Capítulo 15
Hicieron falta seis horas para parchear los agujeros del Profesor. Mientras supervisaba las reparaciones, Jenks se había tomado las palmaditas de felicitación que había recibido en la espalda tan bien como se había esperado: farfullando sobre el lento tiempo de reacción de la tripulación y diciendo que podían haber defendido su barco mucho más rápido de lo que lo habían hecho. Pero, a decir verdad, se había quedado asombrado por la celeridad con que el comandante había organizado la defensa. Por ello, ahora miraba al oficial del Ejército con un poco más de respeto.
La buena noticia era que los motores no estaban dañados, por lo que partieron río abajo tan pronto como arreglaron los desperfectos más graves del casco. El resto del tiempo lo pasaron recolocando las piezas del interior del barco.
De guardia sobre la cubierta a primera hora de la mañana, y después de que se hubieran llevado a cabo las reparaciones más importantes, Mendenhall, Sánchez y Sarah vieron las bajas ramas pasar inquietantemente cerca de sus cabezas. Habían vuelto a arriar la torre de la antena desde que entraron en la selva tropical, porque, de lo contrario, a esas alturas ya la habrían perdido. El zumbido de los motores, junto con la luz anticolisión sobre la cubierta de proa a popa, arrulló a los vigías que luchaban por mantenerse despiertos.
Sarah estaba sola en la sección tres, justo en la parte posterior de la sección de navegación, cuando se fijó en que una rama de un árbol colgaba muy baja. Mendenhall la iluminó por un momento para que Sarah pudiera verla. Después, apartó la luz y la apagó para ahorrar energía. Sarah se acercó cuando la gran rama se encontraba a menos de treinta centímetros de su cabeza y fue ahí cuando sintió algo tocándole la gorra y quitándosela. Pensó que no había agachado la cabeza lo suficiente, que se le había enganchado en la rama, hasta que se giró y vio la gorra suspendida ahí mientras unos pequeños dedos oscuros la sujetaban y la giraban. Abrió los ojos como platos a la vez que Mendenhall se reía a carcajadas.
—¡Creo que un mono acaba de robarte la gorra! —gritó él desde lo alto de la sección cuatro.
Mendenhall seguía riéndose, entonces a Sarah le devolvieron la gorra roja, que agarró antes de que cayera por la borda.
—No debía de valerle —dijo el sargento con una risita.
De pronto, un pequeño brazo le quitó a él su gorro militar de la cabeza y Mendenhall, instintivamente, se agachó, pero brazo y gorro habían desaparecido entre los árboles.
—Supongo que ha pensado que el tuyo le quedaría mejor —dijo Sarah con una amplia sonrisa.
Mendenhall maldijo. Encendió el foco y apuntó a los árboles, por detrás de él y a su alrededor. A continuación, lo apagó corriendo.
—Sarah, esto no es ninguna broma; hay como cien… cosas de esas en los árboles.
Sarah se puso la gorra sin dejar de sonreír.
—¿Monos?
Antes de que él pudiera responder, la cubierta estaba inundada de pequeños objetos que reconocieron inmediatamente como flores exóticas, plátanos, y bayas de toda clase. Después, la noche estalló en parloteos, pero no con un sonido parecido al de los monos, o tal vez sí, pensó Sarah, sino como si los animales de los árboles estuvieran riéndose; su conversación quedó interrumpida por breves respiraciones entrecortadas. Inmediatamente, Sánchez avisó a Mendenhall para que iluminara en su dirección porque tenía algo en el pelo. Al hacerlo, Sarah y él se quedaron boquiabiertos al ver la luz caer sobre una criatura de piel brillante y cuatro patas que tenía la cola enroscada alrededor del cuello del cabo. Estaba deslizando sus pequeñas manos por su abundante y oscuro cabello y chapurreando algo mientras parecía que estuviera haciéndole mimos a Sánchez.
—¿Qué cojones es esta cosa? —gritó él con miedo a moverse—. Huele a pez.
Sarah no podía creerse lo que estaba viendo. El animal tenía unos noventa centímetros de largo y parecía un mono, con la excepción de que no tenía pelo en el cuerpo. Comenzó a respirar con cierta dificultad cuando alargó el brazo con cuidado para pulsar el botón del intercomunicador.
—Suboficial, apague los motores —dijo.
Sin hacer preguntas, Jenks apagó los motores y la noche se sumió en el silencio. Sarah ahora podía oír a la criatura sentada sobre la cabeza del marine arrullando y emitiendo una especie de gorjeo. Casi sonaba como si estuviera cantando mientras acariciaba el cabello de Sánchez.
Sarah aún tenía el botón del intercomunicador apretado y, sin apartar los ojos de la extraña escena que estaba produciéndose tres secciones atrás, encontró el botón que comunicaba con los laboratorios de Ciencias. Esperaba que alguien siguiera trabajando allí.
