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Nuestra primera noche rusa con los bisontes comunistas salvados por la gran Revolución de Octubre

Una mañana de finales de junio, algunos días antes de salir de vacaciones, se produce el milagro. La «pequeña posibilidad» anunciada por el presidente Auriol desde lo alto de la pasarela de su avión había tardado cuatro meses en madurar en los arcanos del poder moscovita. Se ponía de manifiesto con la súbita llegada de un largo telegrama, cuyo texto tengo el placer de transcribir íntegramente. «SEÑORES LAPIERRE Y PEDRAZZINI: LES COMUNICAMOS NUESTRA APROBACIÓN A SU PROYECTO DE VIAJE EN AUTOMÓVIL A TRAVÉS DE LA UNIÓN SOVIÉTICA. ENTRARÁN EN EL TERRITORIO SOVIÉTICO POR LA CIUDAD FRONTERIZA DE BREST-LITOVSK. SU ITINERARIO COMPRENDERÁ LAS CIUDADES DE MINSK, MOSCÚ, JÁRKOV, KÍEV, YALTA, SUJUMI, SOTCHI, TIFLIS, KRASNODAR, ROSTOV, STALINGRADO Y KAZÁN. NOS ALEGRARÁ DISCUTIR CON USTEDES LOS DETALLES DE ESTE ITINERARIO A SU LLEGADA A MOSCÚ. LES ROGAMOS NOS COMUNIQUEN LA FECHA DE ENTRADA EN BREST-LITOVSK A FIN DE QUE PODAMOS AVISAR A NUESTRO REPRESENTANTE. SUS VISADOS SE ENCUENTRAN EN LA EMBAJADA SOVIÉTICA EN PARÍS

Estoy tan atónito que mis ojos creen distinguir debajo del texto la firma de Jruschov. Es una alucinación, pero el autor del telegrama es un personaje casi tan poderoso como el número uno soviético. Vladímir Ilitchev es el muy temido presidente del Inturist, el organismo que controla el turismo extranjero en la URSS.

Nos abalanzamos sobre un mapa para marcar cada punto del periplo de más de trece mil kilómetros que nos proponen. En realidad, los soviéticos abren delante del capot de nuestro coche toda la Rusia occidental, desde Polonia hasta los Urales, y desde Bielorrusia hasta el Cáucaso.

La tardía llegada de este prodigioso mensaje nos impulsa a una carrera desenfrenada. Debemos partir cuanto antes si no queremos correr el riesgo de dejarnos sorprender, como Napoleón y Hitler, por la precocidad del invierno ruso. Pero, en primer lugar, debemos buscar el vehículo potente y fiable que pueda transportarnos a los cuatro con nuestro material en un recorrido tan largo y arriesgado. Ni hablar de buscar un vehículo especialmente concebido para cargas pesadas o terrenos difíciles. Queremos un coche de gran serie, como el que puede tener un hombre de la calle: este viaje no es ni un rally ni la Croisière Jaune.

Casi me desmayo ante un break expuesto en el escaparate de Simca, en la parte alta de los Campos Elíseos. Con semejante vehículo, dejaremos por mentiroso a Jruschov: nuestras esposas no pedirán jamás el divorcio. Es el último modelo de la marca, una especie de bello faetón denominado «Marly», cómodo y espacioso, impulsado por un motor de ocho cilindros en V. Sus bonitos colores paja y negro sin duda volverán locas a las gentes del otro lado del Telón de Acero. Solicito en seguida una entrevista con el director comercial, al que entusiasma nuestro proyecto. Simca nos prestará el principesco Marly de su escaparate de los Campos Elíseos. Pintamos, en las aletas delanteras, los nombres PARIS MATCH y MARIE-CLAIRE; en los costados, «EN LIBERTAD POR LAS CARRETERAS DE LA URSS», y, en ruso, en las aletas traseras, «PERIODISTAS FRANCESES». Con grandes letras rojas, en la puerta del maletero, hacemos inscribir «FRANCIA».

