Capítulo 6


Centro del Grupo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Un kilómetro y medio por debajo de las arenas de la base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, los directores de departamento del Grupo Evento se encontraban sentados alrededor de una mesa de reuniones en el subnivel siete. El resumen de la situación se había desarrollado prácticamente sin comentarios de los jefes de departamento, ya que solo Niles Compton, el director del Grupo, formuló preguntas. La conversación se había centrado en la ayuda que habían recibido de la mujer francesa y en si eso podría haber sido un intento, por su parte, de suprimir tiranteces entre los Archivos Nacionales de Estados Unidos y su equivalente francés, la Commision des Antiquités, que había pasado muchos años bajo las órdenes de un director corrupto y su ayudante, el coronel Henri Farbeaux. El gobierno francés no sabía nada sobre el Grupo Evento y el Departamento 5656, ya que creían que el Grupo no era más que una división de los Archivos Nacionales. Por razones que jamás podría comprender, Niles sospechaba que el coronel Henri Farbeaux había hecho partícipe de su existencia únicamente a su exmujer. Sabía que el hombre habría obrado así por propio interés, pero, pese a todo, la respuesta a por qué Farbeaux no le hablaba del Grupo al gobierno francés era algo que se le escapaba.

—Entonces, la persona que me llamó por mi línea privada era la nueva directora. Y ¿es la exmujer de Farbeaux? —preguntó Niles Compton—. Parece que le debéis la vida —les dijo al capitán de corbeta Everett y a la alférez McIntire.

Carl y Sarah asintieron sin decir nada.

—¿Y dijo que estaba buscando a Farbeaux para matarlo? —le preguntó a Jack Collins.

—«Eliminarlo» fue la palabra que empleó —respondió Jack.

—Supongo que eso es lo que se puede llamar «diferencias irreconciliables» —dijo Niles sin mucha gracia.

Los demás pensaron que Niles estaba intentando suavizar la reunión, pero el intento falló cuando vieron sus ojos de preocupación.

—El ántrax, ¿hemos elaborado un informe sobre cómo lo fabricaron los chinos hace setecientos años, antes de que fuera posible? —preguntó Virginia Pollock, directora adjunta de Ciencias Nucleares.

—No hay nada oficial todavía por parte del gobierno japonés, aunque Sarah sí que tuvo oportunidad de hablar con Danielle Serrate un poco antes de que nos marcháramos de la isla.

—¿Te proporcionó alguna teoría? —preguntó Niles, girándose y mirando a la nueva alférez.

—Bueno, es una teoría en ciernes, pero cree que utilizaron sangre humana, posiblemente infectada intencionadamente con los anticuerpos del ántrax portados por el ganado. Resulta verdaderamente asombroso que en esa época conociesen la extrema peligrosidad de la enfermedad infecciosa con la que estaban tratando. De cualquier modo, nuestra señora Farbeaux, o Serrate, si lo preferís, cree que los antiguos chinos desarrollaron un modo de sintetizar el organismo del ántrax en la sangre animal e incubarlo con material humano dentro de hornos de arcilla. Recientemente, justo a las afueras de Pekín, se han hallado restos en un yacimiento, en la casa de un alquimista, que contaba con un laboratorio muy rudimentario, equipado con microscopios de ocho y doce lentes, una tecnología impresionante para la época. Los chinos no quisieron correr riesgos y, para evitar esparcir el ántrax, demolieron el laboratorio y lo enterraron para siempre… o eso creían. Una vez que se probó el ciclo de incubación, suponemos que con conejillos de indias humanos, mezclaron la sangre seca con nada más que almidón de arroz, convirtiendo por lo tanto el ántrax en polvo a modo de sustancia bacterial aerotransportada para su uso como arma, algo muy ingenioso para aquel momento. Solo Dios sabe cuánta gente murió en su fabricación. Los japoneses pueden darle gracias al cielo por la tormenta que apartó aquel barco de su rumbo y envió al resto de la flota de ataque de Kublai Kan al fondo del mar.

—¿Y la antigua señora Farbeaux creía que su ex iba detrás del ántrax? —preguntó Niles.

—Según ella, sí. Parece ser que nuestro amigo ha ampliado sus miras, que ahora incluyen material apto para su uso en armas en lugar de solo antigüedades —respondió Jack—. Dijo que era solo uno de tantos sitios que él había investigado, pero como tenían un testigo que mantenía que el junco chino estaba en realidad enterrado en una cámara volcánica en Okinawa, se tomó unos días de permiso con la esperanza de que estuviera allí porque era el sitio más viable hasta la fecha.

—Bueno, le enviaré al presidente la cinta de la entrevista a la señora Serrate y él, a su vez, puede pedirle al FBI y a nuestros amigos de Seguridad Nacional que vigilen a nuestra amiga francesa.

