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La horrible matanza que provocó siete mil muertos en las calles de la estalinista Tiflis

Estamos en Tiflis. Este nombre de «Tiflis» que empleamos para designar la capital de Georgia molesta a Slava. Nos explica que, desde la revolución, hay que decir «Tbilisi», nombre ruso derivado de la palabra georgiana «tbili», que significa «caliente». Según la leyenda, el rey georgiano Vajtang Gorgossal, al descubrir un manantial de agua caliente durante una cacería, decidió fundar la capital en ese lugar. Esto ocurrió en el siglo v. A partir de ese momento, jamás ha dejado de brotar agua caliente de las entrañas de Tbilisi.

A lo largo de los siglos, la población conoció la atormentada historia de las ciudades cuya riqueza y belleza sólo pueden compararse con la codicia que inspiran. Saqueada por Tamerlan, sometida por los persas y codiciada por los turcos, Tiflis se convirtió en febrero de 1921 en la capital de la república soviética de Georgia. La introducción de un socialismo puro y duro y la desaparición de la propiedad privada despojaron poco a poco a la ciudad de su pintoresquismo oriental. Desaparecen los bazares y los zocos de los caldereros, los tejedores, los orfebres y los armeros. Desaparecen los salvajes jinetes con sus trajes de brillantes colores. Tiflis la roja se funde en el molde socialista, aunque sin abandonar del todo su encanto.

Esta gran ciudad, colgada en las primeras pendientes del Cáucaso, no es realmente desconocida para Jean-Pierre y para mí. Hace menos de cinco meses acogió con gran pompa a los Auriol y a sus invitados, de los que formábamos parte. Algunas horas después de nuestra partida, estallaron graves disturbios de los que el Match, como toda la prensa occidental, se hizo eco publicando nuestras fotos del presidente francés y de su esposa en Tiflis aquella mañana. El tumulto comenzó con una manifestación de estudiantes en favor de Stalin. Miles de jóvenes recorrieron la ciudad enarbolando pancartas en las que acusaban a Jruschov de haber intentado derribar de manera ignominiosa al ídolo del país en el discurso pronunciado en el XX Congreso. Se enfrentaron violentamente a las fuerzas de seguridad. El primer secretario no dudó en acudir desde Moscú para ahogar él mismo en un baño de sangre la veleidad de la revuelta de la Georgia estalinista contra el poder central. Corrió luego el rumor de que había habido siete mil muertos. Durante varias semanas, la ciudad y su región habían permanecido incomunicadas del resto del mundo.

El recuerdo que Jean-Pierre y yo conservamos de la cálida hospitalidad ofrecida a los Auriol por el presidente del Soviet Supremo de Georgia nos conduce a nuestra llegada hacia el despacho de este importante personaje de la capital georgiana. La larga y ensortijada cabellera gris y los ojos azules de Victor Kupratzé, de cincuenta y cuatro años, son famosos entre los estudiantes en particular, pues, además de sus funciones políticas, este matemático de renombre es rector de la universidad local. Nos recibe el día de la reapertura del curso escolar. En la antecámara de su amplio despacho, adornado con un retrato de Stalin en la flor de la vida, esperan numerosos padres de estudiantes. Como muchas otras universidades en el mundo, la de Tiflis es demasiado pequeña para aplacar la sed de saber y de educación de toda la juventud local. Los padres deben llevar a cabo duras gestiones para que inscriban a sus hijos. La ciudad entera está hoy decorada con banderolas rojas que desean a los estudiantes un feliz año escolar.

El excelente inglés de nuestro anfitrión facilita el reencuentro. Con tres llamadas telefónicas organiza una cena familiar en su dacha, su casa de campo situada en la montaña, a una veintena de kilómetros de Tiflis. Para trasladarse allí, decide abandonar su enorme Zim oficial negro y sube en el Marly, que nunca ha asistido a una fiesta similar. ¡Qué honor transportar al presidente del Soviet Supremo de una república soviética, además de rector de la universidad de la capital!

