Capítulo 10


Aeropuerto Internacional de San José

San José, California

Carl reconoció inmediatamente a Danielle Serrate. Llevaba su melena pelirroja recogida y sus rasgos, aunque ahora iba un poco más maquillada, seguían siendo equiparables a los de una modelo. La mujer vio a Carl y, por alguna razón, él agradeció que lo hubiera reconocido. Iba vestido con unos pantalones anchos y una camiseta azul de manga corta. Se acercó a ella y le quitó la maleta de la mano.

—Señora Serrate, está usted… un poco más limpia.

—Tiene usted una gracia muy singular, capitán —contestó ella mirándolo de arriba abajo.

—Así soy yo, singular y gracioso —respondió él, yendo hacia la puerta—. Si no le importa, señora, tenemos un día muy ocupado por delante.

—¿Puedo preguntarle cuál es nuestro destino? —lo interrogó ella, alcanzando el paso del, mucho más alto, oficial.

—Puede preguntarlo —sentenció él mientras le hacía una señal al cabo de la Marina Sánchez, que los acompañaría hasta Stanford. Levantó la puerta del maletero y guardó el equipaje de la mujer. Se detuvo—. ¿Hay algo que le gustaría sacar de su equipaje? —se interesó, con la mano aún en la puerta del maletero.

Ella sonrió y abrió la puerta trasera del Chevrolet alquilado.

—No, tengo todo lo que podría necesitar —dijo con elocuencia al entrar en el automóvil.

Carl cerró el maletero de un golpe y fue hacia el otro lado del coche. Se subió. Su respuesta significaba que no iba armada, así que él no insistió en el hecho de que sería ilegal que portara un arma, aunque estuviera oculta en su maleta. Después de todo, a él no le gustaría que alguien le arrebatara sus juguetitos si estuviera de visita en Francia.

—Una vez más, le preguntaré por nuestro destino. —Miró a Carl por encima de sus gafas de sol.

Él le dio unas palmaditas en el hombro al cabo Sánchez indicándole que condujera.

—A la Universidad de Stanford —dijo brevemente—. Y quiero que sepa que me han obligado a presentarme voluntario para esta misión.

—Yo también estoy deseando pasar algo de tiempo con usted, capitán.

Carl pudo ver la sonrisa burlona de Danielle en el reflejo de la ventanilla.

Centro del Grupo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

El profesor Charles Hindershot Ellenshaw III estaba inmerso en sus pensamientos. Llevaba los últimos veinte minutos mirando la misma tomografía computarizada. Había comparado las últimas imágenes con las de la muestra de material del microscopio electrónico y no podía comprenderlo. La película se veía borrosa alrededor del tercer dedo del fósil, como si tuviera algún defecto, pero había pasado lo mismo en las primeras imágenes que había tomado. De no estar seguro, habría pensado que alguien estaba gastándole una broma.

—Heidi, ¿puedes mirar esto? —preguntó pasándole la imagen.

Heidi Rodríguez tomó la radiografía y la revisó.

—Parece que la película está mal. ¿Es una imagen del tercer dígito de la garra?

—Sí, lo es, pero me ha ocurrido igual en la primera imagen que he sacado. Observa —dijo al mostrarle la otra imagen—. Y puedes echarle un vistazo también a esto —añadió señalando un monitor conectado con el microscopio electrónico.

Heidi miró la película y el monitor.

—Lo único que veo es hueso, profesor. ¿Está viendo usted algo distinto? —le preguntó acercándose más.

—Justo ahí, eso no es hueso —respondió él utilizando un lápiz para señalar un objeto negro que no podía apreciarse a simple vista.

—Tierra o arena, tal vez.

—Está justo en la zona donde no ha salido la tomografía. Es como si se hubiera limpiado toda esa extensión.

—¿Una interferencia?

—No lo sé, probablemente no sea más que una coincidencia. Parece como un contaminante externo, arena, seguramente. Debió de posarse ahí post mórtem. Pero vamos a sacar alguna imagen más. Si continúa saliendo borrosa la misma zona, puede indicar algún error en el funcionamiento del escáner, o que nuestro viejo amigo ha estado jugando con isótopos radioactivos.

Alzó la mirada, pero vio que Heidi no estaba sonriendo ante su pequeño chiste. Al contrario, estaba mirando el monitor con renovado interés.

—No hay ningún fallo ni en la imagen ni en la máquina —dijo Heidi mirando más de cerca la imagen—. Y tiene razón, profesor, lo único que podría provocar este efecto es… —se detuvo—. La radioactividad.

Universidad de Stanford

Palo Alto, California

Una hora y media después de recoger su carga en San José, Carl esperó mientras un conserje los dejaba a Danielle y a él entrar en un aula que había quedado vacía durante el verano tras la marcha de Helen Zachary y de casi un cuarto de sus alumnos. El departamento de Seguridad de la universidad, tras examinar la identificación falsa de Carl, no había dudado en cooperar. Sí, claro, la tarjeta de identificación del FBI era absolutamente real, pero la Oficina de Investigación Federal no tenía la más mínima idea de que el presidente hubiera autorizado al Grupo Evento a expedírselas a personal no perteneciente a ella.

—No hay cosa más espeluznante que una clase sin alumnos —dijo Danielle al mirar a su alrededor y ver las mesas de laboratorio vacías.

—Sobre todo una con un puñado de esqueletos de animales —añadió Carl medio sonriendo—. Aquí está el despacho de la profesora. —Intentó girar el pomo, pero estaba cerrada con llave.

Danielle dio un paso adelante y apartó a Carl. Sacó un pequeño artilugio, extendió sus finas sondas parecidas a un alambre y lo introdujo fácilmente en la cerradura de la puerta. Tras toquetear un poco, se oyó un clic. Giró el pomo y la puerta se abrió.

—¿Siempre lo lleva encima?

—Toda mujer debería tener uno —respondió ella mientras entraba en el despacho y encendía la luz.

Carl sintió como si, de pronto, su pequeña investigación hubiera sufrido un cambio de líder.

Varios archivadores estaban abiertos. Danielle se fijó en una de las cerraduras y llamó al estadounidense.

—¿Qué le parece? —le preguntó.

Se fijó en las pequeñas muescas en al acero cromado de la cerradura alrededor del mecanismo de apertura.

—La han forzado. Alguien ha desplumado este lugar.

—Totalmente de acuerdo. Lo que fuera que su profesora tuviera aquí, ahora está en manos de otro —dijo ella mirando los mapas de la pared—. Sus intereses por Suramérica quedan más que claros con esto —añadió mientras deslizaba un dedo sobre el Amazonas.

Carl abrió su teléfono móvil para llamar a Niles, pero apenas había cobertura. Cerró el móvil, levantó el auricular del teléfono que había sobre la mesa del despacho y esperó a oír el tono de señal. Rápidamente, marcó el número nueve y un nuevo tono le dijo que tenía una línea externa. Después, colocó un instrumento del tamaño de una copa sobre el auricular. Danielle lo reconoció, era un descodificador programado.

—No puedo recibir señal aquí dentro, así que debo tener cuidado con lo que digo. No es una línea segura, al menos no desde nuestro lado. —Everett había tardado varios segundos en cerrar su teléfono móvil, el tiempo suficiente para que los malos hubieran rastreado el número si la señal estaba pinchada.

—Ustedes, los norteamericanos, siempre tan paranoicos —dijo Danielle mientras alzaba una copa de champán y la observaba con curiosidad.

En el aparcamiento del edificio de Ciencias había cuatro hombres sentados en una furgoneta. El vehículo estaba lleno de equipos de monitorización de última tecnología adquiridos mediante una corporación falsa. Si alguien hubiera estado interesado, las facturas podrían haberse rastreado fácilmente hasta el Banco de Juárez. Cada hombre monitorizaba una zona del despacho, que estaba pinchado.

—Tengo una línea externa abierta en el teléfono del despacho —dijo en español uno de los hombres.

—Contacta con el capitán Rosolo —respondió otro hombre.

La puerta lateral se abrió de pronto, iluminando el interior y sobresaltando a los encargados de la comunicación. Nerviosos, se apresuraron a levantarse en presencia de su capitán.

—No os mováis de vuestros puestos. ¿Qué estáis monitorizando? —preguntó el capitán al sentarse frente a un ordenador y comenzar a teclear—. Supongo que estaréis conectados con las cámaras de seguridad del aula.

Los cuatro hombres se quedaron atribulados al ver que Rosolo había estado tan cerca de ellos y no pudieron ocultar su agitación. El capitán tenía fama de poseer una implacable crueldad.

—Hay dos personas en el despacho de la clase. Una de ellas es un hombre grande y la otra es una mujer —respondió nervioso el supervisor—. Hemos captado el móvil del hombre, aunque como no tenía cobertura, ha utilizado la línea fija del despacho. Pero una vez salga del edificio, podremos rastrearlos a su móvil y a él.

El monitor del ordenador conectó con la cámara de la zona de la profesora dentro del edificio. Por desgracia, solo mostraba el aula, no el despacho. Rosolo tecleó algo y el vídeo rebobinó hasta que se pudo ver claramente a las dos personas. No reconoció al hombre, pero lo de la mujer era otra historia.

—Poned la conversación del hombre —ordenó.

Carl estaba hablando con Jack y con Virginia.

—Han desplumado este lugar —dijo Carl.

Después, en vez de una voz al otro lado de la línea, se oyeron varios clics, pitidos y ruido estático que llenó el aire alrededor del altavoz de la furgoneta.

—La otra parte de la conversación está codificada —anunció Rosolo mientras cogía unos auriculares para escucharlo mejor.

—Ajá, sí, podemos hacerlo. ¿Han contactado con el Departamento de la Marina? Necesitaré refuerzos en Nueva Orleans. Como ya dije, el suboficial está como una chota —explicaba Carl.

Más pitidos y chirridos.

—¿Se ha informado al director? —preguntó.

Respuesta codificada.

—¿Ya ha partido hacia Virginia?

De nuevo los ruidos.

Ahora Rosolo supo, por el sonido amortiguado, que el hombre estaba hablando con una mano puesta sobre el micrófono del teléfono. Aun así, pudo entender claramente qué le estaba diciendo a la mujer del despacho.

—Creen que pueden recuperar el mapa de Padilla. El director aterrizará allí en unas tres horas —fue el comentario mascullado. Después, Carl retomó su conversación telefónica—. Sí, señor, contactaré con usted desde Nueva Orleans.

Rosolo soltó los auriculares cuando la conexión llegó a su fin. Miró la imagen congelada de la mujer en la pantalla del ordenador y, después, tomó una decisión.

—Contactad con el equipo B y decidles que preparen el avión con un plan de vuelo abierto listo para partir en cualquier momento —ordenó sin mirar a sus hombres—. Decidles que nos marcharemos en unos treinta minutos. Ahora que tenemos pinchado el móvil de este hombre, sabemos lo que él sabe. No va detrás del mapa, así que esa mujer y él no serán nuestro objetivo esta vez. Esperaremos a ver qué descubren en Virginia. Informad a nuestro equipo en el Aeropuerto Internacional de San José de que estén preparados para partir de inmediato si descubren algo que merezca la pena.

Los cuatro hombres se pusieron a trabajar mientras Rosolo le asignaba un nombre de archivo a la imagen de la mujer del monitor. Rápidamente, introdujo una dirección de correo electrónico segura, adjuntó la imagen y la envió. Después, cogió un teléfono por satélite y marcó un número. Abrió la puerta de la furgoneta y bajó.

—Señor Méndez —dijo cuando respondieron a su llamada a casi cinco mil kilómetros de distancia.

—Sí, capitán.

—Le he enviado una información que es preocupante por motivos de seguridad. Compruebe su correo en cuanto pueda, pero hágalo cuando esté solo.

—Sí, así lo haré —respondió Méndez.

—Parece que la exmujer de nuestro amigo está de misión oficial en el despacho de Helen Zachary. Va con un hombre que acaba de conversar con alguien utilizando un teléfono codificado y encriptado por una línea segura. Por lo tanto, hemos de suponer que esto no actúa a nuestro favor.

—Estoy de acuerdo. ¿Alguna cosa más? —preguntó Méndez.

—Sí, una noticia muy grave. Quienesquiera que sean estas personas, puede que hayan encontrado el mapa de Padilla.

—No podemos permitir que ese mapa caiga en manos de alguien que ponga en peligro nuestra búsqueda. Supongo que ya estará pensando en cómo ocuparse de un asunto tan inquietante.

—Ya he dado la orden. Puede que lleve tiempo, pero si localizan el mapa, nosotros llegaremos poco después. —Rosolo colgó y le lanzó el teléfono a uno de los técnicos que había dentro de la furgoneta. Después, caminó hasta la entrada del edificio de Ciencias y esperó.

Pasaron solo cinco minutos antes de que oyera pasos y voces por las puertas dobles. Se colocó la corbata y abrió la puerta derecha.

—Oh, disculpen —dijo al chocarse contra la mujer y apartarse.

Danielle sonrió educadamente y Carl y ella cruzaron la puerta. En ese momento Rosolo, que hacía como si siguiera alisándose la ropa, muy hábilmente enganchó un diminuto localizador en la chaqueta de la mujer. Mientras sostenía la puerta un momento, se giró para ver a Danielle y al hombre salir del edificio. Una vez estuvo seguro de que ya se habían marchado, regresó a la furgoneta.

El capitán Rosolo, jefe de Seguridad de Operaciones Clandestinas para el Banco de Juárez Internacional Económica, se aseguraría de que nadie se interpusiera ahora que el señor Méndez se dirigía hacia el yacimiento de oro de Padilla.

Si no demostraban ser más ingeniosos allí, el rastro hasta ese mismo destino para esas dos personas terminaría en Nueva Orleans.

Cementerio nacional de Arlington

Arlington, Virginia

El director Niles Compton seguía algo mareado y el teniente de grado júnior Jason Ryan apenas podía evitar reírse de él. El director había vomitado de un modo nada ceremonioso en algún punto sobre Kentucky durante su vuelo hacia la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews; a los soldados de las Fuerzas Aéreas asignados como su tripulación de tierra no les haría ninguna gracia tener que limpiarlo. Pero Niles había querido llegar allí lo antes posible, y, se daba la coincidencia de que hacía solo dos días Ryan había sido transferido del Super Tomcat de la Marina al F-16 B biplaza de las Fuerzas Aéreas que habían utilizado para llegar a Virginia. A Niles no le había hecho ninguna gracia la elección del avión, pero aun así y a regañadientes habían tomado uno prestado de las existencias de la base aérea de Nellis. Mientras estuvieron en el aire, el director había mirado a Ryan cada pocos minutos para ver si lo sorprendía riéndose. Sabía que, cuando descendieran, tendría una charla con él sobre la maniobra del tonel volado que había ejecutado. El trayecto en coche hasta Arlington fue gélido, por decirlo suavemente.

Según se acercaban con el coche verde del gobierno a la cabina de seguridad del cementerio nacional, bajó la ventanilla, dejando que el caliente y bochornoso aire de verano entrara en el interior y se mezclara con el aire acondicionado. Mostró su tarjeta de la Marina y Niles la suya de los Archivos Nacionales, que indicaba que era el equivalente a un general de cuatro estrellas. El guardia les indicó que podían pasar. En lugar de tomar el camino principal que los llevaría al aparcamiento del cementerio, Ryan siguió las indicaciones de Niles y condujo directamente hasta la vieja mansión. Al acercarse a la casa sobre la colina, Niles se emocionó al volver a verla, no solo por su significado histórico, sino porque sabía que era el primer complejo del Grupo Evento, el lugar que albergó los primeros descubrimientos de los días de la formación del Grupo por parte de Teddy Roosevelt bajo la administración de Woodrow Wilson.

La mansión del siglo XIX parecía estar fuera de lugar entre las más de doscientas cincuenta mil tumbas militares que se extendían a su alrededor. Cuando comenzó su edificación, en 1802, se había pretendido que la propiedad fuera un recuerdo viviente de George Washington. Había sido levantada por George Washington Parke Custis, el nieto adoptivo del primer presidente, y había terminado convirtiéndose en el hogar de uno de los hombres más queridos de la historia de Estados Unidos, Robert E. Lee, y de su esposa, Mary Anna Custis. Habían vivido en la casa hasta 1861, cuando estalló la guerra civil. Durante la consiguiente ocupación de Arlington, varias bases fueron construidas sobre el terreno de mil cien acres, incluido lo que más adelante sería Fort Meyer. La propiedad fue confiscada con el tiempo, aludiéndose la razón oficial de impuestos sobrevenidos, aunque mucha gente influyente lo vio como un castigo para Robert E. Lee por su participación en la rebelión. Se convirtió en un cementerio en 1864.

