Epílogo

Richard Feynman ideó una brillante demostración propia de la ley de las elipses, pero no fue el primero a quien se le ocurrió. La misma prueba, hasta el inspirado momento de dar la vuelta al diagrama de velocidades, puede verse en las páginas de Matter and Motion,[6] de James Clerk Maxwell, publicado en 1877. Maxwell atribuye el método de la prueba a sir William Hamilton, un nombre conocido por todos los físicos. (El hamiltoniano es un elemento crucial en mecánica cuántica.) Al parecer. Hamilton fue el primero en utilizar el diagrama de velocidades, que él llamó odógrafo, para analizar el movimiento de un cuerpo. En la conferencia, Feynman atribuye generosamente a un misterioso «señor Fano» la idea del diagrama circular de velocidades. Se refiere a U. Fano y L. Fano, autores de Basic Physics of Atoms and Molecules (1959), donde se utiliza un diagrama circular de velocidades para derivar la ley de dispersión de Rutherford, de la que habla Feynman al final de la conferencia. Si Fano y Fano conocían a Hamilton y su odógrafo, no lo dicen.

Hamilton pertenecía a la secular tradición dedicada a ajustar la mecánica de Newton con formulaciones de elegancia y sutileza crecientes. Más de doscientos años después de publicarse los Principia, el universo newtoniano gobernaba con autoridad absoluta. A comienzos del siglo XX, sin embargo, tuvo lugar en física otra revolución científica de casi tanta repercusión como la primera. Cuando pasó, las leyes de Newton ya no se podían considerar reveladoras de la naturaleza íntima de la realidad física.

La segunda revolución se produjo en dos frentes separados que ni siquiera hoy se han conciliado del todo. Uno produjo la teoría de la relatividad. La otra produjo la mecánica cuántica.

Las huellas de la teoría de la relatividad pueden rastrearse hasta el descubrimiento de Galileo de que todos los cuerpos caen a la misma velocidad, tengan la masa que tengan. La explicación newtoniana decía que la masa de un cuerpo tiene dos papeles diferentes en física: uno consiste en resistirse a los cambios de movimiento del cuerpo, el otro en aplicar la fuerza gravitatoria al cuerpo. Así, cuanto mayor es la masa de un cuerpo, más fuerte es la gravedad sobre él, pero también es más difícil moverlo. Los cuerpos muy pesados (que caen hacia la Tierra, por ejemplo) sufren un tirón mucho mayor, pero se oponen con más fuerza a la aceleración. Los cuerpos ligeros sufren un tirón menor, pero aceleran con más facilidad. El resultado neto es que todos los cuerpos caen exactamente a la misma velocidad. Esta curiosa coincidencia se admitió sin más como parte del precio de la tremenda eficacia de la mecánica de Newton.

A fines del siglo XIX, sin embargo, se había puesto en duda otra parte de las leyes newtonianas como consecuencia de los descubrimientos efectuados precisamente por James Clerk Maxwell. Hacía mucho que se sabía que la luz no se transmite instantáneamente, sino que más bien viaja a una velocidad concreta. Esa velocidad es muy elevada, unos 300.000 kilómetros por segundo, pero no infinita. También se sabía ya en la época de Maxwell (que vivió de 1831 a 1879, el año en que nació Einstein, y que murió, como Feynman, de cáncer de estómago) que así como la electricidad es una fuerza que opera entre cargas eléctricas, el magnetismo, la fuerza que orienta las agujas de las brújulas, no es un fenómeno ajeno a ella. Antes bien, el magnetismo es una fuerza que se genera entre corrientes eléctricas, y las corrientes eléctricas no son más que cargas eléctricas en movimiento. Maxwell descubrió que la razón entre la magnitud de la fuerza eléctrica entre cargas en reposo y la magnitud de la fuerza magnética entre cargas de movimiento lento era igual al cuadrado de una velocidad que era precisamente la misma que la de la luz. Maxwell sabía que esto no era casual y elaboró una elegante teoría matemática, muy pronto confirmada por los experimentos, que decía que todo el espacio está lleno de campos de fuerza eléctricos y magnéticos, y que cuando estos campos se perturban, la perturbación se propaga a la velocidad de la luz; en realidad, la perturbación es la luz.