La dacha del venerable georgiano, una preciosa casita mitad de madera y mitad de piedra, ofrece una vista espléndida de la ciudad de Tiflis. Cuatro personas nos atienden en la terraza: la señora Kupratzé, una mujer bajita y risueña, que lleva puesto un largo vestido de flores; su hija Olga, encantadora joven de diecisiete años, con unos finos rasgos subrayados por sus ojos verdes; una anciana exuberante, medio rusa y medio húngara, ex profesora de ballet en Budapest, a la que los Kupratzé llaman «tía», y, finalmente, Sacha, el mejor amigo del rector, un hombre relleno, con mirada picara, que da clases de sismología en la Universidad de Tiflis.

La habitación principal no es muy grande. El mobiliario nos parece modesto, habida cuenta de la importancia de nuestro anfitrión: un sofá, dos sillones, varias sillas y un aparador barato. Del techo desciende una lámpara con pantalla de borlas, un elemento indispensable en cualquier interior soviético. En un rincón brilla un armario esmaltado: el frigorífico. No obstante, esta tarde la habitación está enriquecida por una mesa cubierta de una asombrosa profusión de bebidas y vituallas. En torno a los platos, entre los vasos y las botellas de vino, de vodka, de agua mineral y de coñac, se han dispuesto platillos llenos de caviar, queso, salmón, verduras y hortalizas aliñadas en crudo, esturión en gelatina y tortas.

Desde los primeros vasos de vodka y de coñac, bebidos de un solo trago según la tradición, la atmósfera alcanza un calor que nos une: brindamos por la amistad francogeorgiana, por la paz, por el amor…, nos abrazamos y cantamos, mientras desfilan una sucesión de platos a cual más exquisito: caldo georgiano (una especie de crema de pollo), berenjenas y tomates rellenos, pollo espetado a las hierbas del Cáucaso, pies de cerdo, buey asado, helado de café, sandía y otras frutas, golosinas de todas clases… Después, mientras el imponente magnetófono Dniepr difunde un aire de jazz americano, los corchos del champán blanco y rojo de Georgia saltan en todas direcciones. Tras brindar por los viñadores de todo el mundo, Victor (ahora nos llamamos todos por el nombre de pila) invita a Aliette a un boogie-woogie desenfrenado, pronto seguido por Jean-Pierre, que, creyéndose en algún templo del swing parisino, hace dar vueltas a la dueña de la casa en todos los sentidos. En cuanto al profesor de sismología, le ha echado el ojo a la bonita Annie, a la que arrastra cheek to cheek siguiendo un ritmo de una suave languidez.

Aprovecho estos retozos para ir a la terraza y contemplar las luces de Tiflis en la cálida noche de verano. ¿Es posible que se produjera una matanza el 8 de marzo anterior en esta tranquila hondonada de la que asciende un rumor sordo? Al acostumbrar los ojos a la oscuridad, imagino el fuego escupido por las ametralladoras. Ayer nos encontramos por casualidad con una mujer que hablaba inglés con un sorprendente acento de Oxford, que se debía a que había tenido durante su infancia a una niñera británica. En referencia a los acontecimientos de marzo, le preguntamos:

—Fue muy grave, ¿no es cierto?

Ella palideció repentinamente y nos contestó:

—iCómo! ¿Están ustedes al corriente? ¿Hablaron de ello sus periódicos? No puedo decirles nada… ¡Fue horrible!

El rector viene a mi encuentro en la terraza. Intento hacerlo hablar. «Pero no ocurrió nada —me ha asegurado el rector, clavando su franca y pura mirada en la mía—, sólo una manifestación de estudiantes de la que algunos pillos quisieron sacar partido… Le aseguro que… it was really nothing [en realidad, no fue nada].»