Aliette, mi esposa, que es consejera de moda en el Bazar de l’Hôtel de Ville, los célebres grandes almacenes parisinos de la orilla izquierda, consigue que le presten una tienda de campaña y material de acampada para nuestra aventura en el Cáucaso. Annie, la esposa de Jean-Pierre llena una maleta con pequeñas torres Eiffel, Arcos de Triunfo en miniatura, fulares, planos de París, y muestras de perfume Vent Vert y Jolie Madame, regalo de Balmain, que alegrarán a los rusos. Parientes y amigos nos inundan de vituallas diversas que repartiremos a lo largo del viaje. Europe 1 nos presta un magnetófono; Paillard, una cámara de 16 milímetros, y Kodak, kilómetros de película. La farmacia Bailly nos proporciona suficientes medicamentos para tratar todas las patologías del pueblo ruso. El 14 de julio, mientras el ejército francés desfila con gran estruendo por los Campos Elíseos, ya estamos preparados para la gran aventura.

Entonces, dos hombres misteriosos nos abordan delante de la puerta de la revista. Quieren charlar con nosotros a toda costa antes de nuestra partida. Tras unos instantes de vacilación, les proponemos ir a tomar un café a La Belle Ferronnière, el cuartel general de los reporteros de Match, que se encuentra justamente enfrente del periódico. Pero nos dan a entender que ellos preferirían un lugar más discreto. Les ofrecemos la intimidad del bar cercano a la American Legion, más abajo del inmueble de Paris Match.

En cuanto nos instalamos, el mayor de los dos visitantes saca del bolsillo de su chaqueta una pequeña tarjeta con barras tricolores en la que percibo las iniciales SDEC, las siglas del servicio de espionaje francés. El hombre nos expresa entonces su gran satisfacción al poder entrevistarse con nosotros antes de nuestra partida, pues sus superiores desearían encargamos una importante misión.

—Los soviéticos acaban de hacer estallar secretamente en la atmósfera varias cargas termonucleares cuya composición exacta interesa en grado sumo a nuestros especialistas —nos explica a media voz, asegurándose de que nadie de alrededor escuche su confidencia—. Sabemos que van a recorrer varios miles de kilómetros por regiones muy diversas. ¿Es cierto?

A pesar del recelo que nos inspiran nuestros dos interlocutores, asentimos con la cabeza.

—Entonces —prosigue el acompañante, que todavía no ha dicho nada—, nos gustaría pedirles un favor.

Nuestro asombro los hace sonreír.

—Oh, nada realmente comprometedor —se apresura a tranquilizarnos el primer interlocutor—. Pueden recoger para nosotros hojas de plantas y de árboles en varios puntos de su recorrido. Pensamos que el análisis de esos vegetales nos proporcionará información sobre la naturaleza y la potencia de las explosiones soviéticas.

Los dos nos quedamos boquiabiertos.

—Si fuéramos ciudadanos británicos, ni que decir tiene que su petición sería atendida —contesto finalmente—. ¿No dicen que todos los ingleses son espías potenciales al servicio de su majestad? Por desgracia, temo que éste no sea el caso en Francia, al menos en nuestra profesión de periodistas. —Me vuelvo hacia Jean-Pierre para obtener su aprobación y concluyo—: Por lo que a nosotros respecta, no haremos nada que pueda atentar contra la hospitalidad de los que van a recibirnos.

Nos levantamos y cortésmente hago una señal a nuestros decepcionados interlocutores de que la conversación ha terminado. Mientras los dos hombres se alejan, se me ocurre una idea: ¿y si eran provocadores enviados por el KGB?

Un sueño, el Marly. Potente, silencioso, cómodo… Hemos podido colocar en él todo nuestro equipaje, nuestro material y dos neumáticos de repuesto. Nuestras esposas están en la gloria en el asiento trasero. Como colofón, incluso llevamos una botella de pastís. Ahora no lo sabemos, pero, al cabo de unas semanas, esta botella hará feliz a un superviviente del gulag con acento de Marsella.

Un fácil galope de prueba a través de la bonita y próspera campiña francesa, suiza y alemana, una travesía sin contratiempos del Berlín dividido en cuatro partes, y de repente… el choque. El choque de un olor. Un olor que nos inunda en los primeros aseos de Polonia en los que nos detenemos. Un olor a desinfectante que se sube a la cabeza y que no nos abandonará a lo largo de los trece mil kilómetros de nuestro periplo. El mundo comunista se aprehende en primer lugar con la nariz.

Varsovia: 450 kilómetros.