Niles miró a sus jefes de departamento.

—De acuerdo, recordad que tenemos una reunión mañana sobre el viaje de investigación a Iraq promovido por la Universidad de Tennessee y la Politécnica de California. Así que necesito los nombres del personal del Grupo que hayan sido asignados por los departamentos pertinentes. —Miró sus notas—. Esas sois tú, Bonnie —dijo señalando a la profesora Bonnie Margate del departamento de Antropología—. Y tú, Kyle. —Miró a Kyle Doherty, del departamento de Historia—. Jack, necesito un mínimo de cuatro hombres de Seguridad en este viaje. No hace falta una tapadera, ya que se trata de Iraq; les proporcionaremos credenciales del Departamento de Estado y de los Archivos Nacionales. Estarán allí para ayudar al gobierno iraquí en el yacimiento, ¿de acuerdo?

Jack asintió.

—Vosotros dos —continuó Niles señalando a Sarah y a Carl, sentados en el otro extremo de la larga mesa de reuniones—. Si Jack está de acuerdo, podéis descansar durante una semana. Habéis hecho un trabajo excelente ahí fuera. Seguro que habéis salvado unas cuantas vidas. No olvidéis haceros un buen chequeo en el departamento de Medicina para asegurarnos de que no os habéis traído encima un poco de ese polvo facial de Kublai Kan. Gracias, eso es todo.

El grupo congregado en la sala de conferencias se dirigió hacia la puerta cuando la reunión se disolvió.

—Jack, ¿tienes un minuto? —preguntó Niles.

Jack volvió a dejar su maletín y sus notas en la mesa. Las hojas de roble de plata de su uniforme destellaron bajo la luz cuando retiró la silla y se sentó.

—Claro —respondió.

—Lo que está pasando con Farbeaux me preocupa. ¿Por qué iba a cambiar de intereses cuando lo único que hacía era ir detrás de antigüedades? No tiene mucho sentido.

—Yo tampoco puedo entenderlo. He hecho algunas estimaciones en el viaje de regreso a casa: el ántrax, incluso aunque solo el treinta por ciento hubiera sido eficaz después de tantos años, habría alcanzado un valor de quinientos millones de dólares en el mercado libre.

—Dios mío, Jack, ¿tendrá un comprador dispuesto a pagar ese precio? —preguntó Niles asombrado.

—Esa suma habría eliminado a elementos de bajo presupuesto que se hacen pasar por terroristas, pero la llegada del dinero de Oriente Medio ha llenado las carteras de los líderes del Ejército Rojo Japonés y de otros cuantos, así que pueden permitírselo. Además, no nos olvidemos de los chicos de Osama, así que sí, hay quienes están dispuestos a pagar una barbaridad por una mierda como esa. Si tuviéramos más tiempo para esta operación podríamos haberle pasado esta información al FBI mediante otro canal y ellos podrían haber organizado una operación encubierta y cazar a un buen puñado de indeseables —dijo lamentándose.

—¿Qué querrá Farbeaux, por el amor de Dios? —preguntó Niles, rehusando hablar sobre la oportunidad perdida.

Jack, aún sentado, se limitó a sacudir la cabeza.

—Puedes apostar tu pensión de jubilación a que nada bueno, Niles.

Bogotá, Colombia

Farbeaux estaba sintiendo los efectos del desfase horario. Se sentó y escuchó la acalorada perorata de Joaquín Delacruz Méndez, director del Banco de Juárez Internacional Económica, mientras el hombre caminaba de un lado a otro. Eran los únicos en la espaciosa sala de juntas.

—Lo hecho, hecho está, amigo mío; gritar no hará que la profesora vuelva con nosotros. Nos lleva cinco, casi seis, semanas de ventaja, pero a pesar de eso, si nos movemos rápido, podemos llegar a la zona en una cuarta parte de ese tiempo. Es muy positivo que no fuéramos tras ella con los documentos que teníamos a mano. Habríamos dado un largo rodeo por Brasil en lugar de tomar la ruta directa atravesando Colombia por el norte. No puedo creer que haya pasado por delante de nuestras narices cruzando su propio país.

Méndez no respondió ante el apenas disimulado insulto de haber tenido a la profesora Zachary y a todo su equipo siguiendo una ruta que los había llevado a internarse en su propia nación. Se contuvo. Su temperamento se había intensificado en los años que siguieron al colapso del más grande y más organizado de los cárteles de drogas colombianos. Cárteles en los que había forjado un inmenso imperio financiero a base de manejar el dinero de las transacciones de drogas. Mientras esos a los que servía eran rastreados y asesinados metódicamente o encarcelados, él se había mantenido a salvo entre bambalinas, colaborando en unas cuantas capturas y emboscadas por parte del gobierno, para su propio beneficio.