Nos perdemos felices por las callejuelas de la capital de Georgia, donde la aparición del Marly provoca, como en otras partes, una curiosidad apasionada. Sin embargo, para nuestra sorpresa mezclada con inquietud, policías de paisano nos siguen como sombras y empujan con brutalidad a los que quieren acercarse demasiado al coche.

En una de nuestras peregrinaciones, perseguimos al azar una ambulancia. Nos conduce todo seguido hasta un viejo edificio de piedras grises, el hospital número 1 de la ciudad. Allí esperamos encontrar al cuarto héroe de nuestra serie de reportajes sobre el pueblo de Jruschov, un cirujano. Nos acompaña la suerte. En esta mañana de verano, acaba de llegar al quirófano un niño in artículo mortis. Sufre una oclusión intestinal complicada por una peritonitis. Sólo puede salvarlo una intervención inmediata. Ante la estupefacción de Slava, que se asombra de nuestra audacia periodística, conseguimos ponernos una bata y una mascarilla, y colarnos en el quirófano. Con un gesto rápido y preciso, el cirujano clava el escalpelo en el vientre ardiente del niño.

Georgi Varlamovich Mossechvili, que luce un pequeño bigote y una frente ancha y despoblada, es un joven cirujano de treinta y dos años. Lejos de desagradarle, nuestra intempestiva aparición en el quirófano parece complacerlo. Nos conduce en seguida por el pasillo para presentarnos a su esposa, Olga, de treinta años, médica en el mismo hospital. Es una bella mujer entrada en carnes, con una tupida cabellera rojiza y una nariz respingona. Los dos aceptan de buen grado recibirnos en su casa.

El número 5 de la calle Georgitze es una vieja casa de ladrillos grises anterior a la revolución. Un universo espacioso y confortable, en el que reinan dos diablillos llamados Zuricho, de siete años, y Zaga, de tres. Un universo que respira, si no opulencia, al menos sí cierto desahogo; con un mobiliario estilo Barbes de los años veinte en el que observamos signos de riqueza todavía raros en la Rusia de Jruschov, como un gran frigorífico y una lavadora. Georgi posee también un potente aparato de radio con el cual puede captar emisoras de París, Londres, Madrid y Roma, «salvo cuando hay interferencias», nos confiesa. La curiosidad de nuestras esposas se dirige hacia una cortina que disimula una especie de alcoba en el fondo del apartamento. Ven un jergón. Allí duerme la dievushka, explica Olga. Sí, los Mossechvili tienen una criada. Por ciento cincuenta rublos al mes, más la comida y el alojamiento, perpetúan sin el menor remordimiento esta «explotación del hombre por el hombre» que creíamos abolida para siempre en el paraíso de los trabajadores. Slava, que no deja escapar ninguna ocasión para alabar los méritos del sistema soviético, nos explica que la dievushka está allí «por su propia voluntad» y que sus condiciones de trabajo son las mismas que las que podría encontrar en una fábrica.

Después de mostrarnos con orgullo su biblioteca, en la que se alternan Balzac, Flaubert y Victor Hugo con Lenin, Gorki y numerosas obras de medicina, nuestro amigo cirujano acepta hablar de su pasado con nosotros, envueltos en el humo de los papirossi. Nació en esta casa, de manos de su propio padre, Varlam Pavlóvich, hijo de campesino que se hizo médico durante el reinado del último zar. En la adolescencia, se sintió atraído por las ciencias. Desde el principio quería ser químico, pero un día leyó una novela. El autor contaba la historia de un psiquiatra que devolvía pacientemente la razón a una mujer que se había vuelto loca a la muerte de su hijo. Le impresionó mucho. Dos años después, comenzó sus estudios de medicina. Un día, un amigo lo llevó a un quirófano, donde el cirujano procedía a la ablación de un riñón. La intervención era muy grave y más impresionante si cabe porque no había sido posible anestesiar al paciente. Turbado tras la mascarilla blanca, Georgi siguió con pasión el desarrollo de la intervención. El enfermo murió, pero Georgi decidió hacerse cirujano.