La carretera, bordeada de castaños, es recta y buena, pero peligrosa a causa de los carros que avanzan con dificultad por ella y de los animales que la atraviesan. Con excepción de algunos camiones, no hay circulación de automóviles. En muchos pueblos, las ruinas no han sido reconstruidas. De vez en cuando, un rótulo o una pancarta en alemán recuerdan la ocupación nazi. Los campesinos nos miran asombrados cuando pasamos por delante de ellos, y chiquillos descalzos nos aclaman con gritos y efusivos saludos, a los que nosotros respondemos tirándoles caramelos y bombones. Las violentas huelgas que sacuden Poznan, al menos desde hace un mes, convierten esta pequeña ciudad industrial en el primer símbolo del descontento de los obreros polacos contra la opresión comunista. Autoametralladoras patrullan por las plazas y las avenidas, pero la ciudad parece tranquila. Para nosotros, Poznan nos anuncia la pesadilla que nos atormentará a lo largo de nuestro recorrido: encontrar gasolina. Ya no queda ningún rastro de los tranquilizadores rótulos de Shell, Esso o BP que divisamos hasta pasar Berlín oeste. Al advertir nuestra angustia, un policía nos indica una especie de garaje, donde finalmente descubrimos el tótem mágico de un único surtidor. Sin embargo, el garaje está cerrado. En la entrada del hotel Orbis —un hotel con el aspecto tristón de un edificio de viviendas de extrarradio—, un ingeniero francés, maravillado por la repentina aparición de nuestro coche, se ofrece a guiarnos hasta el único distribuidor de carburante que hay abierto en la ciudad.

A medianoche, después de casi haber chocado con una veintena de carros de campesinos desprovistos de cualquier tipo de iluminación, llegamos a Varsovia. Las amplias avenidas de la capital polaca están bañadas en una macilenta luz. Sin embargo, en el Bristol, el hotel de lujo local frecuentado por la nomenklatura polaca y los extranjeros, la fiesta del sábado noche está en su apogeo. Dejamos el equipaje bajo las arañas con adornadas tulipas de dos amplias habitaciones y bajamos al restaurante, atestado a pesar de la hora tardía. Una orquesta, cuyos músicos visten uniformes azul cielo, hacen bailar a las parejas con aires de melodías estadounidenses de los años treinta. La mayoría de los hombres no llevan corbata, y resulta patente que se han olvidado de afeitarse. Flotan dentro de trajes demasiado grandes y sus mujeres, excesivamente maquilladas, con sus vestidos de flores demasiado ceñidos y sus escarpines de grueso tacón, tienen el aspecto rococó de las figurantes de una película de Fellini. El descubrimiento de los cánones de la elegancia comunista interesa extraordinariamente a Aliette y a Annie. Tres meses después, cuando volvamos a pasar por Varsovia al regreso de la URSS, la capital polaca nos parecerá la cima de la elegancia y el lujo. Por el momento, acabamos de llegar de París: necesitaremos tiempo para que nuestra mirada se acostumbre a las imágenes de un mundo en el que el encanto, la belleza, la elegancia y la finura se expresan de acuerdo con otros criterios. Nuestras esposas están en la gloria; este viaje promete ser también para ellas una expedición etnográfica.

No hay suerte. Llegamos demasiado tarde para cenar: la cocina del restaurante acaba de cerrar. La lengua de Molière y nuestro aspecto famélico son nuestra salvación. Un camarero con gafas, que se ha dado cuenta de que somos franceses, se acerca a nuestra mesa.

—Trataré de servirles algo —nos anuncia en un francés impecable—. Un poco de sopa, jamón y ensalada. —De repente, su voz se vuelve casi imperceptible. Ha lanzado una rápida ojeada a su alrededor—. Nací cerca de Valenciennes —nos explica—. Mi padre era minero. Viví en Francia hasta los treinta y cinco años. Después, en 1947, entré en Polonia…, una tontería…, sí, una auténtica tontería… —Se encoge de hombros—. En fin, me las arreglo. En Francia había montado una pequeña empresa de transportes; aquí soy camarero de restaurante… Estoy bien alimentado. Dispongo de un cuchitril para dormir…, las propinas… Trabajo dos días y el tercero voy a una veintena de kilómetros a ver a mi mujer y a mis chavales. Ah, ¿qué quieren?, con setecientos zlotis de salario… Un par de zapatos de mala calidad me cuestan quinientos. —De repente, parece inquietarse e implora con un suspiro—: Sobre todo, no le digan a nadie que he hablado con ustedes.

