente resentimiento que se estaba apoderando de ella.

- Tu tía Millie estaba navegando por la red y ha encontrado una gran oferta de dos noches en Atlantic City. Nos gustaría saber si te importaría llevarte a Nonna a la ciudad unos pocos días.

Gemma se quedó perpleja mirando a su madre.

- Mamá, tengo un negocio del que ocuparme -respondió con voz tensa.

En los labios de su madre se dibujó un rictus severo.

- Ya lo sé, pero es una solicitud especial.

- ¿No pueden hacerlo Angie o Theresa? ¿Mikey?

Para su sorpresa, la expresión de su madre se suavizó un poco.

- A ti es a quien más quiere, ya lo sabes. La última vez que Theresa estuvo aquí, Nonna no dejó de llorar. Tenía miedo de ella.

- Dios mío. -Se le partía el corazón sólo de imaginarlo, debió ser horrible para Theresa. Y para Nonna-. ¿Por qué no puedo cuidarla aquí?

- Porque si podemos sacarla unos días de casa, tendremos la oportunidad de arreglar el techo como es debido. Te puedes imaginar cómo reaccionaría si los operarios vinieran mientras ella está en casa. Se pondría histérica.

- Mamá, ya sabes que los enfermos de Alzheimer se pueden alterar mucho si se los traslada a ambientes desconocidos.

- Pero estará contigo -insistió su madre.

- ¿Por qué es tan importante?

- Es por Betty Anne. Va a cumplir los sesenta y cinco y no tiene dónde caerse muerta. Todo lo que ha querido en su maldita vida ha sido ir a Atlantic City. Así que Millie y yo queremos darle una sorpresa y llevarla allí.

Gemma se sintió conmovida.

- Es un bonito detalle.

- ¿Nos puedes ayudar, Gattina?

Gattina. Su madre no la llamaba así desde que era pequeña. Era una de las palabras del antes: antes de que muriera su padre y su madre se volviera una amargada; antes de que le dijera que era una bruja y ella la rechazara. ¿Trataba de manipularla o el apodo se le había escapado como una involuntaria muestra de afecto?

- ¿Cuándo sería? -preguntó con cautela.

- Durante el mes que viene. -Su madre estaba a la defensiva-. No te preocupes, no estoy pidiéndote que lo hagas mañana.

- No, no, ya lo sé. -Se estrujó el cerebro tratando de adivinar cómo iba a poder hacerlo. Supuso que podría librar dos días seguidos y dejar la tienda a cargo de Julie. Iba a ser una tortura cargar con Nonna y llevársela a la ciudad, pero cualquier cosa es soportable sólo dos días, ¿no? Y era por un buen motivo. Dos buenos motivos.

- Muy bien, lo haré.

La cara de su madre se iluminó con una extraña sonrisa.

- Sabíamos que podíamos contar contigo.

- Claro -resopló Gemma-, porque soy una boba.

- No. -Su madre evitó mirarla directamente y se fijó en sus manos. Por un momento pareció reacia a continuar-. Porque tienes buen corazón.

- ¿A pesar de ser una bruja? -preguntó sin poder evitarlo.

- Incluso el diablo fue uno de los ángeles del señor.

Instintivamente Gemma cogió con los dedos la cimaruta que le colgaba del cuello, escondida debajo de su camiseta. ¿No debería decirle a su madre que la tenía? Después de todo era una reliquia de familia. No quería provocar ninguna tirantez ente su madre y sus hermanas, ni quería que la acusaran de que quizá se lo había quitado a Nonna sin su permiso aprovechándose de que no estaba en sus cabales. Segura de que era lo apropiado, se sacó el colgante de debajo de la camiseta.

- Mamá, esta mañana Nonna me ha dado esto.

Su madre, que estaba ojeando el Daily News sobre la mesa de la cocina, apenas le echó una ojeada.

- Es bonito.

- ¿Estás segura de que no te importa? -Gemma se acercó a la mesa-. Es una antigüedad que perteneció a tu abuela.

- No lo quiero. -A su madre parecía repelerle la idea.

- ¿Y tía Millie y tía Betty Anne?

- Créeme, tampoco lo van a querer.

- ¿Estás segura? -preguntó indecisa.

Su madre la observó por encima del periódico.

- ¿Por qué estás tan preocupada por mí y mis hermanas y ese medallón? ¿Acaso se lo has robado?

- ¡No!

- Pues entonces.

- Jolín, mamá, trato de ser amable. He pensado que podía tener algún valor sentimental.

- Ninguno. -Chupó el dedo índice de su mano derecha y pasó una página del diario-. Pero puedes tomarte la libertad de decirle a mi madre que si no quiere ese escritorio antiguo que tiene en la habitación de los invitados me gustaría quitárselo de las manos.

