Capítulo 15

- Estoy tratando de decidir por qué motivo te odio más -le decía Gemma a Michael mientras se dirigían desde el parking del Dante's hacia el restaurante-. Por concertarme una cita con otro jugador sonado de hockey o por no llamarme para la cita con el geriatra de Nonna.

- No te llamé porque no habrías podido ir de ninguna de las maneras -dijo Michael, mientras le sostenía la puerta para dejarla pasar-. Era entre semana y en horario de trabajo.

- Y además mi madre no quería que fuera, ¿verdad?

Michael se quedó callado.

- Lo sabía.

- Y en cuanto a Boris -prosiguió Michael cambiando de asunto-, te pregunté si querías que te preparara una cita con uno del equipo y me dijiste que sí.

- Se sacó la dentadura a lo hora del postre, Michael. Me dijo que se sentía cómodo conmigo.

- Pero está bien, ¿no?

- ¡No lo sé! Puede, pero estaba concentrada en no mirarle las encías.

Michael aparentó sorpresa.

- ¿Qué ha pasado con mi dulce prima abierta de miras que sentía amor y compasión por todas las criaturas de Dios?

- La quemó un bombero. Pasemos a la siguiente pregunta, por favor.

Gemma pudo sentir una oleada de tensión al entrar en el salón del banquete en el que ya estaba reunida el resto de la familia. Hacía años que era una bruja y se podría esperar que lo tuvieran asumido, pero no: sólo tenía que aparecer y algunos de sus familiares reaccionaban como si Satán se hubiera materializado. Era descorazonador y por descontado molesto.

Como preparación para afrontarlo, Gemma se había dedicado toda la mañana a cambiarle la letra a una canción de Sonrisas y lágrimas, transformándola en «¿Cómo resolvemos un problema como el de Nonna Maria?». Nonna era el motivo por el que todos ellos estaban allí: le habían diagnosticado la enfermedad de Alzheimer en un estadio medio. Ya no podía seguir viviendo sola.

- Espero que esto no sea demasiado horrible -le confió Michael, mientras se sentaban en la larga mesa con el resto de la familia.

Gemma se fijó en el mar de caras familiares que la rodeaba. Estaban todos los que esperaba ver: su madre, su tía Millie, Theresa, Anthony y su mujer Angie, varios primos con sus esposas. Su mirada se encontró con la de su madre y, por una fracción de segundo, le pareció que casi la saludaba e incluso le sonreía, pero enseguida se volvió para hablar con tía Millie. Gemma se había convertido en una experta ignorando aquella forma evidente de rechazo, pero en su interior aún le dolía. Se dirigió a Anthony, a quien tenía a su izquierda.

- ¿Dónde está tía Betty Anne?

- En casa cuidando de Nonna -respondió abatido apretándole el brazo-. Me alegro de que hayas venido, Gem. Ignora las faccia brutas, no te darán ni la hora.

Gemma sonrió conmovida, pues no hacía mucho tiempo Anthony se encontraba entre ellas.

- Gracias, Ant.

- Muy bien, todo el mundo, vayamos directos al asunto -dijo Michael aplaudiendo con fuerza para llamar la atención de los presentes. Gemma pudo ver de reojo la mirada de Anthony hacia su hermano, reflejo de la molestia que desde siempre le producía la evidente tendencia de Michael a controlarlo todo. Es increíble como hay cosas que nunca cambian. Aquella pareja podría llegar a los noventa y seguirían sin entenderse.

- Como ya sabéis -empezó Michael-, la semana pasada Theresa, junto con tía Connie y tía Millie, llevaron a Nonna al geriatra. Después de hacerle un montón de pruebas, el doctor le diagnosticó Alzheimer.

- ¿Qué tipo de pruebas? -preguntó la prima Paulie que había venido desde Commack.

Michael le preguntó a Theresa.

- Pruebas de memoria, de lenguaje, todo lo que se te pueda ocurrir. Hay una cosa que se llama la pantalla de los siete minutos que los médicos utilizan para diagnosticar Alzheimer, pero no hay una prueba determinante para la enfermedad. Los resultados de Nonna no fueron buenos.

