ÉRASE UNA VEZ LA URSS

Por fin rusos! Decenas, centenares. La inmensa plaza de la estación parece de repente la salida de un estadio. Por todas partes nos inunda un mar de rostros que se aplastan contra los cristales, que hemos vuelto a subir precipitadamente. Nos examinan como si fuésemos peces exóticos en el fondo de un acuario.

Para estos rusos que viven desde hace mucho tiempo aislados del resto del mundo, la aparición de nuestro coche bicolor con cuatro «marcianos» a bordo es evidentemente un espectáculo apenas creíble. Volveremos a encontrar la misma curiosidad y la misma admiración a lo largo de nuestro periplo. En cada parada, seremos asaltados, cercados, sumergidos.

EL EXTRAORDINARIO APRETÓN DE MANOS DE LOS DIRIGENTES DEL KREMLIN

El mariscal Bulganin, presidente del Consejo de Ministros de la URSS (primera foto), y el ministro de Asuntos Exteriores, Molótov (segunda foto), me estrechan calurosamente la mano durante la fiesta celebrada en honor del ex presidente francés Vincent Auriol.

Cuatro meses después, recibimos un telegrama en el que se nos autorizaba a recorrer la URSS en automóvil con nuestras esposas.

PRIMEROS ENCUENTROS DE UN FANTÁSTICO RECORRIDO DE TRECE MIL KILÓMETROS

En el puente que separa Polonia de la URSS nos espera Slava, el periodista soviético al que habíamos invitado a acompañarnos.

Nuestras esposas —Aliette, a la izquierda, y Annie, a la derecha—, delante de la primera pancarta que encontramos en la carretera de Moscú.

Los primeros rusos que vemos son dos estatuas de piedra que representan a Stalin manteniendo una conversación con el escritor Máximo Gorki. A lo largo de nuestro itinerario encontraremos al borde de la carretera estatuas levantadas en honor de los principales personajes del régimen soviético.

ENFRENTE DEL KREMLIN Y EN LA PLAZA ROJA: LA LLEGADA DEL MÍTICO COCHE

El Marly nos sirve de estrado para hacer nuestras primeras fotos del mausoleo de Lenin y de Stalin en la plaza Roja (primera foto), así como de las iglesias en forma de bulbo y de los campanarios del Kremlin (segunda foto).

La presencia de este coche extranjero y de sus ocupantes delante del santuario más sagrado del régimen soviético causó sensación. Los miles de fieles que hacían cola para entrar en el mausoleo se dispersaron de repente y rodearon la extraña aparición.

EL ENTUSIASMO DE LOS RUSOS POR LAS ENCANTADORAS PARISINAS

En Rostov un militar ha querido fotografiarse con Aliette y Annie.

En Minsk, nuestras esposas aparecen en medio de una muchedumbre de varios centenares de personas. Su presencia suscita siempre la apasionada curiosidad de personas que nunca han visto extranjeros. Las mujeres quieren comprarles la ropa para poder vestir «como en París». Los hombres les recitan poemas de Victor Hugo. Todos nos piden periódicos, aunque no sepan francés.

UN AUTOMÓVIL DE ENSUEÑO PARA UN PUEBLO HABITUADO A CIRCULAR SÓLO EN CAMIÓN

Nuestro coche, pintado de dos colores, suscita tal curiosidad que debemos tomar precauciones. En Járkov, un ruso se desliza bajo la carrocería para examinar los resortes.

En Sotchi, junto al mar negro, nos vemos sumergidos en plena noche por un océano humano.

En Tiflis (Georgia), el rector de la universidad, Victor Kupratzé, rodeado de estudiantes, me recibe delante del mítico coche. Me acompañan Annie y Aliette.

EL CALVARIO DEL MARLY EN EL INFIERNO DE LAS CARRETERAS DEL CÁUCASO

A falta de puentes y de vados transitables, nuestro pobre coche debe transformarse en un vehículo anfibio. El nivel del agua alcanza pronto la altura del parachoques y de las puertas.

Nuestros objetos personales quedan empapados por la ola negra que se precipita en el interior del vehículo. Me apeo en el agua helada con Aliette y Annie para intentar retirar las piedras que bloquean la carretera.

Sin embargo, al cabo de unos metros, el Marly, con el motor anegado, es sólo un pez en medio de las olas. La providencial ayuda de un jeep lo librará del naufragio.

CINCO ENCUENTROS INOLVIDABLES EN NUESTRA AVENTURA RUSA

Nuestro viaje en total libertad nos permite visitar la casa de los rusos que hemos elegido. En todas partes somos recibidos con curiosidad y simpatía. Compartimos sin cortapisas la intimidad de un ferroviario de Minsk, de una dependienta de unos grandes almacenes de Moscú, de un campesino de Ucrania, de un cirujano de Georgia y de un obrero del ramo automovilístico de Gorki.

El obrero de Gorki

Ivan Gregorivich Sitnov: registro T 406 de las fábricas Pobieda, 47 años, un hijo. Calle Krasnodensev 31, 1.a casa, Sovgorod.