Gracias, querido camarero desconocido del hotel Bristol de Varsovia, por esta exhortación al secreto. Nos advierte de que entramos en un mundo en el que pueden aparecer en cualquier sitio oídos hostiles.

El chinchín de una banda bajo nuestras ventanas nos arranca temprano de nuestra primera noche comunista. En este domingo de verano, Polonia celebra su fiesta nacional. Al son de la música fluye una impresionante riada de banderas rojas y de estandartes con las efigies de todos los dirigentes de detrás del Telón de Acero, Jruschov en cabeza. Después, con un zumbido de motores, se acerca una interminable columna de tanques, autoametralladoras, cañones remolcados, camiones lanzacohetes y transportes de tropas. Aviones de guerra silban a ras de los tejados en oleadas sucesivas. La demostración dura varias horas delante de las apretadas filas de los habitantes, amontonados en las aceras. Sin embargo, en ningún momento brota de aquella multitud, más bien indiferente, ningún aplauso, ningún grito ni ninguna aclamación. En la tribuna oficial ocupan los lugares de honor los dos mariscales soviéticos que liberaron Polonia de la tiranía nazi, Jukov y Rokosovski, con el pecho cubierto de condecoraciones. Han llegado de Moscú para traer al frágil aliado polaco el saludo afectuoso del gran hermano soviético.

Tenemos dificultades para sacar el Marly del terrible embotellamiento militar y conducirlo a la residencia del embajador de Francia, que nos ha invitado a desayunar. Antes de dar el gran salto hacia el Este, se nos presenta la ocasión de sumergirnos de nuevo en la atmósfera fascinante y refinada de un rincón de Francia. Tampoco se libra el Marly de las generosas atenciones de nuestros anfitriones. El embajador manda llenar el depósito de un néctar de gasolina que nuestro motor no volverá a probar hasta nuestro regreso a Occidente. El diplomático adorna a continuación nuestra antena de radio con un banderín tricolor que proporciona de repente a nuestro soberbio coche un aspecto muy oficial. ¿Cómo imaginar que al cabo de unas semanas este trozo de tela enviará a uno de nuestros admiradores al infierno de un gulag?

Doscientos cincuenta kilómetros hasta la frontera polacosoviética. Un tapiz de hierba recubre el pavimento; prueba formal de que ningún vehículo utiliza jamás el trozo de calzada que conduce hasta el puente que franquea el río que separa los dos países. Una torre de vigilancia y la bandera polaca en el cielo gris, media docena de soldados con la metralleta y el cargador camembert a la espalda, una valla de alambre de espino a través del puente… La irrupción de nuestro break de color paja y negro causa sensación. Los soldados se precipitan para palpar la carrocería, tocar las ruedas y acariciar los parachoques. Un suboficial nos hace una señal para que nos detengamos: va a avisar de nuestra llegada al jefe del puesto fronterizo soviético. Los cuatro estamos tan emocionados que no nos atrevemos ni siquiera a encender un cigarrillo. Las casas grises, la torre de vigilancia, el mástil y la bandera roja al otro lado del puente… Aparece Brest-Litovsk, una de las primeras ciudades conquistadas por las hordas nazis de la operación Barbarroja, una tarde de verano similar, apenas quince años antes. Actualmente, es una de las escasas puertas fronterizas del bloque soviético.

La noche cae y, con ella, llegan toda clase de ideas negras. ¿Y si los rusos han cambiado de parecer? Invoco a los santos que me son queridos e invito a mis compañeros de viaje a hacer lo mismo. Nuestras esposas muestran una calma ejemplar.

—¿Tomamos una ginebra? —pregunta Jean-Pierre para entretener nuestra impaciencia.

No hay tiempo de asentir. Un faro acaba de horadar la oscuridad desde la otra orilla. El pequeño haz luminoso se interna en el puente y avanza en nuestra dirección. Dos militares soviéticos a bordo de un sidecar se detienen delante del puesto polaco. Se entabla un breve diálogo y los guardias retiran la barrera de espino. El sidecar da media vuelta y el oficial que conduce la moto nos hace una señal para que lo sigamos.

Aliette y Annie manifiestan su alegría y nosotros dos soltamos una risotada vibrante.

—Camaradas, ¡Rusia para los cuatro! —exclama Jean-Pierre.