- Díselo sin rodeos -gruñó tía Millie, dando una calada a su Winston-. No podía distinguir una maldita banana de una naranja, ni sabía el año en que vivía. El doctor le pidió que dibujara un reloj indicando las tres menos cuarto y no supo. Fue horrible.

Paulie inclinó la cabeza mirándola incrédula.

- ¿Te dicen que hagas unos dibujos para saber si tienes una enfermedad senil?

- La senilidad es distinta del Alzheimer -dijo Theresa con paciencia-. Créeme Paulie, este médico sabe lo que hace, es uno de los mejores geriatras de la ciudad. Si él dice que Nonna tiene Alzheimer, es que lo tiene.

- Mierda -murmuró Paulie-, pobre Nonna.

- ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Anthony.

- Por un lado quieren recetarle algunos medicamentos para retrasar el progreso de la enfermedad -suspiró turbada-. Pero no hay cura para el Alzheimer y es degenerativo. Nonna ya ha llegado a la fase en que es peligroso que viva sola.

Un tenso silencio invadió la sala mientras la familia trataba de asimilar aquello. Entonces Angie, la mujer de Anthony, tomó la palabra.

- Supongo que tendremos que meterla en una residencia.

Anthony soltó un bufido, clara señal de que su mujer había metido la pata. Gemma cerró los ojos y se apresuró a visualizar un halo azul protector alrededor de Angie. Lo iba a necesitar. Cuando los volvió a abrir vio a su madre lanzando una feroz mirada a Angie desde el otro lado de la mesa.

- ¿Has dicho lo que he creído oír que decías? -preguntó Connie Dante.

- Ma -la previno Gemma.

- Tú quédate al margen -le ordenó su madre, tajante. Dirigió una mirada llena de desprecio de nuevo hacia Angie-. ¿Tú, que ni siquiera has nacido en esta familia, sugieres aparcar a mi madre como si fuera un mueble que se deja en un almacén?

El corazón de Gemma apoyaba a Angie, mientras intentaba remediar las cosas.

- Yo no he querido sugerir…

- ¿De dónde eres, guapa? -preguntó tía Millie interrumpiéndola.

Angie parpadeó confusa y avergonzada.

- Yo no…

- Quiere decir de dónde viene tu familia -le aclaró la madre de Gemma repiqueteando sobre la mesa con sus afiladas uñas moradas.

- Oh. Como.

La tía y la madre de Gemma intercambiaron miradas de reconocimiento, como si la geografía determinara la conducta. La voz de su madre sonaba maternal al dirigirse de nuevo a Angie.

- Nosotras somos sicilianas, guapa. Quizá en el norte la gente se deshace de los ancianos como si fueran un par de botas, pero eso no pasa en el sur. Los sicilianos cuidamos de nuestros mayores.

- Norte, sur, ¿qué es esto, la maldita guerra civil? -preguntó Anthony lastimosamente-. Concentrémonos en lo que vamos a hacer. -Gemma vio con agrado cómo rodeaba el hombro de Angie con su brazo.

- Si de una cosa estamos jodidamente seguros es de que no la vamos a meter en un asilo -afirmó la prima Paulie, mirando nerviosa alrededor de la sala para asegurarse de que dar su opinión no era ser demasiado radical.

- Entonces ¿qué vamos a hacer? -preguntó Theresa-. La sugerencia de Angie no era tan desacertada.

Disgustada, la tía Millie sacudió su cabeza mientras apagaba un cigarrillo.

- Otra con el asilo.

- No estoy diciendo que debamos meterla en un asilo -dijo Theresa firme-. Sólo pregunto qué alternativa hay.

- Cuidarla en casa -respondió Michael como si fuera la cosa más evidente del mundo.

- ¿Quién? ¿Mikey? -prosiguió Gemma con calma-. ¿Vamos a alquilar el mobiliario clínico que se necesita? ¿Qué?