Gemma alucinó por lo borde que podía ser su madre y se puso la cimaruta de nuevo debajo de la camiseta, donde descansó confortablemente entre sus senos.

- ¿Sabes lo que significa el colgante?

Su madre mantuvo la mirada fija en el periódico.

- ¿Qué quieres decir con significa? Es una especie de medalla supersticiosa de Italia. Y además fea.

- Es pagana -le corrigió Gemma tranquilamente-. Tiene que ver con la stregheria. Nonna es una bruja y también lo fue tu abuela.

Una risa gutural salió del fondo de su garganta.

- ¿Te lo ha dicho ella?

- Sí.

- Gemma, Nonna chochea y tú lo sabes.

- ¡Aún tiene momentos de lucidez!

Exasperada, su madre apartó el diario.

- Vale, mi madre es una bruja, ¿qué quieres que te diga?

- Di que está bien.

- No está bien. Es diabólico y punto. Dios ha impedido que esto apareciera en San Finbar, el padre Clementine la habría excomulgado.

- Dice que Jesús es su novio -le confesó Gemma-. ¿No es conmovedor?

Su madre se golpeó la frente con la palma de la mano.

- Está más loca que una cabra, y tú también. No es extraño que las dos os llevéis tan bien.

- Es muy bonito lo que dices. -Gemma estaba enfadada-. ¿Qué tal si me agradecieras que cuide de tu madre dos días enteros?

- Gracias -murmuró de mala gana.

- De nada.

Su madre se levantó y se dirigió a los fogones para preparar café.

- ¿Algo más antes de irte? -preguntó mirando a Gemma por encima del hombro.

Gemma tragó saliva.

- ¿Lo has dicho de corazón cuando me has llamado Gattina?

- No te llamo así desde que eras una niña -dijo apagando el fuego-. Has debido imaginarlo.

- Nonna, ¿estás cómoda?

Las palabras de Gemma cayeron en el vacío mientras los ojos de su abuela permanecían enganchados a la televisión concentrada en The Wiggles. Diez meses atrás, Nonna habría agitado la mano en señal de desprecio y habría murmurado «¡bah!» ante la idea de perder el tiempo delante de la televisión. Pero eso era antes de que la plaga que se apoderaba de su cerebro se convirtiera en su dueño. Ahora el programa infantil, con sus cortas parodias y animadas canciones, era una de las pocas cosas que podía absorber su atención por completo. A pesar de que se sentía culpable por ello, Gemma se daba cuenta de que la ponía delante de la televisión cada vez más a menudo, especialmente cuando Nonna se alteraba. Les proporcionaba una tregua a las dos.

Llevar a Nonna desde Brooklyn a Manhattan el día anterior había sido horroroso. A pesar de haberle explicado a su abuela repetidamente que irían a dar una vuelta en coche, montó un número cuando llegó el momento de introducirla en el vetusto Volkswagen. Desesperada por calmarla, Gemma le mintió diciéndole que iban a misa, le cantó canciones en el coche durante el accidentado camino a Manhattan, cortesía de baches asesinos y de constantes obras en la carretera. Pareció que había dado resultado hasta que llegaron al apartamento de Gemma. Entonces todo se vino abajo.

El intento de asirse a la normalidad que Nonna había mantenido desapareció por completo, reemplazado por una agitación violenta que Gemma tardó horas en sofocar. Lloró, gritó, pidió que la llevaran a su casa inmediatamente. Nada de lo que hiciera o dijera Gemma parecía serenarla.

Y entonces, tan repentinamente como habían empezado, las rabietas pararon inexplicablemente. Puede que de puro agotamiento nervioso, puede que a causa de un breve momento de raciocinio, Gemma no estaba segura. Pero aceptó agradecida el respiro.

Esa noche, Nonna apenas durmió, y tampoco Gemma, quien se recordaba constantemente que sólo tenía que soportar un día y una noche más y podría llevarla de regreso a Brooklyn. Además era una buena obra. En aquel momento, su madre y sus tías estarían disfrutando del desayuno en el buffet del hotel en Atlantic City, nutriéndose para afrontar un día de apuestas en serio.

- ¿Puedes darme un poco de agua?

- Claro que sí -le dijo Gemma a Nonna mientras iba a la cocina a buscarla. La voz lastimera de su abuela hizo que sintiese pena por ella y se añadió a una punzada de remordimiento por los meses de frustración. Gemma debía recordarse a sí misma que tener Alzheimer no era culpa de Nonna y que tenía que mantener su mente fija en una sola cosa: compasión.

- Aquí tienes.

Le dio el vaso sonriendo y su abuela le devolvió la sonrisa mirándolo sorprendida. Unos segundos después miró a su nieta muda y confusa. A Gemma se le partió el corazón de dolor. «No sabe qué hacer, no se acuerda de cómo beber.»