El ferroviario de Minsk (izquierda)

Victor Anufrievich Sicheiko: 48 años, 1.70 m, contramaestre y miembro del partido. Calle Kirova 75, 2a casa. N.o teléfono: 97 46 15

La dependienta de Moscú (derecha)

Genia Gregorieva: 23 años, cabello rubio, estudiante y dependienta. Calle Moskowska 160, 3a casa.

El campesino de Ucraina (izquierda)

Gregori Ivatovich Klivchuk: 42 años, casado, dos hijos. Reside en el koljoz Bolchevik, aldea de Chpitki, distrito de Kíev-Sviatochinsk.

El cirujano de Tiflis (derecha)

Georgi Varlamovich Mossechvili: 32 años, ojos negros, bigote, título de medicina no 024987, casado, dos hijos. Dirección: calle Georgitze 5. Tiflis.

LA GASOLINA SOVIÉTICA ACABA CON EL BRÍO DE NUESTRO POTENTE MOTOR

Encontrar gasolina compatible con las exigencias de la compleja mecánica de nuestro motor será la pesadilla permanente de nuestro viaje. Este surtidor, detrás del hotel Metropole de Moscú, es el único que expende gasolina súper en toda Rusia. Antes de lanzarnos a las carreteras soviéticas desprovistas de estaciones de servicio y de garajes, lleno por última vez el depósito con un carburante aceptable.

Mil kilómetros más allá, nuestro potente coche no es más que una renqueante cafetera en las carreteras de Crimea. El representante de Simca más cercano se encuentra a seis mil kilómetros, y no existe ningún garaje para los coches particulares. En la cochera de autobuses de Sotchi intentamos quitar la culata del bloque del motor de nuestro pobre coche para hacer un reglaje de las válvulas quemadas por la mala gasolina (foto izquierda).

Sin embargo, después de ocho horas de trabajo, el intento de reparación de los mecánicos acaba en fracaso. Constato con desesperación los desperfectos ocasionados por el infame líquido que hemos tenido que suministrar a nuestro Marly (foto derecha).

No obstante, los dioses del socialismo estaban aquel día a nuestro lado. Tras veinticuatro horas de esfuerzos, el coche pudo partir de nuevo, escoltado como siempre por centenares de deslumbrados habitantes.

UNA NOVEDAD EN EL SUELO SOVIÉTICO: LA ACAMPADA DE CUATRO EXTRANJEROS AL PIE DE LA BANDERA DE SU PAÍS

Ningún extranjero había pasado nunca la noche en suelo soviético fuera de un hotel aceptado por la policía. Esta foto constituye un documento casi histórico: los cuatro acabamos de despertarnos después de la primera noche pasada en la tienda, en las montañas del Cáucaso. En la pequeña tienda de la izquierda, Slava y su esposa, Vera, duermen todavía.

Aliette (en el centro) y Annie (a la izquierda) han preparado un pantagruélico desayuno para nuestros amigos rusos. Sin embargo, la soledad en este sublime lugar durará poco. Veraneantes y montañeses acuden de todas partes para prodigarnos todo tipo de muestras de amistad. Nos ofrecen miel, fruta y pescado. Según una vieja costumbre georgiana, un leñador no vacila en el manifestarme su indefectible amistad hasta la muerte besándome apasionadamente en la boca.

LUNA DE MIEL CON SLAVA Y VERA, NUESTROS MARAVILLOSOS AMIGOS RUSOS

Descubrir la vida y la mentalidad del joven matrimonio de periodistas soviéticos, a los que habíamos invitado a acompañarnos, constituirá una de las mayores alegrías del viaje. Vera (foto derecha), a la que estoy abrazando, tiene veintisiete años. Es profesora de piano en una escuela secundaria de Moscú. No habla ni una pizca de francés y sólo conoce del mundo exterior Rumania, donde su marido fue corresponsal de prensa durante dos años. Slava (foto izquierda, con Aliette) tiene treinta y dos años; es un comunista puro y duro, y miembro del partido. Su disponibilidad, su amabilidad y su paciencia convirtieron nuestro viaje en una experiencia particularmente apasionante. Un día me dijo: «Dominique, la Unión Soviética durará mil años».

El desayuno de los dos compañeros mientras nuestras mujeres hacen la colada. Encontrarme a solas con Jean-Pierre en la paz del Cáucaso es uno de mis recuerdos predilectos de este viaje.

EN LAS PLAYAS DEL MAR NEGRO DONDE «LIGAN BRONCE» LOS PRIVILEGIADOS DEL RÉGIMEN

Para tener derecho a permanecer veintiún días en uno de los antiguos palacios del litoral soviético, los veraneantes deben pagar un mes de salario a su sindicato.

Mientras Jean-Pierre practica todo el ruso que conoce para entrevistar al vigilante de la vasta playa de Yalta, descubrimos en los guijarros un asombroso muestrario de carne fresca y michelines. Las patatas, las salchichas, la col y el pan de centeno han hecho estragos en los cuerpos. Aquí no hay pechos desnudos ni tangas como en Saint-Tropez; sólo amplios trajes de baño de dos piezas que envuelven con dificultad una desnudez que a menudo chorrea grasa. Los biquinis made in Saint-Tropez de Aliette y de Annie causan sensación. Unas entusiastas bañistas les ofrecerán sus pendientes y sus pulseras a cambio de aquellos minúsculos dos piezas, que no podrán llevar a causa de su gordura.