- No puedo permitirme pagar una enfermera. -La prima Paulie parecía horrorizada-. Me cuesta llegar a fin de mes.

- Quizá si probaras a no comprarte un maldito coche cada año, podrías ahorrar -comentó Anthony.

Vaffancul! -respondió Paulie, e hizo el gesto de levantarse de la silla.

- Hey, venga, calmaos todos -pidió Michael-. Tenemos un problema muy serio y hemos de solucionarlo.

- Lo que ocurre es que estás celoso -le echó en cara Paulie a Anthony.

- Oh sí, seguro, me gustaría comprarme un coche italiano de mierda…

- ¡Corta el rollo, Anthony! -exigió Michael.

Anthony y Paulie se recostaron en sus sillas lanzándose miradas de odio.

- No quiero que un extraño cuide de mi madre -dijo la madre de Gemma.

- Amén -apoyó tía Millie animada mirando a su hermana-. ¿Te acuerdas de la señora DiNuova, que vivía en la Séptima avenida?

La madre de Gemma asintió temiendo lo peor.

- Pues bien, su madre se puso enferma y contrataron a una enfermera dominicana para que la cuidara. Cuando la anciana murió, todas las figuritas Hummel habían desparecido.

- He oído decir que existe una gran demanda de figuritas Hummel en la República Dominicana -dijo Michael sarcástico.

- No te burles -respondió en tono áspero tía Millie apuntándole con un dedo-. Es cierto.

- Si no queréis que un extraño se haga cargo de vuestra madre, ¿la cuidaréis vosotras? -preguntó Gemma.

Toda la familia observó expectante a su madre y a tía Millie. Por un momento Gemma sintió lástima por ellas; parecían dos viejas ciervas cegadas por unos faros.

- Yo lo haré una parte del tiempo -aceptó la madre de Gemma sin muchas ganas.

- Yo también -dijo tía Millie, sacando humo por un lado de su boca-. Y también Betty Anne.

- Vamos a dejarlo claro -insistió Michael-. Porque si se va a hacer, hemos de empezar de inmediato. Hoy mismo.

La madre de Gemma exhaló un suspiro de fatiga inmensa.

- Yo puedo cuidarla los lunes, martes y miércoles.

- Y yo los jueves y viernes -se ofreció tía Millie.

- ¿Y qué pasa los fines de semana?

La sala se quedó en silencio.

Gemma repasó sus horarios mentalmente.

- Yo puedo los domingos -se ofreció tanteando la situación.

- No creo que sea una buena idea -se alzó una voz. Pertenecía a la prima Sharmaine, la hermana de Paulie. Nunca se había llevado bien con Gemma. Cuando ésta había desvelado que era una bruja, se convirtió en persona non grata para la santurrona de Sharmaine, de quien, irónicamente, corría el rumor de que se beneficiaba al sacerdote de su parroquia con bastante asiduidad.

- ¿Qué problema tienes? -preguntó Michael educadamente.

- Ya sabes cuál es mi problema -dijo mirando a Gemma desdeñosamente-. No creo que sea una buena idea que ella esté al lado de Nonna. Esa mierda de la brujería podría trastornarla.

Gemma fue a responder pero una rápida mirada de Michael, el mediador de la familia, le indicó que prefería llevar él la situación. A Gemma ya le iba bien.

- ¿Estás diciendo que los domingos te ocuparás tú de Nonna, Sharmaine?

- No puedo -respondió con frialdad-. Estoy ocupada.

- ¿Haciendo qué? -se rio Anthony-. ¿Dejando que el padre Flynn te administre su comunión especial?

- Bésame el culo -dijo Sharmaine molesta.

- ¿Una vez sólo? -respondió Anthony-. Dos o tres igual te ayudan a reducirlo.