- A ver, déjame ayudarte. -Gemma separó suavemente los dedos de su abuela del vaso y la ayudó a beber. Entonces fue cuando sonó el teléfono. Dejó el vaso sobre el mantel para no salpicar y cogió el auricular.

- ¿Hola?

- ¿Está Gemma Dante?

- Soy yo -respondió cautelosamente a una voz de hombre que no conocía-. ¿En qué puedo ayudarle?

- Señora, mi nombre es capitán James Eisen y estoy con la unidad de servicios de emergencia del departamento de policía de la ciudad de Nueva York. Necesito que venga inmediatamente a su tienda. Tenemos una situación con un rehén.

- ¿Qué? -Gemma palideció.

- Un tipo llamado Uther está aquí y dice que no va a liberar a su empleada a menos que venga usted en persona a hablar con él.

- Oficial, conozco a Uther. Es inofensivo.

- Lleva un arma, señora.

«Ese idiota.»

- ¿Es como un puñal al extremo de una larga pica?

- Así es. Y amenaza con usarlo contra su empleada en caso de que usted no venga a la tienda.

- Él nunca lo haría -dijo Gemma.

- Señora, la necesitamos aquí -repitió Eisen-. No quiero tener que utilizar a la dotación SWAT.

¿Los SWAT? Gemma parpadeó con fuerza al tiempo que una arcada le subía por la garganta. Entonces, con una voz estudiadamente tranquila, se dirigió al capitán Eisen.

- Iré tan pronto como pueda, oficial.

- Ya hay un coche en camino para recogerla -dijo Eisen tajantemente, y colgó.

«¿Por qué, Diosa? -se preguntó Gemma angustiada mientras colgaba temblorosa el auricular-. ¿Por qué esto? ¿Por qué ahora? ¿Qué he hecho yo?» Comenzó a enroscar y desenroscar un mechón de su cabello. Tenía que pensar ideas concretas con claridad y racionalmente. Y ejecutarlas. Idea racional número uno: Nonna, alguien tiene que venir y cuidar de ella.

Lo primero que le vino a la cabeza fue Brooklyn, Theresa, Michael, Anthony, pero no era razonable. Los parientes de Brooklyn tardarían demasiado. Debía ser alguien más cercano, de Manhattan. Frankie. Sabía que estaba durmiendo, pero de todas formas salió disparada hacia el teléfono. Se desesperó cuando oyó el contestador pidiendo a quien llamaba que dejara un mensaje. Lo hizo, gritando el recado por el auricular con la esperanza de despertarla, Nonna se asustó y, cosa normal, se puso a llorar. Fue a toda prisa a su lado.

- No pasa nada, cara -la calmó Gemma distraídamente acariciándole su espeso pelo blanco. De nuevo se dirigió al teléfono-. Cógelo, cógelo, cógelo, te ruego que lo…

- Para el maldito carro. -Frankie estaba enfadada.

- Lo siento, pero es una emergencia -balbuceó Gemma-. ¡Uther tiene a Julie como rehén en la tienda! Necesito que vengas aquí y vigiles a Nonna un rato. Por favor, Frankie, por favor.

- Poco a poco, cariño. -Frankie hizo una pausa-. No creo haber oído bien. ¿Acabas de decir que Uther ha tomado a Julie como rehén en la tienda?

- ¡Sí!

Frankie bostezó.

- ¿Cómo es posible que todo lo divertido te pase a ti?

- ¡Esto no es divertido! ¡Acaba de llamarme la policía y entrarán en acción los SWAT si no voy a hablar con él! Necesito que vengas lo antes posible. No será mucho rato, ¡te lo juro!

- Ningún problema. Déjame que me ponga algo encima y cojo un taxi.

- Le diré al portero que te deje entrar. Me has salvado la vida, Frankie, lo juro por Dios.

- Lo intento.

Pasaron diez minutos, quince, y no había rastro de Frankie. Mientras tanto, ya había llegado el coche de la policía y el capitán Eisen había llamado dos veces, anunciando que la situación se estaba volviendo más acuciante. No hizo nada para disimular su impaciencia por tener que esperar su llegada. Gemma se imaginaba su cabeza explotando a causa de la presión y su materia gris esparciéndose como una lluvia de confeti. Observó a su abuela, tranquilamente adormilada en el sofá, con su suave barbilla reposando sobre el pecho. Vacilaba. Si se iba antes de que Frankie llegara y Nonna se despertaba… pero si no se iba ahora…

Debía tomar una decisión de inmediato. Como era su costumbre, inspiró profundamente y trató de calmar su mente, pero no hubo forma. Ya que su subconsciente no le enviaba ninguna instrucción clara, se asió a la primera idea que se le pasó por la cabeza.

«Ve a la tienda, ya.»

Se puso la chaqueta, dejó sola a su abuela dormida, con el apartamento abierto y rezó porque no pasara nada.