La sombrilla que sostiene esta joven es el último accesorio de moda en las playas soviéticas. Procede de China.

DOS DESAFÍOS LANZADOS PÚBLICAMENTE A LAS AUTORIDADES DEL RÉGIMEN

En Kíev descubrimos esta escena, sorprendente en un país que ha convertido el ateísmo en religión de Estado: se trata de un matrimonio religioso.

Vladímir Ivánovich Tsurko, de veinticuatro años, y Maria Alexandrovna Ulanovna, de veintidós, ambos operarios en una fábrica de muebles, quieren casarse religiosamente bajo las cúpulas de la catedral de San Vladimiro. La ceremonia durará tres horas y se celebrará en presencia de algunas babushkas con pañuelos, pero también un nutrido grupo de jóvenes, señal de que el régimen no ha podido ganar a toda la juventud rusa para la causa del marxismo-leninismo puro y duro.

En Sujumi, a orillas del mar Negro, fuimos testigos de esta escena aún más extraordinaria: un ruso besa delante de toda la gente la pequeña bandera francesa que adorna nuestro coche. Georges Manukian, de treinta y dos años, es uno de los siete mil armenios que se marcharon de Francia después de la guerra para establecerse en la Armenia soviética. La elección fue un desastre. Muchos de los que intentaron huir fueron atrapados y condenados a largos años de gulag. El gesto de Georges Manukian le ocasionará el arresto por el KGB después de nuestra partida. Tardará siete años en ver cumplirse su sueño: regresar a Marsella.

LA DESPEDIDA DEL MARLY DE LA TIERRA RUSA Y SU REGRESO A LOS CAMPOS ELÍSEOS

Repleto de latas de caviar, discos, muñecas encajadas unas dentro de otras y Kremlins en miniatura recibidos como regalo, y cubierto de una espesa capa de polvo en la que innumerables rusos han grabado mensajes de amistad, nuestro coche abandona el territorio soviético después de trece mil kilómetros de aventuras.

En el puente de Brest-Litovsk, los oficiales que nos habían recibido tres meses antes dirigen un último y afectuoso saludo a esos visitantes procedentes de otro planeta.

En París, los representantes de Simca deciden satisfacer la curiosidad de los parisinos mostrando la reliquia de nuestro largo viaje en el escaparate de su concesionario en la avenida de los Campos Elíseos. Sin embargo, varios días después, los encargados de la tienda deberán ocultar precipitadamente el coche bajo un toldo al iniciarse en París manifestaciones en apoyo a los insurgentes de la revolución húngara.

LA ALEGRÍA DE SABOREAR NUESTRA PROEZA ES RECHAZADA POR LA HISTORIA

Catorce días después de nuestro regreso, Jean-Pierre no duda es responder a la llamada del redactor jefe de Paris Match. El 30 de octubre de 1956 está en Budapest delante del cuartel general del partido comunista. Los insurgentes de la revolución húngara se preparan para asaltarlo. Aparecen carros soviéticos y disparan contra la multitud. Tres ráfagas de ametralladora alcanzan a Jean-Pierre en las piernas, la espalda y el vientre.

Me encuentro en Le Bourget con toda la redacción de Paris Match (a la izquierda del camillero, de perfil), cuando un avión sanitario trae de Budapest a nuestro compañero, herido de muerte.

En sus últimos momentos de lucidez, Jean-Pierre insiste en que quiere ver las imágenes del reportaje que había hecho en Hungría. Después de suprimir la imagen que lo muestra como un auténtico muerto viviente a la salida del avión sanitario que lo conducía a París, le llevo sus fotos. Éstas le reportarán su última alegría (foto de Franz Goess). Morirá unas horas más tarde, asesinado por las balas de los carros de Jruschov, el dirigente soviético que nos había abierto las puertas de su país.

EL MORDAZ ARTÍCULO DE NUESTRO COMPAÑERO RUSO CONDENADO EN SIBERIA

Nos precipitamos en el palacio de Livadia. Allí, del 4 al 11 de febrero de 1945, tres gigantes de la historia rediseñaron el mapa del mundo. Se llamaban Winston Churchill, Franklin Roosevelt y Iósiv Stalin. Allí sigue el banco en el que se sentaron para la foto histórica que clausuró su conferencia. Por desgracia, llegamos demasiado tarde. El pórtico está cerrado y mañana es día de cierre. Trepo sin vergüenza a la valla y salto al otro lado. Nadie se da cuenta de que Slava hace una foto en el momento preciso en que paso por encima de la verja. Este cliché ilustrará el incisivo artículo que publicará sobre nuestro viaje en la primera página del Komsomolskaia Pravda, con este pérfido pie: «El periodismo a la manera occidental», un periodismo por el que nuestro camarada dio su vida.