- Hijo de pu…

- ¡Basta ya! -gritó Gemma. En ocasiones se preguntaba por qué intentaba ser aceptada en aquella familia, especialmente cuando se comportaban como chalados francotiradores agresivos. Sabía que ocurría en muchas familias, pero la suya parecía que lo había elevado a la categoría de arte-. ¿Podemos dejar de atacarnos unos a otros y centrarnos en el tema? -El cruce de miradas entre los familiares indicaba que habían estado a punto de perder los estribos, pero Gemma consiguió imponerse. Se dirigió a Michael-. ¿Qué estabas diciendo?

- ¿Estás segura de que puedes cuidar de Nonna los domingos?

- Sí -asintió-. Puedo hacerlo los domingos y los domingos por la noche, y puede que los lunes y miércoles, pero lo he de consultar con mi empleada.

Michael echó un vistazo a la sala, posando la mirada en Sharmaine.

- ¿Hay alguien más que pueda ayudar?

De pronto Sharmaine parecía fascinada por sus propios pies.

- Si Connie hace un poco, yo hago otro poco y Gemma también colabora, Betty Anne puede hacer el resto -dijo tía Millie-. No trabaja.

- Te matará si ha de perderse el bingo -remarcó la madre de Gemma.

- Que lo intente -refunfuñó Millie.

A Gemma le pareció que la situación se había calmado, pero la expresión incómoda de Michael indicaba lo contrario.

- ¿Estás convencida? -le volvió a preguntar-. Exceptuando Paulie, todos los demás vivimos en Brooklyn. ¿Estás segura que no te importa putearte y venir desde el centro?

- Ningún problema. Además -añadió con un asomo de autocrítica-, no tengo vida social.

- Y si añades que las escobas son más rápidas que el transporte público… -bromeó Anthony entre dientes dándole un codazo en las costillas.

- ¿Sabes que eres un idiota? -murmuró Gemma como respuesta.

- Un idiota que siempre te invita a cannoli, así que vigila.

- El asunto está solucionado -dijo Michael-. A Nonna la cuidarán en su casa tía Connie, tía Millie, tía Betty Anne y Gemma.

- Depende de las guardias que tenga me ofrezco como refuerzo -propuso Angie.

- Y yo -añadió Theresa.

- Pues queda todo cubierto -dijo Michael claramente aliviado-. La reunión se ha acabado; todo el mundo mangia.

De repente a Gemma la asaltó una profunda sensación de cansancio mientras se dirigían al bufete en el que Anthony había preparado humeantes bandejas de lasaña. A pesar de que la reunión familiar había durado menos de una hora, el esfuerzo emocional la había dejado agotada. ¿O tal vez el agotamiento se debía a la perspectiva de ir arriba y abajo desde Manhattan a Bensonhurst? No se estaba echando atrás, ya que estaba convencida de que podría ayudar a cuidar de su abuela mientras llevaba la tienda. Pero le preocupaba de dónde sacaría toda aquella energía.

Acababa de servirse una ración de lasaña cuando notó un suave golpe en el hombro. Se giró y vio a su madre.

- Hola, Ma -dijo, poniéndose rígida instintivamente. Las reacciones con su madre se habían vuelto paulovianas, el cuerpo se preparaba para el rechazo y la tensión-. ¿Qué hay?

- Gracias por ofrecerte a ayudar a cuidar de tu abuela -dijo inflexible.

- Ya sabes que quiero a Nonna.

- Sí, bueno, es un detalle bonito por tu parte -siguió su madre, casi sin mirarla. No le dijo nada más y fue a encontrarse con tía Millie en una mesa cercana. Gemma la siguió con la mirada, emocionada. No era fácil que su madre demostrara agradecimiento, ni aun antes de que se distanciaran. Para ella decir algo agradable era excepcional. Feliz, se volvió de nuevo hacia la mesa. Quizá la enfermedad de Nonna podría aportar algo positivo. Así lo deseaba.

- Déjame que te diga sólo una cosa: estás como una puta cabra.

Frankie chilló tanto que Gemma se hundió en su asiento mientras los otros clientes del café se giraban para mirarlas. No había tenido suficiente con presentarse con un collarín para atraer la atención, sino que encima ahora se ponía a vociferar.