Tras pasar por delante de la fachada repleta de columnas de la mansión, siguieron el camino hasta la parte trasera de la propiedad. Vieron varios guardias de los Parques Nacionales observándolos. Condujeron directamente hasta la caseta de mantenimiento instalada junto a la zona trasera de los jardines y accedieron por sus puertas dobles. Una vez dentro, las puertas se cerraron automáticamente y varias luces tenues se encendieron a su alrededor. Ryan iba a soltarse el cinturón de seguridad, pero Niles lo detuvo agarrándolo del brazo mientras una voz procedente de un altavoz oculto les daba una orden.

—Por favor, permanezca dentro de su vehículo, teniente Ryan.

Ryan sonrió y miró a su alrededor. No veía a nadie.

—¿Así que vamos a tener más rollo espeluznante del Grupo Evento? —le preguntó a Niles.

Niles se encogió de hombros y soltó el brazo de Ryan.

De pronto, Ryan sintió que se le encogía el estómago cuando el sucio suelo de la caseta de mantenimiento comenzó a hundirse. No pudo evitar un cierto mareo al ver los laterales de un gigantesco y oscuro hueco de ascensor por el que el vehículo descendió con rapidez hacia el interior de la colina de Virginia.

—No le gusta, ¿verdad, señor Ryan? Pues se hace mucho más difícil cuando no sabes que esto va a pasar y un listillo empieza a meterse contigo y a burlarse. ¿Se le ha revuelto un poco el estómago?

—De acuerdo, siento lo del tonel volado. No volveré a hacerlo. Ya sé lo que quiere decir.

Niles sonrió en la oscuridad que los envolvía.

Finalmente, el ascensor se detuvo a quinientos metros por debajo del suelo. Cuando se vieron las luces del nivel Uno, Ryan distinguió a dos hombres ataviados con monos de trabajo del Grupo Evento esperando al coche. Después, los dos guardias de seguridad se acercaron para abrirles las puertas, invitando a Niles y a Ryan a poner el pie en el primer complejo del Grupo Evento, construido en 1916.

—Bienvenidos al almacén, señor.

—Gracias, caballeros. Les presento al teniente de grado júnior Ryan; es uno de los oficiales de su departamento de Seguridad.

Ryan asintió y miró a su alrededor para examinar el primer nivel. Los muros de cemento se veían blancos y limpios bajo los fluorescentes del techo, como si estuvieran bien cuidados.

Un cabo se acercó y anotó los nombres de los visitantes en una carpeta.

—¿Adónde irá hoy, director Compton?

—A los archivos. Supongo que el viejo Cray sigue funcionando.

—Sí, señor. El señor Golding lleva una rutina de mantenimiento de lo más estricta.

—Bien, bien.

—¿Pasará por el nivel Diecisiete?

—No, hoy no iremos de visita, estamos aquí solo para labores de investigación —respondió Niles, aunque le habría encantado mostrarle a Ryan algunos de los primeros descubrimientos del Grupo Evento. No ya el Arca de Noé, que habían trasladado a las instalaciones de Nellis, ni tampoco otros grandes hallazgos como ese, sino los pequeños, tales como el cuerpo, con armadura y todo, de Genghis Kan o el cadáver momificado de Cochise, el jefe apache al que se creía que los suyos habían ocultado en un lugar secreto. Solo las muestras de la peste original de la Edad Media habrían bastado para aterrorizar al pobre Ryan. Pero eso tendría que esperar por ahora, ya que apenas les quedaba tiempo.

—Muy bien. Por aquí, señor —dijo el cabo.

Niles y Ryan avanzaron detrás de los dos hombres de seguridad. Recorrieron un pasillo tras el cual los rodeaban los secretos de mundos pasados.

Astillero de la Marina de Estados Unidos

(Fuera de servicio).

Nueva Orleans, Luisiana

Mientras Carl conducía entre los viejos muelles, podía ver los escombros de la historia naval de su país: barcos de combate, destructores y fragatas estaban siendo desmantelados y vendidos para reciclaje. No había nada más triste para un marine que asistir a ese final tan ignominioso que habían encontrado tan magníficos barcos.

Tras llegar a Nueva Orleans se encontraron una ciudad aún afectada por los estragos del huracán de 2005. La gente había regresado para intentar reconstruirla y que la Big Easy volviera a ser lo que una vez fue. La Marina de Estados Unidos había colaborado llevando allí los barcos para que los desguazaran, aliviando así el alto desempleo de la dañada ciudad.

Mientras Carl contaba los números pintados en los laterales de los edificios, vio que la mayoría ahora estaban cerrados y en estado de ruina. Habían quedado sin reparar a la vez que la Marina de Estados Unidos había dejado toda la zona del muelle fuera de servicio. Ahora, la Marina estaba en proceso de entregar toda esa extensión de terreno a la empobrecida ciudad.

—Ahí está —dijo Danielle señalando el edificio que se erguía a su derecha.

Carl aparcó su coche de alquiler en un espacio atestado de fragmentos de viejos barcos y esqueletos de embarcaciones de todo tipo. Algunos pertenecían a la Marina, mientras que otros eran inclasificables y prácticamente chatarra. Escucharon un tenue aporreo de una música heavy metal saliendo del interior del edificio que habían estado buscando.

—¡Qué lugar tan horrible para que su Marina envíe a un hombre! ¿Ha dicho que fue suboficial de su unidad en los Seal? —preguntó ella.

Carl se acercó hasta una gran puerta de acero y llamó varias veces, provocando un fuerte ruido que ellos mismos oyeron resonar por dentro.

—Sigue siendo suboficial y también el hijo de puta más ruin que me he encontrado en mi vida —respondió girándose hacia Danielle—. Él ya era un seal antes de que serlo fuera considerado glamuroso. Participó en el asalto al campamento Son Tay, en Vietnam, en los años setenta, cuando yo aún no había nacido.

—¿Fue ahí donde sus Fuerzas Especiales intentaron liberar a sus prisioneros de guerra?

Él se quedó impresionado por sus conocimientos.

—Así es —respondió golpeando de nuevo la puerta de acero, aunque sin apartar la mirada de la mujer.

—Hice mi tesis sobre el colonialismo y la implicación francesa en el sudeste asiático, especialmente en Vietnam. Parece sorprendido.

—Lo admito, puede que la haya subestimado.

—Primer punto para el enemigo —dijo ella mirándolo fijamente a los ojos.

Carl se apartó de la enorme puerta de acero y echó un vistazo a su alrededor.

—¡Largo de aquí, cabrón, esto es propiedad del gobierno! —gritó una voz al otro lado de la puerta.

—Sin duda es el suboficial Jenks, nunca tiene una buena palabra para nadie —dijo Carl volviendo a acercarse a la puerta—. Cuidado con esa boca, suboficial. ¡Está dirigiéndose a un oficial de la Marina de Estados Unidos!

—¡Me importa una puta mierda! ¡Por mí como si es eres el mismísimo John Paul Jodido Jones! ¡Largo de aquí! Este es mi proyecto y dejo entrar a quien yo quiero.

Danielle se tapó la boca con la mano para ocultar su sonrisa.

—Ya le había dicho que no es, precisamente, el padre Flanagan —dijo Carl en broma antes de girarse hacia la puerta cerrada—. De acuerdo, suboficial, ¿y si le digo que aquí fuera hay una señora que tiene que utilizar el baño? Se ha pasado tres horas y media metida en un avión.

—¿Señora? ¿Es guapa?

Carl se giró para mirar a Danielle.

—Preciosa —contestó girándose rápidamente de nuevo hacia la puerta.

Solo hubo silencio al otro lado durante unos dos minutos y, después, pudieron oír el zumbido de un motor eléctrico y la música de dentro saliendo a todo volumen por la puerta que se estaba abriendo. Welcome to the Jungle, de los Guns N’ Roses, hizo que Carl retrocediera un paso.

Alguien bajó la música. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad del interior, se vieron ante una gigantesca lona que colgaba de las viejas vigas y cubría la mayor parte del interior del edificio. Un hombre con un sucio mono de trabajo se acercó a ellos después de bajar unas escaleras. Estaba limpiándose sus grasientas manos con un trapo rojo.

—¿Quién cojones eres y dónde está esa mujer? —En ese momento el hombre vio a Danielle—. Hay que joderse, ¡pero si tenías razón! ¡Está buenísima!

—La Marina nunca logró domar esa sucia boca que tiene, ¿eh? —dijo Carl.

El suboficial lo miró y entonces, de pronto, reconoció a Carl.

—¡Que me zambullan en mierda de ballena! ¿Sapo?

Carl se puso colorado ante la mención de su apodo, pero de todos modos agarró al suboficial y lo abrazó.

—Capitán de corbeta Sapo para usted, baboso cabrón.

Los dos hombres se abrazaron y se dieron palmaditas en la espalda mientras Danielle observaba. Después Jenks apartó bruscamente al joven.

—¡Ey! No te habrás vuelto gay y quieres rollo, ¿verdad, chico? Podría jurar que me has agarrado el culo —dijo sonriendo a Carl y después a Danielle.

—No, no, y eso no resulta políticamente correcto por su parte, suboficial Jenks. —Señaló a su acompañante—. Es Danielle, es… —vaciló un segundo—, es una amiga.

Jenks la miró de arriba abajo y sus ojos se posaron en su pecho más de lo necesario. Siguió sonriendo, aunque no le tendió la mano para estrechársela.

—Como he dicho antes, está buenísima —dijo simplemente. Miró a Carl con gesto acusatorio—. Y además es una espía. Puedo olerlo. Deberías vigilar con quién te juntas, Sapo —dijo con una palmada en el brazo a Carl. Y, sin más, se dio la vuelta.

Carl miró a Danielle.

—Tiene olfato para la gente —susurró y después llamó a Jenks, que volvía a limpiarse las manos con un grasiento trapo—. No es una espía, suboficial, trabaja en lo mismo que yo.

Jenks se detuvo, pero no se giró.

—¿Y eso es…?

—Digamos que sigo en la Marina y que nosotros somos los buenos. Dejémoslo ahí, ¿de acuerdo?

Finalmente, Jenks se giró y lo miró a los ojos.

—De acuerdo, Sapo, eres un buen tío. Ahora, ¿qué cojones quieres?

—Hemos venido a ver su proyecto —respondió Carl.

—Pues no vais a verlo, así que largaos. Joder, ni siquiera está terminado y probablemente no lo estará antes de que la Marina nos mande a la mierda, al proyecto y a mí.

—A lo mejor yo puedo ayudarle con eso, Jenksy, pero déjenos ver esa maldita cosa.

Jenks apoyó la mano izquierda sobre su cadera, se quitó su sucia gorra blanca y se pasó una todavía pringosa mano derecha por su casi rapado pelo gris. Después, metió la mano en el bolsillo de su mono y sacó el chicote de un puro. Carl sonrió, ya que esas eran señales de que el hombre estaba relajándose.

—De acuerdo, pero no vas a quedártela. Todavía tengo importantes preocupaciones logísticas aquí; no estará preparada para maniobras en río… ¡joder!… puede que nunca… —Echó a andar hacia la gigantesca tela asfáltica que cubría tres cuartos del edificio—. A menos que lleves encima un cheque por valor de unos cinco millones y medio de pavos.

Carl siguió a Jenks y Danielle se puso a su lado.

—¡Qué mono! ¿Así que su apodo era Sapo?

—Sí, y no quiero hablar de ello —respondió al rodear una gran caja vacía que tenía estarcido un logo rojo intenso con varias líneas pintadas encima que representaban una brillante luz. Decía: «Dispositivo láser. Manipular con cuidado».

—Venga, ¿por qué le pusieron ese apodo? —preguntó ella sonriendo e ignorando la mirada de curiosidad que Carl estaba lanzándole a la caja vacía.

—Porque este estúpido cabrón pegaba un salto de casi dos metros cada vez que la artillería detonaba a su alrededor durante las maniobras, por eso —respondió Jenks mientras empezaba a apartar la lona. Entonces se detuvo y miró a Danielle—. Pero aun así ha sido el mejor puto seal que he entrenado en mi vida y, por lo que oigo, es el mejor que ha habido, así que al parecer ya ha solucionado ese pequeño problema que tenía con los ruidos fuertes cuando era un chaval. —Tiró con fuerza de la lona—. ¿No es verdad, Sapo?

Carl sonrió avergonzado, pero su sonrisa se desvaneció cuando la lona se descorrió y vio por primera vez el proyecto del suboficial.

—¡Dios mío! —fue todo lo que Danielle fue capaz de pronunciar.

—¡Joder! —farfulló Carl al entrar en el taller de las maravillas del científico loco y admirar una resplandeciente joya oculta en una ciudad que había estado a punto de desaparecer brutalmente del paisaje estadounidense.

El navío parecía algo sacado directamente de una película de ciencia ficción. La proa estaba rodeada y compuesta de cristal a excepción del armazón. Tenía el aspecto de un barco en la popa, pero ahí era donde terminaba la semejanza. De no ser por la forma del fuselaje, con sus tres cascos, la embarcación parecería más bien un elegante submarino. Medía casi cuarenta metros de largo y estaba dividida en compartimentos de unos siete metros. Algunas zonas se encontraban abiertas por arriba en la parte del medio, como una cubierta superior con asientos alrededor de las bordas. Tenía una alta torre de observación en el centro que se alzaba casi trece metros en el aire y que incluía las bóvedas del radar y de la antena sobre la cofa de vigía. El barco era de un blanco brillante. Hacia la popa se podía leer «USS Profesor» en cursiva y enfatizado con una gran ilustración del ojo de una mujer con una ceja perfecta y hermosamente arqueada encima. Unos grandes ojos de buey, rectángulos de casi dos metros de grueso cristal, recorrían el largo de cada sección, tanto sobre la línea de flotación como por debajo. En la parte inferior de cada sección había cuatro pequeñas protuberancias que parecían los reactores acuáticos de una lancha motora.

Carl subió al andamio para poder mirar dentro de la proa de cristal y descubrir algo del puente de mando. Había grandes asientos para el capitán y el segundo comandante. El interior del puente permanecía a oscuras a excepción de unas resplandecientes luces.

—Es una preciosidad, Jenks —dijo Carl admirando el casco de grafito.

El suboficial sonrió y después miró a Danielle.

—Sí que lo es —añadió ella enseguida mientras Jenks gruñía satisfactoriamente por la respuesta de esta última—. Pero ¿por qué le ha puesto el nombre de «Profesor»?

—No lo sé, porque ha sido construido para enseñar, supongo… Además, era una vieja canción de Jethro Tull que me gustaba, así que pensé que quedaba bien —respondió bajando la cabeza y esperando que ellos se rieran ante la mención del viejo grupo de rock.

—¿Es una embarcación fluvial? Es larga y parece demasiado grande para navegar por canales estrechos —dijo Carl mientras bajaba del andamio de metal.

Jenks dio unos golpecitos en el casco de composite.

—Deja que te diga algo, Sapo. Este pequeño tiene un calado de solo dos metros. Navega alto, pero es capaz de cargar con cuatro mil quinientos kilos de lastre de agua. Está equipado con una sección en el centro que se adentra más hondo en el agua desplegando su casco cuatro metros y medio con fines de observación. Cuenta con un sumergible biplaza y una campana de inmersión. En la zona de popa hay quince sondas radiocontroladas para investigación subacuática. Dispone de espacio para cincuenta y una personas. Su cocina es la mejor equipada de los buques de la Marina. Está totalmente sellado y no le falta el aire acondicionado. Su zona de Electrónica atesora tecnología más avanzada y cuenta con tres laboratorios a bordo y espacio para uno más si despejamos algunas áreas de almacenaje. Se le ha dotado de un pozo activo cercado de cristal que contiene diecinueve mil litros de agua y está completamente oxigenado. Las secciones pueden ser maniobradas separadamente mediante hidropropulsores independientes, para equipararse a los ajustados giros implicados en el pilotaje fluvial, gracias a las juntas de goma expandibles entre las secciones; y los hidropropulsores se controlan con ordenadores tan precisos que el barco puede girar por completo su proa y besarse el culo. Se puede desmontar y trasladar a cualquier parte del mundo y estar en el agua listo para la acción en veinticuatro horas. Cada sección es lo suficientemente ligera como para que un helicóptero Blackhawk o un Seahawk pueda transportarla.