—¿Y qué pasa con su equipo?

—Hace una semana me tomé la libertad de solicitarle reemplazos a Estados Unidos cuando descubrí que la buena profesora nos había traicionado. Podemos prepararnos para partir en tres días. Con el equipo que dejó en el muelle, en San Pedro, con su pequeña nota adjunta incluida, deberíamos tener suficiente. Le garantizo que, una hora después de que lleguemos al yacimiento, lo que sea que Zachary haya encontrado acabará en nuestras manos.

—Se le ve muy seguro de sí mismo para tratarse de un hombre al que esa mujer ha engañado con tanta facilidad —dijo Méndez con una socarrona sonrisa que hizo que su poblado bigote resultara cómico.

Farbeaux se vio tentado a decirle lo ridículo que estaba, pero después se lo pensó mejor. Mientras miraba la lujosamente equipada sala de juntas y las antigüedades que él personalmente había reunido para Méndez, recordó lo despiadado que podía ser ese hombre.

—Estimo que como máximo habrá llegado al yacimiento hace once días. Su interés reside en aspectos externos de El Dorado, así que habrá invertido mucho tiempo explorando zonas fuera de la mina, buscando su leyenda del anfibio.

—¿Está seguro de eso? —preguntó Méndez al pensar en las riquezas que poblaban la leyenda de El Dorado; la mina que había abastecido a los grandes imperios incas y mayas del oro que habían empleado durante miles de años.

—Amigo mío, jamás le he defraudado. Todos los tesoros que tiene aquí y en su casa me los debe a mí. Ya que confió en mí para que se los consiguiera, confíe en mí cuando le digo esto.

—El año pasado quedé muy satisfecho con su trabajo y con los muchos objetos bellos y maravillosos que ha recuperado para nuestro beneficio mutuo. Arriesgaré toda mi fortuna por la posibilidad de descubrir El Dorado. Y después, con mucho gusto, la cambiaré por el mineral, si es que verdaderamente está allí. Si es que es ahí donde se oculta el auténtico El Dorado.

Farbeaux pensó en Méndez y en su último comentario. Sí, estaba seguro de que había oro en ese pequeño valle y, según la descripción de Padilla de la mina, tenía que tratarse del legendario El Dorado. Pero, a diferencia de él, a Méndez ya no le interesaba el oro. El colombiano andaba detrás de algo mucho más oscuro y menos brillante. Méndez iba detrás del regalo que nunca se acaba, y ese regalo no tenía nada que ver ni con diamantes ni con oro.

—Tiene razón, amigo mío, nunca ha habido nada como esto, como todo esto —dijo Farbeaux mientras señalaba las inestimables antigüedades de las civilizaciones inca y maya—. Nada se puede comparar con lo que nos aguarda.

Méndez caminó hasta la gran ventana que se alzaba sobre Bogotá, se puso las manos detrás de la espalda y se balanceó hacia delante y hacia atrás, pensativo.

—Muy bien, doy mi aprobación para su expedición —dijo sin girarse.

—Excelente, la pondré en marcha ahora mismo —respondió Farbeaux.

—Hay una cosa más. Yo le acompañaré.

El francés se quedó desconcertado un momento, aunque no lo demostró, y después sonrió.

—Ya sea aquí o allí, ¿importa dónde reciba lo que le van a dar? Por supuesto, es usted bienvenido.

Cuando Farbeaux se marchó, Méndez se giró y vio las grandes puertas dobles cerrarse tras él. A continuación, fue hacia la larga mesa y pulsó un botón de la consola que tenía delante de su gran silla.

—¿Sí? —respondió una voz.

—Soy Méndez, he dado mi aprobación para la operación en Suramérica.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó la voz.

—Quiero micrófonos en el teléfono de esa tal profesora Zachary en Stanford y quiero que tengan vigilado su despacho. Tengo curiosidad por saber si su ausencia ha despertado curiosidad desde fuera.

—Sí, puedo hacerlo.

—¿Algo más? —preguntó Méndez.

Sí, jefe[1], parece que su amigo francés acaba de hacer otra gran adquisición de equipo que no guarda relación con los artículos sobre los que le habló y que incluía ultrasonidos y demás dispositivos robados de un cargamento perteneciente al Laboratorio Nacional de Hanford. Este hecho y su error al negarse a no dejar rastros de su presencia en Madrid me hacen suponer que tiene sus propios planes. El simple hecho de que ese cargamento proceda de allí ya resulta sospechoso, ¿verdad?

—Lo suficiente como para que mantengamos vigilado a nuestro amigo —respondió Méndez pensativo, justo antes de cortar la conexión con Los Ángeles.