Me lanzo tan precavidamente como un sioux detrás del sidecar y de sus tripulantes tocados con gorras. De repente, los faros del Marly iluminan, en medio del puente, a un grupo de militares uniformados, en el centro del cual hay un civil con gafas, alto y rubio, que nos hace señales para que paremos. El hombre se aproxima en seguida a nuestro coche.

—¡Bienvenidos a la Unión Soviética! —exclama con vehemencia, acompañando su impecable francés con una amplia sonrisa—. Me llamo Stanislav Ivánovich Petujov, pero pueden llamarme Slava. Soy reportero del Komsomolskaia Pravda, el periódico de las juventudes comunistas. Ustedes propusieron que un periodista soviético los acompañara durante el viaje. Pues bien, ese periodista soy yo.

El ruso ha pronunciado las últimas palabras con tal felicidad que los cuatro saltamos fuera del Marly para estrecharle cálidamente la mano. En calidad de decano de la expedición, Jean-Pierre se encarga de presentarnos uno tras otro.

—Tranquilícense. Mi mujer, Vera, se reunirá con nosotros en Moscú —precisa el ruso, que se vuelve hacia el grupo de oficiales que están detrás de él—. Éste es el oficial del MVD[2] que dirige el puesto fronterizo —anuncia señalando a un personaje con rostro severo, vestido con una guerrera verde y pantalones bombachos. El policía se acerca en seguida y, adoptando una impecable posición de firmes, nos saluda detenidamente. Perfecto en su papel de maestro de ceremonias, Slava llama a continuación a un tipo lleno de galones, tocado con una amplia gorra blanca—. Les presento al tovarich que dirige el puesto de aduana de Brest-Litovsk —explica. Al igual que su compañero del MVD, nos dirige un saludo muy respetuoso.

Jean-Pierre y yo recibimos con alivio estas muestras de deferencia. En efecto, si por desgracia a un aduanero soviético le entraran ganas de controlar el cargamento de nuestro coche, nos arriesgaríamos a pasar la mayor parte de las vacaciones en Brest-Litovsk.

Slava continúa su ronda de presentaciones hasta que un individuo con rostro de hurón sale del grupo y nos ladra en la cara: «¡Pasaportes!» Han terminado las reverencias obsequiosas y la alfombra roja. Ahora pasamos a las cosas serias.

Dos todoterrenos llenos de militares nos escoltan entonces hasta el bufet-restaurante de la estación, donde se efectúan en pocos minutos las formalidades aduaneras y policiales. Desde que recuerdan los encargados de las fronteras, nunca ningún extranjero ha entrado en la URSS con tanta facilidad. Nuestros pasaportes y el comprobante del paso por la aduana del Marly se adornan pronto con una impresionante colección de sellos que exhibiremos con orgullo a nuestro regreso. La estación es un edificio suntuoso, espléndidamente ornamentado con un techo rosa caramelo en el que se exhibe una alegoría en honor de la revolución. Encorvadas sobre las bayetas, unas ancianas, con pañuelos en la cabeza, limpian incansablemente el suelo, proyectando en su estela ese efluvio tan particular del desinfectante que hemos olido por primera vez en Polonia.

Visiblemente satisfecho y halagado con su papel de cicerone, Slava convoca al encargado del bufet para solicitarle un festín cuya extravagancia amenaza con mermar prematuramente desde el primer día el modesto presupuesto concedido por Match.

—Amigos, hay que celebrar este gran día de su llegada a la Unión Soviética —sugiere alegremente.

Pronuncia el nombre de su país con una intensidad conmovedora. A lo largo de nuestro viaje, las palabras «Unión Soviética» serán en su boca una especie de referencia mágica. En todo caso, esta tarde, tenemos derecho a caviar, a vodka, a vinos blancos y tintos, y a un surtido de carnes, verduras y ensaladas. Cualquiera diría que los soviéticos quieren que entremos en su territorio haciendo una parada gastronómica. Sin embargo, en la única guía de viaje que hemos podido encontrar en París antes de nuestra partida, ninguna estrella señala la escala de Brest-Litovsk. Hay que decir que esta guía es una Baedeker que data del año… 1912. Slava nos la quita de las manos para hojearla con respeto.