- ¿Quieres bajar la voz, por favor?

- ¿Cómo demonios vas a llevar la tienda y ayudar a cuidar de tu abuela?

- Puedo hacerlo.

- ¿De qué manera? No, espera, déjame adivinar. Tus poderes mágicos te otorgarán el don de la ubicuidad.

- Ojalá.

- En serio, Gemma, no sé cómo vas a hacerlo. Estarás tan agotada que no tendrás tiempo de vivir tu vida.

- ¿Qué vida tengo de momento?

- No estamos hablando de eso -insistió Frankie-. Las dos sabemos por qué te has ofrecido a hacerlo.

- ¿Ah sí? ¿Por qué? -Gemma se sentía incómoda y cambió de posición.

- Porque quieres volver a tener una buena relación con tu madre.

Gemma tomó un sorbo de café.

- En parte sí. -No iba a negarlo. Había llegado a la misma conclusión unos días antes, sentada a la mesa de la cocina anotando su alocado nuevo horario en la Palm Pilot, incluyendo meses, tal vez años, de puñetera y total extenuación. En ese momento se dio cuenta que el motivo por el que lo hacía era que tal vez, y sólo tal vez, la redimiría ante su familia y en especial ante su madre.

- No lo entiendes. Después de la reunión familiar, se acercó y ya me agradeció que me ofreciera para ayudar. Eso es importante.

- No, es triste. Detesto verte haciendo reverencias cuando la reina Connie decide ofrecerte unas migajas.

- Mejor unas migajas que nada. -Agradecía que Frankie la protegiera, pero en esta ocasión no tenía razón. Su madre debía empezar desde algún punto. Una migaja, por minúscula que fuera, era un paso en la dirección correcta.

- Aún creo que estás loca por aceptarlo -refunfuñó Frankie.

- Quiero a mi abuela -respondió Gemma en voz baja-. Quiero estar con ella el mayor tiempo posible antes de que… -empezó a atragantarse-, deje de reconocerme.

- Oh, Gem. -Rebuscando en la fiambrera de los Beatles que utilizaba como bolso, Frankie sacó un paquete de pañuelos y se lo ofreció-. Es enternecedor.

- Supongo. -Gemma se frotó los ojos.

- Lo es. Nonna tiene mucha suerte contigo, de verdad.

- Por favor, para antes de que me hagas llorar -se burló Gemma, aunque no lo decía en broma. Una sola palabra más sobre lo buena que estaba siendo con Nonna y empezaría a derramar una catarata de lágrimas. Y eso no les granjearía las simpatías de los comensales que las rodeaban.

Frankie era de las que raramente se andaba con rodeos y Gemma pensó que debía devolverle el favor.

- ¿Qué te ha pasado en el cuello?

- Creo que me fracturado un disco.

- ¿Cómo?

- Jugando al frisbee con Alice Cooper.

- ¿Por qué no vas al médico y te aseguras?

Frankie masculló algo sobre el seguro y Gemma dejó estar el tema. ¿Cómo debía reaccionar la gente de la emisora de radio, que no quería a Frankie tanto como ella, ante aquella interminable exhibición de males y enfermedades?

- ¿No te preocupa que tus jefes te puedan tomar por una achacosa? -preguntó Gemma-. ¿No representa un riesgo?

- No es culpa mía si tengo la mala suerte de que mi sistema inmunológico no funcione -respondió Frankie indignada-. Además, casi nunca falto al trabajo. Nunca. Mientras Lady Midnight suene bien tras el micrófono, ¿a quién le importa que su cuerpo se esté desmoronando?

«Pero no lo está. Aunque tú crees que sí o te gustaría que fuera así, o lo que sea.»

- Hablando de Lady Midnight, ¿has tenido noticias de Uther? -preguntó Gemma.

No podía creer que alguien que seguramente había pasado la noche con más estrellas del rock que Pamela des Barres se mostrara casi tímida.