—¿Hay alguien en Ciencias? —preguntó con un tono apenas audible.
No obtuvo respuesta. Pero entonces la escotilla que tenía encima se abrió y Virginia asomó la cabeza.
—El suboficial quiere saber si hay algún problema; ha dicho que no puede contactar con tu intercomunicador —dijo la mujer al bajar a la cubierta, pero entonces se percató de que Sarah seguía presionando el botón del intercomunicador y miró hacia donde ella estaba mirando. Se quedó paralizada—. ¡Oh, Dios mío! —susurró y, sin girarse, apartó el dedo de Sarah del botón—. Tenemos un visitante, suboficial. Todos están bien.
—¿Un visitante? —preguntó él.
—Esta cosa tiene escamas y sus dedos están húmedos y palmeados —dijo Sánchez sin moverse.
—Tranquilo, cabo, no creo que sea agresivo —logró decir Sarah.
La pequeña criatura alzó la mirada ante el sonido de las voces de los humanos y ladeó la cabeza. Chapurreó algo en voz baja y alargó la mano hacia una rama para saltar de la cabeza del cabo y desaparecer entre la fronda. Su balanceante cola fue lo último que vieron antes de que se esfumara por completo.
Sarah se agachó y recogió del suelo una ramita que aún tenía bayas. Arrancó una y se la comió.
—Está buena —dijo.
—No está muy bien hacer eso, no es muy científico, Sarah —dijo Virginia al coger una bella especie de orquídea que nunca antes había visto. La olió y se la puso en el pelo, encima de la oreja—. Que el cabo Sánchez redacte un informe con su descripción de lo ocurrido, incluso de lo que ha sentido. ¿De acuerdo, Sarah? —añadió con voz distante—. ¡Qué animal tan asombroso!
Sarah vio a Virginia volver a entrar por la escotilla y después miró a Mendenhall. Mientras lo observaba, una pequeña mano salió de entre los árboles y volvió a ponerle su gorro en la cabeza. Él se agachó y unas risitas se oyeron alrededor del barco.
Los motores gemelos arrancaron y el Profesor comenzó a avanzar de nuevo. Ahora los tres vigías ya no tendrían problemas para mantenerse despiertos.
La mayor parte de la tripulación que se encontraba fuera de servicio, veinte miembros, estaba en la estrecha sección de comedor del Profesor desayunando jamón y huevos mientras escuchaban a Mendenhall y Sarah bromear con Sánchez sobre su extraño encuentro en las oscuras horas de la mañana.
—¿Y estas criaturas no eran en absoluto agresivas ni tímidas? —preguntó Ellenshaw con su blanco pelo alborotado como si un rastrillo se lo hubiera revuelto.
—Bueno, pregúntele al cabo, él ha tenido unas vistas mejores que Will o que yo —respondió Sarah mientras se bebía el café con dificultad. Incluso horas más tarde, aún era difícil no reírse.
Sánchez la miró, pero tuvo que sonreír.
—No, no me ha dado exactamente la sensación de que fueran tímidos —dijo al dar un bocado a la tostada.
—Y está claro que parecían de naturaleza acuática. ¿Vio las membranas entre sus pequeños dedos? —preguntó Heidi Rodríguez.
—Las vi y las sentí —respondió el cabo, de pronto sin ganas de comerse la tostada—. Y olía a… bueno, olía a pescado.
Mientras hablaban, oyeron los motores del Profesor apagarse.
—Se solicita que toda la tripulación se reúna con el comandante Collins en la cubierta superior —dijo la voz de Jenks por el intercomunicador.
Sarah miró por la gran ventana al levantarse y fue la primera que lo vio.
—¡Por Dios, fijaos en eso! —dijo al salir corriendo de la zona del comedor en dirección a la escalera más cercana para subir a la cubierta.
Los otros miraron por la ventana antes de seguir a Sarah apresuradamente.
Jack y los profesores Nathan y Pollock estaban en la cubierta con los otros miembros de la primera guardia. Virginia estaba ocupada tomando fotografías y Nathan tenía una videocámara para documentar la impresionante imagen que se alzaba ante ellos y que recibía la iluminación de los proyectores externos del barco.
Sarah se unió a Jack y se cubrió los ojos, protegiéndose del intenso destello.
—Increíble —dijo simplemente.
—¿Qué coño se supone que son? —preguntó Jenks al reunirse con ellos después de activar los sistemas automáticos del Profesor.
Delante de todos, a ambos lados del afluente, había dos estatuas de unos veinticinco metros. Eran antiguas y estaban cubiertas de lianas y otras plantas que crecían de las grietas de su piedra.
—No se parecen a ningún dios inca que haya visto —dijo Nathan sin dejar de filmar.
