Capítulo 4
En total hubo dieciséis muertos entre los miembros del Ejército Rojo Japonés, incluyendo a su líder, Tagugi Yashita, el hombre más buscado de Japón. La vergüenza sufrida por el gobierno japonés por tener a un conocido y buscado terrorista instalado cómodamente, y protegido, en el gobierno civil de Okinawa sería algo debatido durante muchos años. Pero Yashita había utilizado la influencia de su familia para actuar de la manera más clandestina posible, esperando la hora propicia mientras dirigía los asaltos a la burocracia de Japón desde la seguridad de su posición gubernamental, incluso recibiendo notificaciones de avances contra el movimiento ERJ. Sus actividades atemorizarían al gobierno durante muchos años.
La unidad de Fuerzas Especiales del Ejército japonés, que había planeado y llevado a cabo el asalto a la cueva, le había permitido al general Jack Collins el acceso a la operación solo porque años atrás Jack había ayudado a entrenar a sus oficiales en el difícil arte del asalto encubierto. La información que Jack les había proporcionado fue también un factor decisivo a la hora de lograr acompañarlos, con los militares japoneses creyendo por completo que él aún era miembro del 5.º Grupo de Fuerzas Especiales de Fort Bragg. Pero poco sabían sobre el hecho de que llevaba el último año y medio en servicio destacado para el Departamento 5656.
La unidad de asalto japonesa ahora estaba trabajando codo con codo con el departamento de Guerra Química de la isla para una segura manipulación y retirada del agente pulverizado. En total, casi cuatrocientos kilos del polvo desconocido se encontraban en la bodega del viejo junco.
Sarah McIntire fue hacia Jack y no dijo nada; simplemente le agarró la muñeca un momento y se la apretó con fuerza. Collins le guiñó un ojo.
—¿Cómo cojones sabías lo que pasaba aquí? —preguntó Carl yendo hacia Jack tan pronto como se había asegurado de que Fallon y sus estudiantes estaban a salvo fuera.
Collins le puso el seguro a su subfusil Ingram y se lo echó al hombro sin apartar la mirada de Sarah en ningún momento. Después, finalmente, miró a su alrededor y encontró a la persona con la que quería hablar: Danielle Serrate.
—Porque hace dos días una mujer llamó al director Compton a su línea privada del Grupo. Sabemos que no fue Sarah porque resultaba imposible contactar contigo o con el señor Everett por radio… Podéis comprobarlo, sospecho que las han manipulado…, y ya que podemos descartar a los alumnos del doctor Fallon porque ni siquiera saben que existimos, hemos de suponer que fue usted, ¿señorita…?
Carl sacudió la cabeza.
—Jack, es Danielle Serrate, la directora de la Comisión de Antigüedades del gobierno de Francia.
Danielle dio un paso al frente, con la cremallera de su traje químico bajada y la parte superior atada a la cintura. Carl vio que tenía unos grandes arañazos en los brazos, pero aparte de eso, había superado las hostilidades con unos daños mínimos.
—El gobierno de Estados Unidos está en deuda con usted, pero si puedo preguntarlo, ¿por qué nos ha llamado? Los comandos franceses habrían estado encantados de sumarse a la refriega —preguntó Jack.
Ella le puso el seguro a su Beretta y se guardó la pistola.
—Mi gobierno no sabe nada de esta operación. Estoy de permiso por asuntos personales.
—Bien, ¿ya podemos saber su verdadero nombre?
—Jack, su apellido de casada es Farbeaux —respondió Carl en voz baja.
—Ya no me siento vinculada a mi exmarido, señor Everett. Creo que le he informado de eso antes.
—Bueno, la cosa se pone emocionante —dijo Jack girándose hacia Carl—. Eso explicaría cómo encontró el número privado del director Compton. —Se giró hacia la francesa—. Señora Serrate, ¿puedo ofrecerle nuestra hospitalidad y la oportunidad de explicarse?
—Me temo que no puedo permitirle que me lleve ante las autoridades japonesas, ya que eso incrementaría notablemente el volumen de las explicaciones que tendría que darle a mi gobierno.
—No hay problema; ahora nos trasladarán a un lugar seguro. Creo que podemos dejar al gobierno japonés al margen.
—No es la clase de hospitalidad que esperaba después de haberles ayudado a salvar todas estas vidas.
—Eso es lo que me produce curiosidad, señora. ¿Por qué iba la exmujer de un enemigo a ponerse en contacto con nosotros en lugar de utilizar sus propios recursos nacionales? Capitán de corbeta Everett, acompañe afuera a nuestra salvadora. Creo que nuestro transporte ha llegado —dijo Jack cuando les llegó el sonido de un helicóptero en el exterior de la cueva.