- Sí.

- ¿Y?

- Hemos quedado para ir a tomar una jarra de aguamiel el sábado por la noche.

- ¡Es fantástico! -Estaba feliz por Frankie. Y también por Uther. Podría ayudarla a superar al desgraciado de su ex marido-. Tu cuello estará bien para entonces, ¿verdad?

- Eso espero. -Incapaz de girar el cuello debido al collarín, Frankie tuvo que mover todo el torso para buscar a Stavros-. ¿Dónde está el hombre de la cafetera cuando lo necesitas?

- Estoy segura de que aparecerá en un minuto.

- Hablando de hombres -dijo Frankie girando su cuerpo rígido hacia Gemma-, ¿has visto a Sean?

- No, gracias a Dios. Estoy seguro que ha estado refugiado en su apartamento pasándoselo bien con Barbie.

- ¿Torturándonos otra vez?

- No es tortura -respondió Gemma sin afectarse-. Sólo son hechos.

Agradeció que Stavros las interrumpiera haciendo de la lesión de Frankie el gran acontecimiento y contándoles un pormenorizado relato de su reciente operación de hernia. No tenía ganas de extenderse en el asunto de Sean Kennealy.

«Esta vez -pensaba Sean, mientras se arrastraba a cuatro patas a través de un humo tan denso que no podía ver su propia mano-, no voy a dejar a nadie dentro.» Ya había comprobado una habitación sin encontrar a nadie, y otra y otra, repitiéndose siempre la misma febril grabación en su cerebro: «Comprueba el armario empotrado, comprueba debajo de la cama, comprueba los muebles, comprueba todo lo que tengas que comprobar.»

Al balancear el hacha delante suyo golpeó algo sólido y se acercó. La cama. Poniéndose de rodillas manoseó la superficie del colchón. Vacío. Siguiente.

Palpando el camino, llegó hasta otra puerta y encontró el pomo. Parecía atrancado. Al mismo tiempo que empujaba con fuerza, sonó la alarma de su equipo de respiración. Le quedaban cinco minutos de aire y después tendría que salir a toda prisa. Mierda. Giró el tirador de la puerta con fuerza y pareció funcionar. Orgulloso de su determinación, abrió la puerta del todo.

El muchacho le sonreía, envuelto en un color verde fosforescente en medio de la jungla del armario de su madre. «¿Por qué no me encontraste la última vez?», le preguntó. Sean lo tomó en sus brazos y empezó a andar en cuclillas hacia la puerta de la habitación. Justo cuando estaba a punto de alcanzarla se cerró violentamente ante su cara. Entonces se despertó.

- ¿Sean?

Sean miró desde el sillón de masaje de su padre y vio entrar a su madre en la sala de estar. Se había quejado de que no se dejaba ver a menudo y decidió ir a pasar el fin de semana en su casa de Oceanside.

- ¿Estás bien? -le preguntó.

- Sí. Vuelve la cama, es de noche.

- Te podría decir lo mismo -señaló-. ¿Qué pasa? Antes te he oído hurgando en la cocina.

- Sólo buscaba un poco de leche. Me sabe mal, no quería despertarte.

- Ya estaba despierta. -Su madre bostezó y recogió la falda de su batín para sentarse en el sofá.

- ¿Ah sí? -Sean encontró insólito que él y su madre estuvieran en danza, despiertos a las tres de la madrugada, pero había olvidado que su madre padecía de insomnio. Tenía muy presente el recuerdo de su infancia, cuando se levantaba para ir al baño y se la encontraba en el salón frente a la parpadeante luz azulada de la pantalla de la tele.

- ¿Qué te carcome?

- La vida -respondió su madre.

- A ti y a mí. -Sean rio.

- ¿Va todo bien con Gemma?

- Perfecto -mintió Sean. No quería tener una discusión con su madre a las tres de la mañana.

- Me gusta -dijo ella pensativa-. Es auténtica, realista. Y guapa también.

- Se lo diré. -Sean se esforzó por sonreír.