—Están talladas directamente en el granito del acantilado —añadió Virginia cuando se giró para fotografiar la efigie de la orilla opuesta—. Son idénticas representaciones de la misma… de la misma deidad —dijo sacando cuatro fotografías.
—Fijaos en las manos —apuntó Jack.
Las grandes manos de las tallas estaban palmeadas, como las de las pequeñas criaturas sobre las que había informado Sarah en su guardia nocturna. Las estatuas tenían escamas como las de un pez y un cuerpo con forma humana, impresionante, y denotaba fuerza. La cabeza era lo más asombroso de todo. Sus rasgos eran los de un pez, pero con la hechura de una cabeza humana. Varias hileras de aletas se extendían hacia abajo, desde el cuello y la cabeza, y le cubrían sus anchos hombros. Los labios eran gruesos y fruncidos como los de un pez; la nariz se reducía a dos pequeños agujeros y apenas se podían distinguir las agallas que recorrían cada lado de la mandíbula en cuatro líneas distintas. Pero el rasgo más increíble era el modo en que los talladores de esas antiguas estatuas habían representado los ojos. Aunque poseían aspecto humanoide, tenían las pupilas oscuras de los tiburones.
—Joder, mirad lo que llevan en la mano izquierda —dijo Nathan al bajar la cámara.
La mano izquierda de cada estatua sostenía con fuerza un pequeño cráneo humano. Unas largas garras se hundían en el hueso en una inquietante y sanguinaria ilustración por parte de los escultores.
—¿A qué escala dirías que está, Charles? —preguntó Virginia a Ellenshaw, que lo miraba todo asombrado.
—Si se trata un cráneo de un adulto humano con un tamaño preciso, diría que los dioses representados aquí medirían entre dos metros y medio y dos metros ochenta, aproximadamente. De pie, por supuesto.
—Habría sido un nadador impresionante —dijo Jack—. Mirad sus pies.
Los pies con garras eran muy largos y anchos y también tenían membranas. Las poderosas patas estaban surcadas por largas aletas por la zona posterior que desaparecían en la roca del acantilado. Los brazos también contaban con aletas y se extendían desde la parte trasera de los antebrazos hasta las muñecas.
—En resumen, que no es algo con lo que me gustaría toparme ni en el agua ni fuera —dijo Sarah rodeándose con los brazos. Recordó la mano fosilizada, igual que los demás en ese momento.
—Esto debe de significar que estamos cerca del valle y de la laguna —interpuso el profesor Keating.
—¿Qué le hace pensar eso, profesor? —preguntó Jenks.
—Que las estatuas se colocaron aquí a modo de advertencia. Están protegiendo algo —respondió mirando a Jenks—. Y no se me ocurre qué otra cosa podrían proteger aquí a menos que sea la laguna de Padilla.
El suboficial se metió el puro en la boca y apretó los dientes.
—Pues entonces vamos a ver qué es tan jodidamente importante como para que alguien esculpa una estatua de su suegra en los acantilados. —Sonrió a Virginia—. Debe de ser algo bueno, sea lo que sea —añadió mientras se giraba para bajar y poner al Profesor en marcha otra vez.
Los otros treinta y tantos miembros de la tripulación permanecieron en la cubierta observando las grandes estatuas que dejaron atrás cuando volvieron a zarpar río abajo. La mayoría tuvo que girarse una última vez, ya que no podían comprender que esos dioses incas nunca antes hubiesen sido catalogados ni documentados; al fin y al cabo había lagos por todo Perú, y su costa era extensa. ¿Por qué un dios del agua ahí y por qué uno tan distinto de las achaparradas representaciones de otras deidades incas?
Jack fue el único que se fijó en que los sonidos de la selva y del bosque habían regresado según subían por el río. Lo que más lo inquietó fue el hecho de que nadie se hubiera dado cuenta de cuándo habían cesado, pero entonces comprendió por qué: los tripulantes del Profesor se habían quedado tan asombrados con las gigantescas estatuas que no se habían percatado de que habían salido a la luz del sol cuando la fronda de árboles había cedido terreno a las tallas. Ahora que habían vuelto a entrar en una zona del afluente cubierta de árboles, habían regresado los sonidos de la vida. ¿Por qué se habían detenido los sonidos de los pájaros y de los animales cuando estaban frente a las estatuas?
Jack se giró y fue hacia Carl, que estaba observando el río con los prismáticos.
—Carl, ve con Mendenhall y sacad unas cuantas pistolas del armario. Dádselas al personal de seguridad y también a Sarah y a Jenks.
—Entendido, Jack. ¿Has visto algo que no te haya gustado? —preguntó Carl pasándole los prismáticos.
—Sí, dos cosas, ambas de unos veinticinco metros y que representaban algo de lo que puede que tengamos parte en modo fosilizado, y esas cosas no parecían estar dándole la bienvenida a nadie a esta zona del río.