Había acabado el cuarto año de estudios cuando, en un bello día de verano, a la hora del desayuno, se oyó la voz de Molótov en el aparato de radio de la familia. El ministro de Asuntos Exteriores de Stalin anunciaba que los nazis acababan de invadir el país. Trece meses más tarde, mientras servía en un regimiento del Cáucaso, atrapado bajo el fuego de la artillería alemana, un trozo de metralla alcanzó a un soldado a su lado. El proyectil entró cerca del corazón, y destrozó el pericardio y la pleura. El aire que respiraba el infeliz penetraba directamente por la herida, y el corazón latía al descubierto. La enfermería del regimiento no poseía catgut para suturar la herida. Georgi debió conformarse con utilizar el hilo que un habitante le llevó y que esterilizó en una escudilla de agua hirviendo. El herido se salvó: era un milagro.

Crimea, Ucrania, Moldavia… El entusiasmo por el avance del ejército rojo, ensombrecido un instante por un despacho que anunciaba la muerte de su padre; la travesía del Danubio, las cúpulas de Galati… Georgi Mossechvili entró el 28 de agosto de 1944 en Rumania. Era la primera vez que pisaba suelo extranjero. Hacía veinticinco años que las fronteras de su país estaban cerradas a cal y canto, custodiadas por los soldados con cascos verdes del NKVD[5]. Pronto, las fuerzas rumanas y alemanas capitularon. Un día, a treinta y dos kilómetros de Viena, su regimiento se agrupó con una unidad estadounidense. Era el delirio de la victoria. Durante toda la noche, en la pequeña ciudad austríaca de Zvettel resonó el clamor producido por la fraternización de los combatientes rojos y los soldados del tío Sam.

Cuatro años después, Georgi volvió a casa con el uniforme de capitán. Su guerrera lucía la Orden de la Estrella Roja, las medallas del Valor, de la Defensa del Cáucaso y de la Victoria sobre Alemania. En el andén de la estación, una joven lo esperaba. Lo abrazó tímidamente. Era Olga. Se amaban desde la tarde de 1939 en que se conocieron. El 8 de septiembre de 1947 se casaron.

Desmovilizado, diplomado y casado, Georgi Mossechvili afrontó con optimismo «el futuro que sonríe» con el que Stalin machacaba continuamente al victorioso pueblo ruso. Pero le quedaba algo muy importante por conseguir, cuya ausencia lamentó en el frente: Georgi permanecía políticamente «fuera de la casta». Ingresó, pues, en el partido[6]. Este acto, insiste, no lo llevó a cabo por arribismo, sino porque cree que el comunismo puede llegar a resolver los problemas políticos y económicos de su país y —tarde o temprano— los del mundo entero.

Nuestra conversación adquiere por momentos un tono apasionado que nos desvela el pensamiento de este hombre abierto y profundamente sincero.

—La ciencia ha demostrado que no hay Dios —afirma con una emocionante convicción—. Todos los seres nacen, viven y mueren, y la vida no es más que una forma de existencia de la materia. —Después de una pausa, aña-de—: Mi meta es crear, por medio del trabajo, condiciones mejores para los hombres de mi tiempo y para las generaciones venideras.

Como todos los miembros del cuerpo médico soviético, Georgi Mossechvili está impregnado del dogma de Pávlov, que Stalin convirtió en la doctrina oficial de la medicina soviética y que preceptúa estudiar todos los fenómenos orgánicos del hombre en función de su relación con el medio que lo rodea.

—Ahora bien —explica Georgi—, en el medio comunista es donde el hombre alcanza la felicidad máxima, mientras que las condiciones de vida del medio capitalista le impiden la consecución de tal felicidad.

Esta felicidad será completa en casa de los Mossechvili cuando puedan comprar por dos mil rublos un televisor, gracias al cual captarán los programas que difunde varias horas por semana un gran armazón de hierro que los georgianos denominan «la torre Eiffel de Tiflis».