- ¿Estás seguro de que todo va bien? -insistió su madre incorporándose y apoyando una mano en su rodilla-. Te olvidas de que soy una madre y eso quiere decir que llevo incorporado una mierda de detector. ¿Qué está pasando?

Sean se encogió de hombros.

- Es sólo que, ya sabes -tosió nerviosamente y de repente le embargó la sensación de que se le cerraba la garganta y que podía ponerse a llorar-, rollos del trabajo. Pesadillas sobre el trabajo.

- Habla conmigo, cariño, venga. -Su madre se acercó y le acarició la mejilla.

- Eh, no, no puedo, de verdad.

- Sean…

- Casi dejo morir a una criatura. -Le salió de dentro, incapaz de callarlo durante más tiempo-. Hubo un incendio y la cagué y casi muere un niño. -Se sentía cautivado mirando los ojos de su madre-. Desde entonces no paro de pensar en él, lo veo en todas partes.

- Oh, Seanny. -Su madre lo abrazó como si aún fuera su niño pequeño-. No pasa nada.

- ¡Sí que pasa! -respondió Sean con voz ronca-. Parte de mi trabajo es ser minucioso y fallé, le fallé al pequeño. -Rompió a llorar. Los sollozos le hacían sacudir los hombros y se cubrió la cara con sus manos-. Dios.

Llorar le hacía sentirse mejor. ¿Cuál era la palabra? Catarsis. Y sin embargo un pensamiento se entrometía mientras su madre lo abrazaba para calmarlo: «Me gustaría estar diciéndoselo a Gemma, que fuera ella la que me abrazara. Joder, cómo la echo de menos.»

Finalmente consiguió recuperar la serenidad y se separó.

- Me sabe mal -dijo bruscamente, avergonzado por haber perdido el control.

- No seas ridículo. Lo que te pasa es habitual. Tu padre solía reaccionar de la misma manera.

- ¿Sí? -Se sintió un poco mejor al oír aquello.

- Igual.

Se presionó la cuenca de los ojos con las yemas de los dedos.

- Estoy muy cansado, pero tengo miedo de que si me duermo…

- Creo que deberías hablar con alguien de todo esto -sugirió su madre, sabiendo que se movía por un territorio delicado.

- Sí, lo sé -admitió sintiéndose desgraciado-. Pero ya sabes que no es mi estilo hablar de las cosas en profundidad.

- Pero está afectando tu vida, Sean.

- Lo sé. -Un sentimiento de culpabilidad se apoderó de él cuando recordó la última vez que había visto a Gemma. Le había dicho lo mismo, y la había cortado. Ahora se daba cuenta de que ella no se había entrometido, ni había suplicado, que no intentaba transformarlo en lo que no era. Al igual que su madre, había visto sufrir a alguien que amaba y quiso hacer lo que fuera por aliviarle el dolor. Qué estúpido y qué necio había sido.

- En el departamento hay terapeutas -prosiguió su madre con tacto-. Quizá deberías probar.

- Puede que lo haga, Ma. Gracias.

Para su disgusto, se sentía embargado por la vergüenza. En el cuartel, los muchachos mantenían la boca cerrada si necesitaban ayuda; ¿era una muestra de debilidad no ser capaz de tragárselo y asumirlo «como un hombre»? Se preguntó si a su padre le había dominado la misma actitud. Al recordar la sensación horrible de volver a casa de la escuela y no saber de qué humor lo encontraría, supo que debía hablarlo con alguien sin importar lo incómodo que pudiera hacerle sentir. De pronto, lo invadió una sensación de agotamiento que le hizo sentirse confuso. No había exagerado cuando le había dicho a su madre que tenía miedo de irse a dormir. Pero ahora que había vaciado sus miserias, quizá vendría el sueño y podría descansar. Era una buena madre, estaba agradecido de que le hubiera escuchado sin juzgarlo y se lo dijo y pudo ver en sus ojos que la hacía feliz.

Pero deseaba haber sido confortado por Gemma.