—¡Es lo más impresionante que he visto nunca! —exclamó Carl.

—Se ha llevado diez años de mi vida y ahora la Marina está intentando engañarme —gruñó Jenks mientras deslizaba la mano cariñosamente sobre el lateral del Profesor.

—Es una increíble plataforma científica —dijo Danielle.

—Sí, pero dudo que alguna vez tenga oportunidad de ver el agua —contestó el suboficial con desánimo.

Carl fue directo a él y sonrió.

—Suboficial, tenemos que pedirles prestados a usted y a él.

—Mira, Sapo, necesita cerca de otras dos toneladas de componentes electrónicos. ¡Joder, necesita toda el sistema de navegación y de cartografía! Así que, a menos que puedas darme un cheque por valor de unos cinco millones y medio de dólares y que logres que el Departamento de la Marina y el presidente de Estados Unidos te entreguen el barco, creo que vas a tener que navegar el puto río sin remos, chico. Además, yo paso de doblegarme ante esos cabrones. No puedes quedártelo.

—Bueno, suboficial, yo solo navego los ríos que me dicen, así que sea lo que sea lo que cueste y lo que necesite, lo tendré aquí hoy mismo, además de la gente que haga falta para instalarlo —respondió Carl mientras sacaba el móvil.

Jenks lo miró a él y después a Danielle, que sonrió y asintió, indicándole que Carl hablaba en serio.

—Suelta el teléfono de los huevos —dijo—. No soy la puta que crees que soy, Sapo. ¡La respuesta es no!

Carl dejó de marcar.

—Ahí adonde nos dirigimos, vamos a necesitar un barco de la hostia. Es su oportunidad de poner a esta preciosidad en acción y demostrar lo que puede hacer. Le tienen aquí metido para evitar que moleste, suboficial, lo cual significa que no creen que tenga nada más que ofrecerle a la Marina.

—¿Crees que puedes manejarme? Seguro que te tienes algo guardado. Soy capaz de prenderle fuego a esta cosa…

—Ahí abajo hay jóvenes, estudiantes de universidad, suboficial. Hace semanas que no se sabe nada de ellos. Lo necesitamos. Y necesitamos al Profesor. —Danielle miró a Jenks y al momento la expresión del viejo soldado se relajó y sus ojos volvieron a pasearse por sus pechos, como un imán yendo al acero.

—Jóvenes, ¿eh?

—Algunos de la misma edad que su nieta.

Jenks se dirigió a Carl.

—Eso es un golpe bajo, Sapo. —Furioso, tiró la colilla de su puro—. Bueno, ¿vas a hacer esa llamada a no? ¡Necesito mucha mierda para terminar este carcamán!

Carl telefoneó.

Danielle volvió a mirar al Profesor esperando que el navío fuera todo lo que Jenks había dicho que era. Necesitarían todas las ventajas posibles allí adónde iban.

En cuanto a Carl, él era más pragmático. Solo esperaba que el reluciente y blanco barco experimental flotara.

Complejo número Uno del Grupo Evento

Arlington, Virginia

Niles miraba el viejo centro informático empleado por el Grupo Evento. El complejo contenía archivadores y estantes hechos a medida que almacenaban un millón o más de informes de sucesos históricos, míticos, o legendarios: todo, desde la ubicación de la Atlántida hasta las increíbles historias de los yetis; desde la bestia mitológica del Himalaya hasta las presuntas antiguas fuerzas de poder descubiertas por Egipto tres mil años atrás.

—¡Vaya un buen centro informático tienen aquí, señor director! Aunque un poco anticuado, ¿no? —preguntó Ryan deslizando una mano por uno de los viejos archivadores.

—La información abarcada en estos archivos, teniente Ryan, representa el todo de nuestro mundo antiguo y nuestro mundo moderno. Hechos e historias, incluso rumores, están almacenados aquí. El conocimiento combinado del mundo antiguo dio inicio a estas instalaciones.

—¿Y espera que encontremos algo aquí, señor? —preguntó Ryan mientras se limpiaba el polvo de las manos.

—Lo cierto es que tenemos al Bibliotecario, uno de los primeros Cray instalados en un complejo del gobierno —dijo Niles mientras se dirigía a un pequeño cubículo—. En un principio era una de esas máquinas Univac que actualizábamos de vez en cuando, pero acabamos modernizándonos en 1980 y lo convertimos en un sistema que llamamos, como no podía ser de otro modo, el Bibliotecario.

Niles empleó una llave para abrir la puerta del cubículo situado en mitad de la zona de almacenaje, del tamaño de un gimnasio. La sala era oscura, fría y húmeda, y persistía un olor a moho que hizo que la nariz de Ryan se encogiera.

—Aquí huele como si el Bibliotecario las hubiera espichado, señor.

Niles ignoró el comentario y encendió las luces de arriba, iluminando así el pequeño ordenador cuyos altavoces estaban montados a ambos lados del gran escritorio. Solo había una silla y Niles se sentó en ella. Ryan miró a su alrededor y decidió cruzarse de brazos y esperar.

—El sistema de audio lo instalamos Pete y yo para facilitarles las búsquedas a los historiadores del grupo. Me temo que esta voz no es tan femenina como la que tenemos para el Europa, pero es bastante pintoresca.

Ryan vio a Niles ajustar un micrófono delante de él y pulsar un botón con el que activó un pequeño pero apropiado monitor que salió del lado derecho del escritorio.

—Esperemos que lo que borró la profesora Zachary del Europa siga aquí.

—Hola, Bibliotecario —dijo Niles al micrófono.

El monitor cobró vida junto con los altavoces.

«Buenas tardes, doctor Compton, ¿o prefiere que me dirija a usted como director Compton?», preguntó una voz masculina haciendo referencia a su ascenso desde la última vez que habían hablado.

A Ryan le resultaba perturbador, como la voz de HAL de 2001: Odisea del espacio, el mismo ordenador que se volvió loco y mató a todo el mundo.

—Doctor Compton me parece bien. Bibliotecario, ¿puedes acceder a mi último ingreso en tu sistema hermano, el Europa de Nevada?

«Sí, doctor Compton. Sí que puedo. Disfruto interconectándome con el Europa».

—Ya me lo imagino —farfulló Ryan.

El Pentágono

El contralmirante Elliott Pierce estaba estudiando un informe de Inteligencia sobre la continuada retirada de divisiones acorazadas iraníes de la frontera con Iraq cuando alguien llamó a su puerta. Le indicó a esa persona que entrara y le entregaron una nota.

—Esto acaba de llegar de Transmisiones, señor.

Pierce cogió la nota y le dijo al soldado que se retirara. Mientras leía el comunicado le cambió la cara. Inmediatamente levantó el teléfono y marcó un número de la Casa Blanca. El consejero de Seguridad Nacional del presidente contestó al primer tono.

—Ambrose —dijo la voz.

—Tenemos un problema —respondió Pierce en voz baja porque se sentía un mentiroso.

—¿Qué?

—La bandera roja que colocamos en el informe de los Archivos Nacionales que utilizó la doctora Zachary, y que está intercomunicado con nuestra base de datos, acaba de ser activada.

—¡Por Dios santo! ¿Quién lo ha hecho?

—Dice que la terminal 5656, pero no existe una terminal 5656, según nuestros informes de Inteligencia.

—Entonces, puede que sea un fallo técnico —contestó el consejero de Seguridad Nacional con tono furioso.

—No creo tanto en las coincidencias, ¿y usted? —preguntó con aire de suficiencia.

—Bueno, ¿qué puede hacer?

—Mi equipo de Transmisiones ha logrado rastrear la ubicación del terminal. No se lo va a creer.

—No tenemos tiempo para estas cosas. ¿Dónde está?

—En el cementerio nacional de Arlington; en las instalaciones de mantenimiento de la mansión, nada más y nada menos.

—Maldita sea, ¿qué demonios está pasando aquí?

—No lo sé, pero será mejor que enviemos a alguien allí o la cosa podría ponerse muy fea.

—¿Tiene acceso a civiles externos que puedan ocuparse de esto?

—Sí, y están de camino. Pueden estar allí en veinte minutos con equipo que podría rastrear esta terminal informática fantasma. ¿Va a decirle algo de esto?

—Joder, no. Ocúpese usted y ya está. Él ya tiene bastante en la cabeza. Esta noche le espera una reunión con el presidente sobre una aparición en una gala de recaudación de fondos para su campaña. Elimine este problema del modo que pueda, ¿comprendido?

—Nos va a salir demasiado caro. Si nos cogen, nos colgarán por esto.

—Entonces aquí lo que importa es… ¿qué? Que no nos cojan. Y no informe a los demás sobre lo que ha pasado. Por la razón que sea, ya están empezando a echarse atrás. Elimine al que esté husmeando en ese archivo.

El director de Inteligencia Naval colgó el teléfono y sacó un pequeño libro negro de un cajón de su escritorio. Quien fuera que había accedido a esa terminal de ordenador no listada, no viviría lo suficiente para beneficiarse de ello.

Complejo Número Uno del Grupo Evento

Arlington, Virginia

—De acuerdo, Bibliotecario, ¿has interconectado con el complejo de Nellis?

«Sí, doctor Compton. El Europa está en línea».

—Bien, Europa, identifica las tres últimas consultas de Compton, Niles, director de Departamento 5656.

«Sí, doctor Compton. Formulando», respondió una voz femenina. «Las últimas tres preguntas formuladas por el director Compton al Europa en el complejo de Nellis fueron: pregunta número uno, número de los cuatro medallistas papales aún vivos en Norteamérica y Suramérica en 1874; pregunta número dos, ¿cuál era el nombre del receptor?; y pregunta número tres, ¿qué?, ¿quieres decir que la información fue borrada del antiguo sistema Cray?».

—De acuerdo, Europa, gracias. Bibliotecario, ¿has localizado esos informes?

«Sí, doctor Compton», respondió la voz parecida a la de HAL.

—Responde a la primera pregunta: ¿Cuántos receptores de la medalla papal seguían vivos en Norteamérica y Suramérica en 1874? —preguntó Niles; le estaban empezando a sudar las manos.

«Buscando», respondió el Bibliotecario cuando la pequeña pantalla se iluminó a la derecha de Niles.

Niles se movía impaciente, esperando no estar buscando en vano.

«Según los informes de defunción canadienses, el censo general de ciudadanos de México, el censo oficial de Brasil y los informes estatales y territoriales de Estados Unidos, un miembro seguía vivo en 1874», respondió el Bibliotecario.

Niles leyó la respuesta duplicada plasmada en la pantalla con renovadas esperanzas; era la misma respuesta que el Europa le había dado en Nellis, así que el archivo debía de estar intacto después de su traslado inicial al sistema nuevo.

—Pregunta: ¿Cuál era el nombre del último receptor?

«Buscando, doctor Compton», respondió el Bibliotecario.

—Supongo que ya está, ¿no? —preguntó Ryan. Él también estaba nervioso y se acercó al monitor.

—Podría suponer la vida o la muerte para mucha gente perdida ahí abajo en el Amazonas —dijo Niles mordisqueándose el labio inferior y esperando a que el ordenador, mucho más lento que el Europa, vomitara la información deseada. De pronto, la voz se activó y el monitor recobró vida con un brillo verde.

«Nombre del receptor restante: Keogh, Myles Walter. Profesión, miembro del Ejército de Estados Unidos. Nacido en 1840, County Carlow, Irlanda. Receptor de los previamente descritos honores papales y veterano del batallón de San Patricio por servicio armado al Vaticano».

El nombre que el Bibliotecario había pronunciado le resultaba familiar; Niles estaba seguro de que lo había oído antes. Y también Ryan.

—Ey, ese nombre me suena… —señaló el teniente.

—Pregunta —dijo Niles interrumpiendo a Ryan mientras lentamente se sentaba en su silla. En voz baja, casi como si tuviera miedo de realizar la consulta, añadió—: ¿Fecha y lugar de la muerte?

«Buscando».

Niles miró la pantalla de cristal líquido y esperó, con Ryan apostado a escasos centímetros de su hombro.

«La muerte tuvo lugar en la actual Crow Agency, Montana, Estados Unidos, el 25 de junio de 1876.»

A Niles se le cayó el alma a los pies.

—Pregunta: ¿Cuál era la unidad con la que servía Keogh y el nombre histórico del lugar de la muerte?

«Buscando», dijo el Bibliotecario con su voz de loco.

Cuando la respuesta apareció en la pantalla, Niles bajó el volumen de los altavoces según la historia viajaba hacia él, acabando con toda esperanza de encontrar el mapa si es que Myles Keogh lo llevaba consigo cuando murió. De ser así, tal y como había dicho Helen en su carta, el mapa se había perdido para siempre.

—¡Mierda! ¡Estamos jodidos! —murmuró Jason Ryan al mirar la pantalla.

Escrita en el monitor estaba la respuesta del Bibliotecario a sus dos últimas preguntas.

«Lugar de la muerte: valle del Little Bighorn, Montana, territorio estadounidense. El capitán Myles Keogh servía con la unidad operacional, Compañía I, Séptimo de Caballería de Estados Unidos».

Centro del Grupo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Niles se conectó mediante conferencia telefónica desde el centro en Arlington, a casi cinco mil kilómetros de distancia, cuando el equipo de Nellis se reunió para que los pusiera al tanto de lo que Ryan y él acababan de saber gracias al Bibliotecario. Jack y Virginia estaban sentados a la mesa de reuniones con Pete Golding. Alice ocupaba su asiento habitual junto a la silla vacía de Niles.

—De acuerdo, Pete, Virginia, ¿habéis tenido oportunidad de comprobar mis datos de esta mañana? —preguntó Niles.

—Sí —respondió Virginia cogiendo sus notas—. Sin consultar tu investigación, como nos pediste, hemos rastreado a los medallistas papales por nuestra cuenta y hemos dado exactamente con la misma información hasta llegar a la fecha del robo de Helen.

—¿Puedo preguntar de qué estáis hablando? —preguntó Jack.

—Lo siento, Jack. Deja que te ponga al corriente rápidamente. Como todos sabemos, han robado el diario de Padilla de la archidiócesis de Madrid. Conocemos bien a quien se lo ha llevado, pero lo del mapa parecía un callejón sin salida hasta que lo hemos relacionado con un sacerdote español que, en 1874, fue un medallista papal y veterano del batallón de San Patricio. No entraré en eso, pero basta decir que, según la carta que me envió la profesora Zachary, este era el modo de destapar la verdad sobre el paradero del mapa. Lo hemos relacionado con los otros veteranos de aquella época con los que el Vaticano tuvo contacto directo, hombres en los que se podía confiar, y abreviando, creemos que el mapa nos conduce hasta nuestro propio país. Pero adónde y a quién se le envió se ha convertido en el mayor misterio —dijo Niles mecánicamente por el altavoz del teléfono.

El director se tomó los siguientes diez minutos para explicar la mala noticia sobre el mapa. Las cuatro personas sentadas alrededor de la mesa de reuniones sacudieron la cabeza, sabiendo que las probabilidades de que el mapa fuera su salvación habían menguado de repente.

—He empezado a hacer llamadas desde aquí y he logrado contactar con los descendientes de Keogh que actualmente viven en el estado de Nueva York. Nadie ha oído nada sobre el mapa. Lo que fuera que se llevó con él a Little Bighorn no se encontraba entre los objetos personales que se devolvieron a su familia. Exhumaron su cuerpo del campo de batalla y lo trasladaron a Nueva York, donde lo sepultaron con sus medallas papales y su uniforme —dijo Niles—. Las medallas se recuperaron porque seguían sobre su cuerpo tras la batalla que libró junto con las tropas del general Alfred Terry. También se sabía que llevaba una gran cruz en el momento en que el regimiento partió del fuerte Abraham Lincoln en el territorio de Dakota. Este hecho se menciona en varias notas biográficas, y no solo lo señalan otros oficiales, sino incluso Libby Custer, la viuda del general. Ella le había entregado personalmente a Keogh un paquete que le había llegado desde Nueva York por correo antes de que comenzara la aciaga campaña. Incluso dijo que era una cosa grande y estrafalaria que estaba mejor colgada en una pared y no alrededor del cuello de un hombre.