—¡Extraordinario! —se extasía—. Es extraordinario. San Petersburgo… Nizhni Nóvgorod…, ciudades que ya no existen. —Rectifica—: Es decir, que ya no existen con esos nombres…

Observo a este muchachote con cara simpática y mofletuda, y bonitos y desordenados mechones rubios. Fuma sin parar papirossi, unos largos cigarrillos rusos con interminable boquilla de cartón. Simpático. Muy simpático incluso. Nos confía en el puente que ha pasado tres años en Bucarest, enviado por su periódico. Allí ha aprendido este notable francés que habla sin ni siquiera arrastrar las erres. ¿Es miembro del partido? Seguramente; si no, no habría sido autorizado a abandonar el territorio soviético, ni siquiera para ir a un país hermano. ¿Es también agente del KGB? Sin duda, ya que se le ha confiado la misión de hacer de guía de cuatro viajeros extranjeros. Lo sabremos pronto.

Varias mesas están ocupadas por viajeros que discuten ruidosamente. Quizás en una de ellas, o en la nuestra, se sentaron, el 3 de marzo de 1918, Trotski y su delegación para firmar con los representantes del Reich alemán —que sin duda llegaron por el puente que hemos recorrido— el famoso armisticio que salvó la revolución bolchevique y sacó a Rusia de la guerra mundial. Sí, en esta estación donde tomamos caviar riendo a carcajadas con un hijo de la Revolución de Octubre, se cerró ese acuerdo que cambió el curso de la historia.

Aprovecho una pausa entre los platos para revelar a nuestro cicerone nuestras intenciones.

—Nadie en Occidente sabe cómo viven los rusos. Sería maravilloso poder contar la historia y la vida de cuatro o cinco familias escogidas al azar en nuestras etapas.

—Eso quiere decir entrar en su casa y compartir su intimidad durante dos o tres días —precisa Jean-Pierre, que construye ya en su cabeza el reportaje fotográfico.

—¡Entrar en su casa! —Slava se atraganta—. No sé si será posible. Los ciudadanos soviéticos no están habituados a dejar entrar en su casa a extranjeros. Sin duda, habría que pedir autorizaciones.

—¿Autorizaciones? —dice Jean-Pierre, sorprendido.

—Sí, a los responsables de la seguridad local.

El repentino desconcierto de nuestro interlocutor es normal. Apoyado por Aliette y Annie, que despliegan su encanto con todo tipo de palabras tranquilizadoras, le manifiesto la pureza de nuestras intenciones.

—No somos espías, querido Slava —digo, pensando en la visita de los inspectores del SDEC antes de nuestra partida.

El ruso me aplasta el hombro con una violenta pero amistosa palmada.

—Lo sé, lo sé, Dominique; pero en nuestro país no tenemos la costumbre de tratar con extranjeros.

—En todo caso —digo—, deseamos que su presencia a nuestro lado sea siempre una ayuda, no una molestia.

Slava exhibe una sonrisa apaciguadora.

—Cuenten con ello, amigos míos.

—Como muestra de nuestra buena voluntad, lo invitamos a venir después a Francia con su esposa para que haga lo mismo que nosotros hayamos hecho en su país.

El ruso empieza de repente a derretirse. En medio del humo de su papirossi, advertimos sus ojos brillantes de lágrimas.

—¡Ah! ¡Eso sería maravilloso! —suspira.

Por desgracia, esta sincera promesa puede no cumplirse. ¿Dejará el poder soviético partir hacia un país capitalista a una pareja que podría ser tentada a escoger la libertad?

Pasamos nuestra primera noche rusa en dos pequeñas habitaciones cuyos ocupantes, con gran vergüenza nuestra, han sido expulsados precipitadamente. Las camas de hierro sin colchón, los lavabos colectivos en medio del corredor, las sombras que arrastran sus chancletas por los pasillos, el olor pestilente de los retretes, donde los trozos de periódico que sirven de papel higiénico no se tiran en la taza, sino que se depositan religiosamente en un cesto, y los traqueteos de los trenes que no dejan de maniobrar bajo nuestras ventanas provocan algunas muecas en los rostros hasta ahora radiantes de nuestras esposas. Sin embargo, ponemos buena cara cuando le deseamos a Slava que pase una buena noche. Nuestro amigo nos pide que le prestemos la Baedeker para saborear algunos capítulos antes de dormirse.

—¡Buenas noticias, amigos! He hablado con varios responsables, que me han recomendado que les haga una magnífica propuesta.