El Seahawk MH-60 gris voló bajo para evitar convertirse en un punto de luz desconocido en cualquier radar aéreo. El helicóptero de la Marina pasó a solo unos pocos metros por encima de los mástiles de los buques de pesca japoneses. Jack Collins, Sarah McIntire, y Carl Everett, aún de incógnito, estaban sentados tranquilamente, sin hablar. Su tapadera como miembros de Armas Especiales de la Marina seguía intacta, una historia respaldada por Niles Compton y por el presidente de Estados Unidos. Danielle había visto informes sobre los tres entre los archivos de su marido recuperados en la redada de su casa de Los Ángeles. Sabía que Sarah era una nueva alférez del Ejército de Estados Unidos, la nueva directora del departamento de Geología. Sarah había sido parte integral de otras operaciones misteriosas en el desierto norteamericano el año anterior. Lo mismo sucedía con Jack Collins; se rumoreaba en los oscuros lugares donde los gobiernos se reúnen que era el sargento quien, en realidad, había dirigido la extraña misión que había hecho frente a un OVNI. Danielle solo había escuchado rumores, pequeños extractos sobre el evento provenientes de la especulación de Inteligencia.
La persona que más le interesaba era el capitán de corbeta Carl Everett, un antiguo seal. En la actualidad la Inteligencia francesa sospechaba que era el número dos del departamento de Seguridad del Grupo, por debajo de Collins. Ese hombre era una bestia, pero, aun así, la intrigaba. Tal vez era por su inmediato rechazo hacia ella, no lo sabía, pero aprendería todo lo que pudiera sobre él. Se trataba de un hombre que mostraba sus emociones y por eso podía resultarle muy útil en el futuro.
Mientras lo pensaba, el Seahawk comenzó a subir a gran velocidad. Danielle se colocó los auriculares y se inclinó sobre su asiento hacia el comandante Collins.
—¿He de asumir que van a llevarme a un pequeño barco pesquero de la CIA junto a la costa y que me interrogarán en su barquito de tortura, tal vez? —preguntó enarcando la ceja derecha.
Carl gruñó y se giró sacudiendo la cabeza. Sarah se rascó la nariz. Jack Collins se inclinó hacia delante y, muy serio, señaló hacia la ventanilla.
—No, señora, ni tortura, ni CIA, ni definitivamente barco pequeño —respondió sin apartar de ella sus ojos azules.
Danielle se giró hacia donde el comandante estaba señalando y quedó asombrada por primera vez en muchos años. Intentó que no se le notara mientras miraba el objeto más grande que había visto en su vida sin estar anclado al suelo. El portaviones clase Nimitz avanzaba, por lo menos, a treinta y tantos nudos. Su impresionante proa levantaba al aire los verdes mares mientras surcaba el Pacífico a doscientos diez kilómetros de la costa de Okinawa.
El jefe de la tripulación del Seahawk bajó su micrófono para poder hablar con los demás a bordo de la versión naval del Blackhawk.
—Señora, por favor, siéntese para aterrizar y bienvenida al USS George Washington.
Las dependencias del capitán a bordo del Gran George, como los hombres llamaban cariñosamente al barco, eran espaciosas y estaban muy bien equipadas para tratarse de un buque de guerra de Estados Unidos. El capitán se había excusado y les había permitido a los miembros del Grupo Evento que emplearan el camarote más grande y seguro del barco para interrogar a la ciudadana francesa. El capitán del Gran George no se creía que fueran miembros especiales de las Fuerzas Navales; se olía que eran de la CIA.
Cuando los ayudantes de la cantina les llevaron café y una pequeña bandeja de sándwiches, Jack se tomó su tiempo para quitarse de encima su equipo de asalto Nomex. Tendría que darle las gracias al equipo Seis de los Seal, que estaba a bordo, por el préstamo. Sarah les sirvió el café a todos y se sentó en una de las sillas acolchadas que rodeaban la mesa de reuniones. La doctora del barco se había ocupado de su brazo y los analgésicos que le habían administrado estaban relajándola.
Alguien llamó a la puerta del camarote y el teniente de la Marina J. G. Jason Ryan entró. Sonrió a todo el mundo y se dirigió hacia Jack, que estaba limpiándose las manos con una toalla. Le estrechó la mano.
—Me alegra ver que habéis salido de una pieza, comandante —dijo Ryan al girarse para saludar también a Carl y a Sarah.
—¿Es que estás reencontrándote con viejos amigos? —preguntó Jack mientras se sentaba y se acercaba su taza de café—. Señora Serrate, es Jason Ryan, solía salir volando de estos portaviones con los que juega la Marina. Ahora trabaja para mí y para el Grupo.
Danielle dio un sorbo de café y asintió hacia el hombre, que agarró una silla y se sentó junto a Sarah, a quien le guiñó un ojo.
—Por cierto, Jack, el capitán ha dado permiso a la señora Serrate para volar en una hora a bordo de un C-2A Greyhound en dirección al Aeropuerto Internacional de Narita, en Tokio. El director Compton ha reservado un vuelo en primera clase desde allí hasta París para nuestra invitada. —Jason miró a la pelirroja Serrate—. El director quería que le diéramos las gracias de su parte por advertirnos de que el señor Yashita no era quien parecía ser.
—¿Puede explicar cómo lo supo? —le preguntó Jack.