—¿Qué crees, Niles? ¿Es esa cruz algo que el Vaticano podría haberle confiado a Keogh? —preguntó Jack.

—Sí.

—¿Y los informes de objetos recuperados de Little Bighorn o los relatos indios de material saqueado nunca han hecho mención de una gran cruz? —preguntó Jack.

—Le he pedido a Alice que accediera a la base de datos del Servicio de Parques Nacionales. Alice, ¿tienes algo? —preguntó Niles.

—Ahora mismo estamos esperando los listados arqueológicos actualizados por el Servicio de Parques Nacionales. Han desenterrado muchas cosas desde el gran incendio de matorrales que hubo en los ochenta. Hace solo cinco semanas concluyeron la última campaña y aún no han publicado sus hallazgos —dijo Alice tomando un respiro—. Pero hay probabilidades de que algún guerrero se hubiese apropiado de la cruz, ya que ese objeto les era muy familiar, a diferencia de las medallas papales que se sabía que el capitán habría llevado.

—Entiendo. Avisadme cuando tengáis información sobre las excavaciones —dijo Niles—. Ahora quiero que todas las divisiones de Historia, y digo todas, peinen lo que tenemos sobre Little Bighorn por si destapamos algo sobre el mapa desaparecido. Solo por si acaso aparece y sigue en Montana, quiero que te dirijas hacia allí ahora mismo, Jack. Llévate a alguien que sepa algo sobre la batalla de Little Bighorn, porque me temo que tengo al departamento de Historia Norteamericana dividido en dos ayudando a los de Estudios Latinoamericanos. Además, debemos avanzar con esto porque, de lo contrario, esos chicos pueden morir.

—Sí, señor.

—Y tengo la persona perfecta para que te acompañe, Jack —interpuso Alice—. Es una experta en la batalla de Little Bighorn. Fue el tema de su tesis.

Jack miró su reloj y vio que faltaba muy poco para que terminara la clase de geología. Se asomó a la ventana del aula y se imagino la ira de la profesora cuando se enterara de que él ya había entrado en su casa para guardar su equipo de campo y así acelerar el proceso. Ajena a todo eso, Sarah McIntire estaba explicando algo con entusiasmo. Empleaba un diagrama virtual que estaba proyectado holográficamente sobre un pequeño podio en el centro de la clase. Mientras hablaba, el diagrama tridimensional de una cámara subterránea giraba con colores verdes, azules y rojos. Jack entró en el aula y, al ver que ella había puesto mala cara ante la intrusión, le indicó a Sarah que continuara. Los cincuenta y dos alumnos, en su mayoría personal militar, se giraron para mirarlo y no pocos ojos se quedaron posados en el hombre que estaba convirtiéndose en una leyenda en el Grupo.

—Ahora, como he dicho antes, no os dejéis engañar si una habitación dentro de una tumba carece de salidas aparentes. Los antiguos diseñadores solían tener salidas de emergencia que solo ellos conocían. A la mayoría no les hacía gracia quedarse atrapados antes de terminar su trabajo.

Sarah señaló en el holograma una pared con apariencia consistente que estaba perfilada de azul.

—La llave de estas rutas de escape suelen encontrarse en alguna especie de ornamentación, como esta encontrada en VR-63.

Jack sabía que VR-63 equivalía a «Valle de los Reyes, número 63», una tumba hallada hacía más de sesenta años en el Valle de los Reyes de Egipto, no lejos de donde Howard Carter había descubierto la fabulosa tumba del rey Tutankamón.

—Como veis —continuó cuando, como por arte de magia, el holograma se amplió para mostrar un símbolo en una pared que en su momento había sido un soporte para antorchas—, este se descubrió por pura casualidad.

La imagen se agrandó de nuevo y, al hacerlo, el objeto que tenía la forma de la cabeza de un chacal se giró y el frente se soltó de la pared.

—¡Sorpresa, sorpresa! —exclamó Sarah—. La cubierta estaba ocultando una palanca que accionaba una entrada alimentada por gravedad.

Mientras los alumnos lo observaban asombrados, el holograma láser enseñaba cómo bajaba una palanca del interior del muro que, a su vez, activaba una emisión de arena que iba a parar a un gran contenedor enterrado en el muro. A medida que iba aumentando de peso por la arena (cinco toneladas, explicó Sarah), la puerta de escape oculta del interior de la tumba cerrada se alzaba. Una vez estuvo arriba, apareció una escalera, resaltada con láser verde, que conducía hasta el exterior de la tumba.

—Así que, como veis, nunca penséis que los antiguos eran tan tontos como para dejarse encerrar en un rincón; siempre tenían una salida de emergencia. Esta tecnología no solo se descubrió en el antiguo Egipto, sino también en muchos otros lugares de todo el mundo: en Perú, en América Central o en China.

Sonó una suave campana y Sarah alzó la mirada.

—De acuerdo, es todo por hoy. Nos vemos la semana que viene y, recordad, quiero más ejemplos de los increíbles sistemas de palanca hallados en otras zonas, no solo en tumbas. Quiero el equivalente para la época actual.

Se oyeron unos cuantos quejidos, pero la mayoría de los alumnos se marcharon de clase sabiendo más que cuando habían entrado. Todos los miembros del Grupo Evento tenían que hacer cursos universitarios avanzados para poder seguir en el Grupo y, de cualquier modo, la mayoría se ofrecía voluntariamente para asistir a ellos.

Jack asintió hacia los alumnos que le sonrieron y saludaron según iban saliendo de clase.

—Corre el rumor de que eres muy dura poniendo deberes —dijo él.

Sarah recogió sus notas y apagó el holograma.

—No tan dura como me gustaría. Pero ya tienen tareas habituales aquí y no puedo usurparles todo su tiempo.

—Bueno, profe, pues yo tengo una tarea para ti. Ya tienes las maletas hechas, vamos.

—¿Adónde vamos, comandante Collins? —le preguntó mofándose un poco de él.

—A jugar a indios y vaqueros, alférez —cogió su maletín y la agarró del brazo.

—¿Qué?

—Vamos a Montana. Alguien cree que sabes algo sobre Little Bighorn.

—De acuerdo. —Sarah se detuvo y lo miró estrechando los ojos—. Espera un minuto, ¿quién me ha hecho las maletas?

Jack le guiñó un ojo y la sacó del aula.

Cementerio nacional de Arlington

Arlington, Virginia

Mientras Niles y Ryan estaban subidos en el sedán verde en el trayecto de vuelta a la superficie, el joven teniente advirtió que el director estaba muy pensativo. El suelo camuflado y sucio que tenían sobre ellos se abrió para permitir que el impresionante ascenso completara su recorrido hasta la superficie, donde los recibió un cabo. Los saludó con la mano y a continuación desapareció dentro de un pequeño cubículo de mantenimiento que hacía también las funciones de oficina de seguridad. Ryan arrancó el coche cuando las grandes puertas dobles se separaron y el luminoso brillo del sol de la tarde volvió a llenar el interior. Salió marcha atrás para quedar sobre el camino de grava de la parte trasera de la mansión. Con un último saludo al guardia, puso el coche en movimiento en dirección a la zona delantera de los jardines. Al pasar frente a dos hombres que vestían unos ligeros cortavientos, Ryan tuvo la extraña sensación de que estaban observándolos. Levantó la mano y ajustó el retrovisor a tiempo de ver a los dos hombres girarse y alzar también sus manos, aunque ellos no iban a ajustar ningún retrovisor. Inmediatamente, Ryan vio los subfusiles. Empujó con fuerza al director Compton hacia la izquierda, agarrándolo de su abrigo, y se apoyó contra él. Justo cuando los dos tocaron el asiento, las balas atravesaron la luna trasera y entraron en el vehículo. Ryan sintió cristal volando mientras, a ciegas, pisó con fuerza el acelerador y salieron disparados por la carretera hacia el cementerio en sí. Niles tuvo el sentido común de mantenerse agachado.

—¿Cuántos? —preguntó sin hacer amago de levantarse.

—¡Tres! —contestó gritando Ryan por encima del ruido de más balas que impactaban contra la piel metálica del coche. Al levantar la cabeza para ver hacia dónde girar el volante, divisó una camioneta Dodge verde oscura con dos hombres delante y uno detrás que se deslizó hacia un lado en un intento de adelantarlos. Ryan viró bruscamente el volante a la izquierda y giró el coche evitando, por muy poco, chocar contra un gran árbol. Intentaba retroceder por donde habían venido. Estaba empezando a preguntarse dónde estaban los hombres del Servicio de Parques cuando descubrió a uno de ellos tirado sobre la hierba a escasos metros de sus ruedas delanteras—. ¡Cinco! —chilló, corrigiendo lo que acababa de decirle a Niles.

Más balas retumbaban contra el coche en movimiento y la ventanilla del copiloto estalló cuando un arma de más calibre surgió de la parte trasera de la camioneta que los perseguía.

—Joder, ¡esto va a durar muy poco si no vienen a ayudarnos! —gritó Ryan al volver a deslizarse en su asiento. Al hacerlo, pisó a fondo el acelerador y, de nuevo, por poco evitó llevarse por delante algunas cruces blancas que marcaban el lugar de descanso de soldados y políticos fallecidos. Metió la mano bajo el asiento y sacó la única arma que tenían, una vieja Colt 45 que llevaba encima solo porque las reglas de Jack decían que ningún hombre de Seguridad salía desarmado en misión de campo. Así que eligió el arma con que se había licenciado en la Marina, la venerable Colt.

—¡Un momento, señor! —gritó al hacer un giro de ciento ochenta grados con la mano derecha en el volante y con la izquierda manejando la automática del 45 por fuera de la ventanilla. Comenzó a apretar el gatillo lo más rápido que pudo con la esperanza de acertar a la camioneta que se acercaba; varias balas se incrustaron en el parabrisas y una o dos alcanzaron su objetivo, derribando al hombre subido en la plataforma de la camioneta. Las balas impactaron en su asaltante con tanta fuerza que lo hicieron salir volando del vehículo. Ryan se quedó asombrado al verlo botar como una pelota de goma hasta que su cuerpo chocó contra una de las cruces blancas y se detuvo bruscamente, salpicando de sangre el aire que rodeaba el monumento conmemorativo y manchando de rojo el poste blanco.

—¡Ja! Le hemos dado a uno —gritó Ryan eufórico, arrastrado por una momentánea sensación de triunfo.

Niles se incorporó para mirar.

—¡Cuidado! —gritó al ver a los primeros dos hombres. Estaban de pie en la carretera, impactados, viendo que el coche estaba acelerando hacia ellos otra vez.

Ryan giró el volante a la derecha justo a tiempo, pues los dos hombres volvieron a abrir fuego. Varias balas alcanzaron el parabrisas y rajaron el cristal de seguridad. Una de las balas pasó junto a su cabeza, a escasos centímetros de su cráneo.

Niles le quitó a Ryan la pistola de la mano y la sacó por la ventanilla rota. Estaba maldiciendo, soltando barbaridades; ya estaba furioso por la futileza de su búsqueda por ordenador y, sobre todo, por el ultraje de que les estuvieran disparando en ese lugar sagrado.

—¡Hijo de puta! —gritó al gastar las últimas cuatro balas del Colt.

Ryan echó un vistazo por la ventanilla y se quedó asombrado al descubrir a un hombre agarrarse la cara y echarse contra el otro, haciendo que la bala fallara el objetivo. Pero entonces sucedió algo increíble. Ryan no vio el árbol y chocaron contra él. Fue solo un raspón en la parte trasera derecha, pero suficiente para hacer que el coche se detuviera. Al mismo tiempo, la camioneta verde oscura fue derrapando hacia ellos. Ryan se imaginó que todo habría terminado en un segundo cuando arrancó el motor y no se oyó más que el clic del solenoide. El coche estaba muerto y ellos pronto lo estarían. Mientras lo pensaba, la camioneta de pronto se desvió, a la vez que fuertes sonidos se oían a lo lejos. La luna delantera de la camioneta estalló y el hombre sentado en el asiento del copiloto se agarró el pecho justo cuando su cara se desintegró en un granizo de balas de gran calibre. El conductor de la camioneta pisó los frenos y giró el gran vehículo, deteniéndose solo para recoger al hombre que estaba de pie y cargando con su compañero. Esperó lo suficiente para que lo metiera en la parte trasera y, después, salió desbocado hacia el portón delantero.

Ryan cerró los ojos y el silencio creció en torno a él. Oía el sonido del motor enfriándose y la fuerte respiración de Niles, pero eso era todo. Miró a su alrededor e hizo un recuento de los daños. Zarandeó al director hasta que Niles le lanzó una mirada perdida.

—¿Está bien, señor? —le preguntó Ryan, muy nervioso.

—¿Cómo lo hace Jack? Quiero decir, es la primera vez que me disparan —dijo Niles mientras posaba la pistola sobre el asiento cubierto de cristal.

—Seguro que él lo odia tanto como nosotros, señor.

Ante la mirada de ambos, varios guardias de Arlington y los marines encubiertos del Grupo se dirigieron al coche. Ryan abrió la puerta, que chirrió y se desplomó sobre la hierba. Al segundo, la mano negra del cabo, que momentos antes los había despedido, estaba ayudándolo a salir del coche para después auxiliar al director.

—Malditos bastardos, ¿verdad?

—Sí —respondió Ryan—. Querían por todos los medios que no nos marcháramos de aquí.

El cabo le hizo un rápido reconocimiento a Niles.

—Pues unos minutos más y podrían haberles dado residencia permanente aquí.

Niles seguía con la mirada perdida. ¿Cómo demonios podía alguien enviar a un equipo a un sitio secreto, y cómo demonios sabían que él estaba allí?

—Tenemos que regresar, cabo. Consíganos un medio de transporte, por favor —ordenó Niles—, antes de que el Servicio de Parques Nacionales empiece a hacer preguntas sobre nosotros.

—Sí, señor —respondió el cabo y salió corriendo hacia la caseta de mantenimiento.

—Señor Ryan, alguien de Washington sabe lo que está pasando aquí.

—Sí, y me encantaría descubrir quién. Podría hacer que nos armaran ese F-16 sin problema y…

—Admiro sus sentimientos, pero ¡hemos de volver con el Grupo lo antes posible!

Tres horas después, Ryan y Niles estaban en el F-16 sobrevolando Nebraska cuando recibieron una transmisión desde el centro de Información del grupo. El director se quedó sorprendido al oír la voz de Jack al otro lado.

—Comandante, creía que se dirigían a Montana.

—Recibido, doctor. Nos hemos retrasado con la esperanza de rastrear la identidad del hombre al que el teniente Ryan ha disparado en Arlington.

—¿Y? —preguntó Niles a nueve kilómetros de distancia.

—Niles, el cuerpo había desaparecido para cuando nuestro equipo de Seguridad llegó allí. Alguien se nos ha adelantado.

—¿Con quién coño estamos tratando? Comandante, hablaremos cuando lleguemos; no haga nada hasta que yo no esté allí y después ya pensaremos cómo actuar.

—Recibido. Por cierto, el señor Ryan me ha dicho que puede que usted los haya salvado a los dos con su buena puntería.

—¡Estaba muerto de miedo! —dijo Niles en voz baja.

—Todas las batallas las libran hombres asustados que preferirían estar en otra parte, señor director. Y eso mismo dígaselo a Ryan. Bien hecho.

Ryan sonrió bajo su máscara.

Una alabanza del César.

Complejo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Cuatro horas después

Niles se había dado una ducha y estaba sentado en la sala de reuniones con Alice, Jack, Pete Golding y Virginia Pollock. El capitán de corbeta Everett estaba al teléfono desde Nueva Orleans. El director les informó sobre los detalles de su viaje y del intento de asesinato en el cementerio. Después de que todos estuvieran al corriente, alguien llamó a la puerta. Un oficial de Transmisiones entró y le entregó a Niles una hoja de papel. Niles la leyó y alargó la mano para coger el mando a distancia. Pulsó un botón y una gran pantalla de cristal líquido salió del techo y se posó en la cabecera de la mesa de reuniones. Después, pulsó otro botón y los números 5156 aparecieron en la pantalla. Y entonces, de pronto, allí se dibujó un rostro, borroso en un principio. Una mujer sonrió a la cámara y se echó a un lado para que se asomase un hombre mayor.

—¿Director Compton? —preguntó el hombre—. No puedo verlo, ahora mismo tenemos todos los monitores ocupados. Aquí está todo el mundo muy nervioso y conmovido —dijo el hombre canoso al girarse y mandar callar a los que tenía detrás.