Que este descubrimiento socavaba las leyes de Newton no se advirtió enseguida, pero Albert Einstein no tardó en comprenderlo. En el antiguo mundo aristotélico, el estado natural de un cuerpo es el reposo. En el mundo newtoniano no existe el estado de reposo absoluto. Un cuerpo tiende a estar en movimiento, a velocidad constante y en línea recta. Si un cuerpo parece estar en reposo, eso se debe sólo a que el observador se mueve con él. La primera ley de Newton, la de la inercia, es lógica porque el estado de reposo no existe. En un universo donde no existe el reposo, donde un movimiento es tan válido como cualquier otro, la hipótesis más sencilla posible es que un cuerpo conservará el estado de movimiento que tenga, que es precisamente lo que postula la ley de la inercia. Sin embargo, si no hay reposo absoluto, tampoco debería haber velocidad absoluta. La velocidad aparente de cualquier objeto debería depender de si el observador se mueve con él o no. Aquí es donde aparece el punto critico: las leyes de la física no deberían contener en ningún momento una velocidad definida, porque la velocidad de cualquier objeto debería depender de la velocidad del observador. Pero James Clerk Maxwell había demostrado que la luz tiene una velocidad definida, una velocidad que se puede encontrar en las fuerzas fundamentales entre imanes y entre cargas eléctricas.

Para resolver esta anomalía, Albert Einstein creó un universo completamente nuevo. Sus axiomas centrales, de los que se deduce todo lo demás, son que hay una sola velocidad absoluta de la luz, sea cual fuere la velocidad del observador, y que todos los cuerpos, sea cual fuere su masa, caen a la misma velocidad porque el tirón de la gravedad hacia abajo sobre un cuerpo es indistinguible de una aceleración hacia arriba de todo menos dicho cuerpo. Para remachar que la velocidad de la luz es la misma para todos los observadores, tiempo y distancia deben perder su significado independiente, newtoniano, y mezclarse en el espaciotiempo. Para que todos los cuerpos caigan a la misma velocidad, la fuerza de gravedad se sustituye por el espaciotiempo curvo en el que todos los cuerpos se mueven inercialmente, no en líneas rectas (que ya no existen), sino en curvas llamadas geodésicas, que son las distancias más cortas entre dos puntos situados en el espaciotiempo curvo. Todo esto en conjunto se conoce con el nombre de teoría de la relatividad (especial y general).

El otro frente de conocimiento avanzado que minó la supremacía de Newton fue la naturaleza del átomo. La existencia de los átomos se venía sospechando por lo menos desde la época de Lucrecio, en el siglo I a. C. Casi todos los científicos (sin excluir a Newton) creían en ellos, y al final obtuvieron cierto apoyo empírico en los albores del siglo XIX, gracias al químico inglés John Dalton. Dalton hizo experimentos que demostraban que las especies químicas, como el nitrógeno y el oxígeno, tendían a combinarse en razones de números enteros simples (uno y uno, uno y dos, dos y tres, y así sucesivamente; las cantidades se medían por su volumen en estado gaseoso). Estos resultados experimentales venían a decir claramente que las partes constituyentes de los gases eran átomos, que se combinaban en lo que en la actualidad llamaríamos moléculas simples (NO. NO2, N2O3 etc.). Dalton, que era un experimentador mediocre pero un firme creyente en los átomos, anunció su descubrimiento basándose en muy pocas pruebas (un caso bastante corriente en la historia de la ciencia): sin embargo, químicos más expertos consiguieron convertir su ley de proporciones simples y múltiples en uno de los dogmas fundamentales de la química experimental. Durante todo el siglo XIX el conocimiento de las propiedades de los átomos no hizo sino progresar. El artículo «Atoms» de la edición de 1875 de la Encyclopædia Britannica era un soberbio resumen del estado de los conocimientos del momento, y lo firmaba «JCM», James Clerk Maxwell. El siguiente avance auténtico, sin embargo, se produjo en 1896, cuando el físico inglés J.J. Thomson demostró que todos los átomos tenían en común un elemento constituyente interior que acabó llamándose electrón.

James Clerk Maxwell.