Para nuestro primer desayuno ruso, nuestro amigo Slava nos recibe tan animadamente que ya vemos abrirse a nuestra curiosidad todas las puertas de los interiores soviéticos. O quizá Nikita Jruschov, de paso por la región, ha solicitado vernos. Nuestro apetito es insaciable. Deseamos ver rusos, hablar con rusos, reír con rusos, cantar con rusos. Rápido, Slava, preséntenos a sus compatriotas.

Pues bien, no son en absoluto rusos lo que quiere mostrarnos el querido Slava esta primera mañana. Quiere enseñarnos bisontes.

—¿Bisontes? —dice Aliette, expresando la sorpresa general de nuestro pequeño grupo.

—Sí, sí, sí, amigos míos. Van a comenzar su viaje por la Unión Soviética conociendo a los últimos bisontes de Europa. —Slava esgrime la Baedeker que nos ha pedido prestada la víspera—. ¿Saben lo que he aprendido esta noche leyendo este libro? Que los zares venían aquí a cazar bisontes. Éste era el lugar más famoso del país. Los responsables con los que he hablado me han dicho que se exterminaron tantos bisontes, a causa de la locura sanguinaria de estos tiranos, que la especie estuvo a punto de desaparecer. Sin embargo, por suerte, llegó la gran Revolución de Octubre y salvó in extremis a los últimos supervivientes. Amigos, ¡qué suerte tienen! A menos de treinta kilómetros de aquí, van a poder descubrir los últimos bisontes de Europa.

Dos horas de caminos espantosos, en los que a cada instante parece que vaya a estropearse el Marly, y llegamos a un amplio claro rodeado en tres lados por una triple hilera de barreras. En las altas hierbas al otro lado de la cerca, aparecen de repente las impresionantes siluetas oscuras y gibosas de los famosos animales que tanto enardecen la imaginación de nuestro camarada ruso desde la lectura de la vieja Baedeker. Uno de ellos se acerca y coge con el hocico la rama de matorral que le tiende Aliette. Sus cuernos, cortos y puntiagudos como puñales, su mirada malévola y su cuerpo monstruoso no tienen nada de tranquilizador. Entonces llega el guarda de este bosque de la prehistoria. Bajo la visera de su gorra de tela, Vasili Ivánovich, de treinta y cinco años, luce unos ojos azules llenos de picardía. Vive solo en medio de los animales salvajes, a cada uno de los cuales llama por su nombre. Para este hombre rudo, que no ha visto nunca extranjeros, nuestra visita es un acontecimiento. Nos lleva a su pequeña casa de muros encalados, amueblada con una simple mesa, cuatro taburetes, una tabla que sirve de cama y un péndulo con pesas que desgrana las horas con un sonido mortecino.

Slava está exultante. El imprevisto descubrimiento de las profundidades de su país es una auténtica fiesta. Por otra parte, cuando la noche empieza a descender sobre el bosque, Vasili Ivánovich nos ofrece pasar la noche en el granero donde almacena durante el invierno el forraje de los bisontes. Aceptamos con entusiasmo y empezamos a sacar del maletero del Marly las provisiones necesarias para preparar una cena improvisada que pensamos ofrecer a nuestro anfitrión. Recordando sus orígenes italianos, Jean-Pierre prepara un magistral plato de pasta, mientras Vasili elabora en la chimenea un guiso de setas. Alrededor de la rugosa mesa de esta minúscula isba perdida en el bosque, compartimos una auténtica amistad. Cuando la fatiga empieza a embotarlos, Slava y Vasili comienzan a tararear viejas romanzas nostálgicas, que evocan el alma inmortal de esta tierra inmensa y ruda… Nos encontramos de repente en una página de Chéjov, en contacto con esta maravillosa sensibilidad rusa cuya naturaleza profunda ningún régimen cambiará jamás.

Suena la medianoche en el péndulo de Vasili cuando desplegamos los sacos de dormir sobre el forraje de los bisontes. Mientras espero el sueño, escucho el bosque que se agita y los miles de animales que gritan en la oscuridad.

Al despertar, Vasili nos informa de que ha velado toda la noche para protegernos de una manada de lobos que se han acercado peligrosamente al granero donde dormíamos. En recuerdo de nuestra visita, nos ofrece dos preciosos cuernos de alce. Después, con sus grandes ojos azules llenos de emoción, nos pide que saludemos de su parte a todos los guardas forestales de Francia.