—Yo puedo oírlo y verlo, Nathan —le aseguró Niles al emocionado profesor antes de dirigirse a los demás en voz baja y decirles—: El doctor Allan Nathan, experto en historia norteamericana, ha combinado el trabajo en su departamento con los estudios antropológicos para ver qué se puede averiguar sobre los proyectos arqueológicos de Little Bighorn.

—Bien, bien. Acabamos de recibir las imágenes del Servicio de Parques Nacionales de los objetos que han recuperado en su última excavación. —Nathan desapareció de la pantalla durante un momento, aunque su voz aún podía oírse—. Les estoy enviando las fotografías.

Al momento, unas ciento cincuenta pequeñas imágenes de objetos llenaron la pantalla de cristal líquido. Algunos se reconocían fácilmente, como puntas de flecha, un revólver Colt de la Marina oxidado al que le faltaba la empuñadura de madera, una bota que se había deteriorado hasta el punto de que le faltaba la piel de la zona del empeine, botones y hebillas de cinturón con las siglas «US» grabadas en relieve, y lo más inquietante de todo, huesos. Huesos de dedos, un hueso pélvico y lo que se podía reconocer fácilmente como un fémur.

La sala quedó en silencio mientras todos miraban las imágenes.

—El Servicio de Parques ha tenido suerte esta vez, ya que las fuertes lluvias han removido incluso más mantillo que los incendios hace unos años. Ahora bien, lo emocionante de esto, señor director, es el hecho de que por primera vez se han concentrado a conciencia en el área 2139. —Mientras el profesor hablaba, las imágenes de los artefactos iban desapareciendo de la pantalla y una recreación del campo de batalla ocupó su lugar. En la imagen, en un punto justo al norte de Last Stand Hill, donde Custer y sus compañías habían encontrado su espantoso destino, había un círculo amarillo. Dentro del círculo, una leyenda con las letras «C», «I» y «L»—. Aquí es donde el capitán Myles Keogh opuso resistencia junto al resto de las tres tropas o compañías. Hemos encontrado bastantes artefactos además de las carcasas de bronce y cobre de unas granadas, que indican, por cierto, que las tres compañías habían ofrecido una resistencia tremenda; el Servicio de Parques descubrió treinta y siete artículos militares y civiles en este grupo, que se supone habían llevado hasta Little Bighorn los soldados del Séptimo de Caballería.

Niles se levantó y se acercó a la pantalla. Jack Collins permaneció sentado y estuvo anotando los detalles de lo que estaba diciendo el departamento de Historia. Nunca había estudiado la batalla de 1876 en profundidad, solo desde el punto de vista táctico en West Point y sin llegar a pensar jamás, ni intentar imaginar, cómo tuvo que haber sido luchar y morir allí.

—Según los testigos, principalmente unos cuantos cheyenes del norte y sioux, Keogh y sus hombres lucharon con valentía, con el capitán manteniéndose firme en el centro de la soldadesca, que había desmontado de los caballos. Algunos dicen que esa imagen de él fue la razón errónea por la que Custer siempre había sido representado de ese modo, pero los indios americanos juran que fue Keogh, y no Cabello Amarillo[3] el que estuvo dirigiendo la lucha más dura.

—Profesor, por favor ¿podemos repasar las proezas del Séptimo en un momento más apropiado? —dijo Niles con impaciencia.

—Sí, por supuesto, solo intentaba crear el marco idóneo para ustedes. —Ahora las fotografías del total de artefactos recuperados quedaron reemplazadas por el mapa del campo de batalla—. Estos artículos se recuperaron dentro de las áreas defendidas por las tres compañías de Keogh. —Al decir eso, las imágenes comenzaron a desaparecer hasta que solo quedaron treinta y siete artefactos—. Tenemos varios artículos aquí que podrían haber contenido el mapa: dos alforjas del ejército, diez talegas de piel, en su mayoría para guardar tabaco, y tres botellas. También hay varias cruces cristianas, pero el artículo más interesante es esta caja de aquí.

Un círculo amarillo se posó sobre una caja de metal oxidada y abollada. Mientras la observaban, el objeto giró ciento sesenta grados para mostrar la parte trasera bajo las viejas bisagras. En el centro apenas se podían distinguir tres letras. La primera estaba prácticamente borrada por el óxido y lo que podía verse con claridad era «W. K.».

Nathan continuó.

—La primera inicial ha desaparecido, pero quedan una «W» y una «K». ¿Ven a lo que me refiero? Esta puede que sea la mejor pista que tenemos, ya que podría haber pertenecido o a Myles Walter Keogh o a un sargento llamado John William Killkerman y vinculado con la Compañía «L». Las probabilidades son del cincuenta por ciento.

—¿Han contactado con el Servicio de Parques Nacionales y han preguntado si la caja de metal contiene algo? —preguntó Niles, intentando controlar su emoción.

—Esa es la mala noticia, me temo. Dicen que aún no han examinado los objetos, que solo los han sometido de momento al limpiado inicial y la fase fotográfica. Actualmente están expuestos en el campo de batalla, antes de que se lleve a cabo algún trabajo forense. Solicitamos acceso, pero la Universidad de Montana nos los denegó porque era su excavación y el Servicio de Parques nos dijo con la boca pequeña algo sobre una responsabilidad compartida.

—Gracias, profesor Nathan. Dígale a su gente que puede que nos hayan salvado el culo esta vez, y prosigan con su investigación. Mandaré a alguien allí. ¿Puede prescindir de alguien para que vaya de acompañamiento? —preguntó Niles.

Hubo silencio al otro lado de la línea y entonces Nathan dijo:

—Sí, puedo prescindir de mí mismo. Mi equipo tiene cosas que hacer y yo no hago más que ponerme en medio.

—Bien, le proporcionaré seguridad y otro voluntario que sepa algo sobre Little Bighorn. Una vez más, gracias, profesor. Prepárese para partir en una hora.

Niles volvió a su silla algo más deprisa de lo que la había abandonado. Respiró hondo y miró a Jack.

—Comandante, creo que es hora de que vaya a Montana.

—Me llevaré a Mendenhall y a Jason Ryan para no tener que hablar demasiado con el profesor Nathan.

—Llévese a Mendenhall, pero le agradecería que dejara aquí al señor Ryan. Necesito que él haga algo y que usted lo planifique antes de que se marche.

—De acuerdo. Alice, ¿has dicho que tenías un candidato que sabe algo sobre Little Bighorn?

—Sí, director. Una tal alférez McIntire —respondió Alice mirando a Jack.

—Bien, recoja sus cosas y avise a Mendenhall y a la alférez. Tendrán un transporte en la base dentro de treinta minutos. Y cuide de Nathan porque no es un hombre de acción que digamos.

Jack asintió y fue hacia la puerta.

—¿Jack? —dijo Niles vacilante, con el teléfono a medio camino de la oreja.

—¿Sí?

—Ryan y usted vuelvan inmediatamente después de haber informado a McIntire y a Mendenhall de sus planes de viaje. El señor Ryan también viajará, aunque un poco más al sur. Y mientras permanezcan en el campo de batalla, tengan cuidado, no sabemos quién más va detrás del mapa. Si Farbeaux está metido en esto, las cosas podrían ponerse feas muy rápido, y no necesitamos perder más soldados en Little Bighorn.

—¿Tiene algo para Ryan que yo deba saber? —preguntó Jack.

—Quiero que actúe de enlace con un elemento de rescate en Panamá. Aún no sé cómo, pero necesitamos algo ahí.

—Buena idea. Tenemos que encontrar un modo de darles información en tiempo real sobre lo que está pasando si podemos llegar ahí abajo.

—¿Jack? —Carl, al teléfono desde Nueva Orleans, no había dicho nada hasta ese momento.

—¿Sí?

—Ten cuidado, colega. Ahí fuera hay tipos malos intentando deteneros. El ataque contra Niles y Ryan confirma que van en serio.

—Lo haré, y tú y la señora Serrate manteneos en contacto y tened cuidado; puede que también vayan tras vosotros. ¿Habéis empezado a recibir el equipo que hemos comenzado a enviaros de nuestros almacenes?

—Sí, el suboficial está disfrutando como un puerco en el fango. Ahora mismo lo tenemos trabajando con nuestros técnicos en la instalación del primero de nuestros regalos.

—Muy bien, capitán de corbeta Everett, nos vemos en cuanto volvamos de Montana.

Jack le guiñó un ojo a Alice y salió de la sala de conferencias bastante seguro de que Little Bighorn no podría llevarse a más soldados estadounidenses.

Diez minutos más tarde, Niles le había explicado a Jack los planes que el presidente y él tenían para Jason Ryan. Jack se había mostrado de acuerdo y se había marchado enseguida para dirigirse al departamento de Transmisiones a solicitar el equipo requerido para la válvula de seguridad suramericana de Niles, dejando a Ryan de pie frente a la mesa del director. El plan dependía de que Ryan y su equipo se encontraran con una plataforma experimental que podría o no usarse. Era cuanto tenían y emplearla sería una apuesta arriesgada, pero Niles aún quería algo, lo que fuera, preparado por si Jack y su equipo se topaban con algún problema ahí abajo.

—Hay aquí un trabajo para usted, teniente.

—Sí, señor.

—He visto su informe de entrenamiento y veo que Jack le ha tenido muy ocupado, ¿no es así?

—Sí, señor, es un…

—Veo que está al día con sus prácticas de salto, ¿es cierto?

Ryan miró a Niles y se quedó un poco desconcertado. En efecto, había terminado sus prácticas de salto, pero había descubierto enseguida, después de que lo lanzaran sobre el Pacífico el año anterior tras un percance naval, que no se le daban demasiado bien los paracaídas.

—Cierto… eh… sí, señor. El informe es correcto.

—Bien. ¿Saltos de alto nivel?

Ryan cerró los ojos y recordó las risas de Jack y Carl cuando hizo los tres saltos requeridos de gran altitud sobre el desierto de Nevada. Además, recordó haber estado gritando durante unos tres kilómetros por el cielo antes de darse cuenta de que eso no le serviría de nada.

—Sí, doctor Compton. Saltos de gran altura.

Niles sonrió ante lo nervioso que estaba Ryan. Después, le pasó un sobre amarillo que contenía sus órdenes de viaje, por las cuales debía presentarse en Fort Bragg, Carolina del Norte, en el oficialmente inexistente complejo del equipo de operaciones Fuerza Delta.

—Con el aparato en el que va a volar, ha de tener entrenamiento en saltos de gran altura por razones de una eventual emergencia.

Ryan leyó sus órdenes y después miró a Niles. Empezó a decir algo y se detuvo, aunque al instante decidió formular la pregunta de todos modos.

—¿No voy a colaborar en eso del río Amazonas?

—No, señor Ryan, colaborará en «eso» de las Operaciones Negras.

Veinte minutos después, Alice asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

—El presidente, por el teléfono rojo.

Niles asintió y Alice desapareció. Vaciló antes de tocar el teléfono situado en la esquina derecha de su mesa. Tenía delante el informe sobre la comprobación de la comparación física que el Europa había completado de la chica de la imagen tomada en San Pedro, y la noticia había confirmado sus peores temores. Por eso ahora tendría que hablarle a un padre preocupado de su hija desaparecida. Deseaba poder habérselo dicho antes, pero por entonces solo tenían conjeturas en cuanto a su identidad. Ahora estaban seguros. Una precisión del noventa y seis por ciento era el máximo nivel de certeza que podía aportar el ordenador, y eso significaba que Kelly estaba, en efecto, en el Amazonas con Helen. Se preparó para lo que venía a continuación y levantó el auricular del teléfono rojo.

—Señor presidente, tengo varios asuntos sobre los que ponerle al corriente, pero primero he de hacerle unas preguntas, si no le importa, y le pido que permanezca atento al ordenador para recibir un correo electrónico con datos adjuntos.

—Muy bien, Niles. Pregunte y envíeme el correo electrónico. Lo único que tengo que hacer es seguir de cháchara con nuestro estimado secretario de Estado. Esto nunca termina.

—Señor presidente, ¿se encuentra su hija mayor en Washington pasando las vacaciones de verano?

—¿Kelly? No, está en Berkeley. Por cierto, me tiene contento. Mandó a paseo a su equipo de seguridad para ir a ver a un chico allí. Llamó y me dijo que no me preocupara; rastreamos la llamada y se había hecho desde una cabina en Los Ángeles. Por aquí es un secreto, pero tengo a unos trescientos agentes del servicio secreto y al FBI intentando encontrarla antes de que la prensa lo descubra. ¿Por qué me pregunta por ella?

Niles le envió la imagen al presidente.

—¿Es esa chica su hija, señor?

El presidente miró fijamente la imagen aumentada.

—¡Maldita sea! ¿Dónde está?

—Esa fotografía se tomó en el mismo barco en el que zarpó la profesora Zachary hace un mes.

Silencio tras la impactante noticia y después:

—Enviaré al secretario de Estado a Brasil para ver si pueden cooperar y mandar algunas tropas a la zona. Mientras tanto, Niles, ¡ponga en marcha a su gente!

La comunicación se cortó ahí y Niles colgó el teléfono. Deslizó los dedos sobre su calva cabeza.

—Este trabajo es cada vez más complicado —murmuró.

Abrió un gran mapa de Suramérica en el monitor del ordenador. Alzó la mano y tocó el curso del río Amazonas. El plástico de la pantalla táctil estaba frío. Cuando cruzó el flujo del gigantesco río, sus dedos trazaron unas líneas rojas que respondieron a su leve presión y entonces vio que ahí por donde deslizaba el dedo, la línea lo seguía haciéndole darse cuenta de lo mucho que esa gráfica se parecía a un rastro de sangre.

Apartó la mano enseguida y miró los puntos que habían sido sus dedos extendidos. El flujo rojo no era solo del color de la sangre, sino que además tenía la forma de cuatro largas garras.

San José, California

El hombre estaba sentado en el compartimento delantero del Learjet. Escuchaba por un único auricular y sonreía mientras captaba exclusivamente la parte de la conversación de Everett. Pero con eso bastó. El capitán Juan Rosolo, antiguo comandante de la división de Seguridad Interna del gobierno colombiano e infiltrado para el cártel de droga de Cali, tenía el lugar de destino para su patrulla especial de hombres. Se aseguró de que el equipo al que enviaría a Montana comprendiera cuál sería el precio del fracaso. La búsqueda del mapa terminaría esa noche incluso a costa de sus vidas, bien de manos de ese comandante Collins o de él mismo.

Ochenta kilómetros al sur de Billings, Montana

Tres horas después

—¿Dónde estás, Jack? —preguntó Niles por el teléfono de seguridad codificado.

—Ahora mismo estamos a unos ocho kilómetros del campo de batalla en US 212; hemos aterrizado en el aeropuerto de Logan, en Billings, alrededor de las seis cuarenta. ¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Jack mirando hacia Mendenhall, que estaba conduciendo. Sarah y el doctor Allan Nathan estaban en el asiento trasero debatiendo los méritos del despiadado método de ataque de tres puntas del general Sheridan empleado para la campaña contra los indígenas en 1876.

—Jack, estoy preparándome para llamar al presidente. Hemos recibido una noticia inquietante sobre una pareja de pasajeros a bordo del Pacific Voyager. Son empleados del Departamento de Defensa, Jack, es todo lo que diré por esta línea. Ahora más que nunca, tened cuidado; estáis muy lejos de la ayuda.

—Advertencia recibida y apreciada, Niles. Gracias.

La comunicación se cortó y Jack cerró su móvil. Durante un momento nadie habló mientras Mendenhall salía de la autopista en la salida del campo de batalla. Jack alargó la mano y encendió el aire acondicionado antes de cerrar los ojos, pensativo.

—Mire esto, comandante —dijo Mendenhall señalando fuera de la ventanilla, a lo lejos. Los pasajeros del asiento trasero se quedaron también en silencio, ya que habían visto la misma imagen contra el cada vez más oscuro cielo del este.

Un escalofriante mutismo se apoderó del coche de alquiler mientras avanzaban por la pista asfaltada. «Conciencia histórica» no era el término que Jack emplearía; era otra cosa. Se sentía así en muy raras ocasiones, pero lo reconocía. Miró las lápidas cuya blancura resplandecía y que descansaban sobre una pequeña elevación del terreno, con las más altas en el centro recibiendo el sol de última hora de la tarde. Tenía una sensación de pérdida, o más concretamente, la sensación de estar cerca de un suceso, de un momento en el tiempo que sobrepasa a la mera historia.