La cuestión palpitante pasó a ser entonces la arquitectura del átomo. El experimento que hicieron Ernest Rutherford y sus colegas, y que Feynman describe en su charla, venía a decir que el átomo era una especie de sistema solar en miniatura, con un diminuto pero pesado núcleo central y electrones muy ligeros que daban vueltas en tomo a él, y que estaban donde estaban, no en virtud de la gravedad, sino de la fuerza eléctrica generada entre su propia carga negativa y el núcleo positivamente cargado. Sin embargo, esta tranquilizadora concepción de que en el interior de todos los átomos había un sistema solar newtoniano en miniatura tenía una serie de defectos fundamentales, el principal de los cuales era absolutamente insalvable gracias, una vez más, a James Clerk Maxwell y su teoría del electromagnetismo. Si los electrones estuvieran realmente en órbita alrededor del núcleo, perturbarían sin cesar el campo electromagnético. Esta perturbación se propagaría a la velocidad de la luz, llevándose energía del átomo hasta que éste se viniera abajo y los electrones murieran enterrados en el núcleo, como cometas cansados que cayeran hacia el Sol. Como la experiencia corriente nos dice que casi todos los átomos son estables y longevos, el sistema solar newtoniano no sirve como descripción del funcionamiento interno del átomo.

La solución del dilema fue la invención de la mecánica cuántica. Las leyes de Newton no describen el comportamiento de lo muy pequeño. Como dice el personaje Kerner (un físico feynmaniano que se hace espía) en Hapgood, una obra teatral de Tom Stoppard:

«No existen electrones con una posición definida y un momento definido; si se determina una, se escapa el otro, y todo se hace sin trucos. […] Cuando las cosas se hacen muy pequeñas, se vuelven realmente locas. […] Cerremos el puño. Si nuestro puño representa el núcleo de un átomo, entonces el átomo es tan grande como la catedral de San Pablo, y si fuera un átomo de hidrógeno, entonces tiene un solo electrón que revolotea como una mariposa en una catedral vacía, unas veces por la cúpula, otras por el altar mayor. […] Cada átomo es una catedral. […] Un electrón no da vueltas como un planeta, es como una mariposa que ha estado ahí hace un momento, gana o pierde un cuanto de energía, da un salto y en el instante del salto cuántico es como si hubiera dos mariposas, una que estará aquí y otra que dejará de estar ahí; un electrón es como dos gemelos, donde cada uno es único, un único gemelo».

Ernest Rutherford.

Así pues, a comienzos del siglo XX, Newton fue derrocado y en su lugar se implantó la relatividad y la mecánica cuántica, del mismo modo que un par de siglos antes Newton había desplazado a Aristóteles del centro del universo intelectual. ¿Por qué, en tal caso, seguimos enseñando física newtoniana en las escuelas? Más concretamente, ¿por qué Richard Feynman (el mismo Richard Feynman que prácticamente reinventó la mecánica cuántica y que a menudo daba brillantes conferencias sobre la teoría einsteniana de la relatividad) se molestó en reinventar la prueba de la ley de las elipses del desfasado Isaac Newton?

La respuesta es que la segunda revolución en física fue muy diferente de la primera. La primera destronó el aristotelismo y lo sustituyó por algo radicalmente diferente. La segunda revolución no destronó la física newtoniana demostrando que fuera falsa; por el contrario, la afianzó demostrando por qué era verdadera. Ya no creemos que las leyes de Newton pongan al descubierto la naturaleza profunda de la realidad física; además, ni siquiera son válidas cuando se aplican a objetos muy pequeños (electrones) o muy rápidos (velocidades próximas a la luz) o muy densos (agujeros negros). Hay condiciones menos extremas en las que pueden advertirse faltas de concordancia con las predicciones de las leyes de Newton, si se sabe dónde mirar. No obstante, el mundo posterior a la segunda revolución es, casi todo él, muy parecido al mundo anterior a ella. La principal diferencia es que hoy sabemos no sólo que las leyes newtonianas nos dan una versión precisa del comportamiento del mundo, sino también por qué dichas leyes funcionan tan bien. Funcionan porque emergen de manera natural de leyes mucho más profundas, llamadas relatividad y mecánica cuántica. Estas leyes más profundas son imprescindibles para contar toda la historia (la verdad es que aún no conocemos toda la historia), pero en casi toda ella las leyes de Newton cumplen un buen papel.

Ésta es la razón de que aún enseñemos a los estudiantes a resolver problemas utilizando la física newtoniana, pero no la física aristotélica. Es también la razón de que Richard Feynman pensara que valía la pena idear una demostración geométrica personal de que las leyes de Newton, aplicadas a los planetas que giran alrededor del Sol, producen órbitas elípticas. Ésta es, en definitiva, la razón de este libro.