—Me topé con el nombre de Yashita en el archivo de mi exmarido. Decía que era un hombre sin escrúpulos, conocido por la gente de Okinawa como «señor Asaki». Por eso, cuando nos presentaron a aquel hombre en la isla, no fue tan difícil atar cabos y llamé a su director. Ahora, ¿van a soltarme? —preguntó mirando a Ryan y a Jack.
—Por lo que sabemos, ni la Interpol, ni el FBI ni ningún otro Servicio de Inteligencia extranjero la busca. En otras palabras, señora Serrate, no podemos relacionarla con ninguna de las ilegalidades de su marido.
—Para dejarlo clarísimo, no podemos arrestarla por estar casada con un cretino y un asesino —añadió Carl, mirando directamente a Danielle y esperando una reacción.
Jack se aclaró la voz. Contempló cómo la furia iba aumentando en el rostro de la francesa.
—La pregunta del millón de dólares, señora Serrate, es: ¿qué hacía usted ahí, en primer lugar?
Danielle dejó su taza sobre la mesa.
—Hace varios meses me enteré del interés de mi exmarido por los rumores en torno a este lugar de Okinawa y por varias otras localizaciones por todo el mundo donde circulaban extraños comentarios sobre barcos y ciudades perdidos. Un interés por cualquier zona del globo donde pudieran encontrarse leyendas sobre antiguos alquimistas o ciencia avanzada, si lo prefieren. ¿Por qué? No lo sé, ya que los asuntos de mi mari… mi exmarido… son suyos. Pero se ha convertido en una vergüenza para mi gobierno, para mi departamento y para mí. Puesto que sus actuales intereses están alejados de sus actividades habituales, creo que quizá se haya mezclado con elementos sucios que pueden resultar preocupantes tanto para su gobierno como para el mío.
—Bueno, pues cuéntenos lo que tiene —dijo Jack sabiendo que había una grabadora en funcionamiento recogiendo todo lo que estaba diciendo la francesa.
—Pensé que habría venido aquí tras este navío. Hemos localizado un piso franco en México y otro en Los Ángeles, donde encontramos varios artículos de investigación que trataban de una antigua arma de destrucción masiva oculta en ese antiguo junco —respondió ella antes de dar un sorbo de café—. Esperaba que apareciera aquí para que así yo pudiera ponerle freno a su fraudulenta afiliación con mi gobierno, y deseaba hacerlo ante sus más fervientes enemigos, como muestra del compromiso de mi departamento en esta cooperación.
—¿Estuvieron casados mucho tiempo? —preguntó Carl, de pie y dirigiéndose hacia la cafetera de plata para servirse otra taza. Después, se acercó y rellenó la de Danielle.
—Me casé con él cuando yo tenía dieciocho años.
—Por favor, continúe, señora Serrate —dijo Jack.
—Mi marido ha sido bastante… —Buscó la palabra adecuada—. Ha sido un sinvergüenza durante un tiempo y está inmerso en una búsqueda muy desconcertante y por una razón que aún no puedo comprender. Incluso poseía un informe muy completo de una investigación científica sobre una oscura leyenda acerca de una expedición española en Brasil hace unos quinientos años; un proyecto de investigación muy caro.
—¿Tiene algo más en lo que pueda estar trabajando? —le preguntó Sarah.
—Al parecer ha encontrado un nuevo financiador y ha estado en tratos con un docente norteamericano sobre un proyecto. Esperaba que se tratara del profesor Fallon y del yacimiento de Okinawa, pero ahora me temo que estoy en un punto muerto.
Jack miró el reloj.
—Me temo que se nos acaba el tiempo. Señor Ryan, ¿acompañaría a la señora Serrate hasta la cubierta de vuelo, por favor? —Miró a la directora de la variante francesa, si bien una variante mucho más débil, de su propia organización—. ¿He de entender que existe la posibilidad de cooperar con su agencia en lugar de perjudicarnos en el futuro con una competencia perniciosa?
Danielle se levantó y colocó su silla.
—Eso no depende de mí, ni de ustedes, sospecho. Corren tiempos peligrosos y la gente no confía mucho en los demás en estos días cargados de violencia. Pero les prometo lo siguiente: hasta donde pueda, y en lo que concierne al coronel Farbeaux, les facilitaré tanta información como me sea posible si afecta a su gobierno. Empezaremos con eso.
—Empiece entonces —dijo Carl mirándola a los ojos—. Aunque no nos haremos ilusiones.
—Antes de que se vaya, ¿puede ahora hacernos partícipes de qué era eso que había dentro de aquellos contenedores? —preguntó Jake mirándola fijamente.
Danielle le devolvió la mirada. Estaba claro que ese hombre era bueno en su trabajo. Sabía que ella había sido consciente en todo momento de lo que habían tenido entre manos.
—La forma más virulenta de ántrax que se ha producido nunca, suficiente para matar a la mayor parte de un continente si se liberase.
—Creo que podría habernos informado antes —dijo Carl furioso mientras observaba a la francesa.
Danielle le devolvió la misma mirada de odio y después se giró para seguir a Ryan fuera del camarote. Carl la vio marchar sin añadir nada más y, asqueado, apartó de su lado su taza llena de café.
—Ya te he dicho que le gustabas —dijo Sarah medio en broma.