El campo de batalla de Little Bighorn era un lugar que será recordado para siempre. En Last Stand Hill, un hombre llamado Custer cayó junto a doscientos sesenta y cinco de sus hombres. Fue también el sitio donde innumerables indígenas habían luchado y muerto por su derecho a existir.

Sarah y Nathan sabían, más allá de toda duda, que tenía que ser uno de los lugares más cautivadores del mundo. Un pequeño escalofrío recorrió la espalda de Sarah mientras el automóvil pasaba por un guardaganado de acero que cruzaba el río Little Bighorn.

—Siempre había oído decir a la gente que este emplazamiento era espeluznante y ahora sé a qué se referían —dijo Sarah mientras observaba las lápidas desdibujarse por la colina.

—No sé si esos soldados tuvieron que haber estado aquí, comandante —dijo Mendenhall mirando por la ventanilla.

Jack no hizo ningún comentario, porque creía que el sargento tenía razón. Los soldados no tuvieron que haber estado allí, ni entonces ni ahora.

Varios coches se cruzaron con ellos por la sinuosa carretera. Al entrar por el portón, pudieron ver a más de veinte nativos americanos meter pancartas en la parte trasera de camionetas y furgonetas mientras se preparaban para marcharse. Unos cuantos incluso saludaron cuando los adelantaron con el coche.

Al cruzar el portón en dirección a la oficina de turismo, no se percataron de que dos grandes todoterrenos esperaban a un kilómetro y medio de distancia, a un lado de la carretera y fuera de la zona de acampada de autocaravanas.

Jack, Mendenhall, Sarah y el doctor Nathan recorrieron el camino después de aparcar junto a la oficina de turismo. Ahora eran cerca de las siete y media y la zona estaba desierta con la excepción de una camioneta verde que tenía el emblema del Servicio Nacional de Parques en la puerta.

Jack probó primero con la puerta del museo del campo de batalla y comprobó que estaba cerrada con llave. Se acercó y miró por el cristal, así pudo ver que el edificio estaba vacío. Había materiales de construcción por todas partes, como si la oficina de turismo y el museo estuvieran preparándose para una expansión más que necesaria. Sin embargo, los obreros se habían marchado hacía horas.

—Hola, lo siento, el museo cierra a las seis los días laborables —dijo un hombre avanzando hacia ellos. Llevaba un sombrero de guarda forestal y un uniforme color tostado.

Jack dio un paso adelante y le estrechó la mano.

—Soy Jack Collins; creo que mi jefe se ha puesto en contacto con usted desde Washington —dijo, y se percató inmediatamente de que el hombre estaba armado.

—¿Es usted el comandante? —preguntó el guarda estrechándole la mano.

—Así es.

—Esperábamos que llegaran antes de la hora de cierre, comandante. Mis compañeros están cerrando los portones ahora mismo y los demás recorriendo la zona de Reno Hill para asegurarse de que nadie se queda dentro.

—Escuche, tenemos que ver las exposiciones. Es muy importante —aseguró Jack soltando la mano del hombre.

—Seguridad Nacional, le he oído decir a su jefe. ¿En qué departamento ha dicho que trabajan?

—En el Instituto Smithsoniano, y la señora McIntire y el doctor Nathan vienen en representación de los Archivos Nacionales —respondió Jack con una mentira que se le escapó con facilidad de los labios.

—Bueno, mi jefe de Washington dice que les deje pasar, así que supongo que les dejaremos. Pero debo pedirles que nadie toque nada del museo. Solo pueden mirar, ¿está claro? —preguntó examinándolo.

Asintieron.

—Bueno, pues en ese caso, bienvenidos a Little Bighorn. Soy el guarda del parque, McBride y, si nunca han estado aquí, van a llevarse una agradable sorpresa —dijo orgulloso mientras sacaba un gran llavero de su bolsillo.

McBride abrió la puerta que guardaba el pasado de Custer, de sus hombres y de los indios norteamericanos que habían infligido la mayor y más sorprendente derrota al ejército estadounidense en la historia del Oeste americano, y los demás lo siguieron adentro.

Había otro guarda situado en el portón delantero despidiéndose y bromeando con un grupo de protestantes cheyenes del norte que formaban parte del reavivado Movimiento Indio Americano, hombres a los que el guarda del parque había llegado a conocer por su nombre, ya que muchos acudían allí a diario por turnos para mostrar al público su descontento con la situación actual de los asuntos indios en Washington, cuya presencia, como siempre, era a efectos prácticos inexistente y de escaso valor. El guarda se rió con ellos; se había hecho muy amigo de algunos. Unos cinco eran miembros de sus departamentos de policía del consejo tribal y llevaban chapas dentro de sus abrigos. Cuando el guarda comenzó a cerrar el portón, se detuvo al ver dos grandes todoterrenos Mercury bajando por el camino asfaltado que casi atropellaron a dos cheyenes cuando pasaron por su lado, los cuales respondieron con miradas cargadas de furia y soltando improperios. El guarda se detuvo con el portón parcialmente abierto y salió a recibir a los visitantes. Alzó la mano cuando el primer vehículo se detuvo junto a la puerta.

—Lo siento, chicos, volvemos a abrir mañana a las ocho de la mañana —dijo al acercarse a la ventanilla del copiloto.

La ventanilla descendió y el guarda se topó de frente con un hombre de poblado bigote. El guarda vio la pistola con silenciador cuando el hombre la alzó y le apuntó a la mejilla. La puerta trasera del todoterreno se abrió y lo metieron dentro. Lo dejaron inconsciente y solo con la ropa interior. Un hombre de aproximadamente el mismo tamaño y peso se vistió rápidamente con el ridículo uniforme de guarda y bajó del vehículo. Abrió el portón y los dos coches entraron en el parque; después, el hombre cerró el portón con las llaves que seguían colgando del cerrojo. A continuación, el impostor fue hasta la camioneta del guarda y siguió a los dos vehículos en dirección a la oficina de turismo.

La extraña escena que se había desarrollado en el portón principal no había pasado desapercibida. Quince indios cheyenes situados a no más de doscientos cincuenta metros sabían que el parque quedaba cerrado a los visitantes por la noche. Además, también eran conscientes de que un lugar que consideraban sagrado estaba llenándose de nuevo de hombres blancos y eso era una muy mala noticia.

Cuando los cuatro visitantes entraron en el salón de exposiciones, McBride encendió la luz y el museo cobró vida a su alrededor. Había magníficas representaciones de todas las tribus que habían tomado parte en la batalla, además de maniquíes vestidos con uniformes del Séptimo de Caballería y otros ataviados auténticamente como los indios de las llanuras. Guardados en vitrinas, había artefactos aportados por numerosas fuentes que habían ido llegando después del veinticinco de junio de 1876. Había bridas de caballos, varios rifles oxidados y rotos y revólveres Colt. Balas y cañones de todos los calibres estaban expuestos junto con unos chifles para la pólvora de los viejos fusiles de chispa empleados por algunas tribus. Puntas de lanza y puntas de flecha rotas estaban bien protegidas detrás del cristal. Había reproducciones de la bandera del regimiento, la bandera azul y roja que lucía dos sables cruzados elegidos personalmente por Custer. Jack observó atentamente esos artículos y se giró hacia McBride.

—Las piezas que nos interesan son los hallazgos recientes de la excavación que acaba de concluir.

—Ah, sí, esos son trasladados al almacén todos los días para que se pueda seguir trabajando con ellos hasta el mediodía. Es el precio que tuvimos que pagar para poder tenerlos expuestos. Por aquí están. —Señaló una puerta en la parte de atrás del museo.

—Esto sí que es un negocio próspero; no me lo esperaba, para ser sincera —dijo Sarah asombrada.

McBride se detuvo con las llaves en la mano y se giró hacia Sarah.

—Hace mucho tiempo descubrimos que hay algo que se ha posado en la acumulativa psique norteamericana sobre la batalla que se produjo aquí, ya sean indios o de otras culturas. Es difícil saberlo, porque ha habido muchas otras derrotas bastante más devastadoras en este continente para el ejército norteamericano —dijo al introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta—, pero por alguna razón la batalla de Little Bighorn persigue a este país, tal vez no porque fuera la última ofensiva de Custer y sus soldados, sino porque quizá resultó la última para los hombres y las mujeres contra los que luchó. Puede que estas tribus ganaran la batalla, pero eso los condenó a ir deambulando y, por lo tanto, los destruyó. Lo que yo creo es que los norteamericanos siempre han apoyado a los desfavorecidos y este emplazamiento les recuerda lo que le hicimos a esta gente maravillosa. Además, todos los hombres, tanto de un bando como de otro, al menos en este lugar, tuvieron que ser los más valientes de su tiempo. Se les puede sentir aquí. Incluso se les puede ver cuando estás solo.

Sarah sabía de qué estaba hablando el guarda; sabía que todos lo habían sabido desde el momento en que habían visto las lápidas en Last Stand Hill. Ese lugar estaba vivo y todos podían sentirlo.

McBride encendió las luces y acompañó al cuarteto hasta una habitación que tenía mesas de examen desde un extremo a otro. Los artefactos que habían ido a estudiar se encontraban en distintas posiciones sobre la mesa; los habían dejado tal cual cuando habían cerrado el laboratorio hasta el día siguiente. Jack y los demás lo miraron todo con asombro.

—Ahí los tienen. Los últimos hallazgos. Son cosas increíbles, eso seguro —dijo McBride.

Los ojos de Jack se posaron inmediatamente en la vieja alforja desgastada por el tiempo. La parte baja se veía completamente podrida bajo una lámpara circular. Se acercó y encendió la luz antes de coger una silla y sentarse.

—¡Ey! ¡He dicho que no podían tocar nada! —gritó McBride.

—Tranquilo, jefe, no hemos venido a estropear nada —dijo Mendenhall al agarrar el brazo del hombre, sujetándolo, mientras que con la otra mano le quitaba hábilmente su pistola de 9 mm.

—¿Qué coño es esto? —protestó McBride.

—Creo que ya le han dicho que se trata de un asunto de Seguridad Nacional —dijo Mendenhall.

—De verdad, no vamos a estropear nada —apuntó Sarah en un intento de calmar al guarda.

—¡Madre mía! —fue todo lo que el doctor Nathan pudo decir al ver la pistola que Mendenhall le había quitado a McBride.

Jack seguía observando por el cristal de aumento.

—¿Han encontrado algo en esta alforja? —Miró al guarda, al que Mendenhall mantenía inmovilizado.

—No, aún no la han examinado.

Jack asintió y respiró hondo. Se inclinó hacia delante y observó de nuevo la vieja talega de cuero. Agarró un par de pinzas grandes y, con delicadeza, alzó una pequeña esquina de la solapa. La tela se rasgó y Jack maldijo.

—¡Va a destruirla! —gritó furioso el guarda.

Nathan dio un paso al frente y le quitó las pinzas a Jack.

—Creo que podemos verla por rayos X, sargento. Eso debería mostrarnos el contenido con bastante claridad. —El profesor Nathan, con mucho cuidado, llevó la talega a la zona de rayos X del laboratorio, situada detrás de una pantalla.

—Como un elefante en una cacharrería —farfulló Sarah al acercarse a la mesa para examinar la vieja caja de acero que se había recuperado junto con la alforja.

Jack se encogió de hombros ante el reproche de Sarah.

Hicieron falta cinco minutos para que Nathan tomara las imágenes de la alforja. Informó:

—Los únicos objetos que quedaban en las alforjas eran más que probablemente orgánicos, tal vez raciones de campaña que los indios no encontraron. Nada que se acerque remotamente a una cruz, me temo. No había restos de metal en el cuero e incluso los remaches se habían corroído.

—¡Joder! —Jack se giró hacia Sarah.

Estaba dándole la vuelta a la caja de metal y Jack vio que era la misma caja de las fotografías que les habían mostrado en el complejo. Las iniciales «W. K.» estaban en la parte trasera, entre las oxidadas bisagras.

—Ábrela —ordenó Jack.

—No pienso abrir esto. No puedo hacerlo sin cargármela —protestó.

—Pues entonces, ¿por qué no la suelta? —preguntó McBride, furioso por el destrozo que esa gente podía causarle a los valiosos descubrimientos que él se encargaba de proteger.

—Estamos buscando una cruz, ¿por qué no nos ayuda?

—Porque mi contrato no dice nada sobre ayudar a vándalos y ladrones —le respondió a Sarah. Después, dio media vuelta y se puso frente a Mendenhall, que hizo girar la automática del guarda en su dedo índice antes de, rápidamente, volver a meterla en la pistolera de McBride.

—Ahí tiene, guarda, un gesto de confianza y de buena voluntad. Si destruye la caja buscando la cruz, puede dispararme —dijo Mendenhall mirando a Jack, que asintió con la cabeza.

McBride miró a otro lado, pensativo. Después miró a Will Mendenhall y acercó su mano derecha a su pistolera, aunque se quedó a medio camino. Entonces agachó la cabeza y se relajó.

—¡Joder! —exclamó Sarah. La había puesto en evidencia. Soltó la caja.

Jack sacudió la cabeza y apretó los labios.

—Bueno, eso es todo. Eran los únicos objetos relacionados con Keogh.

McBride se aclaró la voz.

—No me pregunten por qué voy a decirles esto —dijo acercándose a la mesa de examen que tenía más cerca. Mendenhall miró al sargento, que se encogió de hombros—, pero esos no son los únicos objetos que el capitán Keogh llevaba encima en el momento de su muerte. —Alargó la mano y levantó el paño negro que cubría una cruz cristiana colocada en la mesa para su examen.

A Sarah se le aceleró el corazón cuando vio lo que tenían delante. Era una cruz grande, de unos dieciocho centímetros por diez de ancho que no se parecía a ninguna de las cruces que habían visto en las fotos durante la reunión del Grupo Evento.

—Esa no aparecía ni en las fotografías ni en el informe que hemos recibido —dijo Jack.

—Bueno, no la han catalogado hasta esta tarde.

—¿Qué le hace pensar que era de Keogh? —preguntó Sarah.

—Tras su descubrimiento, la han limpiado y examinado los expertos —respondió McBride dirigiéndose a Jack—. Lleva su nombre en letras pequeñas en el travesaño de la misma cruz. Además, nuestros historiadores también saben que es de Keogh porque hay varios relatos que coinciden en que tenía una igual que le entregaron justo antes de abandonar el fuerte.

Jack se quedó mirando a McBride durante un momento mientras recordaba la historia de Libby Custer que Niles había mencionado. Sabía que el hombre tenía que estar diciendo la verdad porque no solo era guarda del parque, sino que también era guía turístico y, para ello, debía acumular muchos conocimientos sobre la batalla y los extraños aspectos que la rodearon.

Se acercó y miró la cruz de cerca. La levantó, le dio la vuelta y… ¡cómo no! Grabado detrás estaba el nombre: «Myles Keogh, por el servicio papal».

—¡Joder!

Sarah se alzó de puntillas para verla; se le pusieron los ojos como platos y, con cuidado, apartó la cruz moteada de óxido de los dedos de Jack. ¿Por qué no la han visto los expertos del Servicio de Parques?, se preguntó mientras miraba la base.

—El papa y su gente de documentación eran muy astutos. —Les indicó a los demás que se aproximaran mientras sentía que se le ponía la carne de gallina. Lentamente, giró la sección final de la cruz y todos la oyeron crujir entre sus dedos. McBride se estremeció pensando que la había roto. Después escucharon un pequeño ¡pop!, como si se hubiera descorchado una botella.

—¿Le gustaría hacer los honores, guarda McBride? —le preguntó Sarah mientras sostenía la cruz.

Él sacudió la cabeza rápidamente. No quería tener nada que ver con el nuevo descubrimiento que había hecho esa mujer, quienquiera que fuera.

Sarah miró a Jack.

—Tú primero, Sherlock —respondió él.

Con cuidado, Sarah le dio un toque a la parte superior de la cruz mientras los demás se inclinaban despacio. Nathan tenía la boca abierta, como si eso fuera a ayudar a liberar lo que hubiese ahí dentro. Ella le propinó otro golpecito, pero no pasó nada. Le dio una vez más y, de nuevo, nada. La sacudió más fuerte contra la mesa de acero inoxidable y todos pudieron ver el extremo de un papel amarillento. Sarah tragó saliva y soltó la cruz. Cogió un par de pinzas y unos guantes antes de levantar aquel objeto y utilizar las pinzas para tirar del extremo del papel que asomaba. Salió con la misma facilidad que si lo hubieran metido allí ayer mismo. Dejó las pinzas y la cruz y, con cuidado, desdobló el papel. Este crujió por los pliegues, pero Sarah continuó. Partículas de una fibra muy antigua flotaban alrededor del mapa. Cuando por fin estuvo abierto, todos soltaron un suspiro colectivo de alivio.

El mapa medía veintiocho centímetros por dieciocho. Su letra cursiva y sus ilustraciones eran meticulosas. Sarah respiró hondo y dejó escapar un pequeño grito que sobresaltó a los demás y que hizo que Nathan agachara la cabeza como si un fantasma hubiera intentado atraparlo.

—Lo siento —dijo ella.

—¿Qué es? —preguntó McBride.

—Solo un mapa de quinientos años de antigüedad que fue escrito por un hombre muy valiente —respondió con orgullo.

Mientras lo examinaban, pudieron ver que resultaba muy detallado y que mostraba claramente la ruta hasta el valle y la gigantesca laguna. Incluso tuvieron que sonreír al ver que la zona estaba marcada con una pequeña equis. Después, todos advirtieron una cosa en la parte baja, cerca del punto que marcaba la laguna y con una letra más redonda que la otra: una advertencia que Padilla había escrito para que cualquiera pudiera leerla. Por desgracia, todos menos el guarda comprendieron el sencillo español inmediatamente.

«Aguas negras satánicas».

—¿Qué dice? —preguntó McBride justo cuando el sonido de un helicóptero penetró en la estructura de madera.

Sarah lo miró y, después, miró a los demás.

—Traduciéndolo por encima, «las aguas negras de Satán» —respondió un segundo antes de que las balas atravesaran la puerta, alcanzándola a ella y al guarda McBride.

Jack y Mendenhall sacaron sus pistolas y se echaron al suelo antes de que los ecos del ataque se hubieran desvanecido. Jack fue arrastrándose hasta Sarah, que estaba paralizada en el suelo, donde había caído y había intentado, en vano, cubrir al guarda del parque. Cuando descubrió sangre formando un lago cada vez más ancho alrededor de los dos cuerpos, su propia sangre se le heló en las venas.

Mendenhall realizó tres rápidos disparos; dos de ellos se incrustaron a ambos lados de la puerta y otro la atravesó después de desviarse de Sarah y McBride. El sargento no podía creer lo que estaba viendo cuando el profesor Nathan se quedó allí de pie mientras las balas impactaban contra las paredes de la sala de examen y, después, echó a andar lentamente hacia la parte trasera de la sala de examen, como si no estuviera sucediendo nada fuera de lo normal. Al parecer, el repentino estallido de violencia había desarticulado el proceso mental del profesor y creía que con marcharse de allí se detendría todo. Y Mendenhall vio lo que lo había provocado: por la barbilla de Nathan goteaban sangre y masa encefálica.

—¡Agáchese, profesor, por el amor de Dios! —gritó al efectuar dos disparos más a través de la puerta cerrada.

—¡Sarah, Sarah! —gritó Jack por encima de los disparos.

Le dio un vuelco el corazón cuando ella se giró y rodó bajo la mesa de laboratorio donde él estaba tendido.

—¡Dios! ¿Estás bien?

—Sí, una me ha alcanzado en el hombro. No es una herida muy grande, aunque me escuece muchísimo. Pero al guarda McBride lo ha alcanzado una en la cabeza.

—¡Joder! —exclamó Jack. Alzó la mirada y vio los pies de Nathan avanzando lentamente hacia la puerta trasera—. ¡Nathan, agache el culo! —gritó.

—¡Está en shock, comandante! —gritó Mendenhall.

Más disparos automáticos detonaron y trozos de pared empezaron a volar a su alrededor al mismo tiempo que todavía más balas impactaban contra las mesas de examen.

Nathan seguía avanzando hacia la puerta de acero; Mendenhall se levantó y respondió al ataque. Seis balas salieron de su Beretta e impactaron contra la pared que separaba la sala de examen del museo mientras intentaba cubrir al abstraído profesor. Después, fue como si el infierno saliera a través del falso techo cuando más balas penetraron el tejado del edificio. Un arma de gran calibre acababa de abrir fuego desde el helicóptero que no podían ver.

Jack rodó hasta que su cuerpo chocó contra el de McBride. Sintió la sangre aún caliente del guarda calándose por su camisa y por el cortavientos. Rápidamente, giró al hombre y le quitó la pistola. Era una Beretta como la suya. Miró el cinturón de McBride, abrió una de las bolsas de cuero y sacó dos cargadores de munición de 9 mm. Le pasó el arma y los cargadores a Sarah, que inmediatamente comprobó la recámara del revólver y le quitó el seguro. Sin levantarse, Jack estiró el brazo y comenzó a palpar alrededor de la mesa hasta que sus dedos encontraron lo que estaban buscando: el mapa de Padilla. Rápidamente, se lo guardó en el bolsillo y casi lo partió en dos al hacerlo. Después, volvió a rodar. Agarró a Nathan del pie, le tiró de la pierna y lo enganchó del cinturón hasta hacer que el profesor cayera de espaldas.

—¡Ahora quédese aquí abajo, Nathan, joder! —susurró Jack al darle dos patadas a la puerta—. Es una puerta de acero y está cerrada con llave. ¿Qué le pasa?

Más fuego entró por la puerta principal y alcanzó los costosos equipos que cubrían las paredes.

—Will, coge el móvil y mira a ver si puedes contactar con el sheriff del condado. No podemos quedarnos aquí —dijo Jack al disparar cinco veces contra la cerradura de la puerta de acero. Se quedó satisfecho cuando el cromo se desintegró bajo la acometida de las 9 mm.

Con una mano temblorosa, Nathan se limpió la sangre de la mejilla y de la mandíbula.

—Yo… yo… no pensaba…, yo solo…

Jack ignoró las divagaciones del profesor mientras volvía a dar una patada a la puerta que, en esa ocasión, se abrió dejando pasar el aire fresco. Fueran quienes fueran sus atacantes, debieron de haber oído la puerta abrirse porque Jack oyó pisadas saliendo a toda prisa del interior del museo. Primero Jack instó a Sarah a escapar por la puerta y después, rápidamente, se levantó y cargó con el profesor. Miró a Mendenhall, que tiró su teléfono móvil después de que las balas lo hubieran destrozado, casi arrancándoselo de la mano. A continuación, disparó los cinco últimos proyectiles desde la puerta de acero. Al salir, sacó el cargador vacío e insertó el único que le quedaba.

El aire fresco avivó a Jack según corrían desde la oficina de turismo hacia el aparcamiento. De no haber sido por Sarah, se habrían topado con varios hombres corriendo hacia ellos desde el aparcamiento de grava: Jack había empujado a Nathan sobre la hierba al ver a Sarah dejarse caer en posición de defensa. Unos visores láser los apuntaban bajo la luz del crepúsculo cuando él mismo, después de tenderse bocabajo inmediatamente, inició el tiroteo; una bala acertó al hombre que corría en primera posición y Mendenhall le disparó dos veces. Sarah se giró, quedando tumbada bocarriba hacia la oficina de turismo, y realizó tres rápidos tiros a cinco hombres que salían corriendo de allí. Para asombro de Jack, dos cayeron; uno, agarrándose la pierna y el otro, desplomándose sobre la grava que rodeaba el edificio antes de yacer inmóvil.

—¿Has podido contactar con alguien antes de que se rompiera el móvil, Will? —preguntó Jack.

—No había cobertura. ¡Me temo que estamos bien jodidos, comandante! —gritó Mendenhall.

Jack disparó cinco veces más en la dirección de sus atacantes. Derribó a uno y, por lo que pudo ver en la penumbra y exceptuando al que acababa de herir, aún quedaban cinco más saliendo de la oficina de turismo y, por lo menos, otros tres del grupo procedente del aparcamiento. Inmersos en una oscuridad cada vez más intensa, Jack disparó dos veces y Mendenhall una antes de que, bajo órdenes de Jack, se giraran a la vez y salieran corriendo, Jack con el anciano profesor cogido del brazo y ayudándolo cuanto pudo. Como brotando del crepúsculo, se produjeron más detonaciones que oyeron y vieron dejando marcas en la hierba que los circundaba. Entonces captaron el sonido del helicóptero proveniente de algún punto al otro lado de una colina y dirigiéndose hacia donde se encontraba Jack, que pudo distinguir munición trazadora impactando contra la grava que lo rodeaba antes de que el helicóptero negro desapareciera por una pequeña elevación.

—Sarah, ve hacia la ladera, a esa valla de hierro. ¡Deprisa, tenemos que ponernos a cubierto! —gritó Jack al girarse rápidamente y disparar a las figuras que los perseguían en la negrura. En esa ocasión no vio a nadie caer, pero Mendenhall, que había disparado al mismo tiempo que Jack, derribó a otro de los que los perseguían.

Sarah estaba sin aliento para cuando llegó a la valla externa que circunvalaba Last Stand Hill. Al abrir el portón, que no estaba cerrado con llave, se giró y vio a Jack seguido por el profesor. Pudo apreciar que también Mendenhall los seguía. Se agachó y lanzó seis disparos a la noche, haciendo que los acosadores vacilaran momentáneamente. Al instante, las siluetas de los asesinos se encorvaron. Aprovechando que Sarah estaba cubriéndolo, Mendenhall pudo correr casi treinta metros hasta el cementerio, que estaba abierto. Llegó al punto donde se hallaban Jack y Nathan y se agachó detrás de la primera lápida que encontró. Después se alzó y, tras disparar cinco veces más hacia las tinieblas, oyó un satisfactorio grito cuando una de las balas de 9 mm alcanzó su objetivo.

—¡No me quedan balas! —gritó al extraer el cargador vacío.

Sarah le lanzó uno de los cargadores de la Beretta que le sobraban y Mendenhall lo colocó. Jack expulsó el suyo e insertó el último que le quedaba. Esa era la única munición que tenían ya. El helicóptero apareció por encima de la colina y Jack lo identificó como un Bell ARH, el último helicóptero de ataque que había salido al mercado. Quienesquiera que fuesen esos tipos estaban bien financiados. Jack sabía que el ARH estaba equipado con un FLIR, un sistema de infrarrojo de localización de objetivos, lo cual significaba que, por muy oscuro que estuviera, podían ubicarlos y matarlos. De nuevo, el pájaro negro descendió hacia ellos disparando y a punto estuvo de alcanzar a Sarah y al profesor mientras las balas desconchaban las tumbas de piedra que los envolvían. Pudo sentir el viento cuando el piloto, en un gesto de arrogancia, voló lo suficientemente bajo como para levantar una nube de hierba seca.

—Cubríos y elegid vuestros objetivos; puede que todo este ruido atraiga al resto de guardas del parque —dijo rápidamente al lanzar dos disparos.

Collins fue respondido con una ráfaga constante de disparos automáticos que impactaron contra la lápida tras la que se ocultaba. Una vez pasó, se giró en busca de Sarah y no le sorprendió ver que se había movido y había ocupado posiciones justo detrás de él. La lápida que la cubría, y que además marcaba una tumba carente de cuerpo donde se leía «Boston Custer», en el centro «Civil» y, finalmente, abajo del todo, «Cayó aquí el 25 de junio de 1876». Mientras lo veía, tres balas impactaron contra ella y levantaron la parte superior de la piedra. Sarah se irguió y disparó. Tras ellos se encontraba la alta lápida erigida en honor de todos los caídos. La verde hierba que la rodeaba de pronto se levantó cuando una larga ráfaga de balas la arrancó. Jack maldijo, se enderezó y disparó cinco veces a la oscuridad. Alcanzó a dos hombres, que cayeron gritando, y retrocedió justo a tiempo cuando la lápida tras la que se encontraba se desintegró. Rodó hasta otra sintiendo cómo se le clavaban piedras en la espalda y en el pecho. El rugido de la turbina del Bell ARH anunció su presencia al volar bajo por encima de sus cabezas.

—¡Joder! —gritó.

Mendenhall lanzó un grito cuando una bala rebotó en una lápida y esquirlas de piedra impactaron en su frente.

—¡Joder! —repitió.

Jack miró a su alrededor buscando a Nathan, que estaba gateando apresuradamente para ocultarse detrás de la lápida más grande, donde las balas habían levantado la hierba un momento antes. Después desvió la atención hacia la ofensiva que llegaba por delante. Vio a cinco hombres corriendo en zig zag hacia el cementerio. Apoyó la espalda contra la lápida y cerró los ojos. Estaba intentando pensar en cómo darles tiempo a Sarah y a Nathan para escapar cuando, de pronto, se oyeron gritos y unos fuertes disparos detonaron detrás de ellos, desde el otro extremo del cementerio. A continuación, el sonido de varios disparos retumbó a la derecha de sus atacantes. Dos hombres cayeron agonizantes cuando los balazos horadaron su carne. Jack logró levantarse y disparar a los hombres que corrían; derribó a uno y le pareció haber herido a otro. Mientras observaba, sumido en la confusión, el helicóptero ARH se acercó y bruscamente se giró en dirección al sur.

—¿Quién coño está ahí? —preguntó Mendenhall.

Se oyeron más gritos en la noche según se abría fuego, ahora, por la izquierda. Quien fuera que había ido en su ayuda tenía a sus atacantes sumidos en un infierno de fuego cruzado. Se produjeron varios estallidos y, a continuación, el sonido de un megáfono.

—Les habla el Servicio de Parques de Estados Unidos, ¡bajen sus armas!

Los asaltantes no escucharon y abrieron fuego en la dirección de la voz amplificada. Jack aprovechó los destellos de los fogonazos y derribó a un hombre más, aunque ahí acabó todo, se quedó sin munición. De pronto, más gritos hicieron que se le helara la sangre cuando más disparos cayeron sobre los hombres restantes. Y así, tan repentinamente como había dado comienzo su rescate, terminó. Se produjo ese escalofriante silencio que viene después de un tiroteo y que va contra toda razón. Súbitamente, el campo se iluminó cuando se encendieron los focos del cementerio. Varias camionetas llegaron y el megáfono volvió a oírse.

—¡Los del cementerio, suelten sus armas y levanten las manos!

Jack tiró su Beretta al suelo y se levantó.

—¡No disparen! ¡Comandante Jack Collins, Ejército de Estados Unidos, en el campo de batalla por asuntos de Estado!

—Sí, claro, eso ya lo veremos —contestó una voz sin la ayuda del megáfono.

Jack, Mendenhall y Sarah se levantaron, no como Nathan, que aún no estaba en condiciones de hacerlo; parecía que la gran lápida de piedra y la valla de alrededor le resultaban cómodas. Vieron a un hombre de constitución grande, ataviado con una camisa tostada y unos pantalones verdes, caminar hacia la luz. Lo seguían dos guardas más y, para sorpresa de Jack, unos quince nativos americanos.

—¡Joder! —fue todo lo que Jack acertó a decir.

Los indios llevaban pistolas y seguían a los guardas en dirección al cementerio mientras más hombres vigilaban a los atacantes, que yacían en la hierba muertos, o casi.

Lentamente, se vieron rodeados por sus salvadores y Jack tuvo que sonreír a los manifestantes, no pudo evitarlo.

—¿Puedo preguntar qué tiene tanta gracia? —le interrogó el guarda más grande mientras lo cacheaba.

Jack miró a los indios, que asentían con sus cabezas y que le daban mil vueltas al guarda porque ellos sí que entendían la gracia que había encontrado Jack en toda esa situación. Fue uno de ellos el que, finalmente, lo comentó. Con una escopeta doblada sobre el codo, el hombre dio un paso al frente; un sombrero negro de vaquero oscurecía las dos largas trenzas del policía cheyene.

—Sonríe por la ironía, guarda Thompson, porque la última vez que tuvimos rodeado a un oficial del ejército norteamericano en este mismo lugar no estábamos de humor como para salvarle el culo de las balas.

—Me alegra que esta vez hayan estado de mi parte —dijo Jack al alargar la mano hacia el manifestante del Movimiento Nativo Americano.

El hombre se la estrechó.

—A lo mejor han tenido suerte de no identificarse antes de que detuviéramos los disparos —respondió el hombre sonriendo.

Y ese simple gesto y comentario puso fin a la segunda batalla de Little Bighorn.

Dos horas después, Jack, Mendenhall, Sarah y el profesor Nathan estaban esposados y sentados en una gran sala frente al sheriff del condado y un agente de la oficina local del FBI de Billings, Montana.

Los cuatro habían dicho poco, aparte de darles las gracias a los indios que los habían sacado de un gran aprieto. El agente del FBI caminaba de un lado a otro de la sala frente a ellos, deteniéndose de vez en cuando para mirar a alguno. Ellos sonreían y lo estudiaban también, frustrando al hombre hasta el extremo. Ahora estaba observando a Nathan porque el profesor había apartado la mirada y tal vez eso era señal de que le había dado en su punto débil. El federal estaba a punto de sacarlo de la sala e interrogarlo a solas cuando el teléfono sonó y el sheriff del condado contestó con gesto aburrido.

—Interrogatorios —dijo—. Es para usted. —Le acercó el teléfono al agente del FBI.

—Agente especial Phillips. Sí, así es, tenemos dos guardas de Parques Nacionales muertos y… bueno, sí, pero escuche, señor Compton, no sé quién se cree que… ¿Sí? ¿Mi director? —preguntó tragando saliva con dificultad—. Sí, señor; no, señor… entiendo… Sí, señor, Seguridad Nacional, pero… pero… sí, señor, inmediatamente —dijo al devolverle el teléfono al sheriff y sin levantar la vista de sus brillantísimos zapatos. Después, se colocó la corbata, pese a que no le hacía falta, y se dirigió al sheriff.

—Suéltelos.

—¿Qué? ¿Con qué autoridad…? —protestó el sheriff.

—Con la autoridad del director del FBI y, por encima de él, con la del presidente de Estados Unidos. ¿Necesita más nombres? —dijo furioso—. Ahora, quíteles las esposas.

Jack miró a Sarah y a Mendenhall y enarcó las cejas.

—¿Puedo usar su teléfono, sheriff?

El estupefacto sheriff del condado le pasó el teléfono a Jack.

—Y seguro que, encima, es a larga distancia —farfulló.

Jack marcó el número apresuradamente y esperó mientras conectaba con la línea protegida del Grupo. Tras una serie de tonos y de ruido estático, obtuvo respuesta.

—Compton —dijo la voz.

—Soy Collins. Esta línea no es segura.

—Confirmado, línea telefónica no segura. Ahora, ¿estáis bien? ¿Sarah, Will, Nathan?

—Sí, estamos bien. Niles, tenemos el objeto en nuestro poder —dijo al apartarse del sheriff.

—¡Gracias a Dios!

—Escucha, la gente que nos ha atacado… La oficina del sheriff y el FBI los han identificado como colombianos. ¿Le dijiste a alguien más que estaríamos aquí en Montana?

—Al capitán Everett, ¿recuerdas? Estuvo presente en nuestra conferencia desde su ubicación en Nueva Orleans —respondió Niles, quien de inmediato comprendió adónde quería llegar Jack.

—¿Utilizó Everett una línea fija?

—Sí, su móvil no tenía cobertura. El final de su conversación no estaba cifrado.

—Debían de tenerla pinchada, lo que llamamos un SATAG en el teléfono. Eso significa que puede que le hayan seguido la pista hasta Nueva Orleans y que, mediante nuestra conferencia, nos hayan seguido a nosotros hasta Montana. ¿Dónde está Carl ahora?

—Preparando el transporte de la expedición en Nueva Orleans —respondió Niles.

—Llámale y dile que utilice solo su móvil seguro y que tenga cuidado con las visitas. Envíale más seguridad; puede que haya más compañía dirigiéndose donde está él cuando los mandamases descubran que sus hombres aquí han fracasado.

—Hecho, Jack. Volved a casa.

Complejo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Niles realizó las llamadas pertinentes y el compartimentado Grupo Evento entró en acción para prepararse rápidamente y enviar un grupo de rescate al Amazonas. Los departamentos se sometieron a una gran labor de logística para proporcionarle al equipo todo lo que pudieran necesitar para la exploración del valle perdido de Padilla y para buscar supervivientes de la expedición de Helen Zachary. El equipo que Everett había solicitado solo podía abastecerse con material del Grupo Evento parcialmente; el resto tuvo que llegar desde empresas como Raytheon, General Electric, Laboratorio Hanford, Institución Brookings y Cold Spring Harbor en Long Island. La expedición se aprobó oficialmente como una operación de rescate, pero aun así se llevaría a cabo una investigación científica.

Un equipo de técnicos del Grupo Evento, formado por sesenta hombres y mujeres, ya se había puesto en camino hacia Luisiana usando transporte de las Fuerzas Aéreas para ayudar al suboficial mayor Jenks a terminar de equipar al Profesor para su misión fluvial. No habría tiempo para una travesía de prueba.

El departamento de Inteligencia del Grupo lo preparó todo para que la operación pasara por una misión topográfica financiada de manera particular para acotar las profundidades del río Amazonas y enviada por el gobierno peruano, que era una tapadera formidable para entrar en Brasil, el cual había denegado en firme el acceso a su territorio al personal del ejército norteamericano.

Niles y Alice estaban ocupados en el despacho, coordinando toda la documentación con un equipo de ayudantes, y la cosa no marchaba demasiado bien.

—El presidente —dijo Alice sosteniendo el teléfono rojo.

—Señor presidente, gracias por asegurar la colaboración de la Marina, le estamos muy agradecidos. —Niles vio a Alice salir de la habitación.

—Tengo el informe del FBI sobre esas fotografías que su gente ha enviado desde San Pedro —dijo lacónicamente el presidente—. Al parecer, el hombre llamado Kennedy, que por cierto es su verdadero nombre, es un seal de la Marina estadounidense y otro ha sido identificado como un capitán de las Fuerzas Aéreas llamado Reynolds. Los demás todavía están por identificar.

—¿Han explicado la Marina y las Fuerzas Aéreas la razón de infiltrarse en una expedición patrocinada por la universidad y con un montón de jóvenes a bordo?

—Hasta el momento no han dicho nada, solo que están llevando a cabo una exhaustiva investigación interna para descubrirlo. Y a mí, ahora mismo, no me basta.

—¿Quiere decir que no saben lo que está haciendo su gente de Operaciones Especiales?

—Hasta el momento han encontrado informes que muestran que Kennedy y Reynolds estaban prestando un servicio ajeno en el oeste. Me apuesto mi bulldog. Mi consejero de Seguridad Nacional, Ambrose, obtendrá resultados.

—Aquí alguien está fuera de control y hay vidas en juego…

—Joder, Niles, ¡ya sé qué vidas hay en juego!

—Sí, señor, discúlpeme. Puede que esos chicos estén perdidos o luchando por su vida ahí abajo, y tengo un equipo preparándose para actuar. ¡Debo saber en quién podemos confiar!

—De acuerdo, Niles, ni usted ni yo podemos perder la perspectiva aquí. Aunque mi propia hija está en peligro, me temo que tengo las manos atadas hasta cierto punto. No puedo arriesgarme a que se produzca una guerra abierta solo porque ella se haya escapado. Piense en esto: independientemente de qué razón tengan Kennedy y esos otros hombres para estar metidos en esa expedición, ¿no le tranquiliza un poco pensar que por lo menos tienen un seal con ellos?

Niles estuvo lento al responder, ya que no se sentía cómodo con la participación militar por mucho que hubiera gente de Operaciones Especiales dándoles a Helen y a los chicos mayores oportunidades de sobrevivir. Por eso decidió responder sinceramente.

—Me haría sentir mejor si no llevaran perdidos una semana.

—Seguiré insistiéndole a Ambrose, aunque será una tarea difícil, ya que no sabe nada de la existencia del Grupo.

—Lo comprendo.

—Ahora, su teniente Ryan se dirige a Fort Bragg. El equipo Proteus estará esperándolo junto con su patrulla Delta. Recuerde, Niles, aunque puede que la vida de mi hija esté en peligro, solo le he dado el visto bueno a la misión de respaldo Proteus. Una vez más, destaco el hecho de que no puedo permitirme una incursión militar de tropas norteamericanas en una nación amiga, ni siquiera aunque sepamos que es una misión de rescate; no la aprobarán. Lo lamento, o Proteus o nada.

—Señor presidente, yo…

—No —el presidente lo interrumpió—, no podemos meter tropas norteamericanas en suelo amigo sin ser invitados. Demasiadas cosas pueden salir mal. Si su plan de respaldo funciona, el Proteus debería darle al comandante Collins un buen margen si hace falta.

—Señor, esa maldita plataforma de armamento no ha funcionado bien desde que comenzaron las pruebas; estamos corriendo un riesgo terrible con la operación Mal Perder como nuestro único recurso. ¿Y si hay un combate cuerpo a cuerpo ahí abajo? El Proteus no podrá ayudar de ningún modo en esa situación.

—Lo siento, Niles, pero tiene que servir, la mala prensa últimamente nos ha creado una pésima fama. No es que vaya a sacrificar a ninguno de esos chicos ni a mi propia hija por razones políticas, pero no puedo permitir que unos muchachos norteamericanos mueran en un intento de rescate que, con toda seguridad, sería desafiado por tropas brasileñas. Dígale al comandante Collins que encuentre a nuestra gente y que vuelva de una pieza y, Niles, por favor, traiga a mi hija a casa. Siento que el Proteus sea el único recurso ahora mismo, pero puede pasar por civil mientras que un avión del ejército no.

Niles miró la pantalla sabiendo muy bien que el presidente tenía razón. El peso de sacar a esos chicos de ese mundo verde y hostil recaía completamente sobre los hombros del Grupo Evento.

Washington, D. C.

Ambrose condujo hasta Foggy Bottom. El Departamento de Estado estaba cerrado hasta el día siguiente, así que no tuvo que soportar molestas miradas que lo vieran subir los escalones de tres en tres.

Dos guardias lo acompañaron hasta el despacho del secretario de Estado. Al entrar, Ambrose vio que el secretario estaba ocupado anotando algo en un papel. Para tratarse de alguien de solo cincuenta y dos años, el cabello del miembro del gabinete contaba con muchas canas en las sienes. Ambrose había visto antes ese mismo día que el presidente lo alababa en televisión por su inquebrantable postura ante la crisis que había frustrado en Iraq. Sin duda, era el hombre del momento. Pero, cuando Ambrose dejó su maletín en el suelo y tomó asiento, comprobó que el hombre que pronto se convertiría en el próximo presidente de la nación más poderosa de la tierra estaba furioso.

—¿He de suponer que su conversación con el presidente ha sido esclarecedora, señor secretario? —preguntó Ambrose.

El alto hombre sentado detrás del ornamentado y ostentoso escritorio por fin alzó la mirada.

—¿Cómo demonios ha podido pasar esto?

—¿Cómo íbamos a saber que su hija estaba en ese barco?

—Esa pequeña zorra no ha sido más que un tremendo grano en el culo desde que el presidente juró el cargo y su presencia en Brasil podría hacer que nuestro inestable castillo de naipes se nos caiga encima.

Ambrose tragó saliva mientras escuchaba al hombre que era famoso en el mundo entero por su capacidad para conservar la calma, un hombre que planeaba las repercusiones de los sucesos sin esperar nunca que fueran favorables.

—No se sabe nada de ellos desde…

—No importa, idiota. Incluso aunque toda la expedición estuviera muerta, ¿cree por un jodido minuto que el presidente dejará el cuerpo de su hija abandonado en la puta selva? —Se levantó y le arrojó el bolígrafo que había estado utilizando a Ambrose, y este se agachó cuando rebotó en su hombro—. Y ahora va y me dice que ha autorizado no una, sino dos fuerzas navales a dirigirse al sur. ¡Órdenes de navegación de las que usted debería haberme informado!

—Ha consultado directamente con el secretario de la Marina. No he sabido nada hasta hace un momento. Mire, podemos convencerlo para que se le quite la idea de las labores de rescate, podemos aconsejarle que no lo haga. Soy su consejero de Seguridad Nacional, joder, y usted es el secretario de Estado.

—Ese cabrón me ha dado órdenes, me ha dado órdenes de ir a Brasil. Quiere caminos de entrada para que podamos abrir el paso para una operación de rescate por parte de los Marines, nada menos, o para que los militares brasileños puedan llegar allí.

A Ambrose le habían puesto al tanto de lo que el presidente iba a decirle al secretario, así que no le sorprendieron esas órdenes.

—Es el presidente el que está solicitándolo, así que, ¿por qué no lo presenta usted como una amenaza? Al presidente Souza no le hará mucha gracia. Caldee la situación lo suficiente hasta el punto de que resulte imposible proceder. ¿Qué va a hacer él? ¿Invadir una nación amiga por su caprichosa hija, que probablemente ya esté muerta?

—Sí, joder, usted trabaja para ese cabrón. ¡Adora a su hija, por molesta que sea! —gritó el secretario mientras se dirigía hacia la enorme ventana detrás de su mesa—. Y ahora sabe lo del equipo que los jefes de Inteligencia enviaron con el grupo Zachary, ¡y que pueden, o no, haber eliminado al mismo grupo que el presidente quiere que rescatemos!

—Pues entonces mejor aún que hagamos estallar todo esto, que cubramos nuestro rastro para que nadie pueda descubrir nuestra implicación ni en Iraq ni en lo que sea que hayan sacado de ese jodido valle ahí abajo. Con suerte, Kennedy habrá hecho volar por los aires esa puta cosa y habrá enterrado todo y a todo el mundo para siempre.

El secretario de Estado, con la mirada encendida, se giró hacia Ambrose.

—Si alguna vez se sabe lo más mínimo de esto, las elecciones estarán perdidas. Recuerde, aún estoy atado a los faldones del presidente, me guste o no.

—Eso no me preocupa tanto —dijo Ambrose al levantarse.

—Oh, ¿y eso por qué?

—Si se filtra lo más mínimo de lo que hemos hecho, nos van a colgar a todos por traición, porque el peligro que usted no supo ver cuando confiamos en los jefes de Inteligencia es que ellos, en efecto, sí que cubrirán su rastro tanto como puedan. Y por si no lo sabía, Donald, ellos tienen posibilidades de hacerlo mientras que nosotros seríamos a los que les caería la tierra encima. Buena suerte en Brasil, señor secretario. Haré lo que pueda desde la Casa Blanca.

—Si tan buenos eran en su trabajo, ¿a qué viene el fiasco de Arlington?

—Eso fue trabajo contratado. Tiene que fijarse en la jerarquía militar. Los hombres con los que tratamos están hambrientos de poder, y ese poder reside en ir trepando por la escalera corporativa. Este plan suyo consistía en ayudarlos a hacer justo eso. No les hará gracia si notan que la cosa está calentita —dijo Ambrose antes de abrir la puerta y marcharse.

El secretario de Estado vio la puerta cerrarse y se dejó caer en la silla. Sabía que, prácticamente, tendría que dar comienzo a una guerra en Suramérica para confundir la situación y hacer que ese valle en el Amazonas, dejado de la mano de Dios, se desvaneciera del radar de cualquiera.

Entonces se le ocurrió. El presidente jamás confiaría en una única opinión. Este, al igual que él mismo, siempre razonaba en los mismos términos que los de un maestro del ajedrez, pensando en cinco y diez movimientos por delante. Ese hijo de puta tendría ya, por lo menos, una segunda opción proyectada. Lo cual significaba que si sus pesquisas diplomáticas fallaban, el presidente podría incluso tener un equipo armado en tierra o en aire para una operación de rescate. ¡Joder, o incluso más opciones! ¿Un intento de rescate ilegal y velado llevado a cabo a espaldas del gobierno brasileño? El secretario se dio cuenta de que tenía una salida; una operación así constituiría la invasión de un país amigo. Él tenía su principal baza en las Fuerzas Aéreas brasileñas y alertaría a ese hombre de que podría llegar a necesitarlo.

Levantó el teléfono y llamó a recepción para que hicieran volver a Ambrose. Tenía una instrucción más que darle al consejero. Lo único que necesitaba era conocer la ubicación de ese maldito valle. Sin duda, las autoridades brasileñas agradecerían la información de que o bien su espacio aéreo o su territorio estaba a punto de correr un serio peligro.

Y eso, sospechaba, podía hacer que la situación se pusiese fea, y toda esa confusión podía convertirse en su mejor baza.